Centenario Katharine Hepburn: El gran reto

Centenario Katharine Hepburn: El gran reto

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Querido sobrino:

Al encender mi ordenador portátil, el contenido de una alerta del Departamento de Criminología de la Universidad de Milán me recomienda finalizar estas vacaciones que, como preveía, dejan un rastro inevitable que he de interrumpir. De días como hoy podría decirse que tiemblan al empezar, pero mis buenos amigos Claus y Lucas, ya han puesto en marcha el dispositivo de seguridad que nos permitirá regresar a tu tía y a mi a nuestro hogar brasileño sin ser molestados.
Claridge ha salido para despedirse de las famosas puertas del baptisterio florentino, dignas de ser las puertas del Paraíso, en palabras de Buonarotti. Entre los cientos de turistas que se detienen cada día a admirarlas no correrá ningún peligro.
Las hizo un artista llamado Ghiberti. Necesitó toda su vida para acabarlas y simbolizan los desafíos vitales que resuelven con éxsito los que reúnen talento, tenacidad y suerte. Esto me ha conducido a terminar mi correspondencia contigo este verano, con el mayor desafío personal de tu admirada Kate.

Mientras Joan Crawford o Barbara Stanwyck, sus contemporáneas, ya sólo trabajaban en películas baratas de terror o en la televisión, Katharine estaba ganando premios Oscar y a punto de enfrentar el mayor desafío de su vida: triunfar en algo para lo que sabía que no tenía dotes. Ningún proyecto generó tantos rumores como "Coco", el musical basado en la vida de la modista parisina.
Kate cedió a su ambición y aceptó una maniobra en contra del productor de la obra, Frederick Brisson, para hacerse con el papel. Brisson quería que la protagonista fuera su esposa, Rosalind Russell, pero el libretista había enviado en secreto un guión a "Cocó" Chanel, había conseguido su aprobación, y, el publicitarlo a bombo y platillo, significó que el papel fuera para Kate. Rosalind Russell se sintió desilusionada y Brisson engañado y furioso, hasta el punto de no perdonarla jamás y ser el abanderado de sus mayores enemigos durante años.
En su primera reunión con Brisson, Kate le dijo que a pesar de haber «renunciado a todo por Tracy», cada una de las películas que había hecho en los últimos seis años le había dado una nominación al Oscar. Eso demostraba, insistía ella, que aún tenía tirón en taquilla. «Realmente me quieren», presumió ante el productor.
Semanas después de la "jugada", un grupo elegido entre la élite teatral de Nueva York se reunió en la suite de un hotel para asistir a un pequeño concierto ofrecido por Kate, con la intención de despejar cualquier duda sobre su aptitud para cantar. Kate "recitó-cantó" un medley de Cole Porter. La mayor parte de los presentes quedaron horrorizados. «Sonaba como el Pato Donald», opinó Brisson. En un disco que grabó con temas de Porter, un coro salvador tuvo que arroparla casi constantemente. Pero en aquella velada sus fieles la aplaudieron, besaron y
felicitaron. Sabían que había trabajado mucho y su amor superó su sinceridad.

Trabajó, trabajó y siguió trabajando. Se entregó tanto que hasta dejó de fumar, después de haber fracasado en el intento decenas de veces, incluso al ver a Tracy convivir con una botella de oxígeno.
El productor no era el único, ni mucho menos, que era capaz de imaginar el desastre que se aproximaba. Para el diseñador del vestuario parecía cualquier cosa menos femenina. Tenía «las maneras de un viejo lobo de mar», decía, «abriendo sus feas piernas en las posturas más indecentes... siendo en cada gesto tan poco femenina y tan diferente a la fascinante Chanel como se puede ser».

Era cierto. Kate se daba cuenta de que ni su mente ni su cuerpo la acompañaban como hubiera deseado. Cumpliría 62 años en pocos meses, no bailaba, no cantaba, y su miedo la hacía comportarse como una estrella estúpida e intratable. Cada mañana, asegura un testigo, llegaba al ensayo como una jovencita de 17 años, y salía como una anciana de sesenta. Cuando no ejercía de estrella déspota, se hundía y lloraba.
Pasaron las semanas de ensayo y por si fuera poco, justo antes del estreno, los críticos destrozaron su película "La loca de Chaillot". Uno la calificó de "dibujo animado sobreactuado". El crítico del "New York Times" ridiculizó una de las secuencias que pretendía ser más emotiva, el «espectáculo de Katharine Hepburn... mira al vacío y solloza! apretando elegantemente sus perfectos dientes ». La anterior, "el león en invierno" había sido un éxito inesperado. Hacía trece años, desde "Faldas de acero" que no recibía críticas semejantes. Nunca se acostumbró a ellas pero no llegaban en el mejor momento.

La noche del estreno en diciembre de 1969 llegó gente de todas partes del mundo. Aristócratas, políticos influyentes, familiares y medio Hollywood ocuparon las butacas. «Es en ocasiones como ésta», reflexionaba un asistente, «cuando el teatro, que después de todo está concebido para ser un foro, se convierte en una plaza de toros. Los espectadores han venido a ver si triunfará el matador o el toro».
Tal vez fuera así, aunque desde luego nadie dejaría de pedir las dos orejas y el rabo aquella noche. Una ovación tras otra la premiaron al final. Era de esperar que la mayoría de aquella gente, como mínimo se comportarían con cortesía o la vergüenza necesaria para aplaudir y fingir entusiasmo. Pero también los críticos, como ya habían hecho con "Adivina quién viene a cenar esta noche" desdibujaron los defectos para dedicar alabanzas a su estrella. Unanimidad en la prensa. El "New York Times" habló esta vez del «noble resplandor de Kate". No importaba que su voz se quebrara, que se equivocase en sus frases y que se echara a reír en mitad de los monólogos.

Aquí tienes a Kate en la la obra de "Coco"...

Vídeo

Luego a la crítica se sumó el público. Durante los meses siguientes, cada noche, "Coco" formó largas colas, que no evitaron que, en sus memorias, Kate escriba: "Si pudiese describiros el terror –la aplastante incompetencia–, el horror ciego que sentía cada noche antes de salir».
Escudriñando por entre las cortinas para ver llenarse el teatro cada día, observaba la excitación en las caras de la gente. Kate comprendió que aunque no supiera cantar, iban a verla a ella, no la obra.
Muchos de sus fans regresaban noche tras noche, usualmente hombres jóvenes que la esperaban fuera, lo bastante respetuosos para no pedirle un autógrafo, para satisfacerse con verla de cerca. «La gente me besa por la calle», escribió asombrada a un amigo. «Simplemente pasan y dicen: "Te adoro". Es tan terriblemente emotivo... Simulan un abrazo o me tiran un beso. Es realmente extraordinario.»
En ese momento, con esa experiencia, Kate cambió para siempre su relación con el público. a los sesenta había conseguido todo como actriz, había conseguido que su personalidad hiciera atractivo lo que tocaba. Nadie puede desear más. Tenía razón. La queremos.

De tu tío que también te quiere, a pesar de tu personalidad.
Anibal L.

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