Mr. Pinkerton en Nepal

Mr. Pinkerton en Nepal

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Querido muchacho:
 
¿Cómo está mi necrófilo predilecto? Yo estoy extenuado tras el caso que acabo de resolver. Sabes bien, muchacho, que nunca he cuestionado la razón que lleva a mis clientes a encargarme sus casos, por muy extraños que parezcan. Si aquello que me piden es legal y constitucional, y si me veo capacitado para ello, lo acepto. Por esta razón, escuché atentamente a un enigmático lord inglés que me citó en el Café Comercial. El caso que me encomendó es, sin duda, el más extraño en mis 20 años de profesión. Y quizás, también el más difícil.

Desplegó el inglés sobre la mesa de frío mármol una serie de planos y libros de viajes sobre el Nepal. Me imaginé que quizás pretendía que localizara a alguna hija descarriada, quizás a un hermano escalador desaparecido, o a su fugada mujer. Pero cuál fue mi sorpresa cuando saca de su maletín un dibujo del…. ¡Abominable Hombre De Las Nieves!, o lo que es lo mismo: el Yeti. En ese momento miré hacia todos los rincones de la cafetería en busca de las cámaras de televisión, por si aquello era una broma televisiva. Pero el gesto impertérrito del anglosajón me hizo ver que aquello iba en serio. Pretendía que yo, Mr. Pinkerton, averiguara si realmente existe dicho extraño personaje. Me facilitó los billetes del viaje, así como el dinero necesario para llevar a cabo semejante empresa.

En dos días me encontraba ya en Katmandú. En el aeropuerto me esperaba un tibetano llamado Tenzin. Se presentó y me dijo que sería mi guía. Aquella noche, mientras saboreaba un bourbon en el bar del hotel, me pregunté qué narices estaba haciendo yo allí, y cómo iba a averiguar algo que pertenece al imaginario colectivo, y cómo iba a encontrar a un personaje de ficción. Con el tercer bourbon, y mientras el pianista del hotel interpretaba el “Let It Be” de Los Beatles, me envalentoné, y me dije que no hay caso capaz de doblegarme, y que jamás diré en el futuro que no intenté solucionar un caso por acobardamiento. 

El YetiAl día siguiente, con la solana del mediodía, mi guía y yo empezamos el viaje hacia la zona donde más avistamientos del Yeti se habían producido a lo largo de los tiempos y en esa época del año. El lord inglés me dio una semana para intentar dar con el misterioso personaje. Si lo lograba, me pagaría una cuantiosa cantidad de dinero; si no, esa cantidad dividida en tres. Me pareció justo, pero esta aventura la acepté más por orgullo que por dinero. Tenzin, parecía un hombre apocado, ensimismado. Le intentaba dar conversación, pero es difícil hablar con un tibetano que siempre respondía con un “Yes, sir”, “No, sir”, “Lo que usted diga, sir”. Pero llegada la noche, y bajo el manto protector de la tienda de campaña, a la luz de la lumbre y con un café bien caliente en las manos, no hay persona que no se abra a quien le acompaña; y no tardó en abrir su corazón y contarme sus problemas y sus alegrías. Tenzin tenía 38 años. Se había criado en un convento de monjes budistas, y siempre destacó por su buena caligrafía y su mente privilegiada para los crucigramas. Un día vinieron al convento unos señores en busca del Dalai Lama, y le hicieron pasar a todos los alumnos por las pertinentes pruebas. Él fue superando cada una de ellas. En la prueba final, tenía que escoger entre diez objetos. Él dudaba entre el sonajero y el reloj Rolex, y tras mucho dudar escogió el reloj. Aquella prueba no la superó, y el siguiente alumno sí escogió el sonajero. Así que Tenzin no se convirtió en dalai lama, pero al menos se quedó con un Rolex de oro que lucía aún en su muñeca.

Los siguientes días fueron muy duros. Caminábamos todo el día, y una tormenta de nieve nos azotaba a cada paso. Contábamos chistes para animarnos mentalmente, y cantábamos canciones de piratas para que el desánimo no nos derrumbara. Nos partimos de risa al descubrir un condón usado congelado, y se nos partió el alma al toparnos con los restos de un avión accidentado años atrás. Muchacho, allí en lo alto del planeta, las sensaciones se viven con más ahínco; nos convertimos en juguetes de la naturaleza, y nunca me sentí más débil ante la adversidad. Tenzin me contaba que aquella tormenta no era para nada de las más fuertes que él había vivido, y me aseguró que íbamos a salir de esas.

Aquella noche soñé con el Yeti. Me desperté en mitad de la noche fruto de una pesadilla terrible, donde acababa siendo devorado por ese increíble ser. Luego me quedé un rato pensativo, preguntándome que, de existir, qué solo y triste debía de ser su vida. Pero luego me di cuenta de que si se lleva un siglo hablando de su existencia debe de ser porque existe no uno, sino una comunidad de yetis, pues por extraño que sea, no deja de ser un ser vivo con fecha de caducidad, como todos. Y pensé que quizás el condón usado era suyo, y me eché a reír y desperté sin querer a Tenzin, el cual me lo recriminó golpeándome con sus zapatillas de andar por casa.

Pero entonces un aullido jamás escuchado por mí sonó por todo aquel lugar nevado. No era el aullido de un lobo, ni el de un oso. Tenzin me miró con ojos asustadizos, y me dijo con voz temblorosa: “Yeeee-tiiiii”. Al día siguiente caminamos hacia una zona de cuevas que Tenzin conocía. Me dijo que el ser que buscábamos se había dejado ver alguna vez por esa zona, y que muchos aventureros habían desaparecido. Esa información no me mermó, y fuimos hacia aquellas rocas cámara réflex en mano. Obviamente, había que tener pruebas de la existencia del Yeti, el cual ya empezaba a caerme bien. Al llegar a la entrada de una de las cuevas, Tenzin se paró en seco. Me dijo que él se quedaba allí, que no era por miedo al Yeti, sino por claustrofobia. Así que recé todo lo que supe y me adentré en la oscura cueva sujetando una antorcha. La negritud era inmensa, el silencio acongojante. Mis pasos sonaban como serpientes deslizantes, y empezaba a temblar más por miedo que por frío. Me di cuenta de que estaba a pocos pasos de la fama o de la muerte, y que volver hacia atrás sería un fracaso que heriría mi orgullo para siempre, aunque sería un “sin orgullo” con vida. 

Monjes BudistasDe repente, escuché de nuevo el aullido del Yeti, y mi cuerpo se paralizó. Una sombra se abalanzó hacia mí y se paró en seco a veinte centímetros de mi rostro. Un ser blanco, peludo y de metro ochenta me observaba con detenimiento. Parecía sentir la curiosidad de quien ve algo por primera vez. Yo también veía un Yeti por primera vez, pero no era precisamente curiosidad lo que sentía. Di un paso hacia atrás, y luego otro, y luego otro. Enfoqué con la cámara y le hice una foto. El flash le sorprendió, se echó para atrás, tropezó con una piedra y tras lastimarse gritó: “¡Shit!”……. O le había entendido mal o ese ser acababa de decir “****” en un perfecto inglés londinense. Me acerqué a él, le toqué la cabeza y tiré hacia arriba hasta sacar una máscara de peluche y descubrir que todo era un montaje. Me pareció revivir un capítulo de Scooby-Doo al comprobar que quien estaba oculto en semejante disfraz era el hombre que me contrató.

Después de maldecirle en arameo, el lord consiguió tranquilizarme lo suficiente como para intentar explicarse. Muchacho, la extravagancia de los ricos altera muchas mentes y denota un aburrimiento excesivo con todo aquello que la vida cotidiana les puede dar. Quién me iba a decir que todo aquello era un puro divertimento de un inglés con ganas de pasarlo bomba. Su dinero le costó, eso sí. Le pedí lo prometido y un 10% más por daños y perjuicios. Tenzin me juró no saber nada de todo aquello. Pero pronto me percaté de que él también estaba implicado. Claro, así me contó esa ridícula historia de su intento de convertirse en dalai lama cuando descubrí el Rolex en su muñeca. Más bien fue el pago por su implicación en la trama.

Bueno muchacho, de todo se aprende. Espero que mi experiencia te sirva como lección de vida, para que nadie te tome el pelo cuando salgas de tu centro una vez que superes tu necrofilia empedernida.

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