El más mágico viaje siempre será… a través de aquella película…

El más mágico viaje siempre será… a través de aquella película…

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Querido Teo:

“Estaré aquí mismo…”. Esas palabras, pronunciadas por aquel singular peluche marrón, ante el desconsuelo del valiente Elliott, la llantina de la adorable Gertie, y las notas del maestro John Williams, causaron tal impacto en el (por aquel entonces) inocente muchacho que se creía todo lo que su viejo televisor le contaba, que empezó a creer en la magia del cine. Hoy, muchos años después, me reconozco y otorgo la razón. El cine es mágico… Es absurdo resistirse. Cuando el interminable dedo se vuelva a iluminar, volveré a llorar, esta vez sin miedo a ser descubierto, pues aunque todo sea de mentira, todo sea una gran ilusión, mi anhelo, mi deseo, seguirá siendo que, ojalá, hubiera sido de verdad…

El cine… inspirador, compositor, canalizador, transmisor de emociones, sentimientos, reacciones y, sobre todo, de sueños. Sentir una película, llegar a formar parte de la historia que nos cuenta. Inmiscuirse en el devenir de un personaje. Sufrir o ser felices por y con él… Ahí está la magia del cine. Cuando uno decide bajarse del mundo durante las dos horas que más o menos dure la peli empieza un viaje y lo hace con la intención de olvidarse de todo y de todos; busca sólo eso, que le trastornen y si puede ser hasta el extremo pues mejor. El cine es fabuloso por aquello, porque algunas veces lo logra y, durante ese espacio de tiempo, consigue que todo nos importe… Pues eso, un pimiento.

Eso sí, como buen ilusionista tiene sus trucos y los emplea. Así, no duda en apoyarse en el otro gran generador de emociones y alterador de sentimiento, la música. Será tan importante que, en este caso, el actor secundario se convierte en personaje principal. Y es que, se mire cómo se mire, en aquel momento cumbre, la banda sonora de turno jugará un papel fundamental. Aquella historia de amor entre Oliver y Jenny, sin la genial partitura de Francis Lai de por medio, no hubiera sido lo mismo y la congoja que, seamos francos, tarde o temprano se acaba apoderando de todos nosotros ante tamaña fábula, hubiera tardado, por lo menos, un poquito más en aflorar. Ningún actor o actriz, de método o no, por muy bueno o buena que sean estos, sería capaz de conmovernos si de fondo no encontrara el apoyo del soniquete adecuado. Todos coincidiremos en que la melodía entonada por The Righteous Brothers ayudó, y no poco, a que el soso de Sam conmoviera a la no menos insustancial de Molly, desencadenando que nos sumergiéramos en aquel río de lágrimas, que Maná lloraba, al tiempo que cantaba, cada vez que uno “osa” a enfrentarse con aquel prodigioso y fantasmagórico final.

Además, todo prestidigitador que se precie de serlo guardará un as en la manga que utilizará a conveniencia. Así, si el ahora actor principal pretende ser serio candidato al Oscar, no dudará en emprender un largo periplo al pasado; unos pocos cientos de años bastarán… Y mutar en clásico, o mejor, en poesía musical… En ¡ópera!…

Tan inescrutable, por lo menos para servidor, como desgarradora y con un poder tan hipnótico como imperial. Directa al lugar del que brotan los sueños, las mayores y mejores emociones… Y es que todos esperamos el momento. Ese instante en el que suenan las primeras notas del Bach, Vivaldi o Giordano de turno, germen de una lágrima, dos, tres… De un llanto… Muchas veces acompañado de una sonrisa, otras de una exclamación de rabia, otras de dolor, porque lo maravilloso es que, no en pocas ocasiones, nos trasportan a un momento de nuestras vidas, a aquel recuerdo que aún latente brota al hilo de lo que estamos viendo. Quién no espera con ahínco e impaciencia que llegue la escena en la que Andrew Beckett le va explicando a su pasmado abogado Miller como la Callas se mete en el papel de Maddalena en la ópera “Andrea Chénier” cuando recorre por segunda vez las calles de Philadelphia. O aquella otra en la que Somerset transita por los pasillos de esa lúgubre y taciturna biblioteca en busca de “Los cuentos de Canterbury” y de “La divina comedia” de Dante, en un intento de allanar aquel siete en el que andaba Mills, al son de Bach y su Aria sobre la cuerda Sol (que es lo mismo, pero de forma un poco más pedante, que decir Air on the G string según mi melómano y buen amigo Ramón). O mi preferida, cuando David Helfgott salta cual chiquillo desbocado sobre una cama elástica con el Nulla in mundo pax sincera de Vivaldi, “resplandeciendo” su algarabía y mis sollozos por igual.

Hagamos un inciso para recordar la banda sonora más emocionante que jamás escuché y que John Barry se encargó de regalarnos. Se quedó en mi memoria aquel día que Karen decidió emigrar a la lejana África y, sobre todo, que se dejó lavar el pelo por su amado Denys. Pocas veces la música puede llegar a ser tan imperecedera como para llegar a eclipsar a la propia película a la que debe servir de acompañamiento. Este es el caso. Si hablamos de emoción, aquí está… A raudales… Y por partida doble.

¡El cine está lleno de principios y de finales tan emocionantes! Es sorprendente llegar al más recóndito rincón de nuestro yo, al último recoveco de aquello que llaman alma, para descubrir cómo a través de los distintos sentimientos de personajes de mentira, envueltos en un clímax tan impensable, tan lejano, muchas veces tan onírico, y otras no tanto, en cuyo pellejo será imposible que, por muchas vidas que viviésemos y en las que pudiéramos estar, se puede llegar a alcanzar tal nivel de emotividad, de pasión, de sensibilidad…

Mediante su dolor y su sufrimiento, que en muchas ocasiones desembocará incluso en la propia muerte. Con Máximo Décimo Meridio acariciando aquellas espigas al encuentro de su familia vilmente arrebatada, se puede llegar a sentir la extraña impresión de envidiar a alguien que ya no está entre nosotros. Paradójicamente su apasionante viaje no puede tener un final mejor que la muerte pues en ella consumará su ilusión. Todos queremos ser el valeroso gladiador que, por fin, cumplió su sueño.

¿Quién no apretó los dientes por no querer delatarse, mientras William Wallace bramaba “Libertad”? Al tiempo que suplicábamos, en vano, que por favor alguien rescatase al héroe de su destino, sin tener en cuenta que sólo a través del mismo hallaría lo que tanto tiempo andaba buscando. O que levante la mano el que no se cambiaría, sin pestañear, por Guido para ayudarle a rescatar a su iluso y adorable vástago Giosué de la miseria nazi a través de la más bella alegoría jamás ideada, aun a sabiendas de que el desenlace no podría ser otro.

A través de su angustia y desesperación. La más absoluta. Así se sentía Sophie. Así me sentí yo, perplejo, indignado, ¿cómo se toma aquella decisión?... La más sincera, como cuando T.J. balbuceaba repetidamente aquel “champ”. La más humana, en la maravillosa figura de Oskar Schindler, desplomado, impotente, descorazonado… Por no haber sido capaz de hacer algo más. La más acuciante, la que se comía al bueno de Antonio incapaz de recuperar su bicicleta que infamemente le había sido escamoteada.

Mediante su alegría. La que desprende Kim en su danza de hielo al abrigo de la lluvia de escarcha que el maravilloso Eduardo compone para ella. O de la que se dispone a iniciar Billy en aquel interminable salto a un lago repleto de cisnes. La felicidad de su obstinado padre, su nudo en la garganta… El chico sólo quería bailar…

Al final Rico no logró realizar su sueño de llegar a Miami tal y como su amigo Joe le había prometido. La medianoche fue demasiado larga y no hubo tiempo para atravesarla. Tampoco el potro italiano alcanzó el propio de tumbar al campeón de los pesados, aunque el suyo más bien era el nuestro a juzgar por sus plegarias una vez conocido el desenlace de la lucha. Ni tan siquiera el tierno Elliott lo consiguió. Aquello venido del más allá, se marchaba para siempre y ni el abrazo más tierno de la Historia del cine le hizo cambiar de opinión. Igual fortuna corrió Emily, quien deseó que la dulce mirada de su querido Ben hubiera seguido en los ojos de éste, y no reflejada en aquellas otras almas con quienes su atormentado, y ya nunca redimido, amado decidió reparar su fatal error…

Y es que el cine, ya de una vez por todas, es y será mágico. Dónde no siempre se logran los sueños. O quizás, sea más bien una maravillosa gran ilusión… O, por qué no, incluso el último gran deseo. Al ritmo de Ginger Rogers y Fred Astaire, aquel inmenso pedazo de carne y sentimientos, nos convencía, ya para siempre, de que todo aquello es así.

John Coffey había pedido su deseo. Al contemplar su rostro, su emoción, no puedo dejar de pensar en que ese debí ser yo… En que todo lo que por su cabeza pasaba, por la mía, sin duda, en su momento, deambuló, cuando ante mis ojos por primera vez se posaron Scarlett O´Hara, el conde Drácula, Vito Corleone o el mismísimo Frankenstein. ¡Afortunados aquellos que todavía no han disfrutado alguna de aquellas fabulosas películas!… Porque tendrán la inmensa fortuna de verlas por primera vez… Y es que como Fred susurraba a Ginger “I am in heaven…”

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César Bela

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