Mr. Pinkerton y los fantasmas de cine

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¡Hola muchacho!

¿Cómo te va como voluntario de Cruz Roja?. Me han dicho que estás muy integrado en la sección de extracciones… Tal como ocurrió el año pasado, volví a tener una noche de Halloween la mar de accidentada. Decidí quedarme en mi casa, y me hice con kilo y medio de caramelos. Pero, esta vez, les di un baño de aguardiente, para que a los niños se les quitaran las ganas de ir incordiando por las casas. Así que me quedé en casa leyendo Frankenstein, y cada quince minutos tenía una interrupción por cuenta de esos niños del vecindario. “¡Truco o trato… truco o trato!”, canturreaban… “¡Qué truco…qué trato… tomad estos caramelos y largo de aquí!”. Y así una y otra vez, muchacho, hasta que a la quinta o sexta visita… abrí la puerta y tras ella se encontraba una pequeña niña, de unos ocho años, pelirroja y perfectamente maquillada como fantasma, con un aspecto espectral de lo más conseguido. Debo decirte, muchacho, que me dio un poco de escalofrío al verla. Imagínate el aspecto del fantasma de la ópera, pero de la película antigua, pues añádele una melena rizada; así era aquella niña fantasma.

La niña me miraba con ojos tristes, y fui incapaz de pegarle mi grito habitual. Había cierto nerviosismo en sus gestos, y antes de que pudiese preguntarle algo, ella habló con una voz frágil y quebradiza: “Señor… escóndame en su casa”. Le pregunté por qué, y respondió: “Me persiguen los cazafantasmas”. Eché una carcajada al imaginarme a Bill Murray y sus secuaces subiendo por las escaleras de mi edificio. Pensé que serían otros niños emulando a esa panda de descerebrados que tanto hicieron reír en los ochenta (aunque sólo en la primera película, y digamos que la primera hora, porque luego la trama se desinfla). Decidí hacerla pasar, siguiéndole la broma, y como me hizo gracia, a ésta sí le iba a dar caramelos sin baño de aguardiente. Cuál fue mi sorpresa cuando la niña no pasó por la puerta, sino que atravesó la pared como si se tratase del mismísimo Casper. Me di cuenta entonces de que aquella niña era realmente una niña fantasma; o eso o es que de tanto bañar los caramelos, el aguardiente se me había subido a la cabeza…

Me senté con ella en el sofá y quise darle conversación. Muchacho, no todos los días está uno cara a cara con un espíritu. La niña me estuvo contando que ella residía en una casa del primer piso de mi edificio, y que la familia se había cansado de verla a cada rato cada vez que abrían una puerta o cuando miraban en un espejo. Así que, hartos de sentirse como el hombre de “Al final de la escalera”, decidieron llamar a una empresa de cazafantasmas. Esto ocurrió hace tres días, y a las pocas horas, ya estaban tres hombres vestidos con monos de astronauta buscándola por todos los rincones de la casa. Ella se escondió todo lo que pudo, pero esos tipos estaban bien equipados, con la última tecnología en buscadores de espíritus. Y justo hoy, la noche de Halloween, la niña pensó que era el momento adecuado de escapar de esa casa, aprovechando que todos los niños estaban disfrazados de seres infernales.

Lo que no tenía claro era qué esperaba de mí. ¿Quizás quedarse a vivir a mi casa?. ¿Acaso apoderarse de mi cuerpo como le pasó a Whoopi Goldberg en “Ghost” y darse el lote con un noviete?. No… Lo que quería, muchacho, era dejar el mundanal mundo e irse a vivir al cielo, que es donde se vive bien de verdad. Para ello, en base a su experiencia, lo mejor era buscarse un médium, al estilo de Zelda Rubinstein en “Poltergeist”. Busqué en las Páginas Amarillas, pero no encontré ninguna. Pregunté por el vecindario, y sólo me hablaron de una lectora de cartas que a veces dice ver muertos… pero no era muy de fiar. Entonces la niña me tiró de la manga y me dijo: “Mr. Pinkerton, sígame, que yo sé de una”.

La seguí, muchacho. Recorrimos en metro medio Madrid hasta llegar a Vallecas y, en una casa de tres pisos que da a una iglesia, se encontraba la guarida de la médium. Como no podía ser de otra manera, la señora medía metro veinte, tenía unos kilos de más y su pelo era canoso, rugoso y recogido en un moño. Nos invitó a entrar en su despacho, como si aquello fuese la consulta de un médico. Hizo sentar a la niña sobre una camilla, y le dijo: “Niña, estás muy pálida; di treinta y tres”. Entonces miré a la pared y vi que realmente era una doctora. Nos habíamos equivocado de piso. Subimos al tercero y allí nos abrió la puerta una chica de lo más normal; parlanchina, juvenil, sonriente… ¡Parecía una integrante de Cantajuegos, muchacho!.

La médium se acercó a la niña e inició un ritual que desconocía por completo. La fantasma no tardó en entrar en éxtasis. Yo miraba por todos lados por si acaso había una cámara oculta. Pero no, aquello era real. La médium de pantalones vaqueros estaba tramitando su salto al más allá. Las bombillas de la lámpara comenzaron a titubear en su encendido, las puertas de los armarios se abrían para luego cerrarse de un portazo, unas pantuflas parecían retarse en duelo y aquello empezaba a recordarme a la secuencia alocada de “Poltergeist”. Entonces, todo se tranquilizó de repente, y como si hubiesen encendido el foco de un plató de televisión, una luz blanquecina surgió del techo. Según todas las películas del género, eso significaba que había llegado el momento de dejar este mundo y subir al cielo, como si aquella luz fuese un ascensor. Sonaron músicas celestiales, arpas, violines… y llegó el momento de la despedida. Se me acercó la niña y me dijo al oído: “Mr. Pinkerton, seee bueeenoooo”. Luego se despidió de la médium con otro abrazo, y la niña fantasma desapareció integrándose en la luz como una gota de lluvia en un río.

Una vez finalizado el espectáculo, la médium me pasó una factura considerable. Me salió caro el asunto, pero al menos conseguí que aquella niña fantasma descansara en paz para siempre.

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