"Nada que temer"

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El compositor Rachmaninov era un cinéfilo que salía disparado y delirando de la sala durante la escena inaugural, la del cementerio, en "Frankenstein"; era un tanatófobo, que hablaba sin cesar de la muerte y que introdujo el Dies Irae en su música más veces que ningún otro. Lo cuenta otro tanatófobo, que resulta ser uno de mis autores favoritos, cuyas obras están plagadas de inteligencia y humor. No lo sabía. Son sorpresas que trae el reposo veraniego a los que amamos los libros.

Título: "Nada que temer"

Autor: Julian Barnes

Editorial: Anagrama

Fuimos muchos los que caímos a los pies de Barnes cuando conocimos "El loro de Flaubert", y no pudimos contener la risa ante su "Inglaterra, Inglaterra". Pero este libro no es ficción ni ensayo, ni tampoco la habilidosa combinación que consigue el autor mezclando a menudo ambas. Esta vez se trata de contar su vida o, mejor dicho, la parte de su vida que incluye la muerte.

Barnes es un hombre que dejó de creer en un más allá muy joven cuando, según revela, Dios le distraía de la masturbación, pero no ha dejado de pensar en ella, de verla en los demás y proyectar la propia. Me refiero a la muerte, no a la masturbación.

El resultado es otro libro genial. Charlot se sentiría identificado con la habilidad de este compatriota tan capaz como él de pasar del humor a la reflexión existencial en un par de planos, en mitad de cualquier secuencia. “Pero si todo se sigue moviendo sin una causa primera, ¿por qué habría de ser menos prodigioso y menos bello? ¿Por qué tendríamos que ser niños necesitados de un maestro que nos enseña las cosas como si Dios fuera una versión superior de un experto televisivo en la vida animal? El pingüino del Antártico, por ejemplo, es igual de majestuoso y cómico, igual de grácil y torpe, ya sea anterior o posterior a Darwin. Creced y examinemos juntos el encanto de la doble hélice, el brillo tenue, que se va oscureciendo, del profundo espacio, las adaptaciones infinitas del plumaje que demuestran las leyes de la evolución y el mecanismo denso y esquivo del cerebro humano. ¿Por qué necesitamos a un Dios que nos ayude a maravillarnos de estas cosas?

No nos hace falta. En realidad no. Y, sin embargo, si lo que existe procede de la nada, si todo se despliega mecánicamente según un programa que nadie ha establecido, y si nuestras percepciones son simples micromomentos de actividad bioquímica, el mero chasquido y crujido de unas pocas sinapsis, entonces ¿a qué se reduce esta sensación de asombro? ¿No debería inspirarnos un poco más de recelo? Un escarabajo pelotero quizá experimente un primitivo estupor reverencial por el tamaño de la enorme bola de estiércol que está empujando. ¿No será nuestro asombro simplemente una versión más finolis?".

Barnes aplica la ironía a las contradicciones y las historias que se derivan de pensar en lo que se encuentra al otro lado de la vida, incluyendo la suya.

“Una respuesta común en las encuestas sobre las creencias religiosas es algo como: «No voy a la iglesia, pero tengo mi propia idea personal de Dios». Este tipo de respuesta me produce a su vez una reacción de filósofo. Sensiblera, exclamo. Puede que tengas una idea personal de Dios, pero ¿tiene Dios una idea personal de ti? Porque esto es lo que cuenta. Sea Dios un viejo de barba blanca sentado en el cielo, o una fuerza vital, o un promotor desinteresado, o un relojero, o una mujer o una nebulosa fuerza moral o nada en absoluto, lo que cuenta es que El, Ella, Ello o nada piense en ti más que tú en ellos”.

Por el libro pasan multitud de escritores, la mayoría franceses, y compositores, casi todos ya muertos. Para que el autor demuestre lo que anuncia en el prólogo, que lleva toda la vida pensando en el fenómeno de la muerte: "Stravinski dijo: «Gógol murió gritando y Diaghilev murió riéndose, pero Ravel murió poco a poco. Esto es lo peor». Tenía razón. Ha habido más muertes violentas de artistas, algunas envueltas en la locura, el terror y una absurdidad banal (Webern murió de un tiro disparado por un soldado norteamericano después de haber salido educadamente al porche a encender un puro), pero ninguna tan cruel como la de Ravel. Peor aún, tuvo una extraña prefiguración, un eco previo musical, en la muerte de un compositor francés de la generación anterior. Emmanuel Chabrier había sucumbido a una sífilis terciaria en 1894, el año siguiente al del estreno en París de su única tentativa de una ópera seria, "Gwendoline". Esta obra (quizás la única ópera situada en la Gran Bretaña del siglo VIII) había tardado diez años en representarse; para entonces la enfermedad de Chabrier estaba en su fase final y su mente en el país de los sueños. Sentado en su palco durante el estreno, agradecía los aplausos y sonreía casi sin saber por qué. A veces se olvidaba de que la ópera era suya y murmuraba a un vecino: «Es buena, es buenísima».

Durante la lectura de este libro, aproveché una reunión con familiares y amigos para preguntarles cuál sería la manera en que les gustaría acabar con sus vidas voluntariamente, ante la certeza de una muerte lenta, agónica o despersonalizada. Todos superaban los cuarenta y habían pensado ya en ello. No tardaron en responder. El tema no se prolongó demasiado y todos continuamos hablando como si en realidad no nos fuéramos a morir nunca, que es la manera de vivir habitual. Que a Barnes no le ocurra igual, ha sido un regalo para sus lectores.

Carlos López-Tapia

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