Rafael Alonso, un legado que dignifica un oficio

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Querido Teo:

Es una pena que para las nuevas generaciones pase desapercibida la envidiable generación de oro de actores del cine español, ya desaparecida en su gran mayoría, y que son un todo un orgullo que como país tendría que ser más reivindicado, cuidado y, además, enseñado. Y es que frente a la maestría de Fernando Fernán-Gómez, la polivalencia castiza de José Luis López Vázquez, la presencia de Paco Rabal, el entrañable Manuel Alexandre o un Alfredo Landa que acuñó él solo todo un género, existe un legado que han dejado grandes actores que no podemos dejar que quede perdido. Hay que poner en valor sus trabajos que, unos más alimenticios que otros, siempre presentaban el desparpajo, talento y entrega de unos actores que encadenaban películas con largas giras de teatro y que concebían su oficio como el de unos artesanos que ponían siempre en valor la pasión por su trabajo frente a un sector y una industria muchas veces cuestionada y siempre en crisis. Uno de esos actores era Rafael Alonso que tal día como hoy hubiera cumplido 100 años. Y es que la clave de su éxito fue que todo lo hizo bien, fuera más grande o pequeño su papel, con una precisión artesana, un carisma magnético y destilando una inusitada humanidad que hacía que fuera imposible no sentirse identificado con sus personajes y, además, terminar queriéndolos.

Rafael Alonso fue uno de esos intérpretes que desde el principio de su carrera cimentaron su imagen aunque eso no impidiera que, siendo tan reconocible y marcando un estilo propio, como el de buena parte de compañeros de generación, ninguno de sus personajes era igual que otro.

Secundario de lujo, y compañero ejemplar dicen los que compartieron tablas o pantalla con él, su inconfundible bigote, casi como un ribete dibujado en carboncillo, iba acompañado de una voz característica y cercana, una figura bonachona con mirada noble y cierto aire regio por lo que daba el pego tanto como amante despechado, amigo fiel, fotógrafo homosexual, alcalde, falangista o tierno preceptor. Rafael Alonso hizo de todo y siempre sacando matrícula de honor.

En las tablas, y en los años de juventud marcados por la Guerra Civil, acudió a las clases de declamación de Carmen Seco en la Escuela de Arte Dramático de Madrid para después representar con solvencia meritorios de Miguel Mihura, Antonio Buero Vallejo, Alfonso Paso o Edgar Neville. Debutó en el cine con su única película como director, “Hoy no pasamos lista” (1948), y desde que debutó con “Cuento de hadas” (1951) de Edgar Neville no paró de trabajar.

Y es que la pantalla lo quería y cuando él estaba presente toda la atención se dirigía hacia su persona como bien comprobaron Luis García Berlanga dándole el papel de enviado en “¡Bienvenido, Mister Marshall!” (1953) o Juan Antonio Bardem en “Esa pareja feliz” (1953), donde era un convincente agente de seguros, o “Cómicos” (1953), todo un reflejo de esa vida de estrenos, caravanas y alzamientos del telón propios de la profesión dando vida a un desbordado empresario teatral.

“El baile” (1959) de Edgar Neville fue la confirmación definitiva de su talento en la piel de Julián, adaptación de la obra de teatro del propio director (ya representada por él mismo en las tablas) en la que junto a Alberto Closas interpretaban a dos amigos apasionados de la entomología y que comparten amor por la pizpireta Adela. La prueba de su versatilidad era ver como resolvía las escenas en las que un Rafael Alonso de menos de 40 años tenía que aparentar los movimientos, voz y desolación de un anciano de 80 que añora un amor nunca materializado. Fue el primero de los tres premios al mejor actor que ganó en su carrera por parte del Círculo de Escritores Cinematográficos (CEC).

Estuvo al lado de los niños prodigios de la época como Marisol en “Tombola” (1962) y Joselito en “El secreto de Tomy” (1963), luciéndose en “El grano de mostaza” (1962) de José Luis Sáenz de Heredia o “Cena de matrimonios” (1962) de Alfonso Balcázar. No había reparto del cine español que no quisiera contar con Alonso para dar esa sensación de empaque y calidad demostrada y, aunque abonado a secundarios, estuvo del lado de estrellas resplandecientes de la época como Sara Montiel en “Pecado de amor” (1961), Marujita Díaz en “La casta Susana” (1963), Gracita Morales en “Sor Citroen” (1967), Raphael en “El ángel” (1969), Carmen Sevilla en “El relicario” (1970), Tony Leblanc en “El astronauta” (1970), Andrés Pajares y Fernando Esteso en “Los bingueros” (1979) o Paco Martínez Soria en “La tía de Carlos” (1982).

Rodó con los grandes directores del momento como Pedro Lazaga en "Sor Citroen" (1967), "A 45 revoluciones por minuto" (1969), "Blanca por fuera y Rosa por dentro" (1971), "Black story" (1971) y "Tres suecas para tres Rodríguez" (1975), Jaime de Armiñán en “Carola de día, Carola de noche” (1969), "Mi general" (1987) y "Al otro lado del túnel" (1994), Vicente Escrivá en "El ángel" (1969), “Lo verde empieza en los Pirineos” (1973), "Zorrita Martínez" (1975) y "La lozana andaluza" (1976), Pedro Olea en “Tormento” (1974), Luis María Delgado en “Cuando el cuerno suena” (1975), "Los hijos de..." (1976), "Señoritas de uniforme" (1976), "Pepito Piscinas" (1978), "Loca por el circo" (1982) y "La tía de Carlos" (1982), Mariano Ozores en "Los bingueros" (1979), "El soplagaitas" (1980) y "El currante" (1983), Jaime Camino en “Dragón Rapide” (1986) o Jaime Chávarri en “Las cosas del querer” (1989).

La mayoría repitió con él y los que no pudieron se quedaron con las ganas. Entre los primeros el director de "¡Bienvenido Mister Marshall!" que le hizo formar parte de esa galería de “viejitos Berlanga” en contraposición al término de “chicas Almodóvar” popularizado en los 80. Fue el fáctotum de la cacería propia de una España esperpéntica que ya quedaba atrás en “La escopeta nacional” (1978) y no pudo faltar en la reunión de estrellas del cine español de “Todos a la cárcel” (1993) que le valió a Berlanga su único Goya como mejor director.

Fue en los 80 cuando quedaban ya atrás los secundarios, en su mayoría cómicos, así como el mal género llamado de “españolada” y Rafael Alonso se amoldó a otro tipo de papeles que, al igual que compañeros como José Luis López Vázquez en “Mi querida señorita” (1972) o Alfredo Landa en “El crack” (1981), hacían ver el fuste de unos intérpretes que, si ya se habían consagrado en la comedia más distendida y coral, ahora se hacían también con el cuño del prestigio fruto de conmover a los espectadores con un cine definido como más serio y en el que se exploraban unas temáticas más acordes a los nuevos tiempos de una España que cambiaba a pasos agigantados pero no sin tropiezos.

Es el caso de su atiplado Julián Suárez de “La colmena” (1982), adaptación de la reverenciada obra de Camilo José Cela donde daba vida a un homosexual reprimido por la España de la posguerra en la que una vez más suponía la reunión del mejor cine español de la época, algo muy habitual teniendo en cuenta que los grandes cómicos no hacían más que coincidir en película tras película durante toda su carrera casi como una gran familia siendo tan necesario el continuo trabajo en un gremio tradicionalmente tan precario.

Destacar en un reparto tan enorme tenía mérito y se hizo con su segundo CEC como protagonista y con el premio ACE al mejor actor de reparto. Menuda edición de los Goya hubiéramos tenido (en el caso de que ya hubieran nacido) ya que además de la película de Camus también fue el año de la oscarizada “Volver a empezar”. Ese mismo año Alonso formaba parte del reparto de la televisiva “Los gozos y las sombras” en la piel de Don Baldomero, adaptación de otro escritor emblema como Gonzalo Torrente Ballester.

Si le quedaba otro gran director para trabajar, y hablando de grandes repartos, ese era José Luis Cuerda que le convirtió en el alcalde tan contingente como necesario de ese pueblo amante de Faulkner de “Amanece que no es poco” (1989) y al que llegan unos jóvenes usamericanos mientras el esperpento y el costumbrismo puebla a sus anchas a través de unos personajes tan entrañables como excéntricos.

En la década de los 90 llegaron sus últimos trabajos. A destacar dos series al lado de Lina Morgan que le granjearon de nuevo una gran popularidad televisiva (no hay que olvidar que Alonso formó parte del emblemático reparto del Estudio 1 de “Doce hombres sin piedad” en 1972). “Compuesta y sin novio” y, sobre todo, “Hostal Royal Manzanares” fueron grandes éxitos en esos años en los que las audiencias televisivas en “prime time” todavía se contaban por muchos millones.

Aún le quedaban dos grandes trabajos en cine. Como el conde Ludovico en el disfrute poético de “El perro del hortelano” (1996) de Pilar Miró y en su emocionante último trabajo, “El abuelo” (1998). En la cinta de José Luis Garci le veíamos como ese hombre, que en  la vida real combatía frente a un cáncer imparable, que de tan bueno no había hecho más que sufrir en la vida encontrando en su amistad con el honorable Don Rodrigo un regalo tras una existencia anodina y despreciado por los suyos. Un alma salvada por su amor a la cultura y a clásicos como Calderón de la Barca cuya “La vida es sueño” recita y que el propio Alonso representó en el teatro en los años 40. A destacar que Alonso ya formó parte de una adaptación de la obra de Galdós en “La duda” (1972) en la que hacía el papel de Senén Corchado, el arribista que en la versión de Garci interpretaba otro grande como Agustín González.

La escena al borde del acantilado asturiano, con ideas suicidas latentes, ese sombrero al viento y ese bramar de las olas, supone una de las imágenes más poderosas que ha dado el cine español y, en cierta manera, también fue la despedida de una manera de encarar la profesión por parte de dos amigos y grandes actores como Alonso y Fernán-Gómez criados juntos en la misma vocación por el oficio.

Una lástima que el actor, fallecido seis días antes del estreno de "El abuelo" a la edad de 78 años, no pudiera vivir el éxito internacional de la película (nominada al Oscar en 1999) y ese Goya de Honor (el único póstumo que ha entregado la Academia a un actor) que jalonaba una carrera estable, incesante y llena de logros en la que la impecable técnica se camuflaba en un talento que brillaba sin apenas aparente esfuerzo. Pero, sobre todo, su trayectoria se resume con el enorme cariño de su público y de la profesión hacia uno de los grandes que, como se suele decir con actores de semejante fuste, da la impresión de que sería ahora mucho más recordado y valorado si hubiera nacido anglosajón. En todo caso, siempre hay que celebrar que fuera el cine español el que pudiera disfrutarlo en tantas y tantas películas y acompañando a varias generaciones de espectadores como ese amigo fiel y recurrente con el que siempre pasas el mejor de los ratos.

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Nacho Gonzalo

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Concepción Clemente Ferrández
Concepción Clemente Ferrández
3 años atrás

Felicidades, ¡Ya era hora! Un artículo trabajado. Por favor Sr Nacho, quizás pueda ayudar a que las cadenas televisión programen cine español, el bueno, el que sufrió tal censura que tenías que ser muy buen actor, director y guionista para "engañar" a aquella terrible censura,. La TV pública lo esté haciendo tan mal que está generación cree que decir cuna español es Martínez Soria, Joselito, Marisol, que tb, pero NO como símbolos. Tenemos una historia de cine que con buenos historiadores, los jóvenes querrían conocerlo. GRACIAS Rafael Alonso por la felicidad q nos has regalado.

Fernando Ollero Butler
Fernando Ollero Butler
3 años atrás

Desde mi juventud tengo asociado a don Rafael Alonso con el cine y la televisión de extraordinaria calidad. El tedio casposo de la dictadura no pudo evitar que se dieran actrices y actores que, sin pretenderlo, ennoblecían la escena de este país triste y gris. pero don Rafael no estuvo solo en la colosal tarea de darle a España un motivo de orgullo, no. Le daba uno una patada a una piedra y de su marca en el suelo comenzaban a salir mujeres y hombres con un libreto en sus manos memorizando un guion o haciendo aspavientos de orador. Y uno se sentaba en un banco cercano y se disponía a disfrutar del espectáculo que había acudido para salvarle la tarde. Estudio Uno, el único programa de la televisión española que conseguía reunir a todas las familias medianamente instruidas alrededor del estúpido aparato. Y empezaban a desfilar ante los ilusionados ojos de uno don José Bódalo, o don Agustín González, o las señoras Gutierrez Cava con su hermano menor, don Emilio, o don Juanjo Menéndez, o don José María Escuer, o don Fernando Delgado, o don Luis Varela, o don Paco Morán, o doña Lola Gaos, o doña Julia Cava Alba, o doña Rafaela Aparicio, o don Erasmo Pascual, su señor esposo, o don Carlos Larrañaga, o doña María del Puy, o don Pastor Serrador, o don Pablo Sanz, o doña Terele Pávez, o doña Amparo Baró, o don Ismael Merlo, o don Adolfo Marsillach, o don Jaime Blanch, o doña María José Alfonso, o don Pepe Orjas y tantas decenas y decenas más, que lo dieron todo escenificando ante una cámara de televisión.

Pero don Rafael Alonso y forma parte de los actores de cine de una época igual de gloriosa. O te hacía llorar o, por el contrario, reír con toda la boca, pero en ambos casos con el corazón encogido por la emoción de verlo actuar. Para ambos casos, en mi corazón guardo dos ejemplos. En "Amanece que no es poco" José Luis Cuerda, fallecido tristemente en febrero de este año, depositó en él gran parte del peso de la película y, como siempre, se alzó ante las cámaras con la maestría a la que nos tenía acostumbrados.

En "El Abuelo", novela de don Benito Pérez Galdós llevada a cine por José Luis Garci, don Rafael interpreta a don Pío Coronado, contrapunto del inmenso don Fernando Fernán Gómez, quien interpreta a don Rodrigo de Arista Potestad, Conde de Albrit, viejo noble asturiano que, al final de su vida, regresa a Asturias desde América pobre, ciego y arruinado. Pues bien, en una de sus interminables caminatas al borde del acantilado que ni la charla consigue amenizar, don Rodrigo de Arista Potestad recrimina a don Pío Coronado que "usted no sabe lo que es la soledad", a lo que don Pío Coronado/don Rafael Alonso, luciendo un gesto de tristeza desgarradora e inimitable, le espeta, "que no sé lo que es la soledad, don Rodrigo, si voy por el quinto perro enterrado.

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