Un antiguo dicho inglés asegura que todas las familias guardan un esqueleto en el fondo del armario. En el caso de Hitchcock, más que un esqueleto se trataría probablemente de una rubia alta y delgada, elegante, sofisticada y fría. Bueno, más que fría gélida. El que fuera conocido por el sobrenombre de “mago del suspense” era, desde luego, un personaje singular, un espíritu morboso que supo trasmitir a sus películas todas las obsesiones, miedos y perversiones que se acumulaban en lo más profundo de su mente. Después de Hitchcock, una simple cortina de ducha o una pacífica bandada de pájaros negros reposando al atardecer en los cables del tendido eléctrico ya nunca serán lo mismo.

Para un lector poco avisado puede resultar oportunista que un personaje de la popularidad y las apariciones en el mundo de la frivolidad de Boris Izaguirre haya escrito un libro sobre las claves que se esconden tras las películas de Alfred Hitchcock. Pero nada existe sin unas razones y unos antecedentes. La clave, en este caso, tal vez se encuentre en un librito editado por el departamento de publicaciones de la Universidad de los Andes (Venezuela) en 1968. Se titula Historia sentimental del cine americano, y su autor es Rodolfo Izaguirre, novelista y crítico cinematográfico. La obra destaca por su perspicaz sentido crítico, por su penetrante facultad de juicio y por su fino sentido del humor. Rodolfo Izaguirre es el padre de Boris, quien desde la infancia vivió su misma pasión por el llamado “séptimo arte”.

Como ya hiciera en Fetiche, obra en la que analiza los iconos culturales más representativos de nuestra época, Boris se sumerge en el cine de Hitchcock para intentar descubrir las claves más profundas que responden a la tortuosa personalidad del director, a su relación con las mujeres, a sus actrices y actores favoritos, a los fantasmas de su mente, a su capacidad para tensar hasta el límite las emociones más intensas en sus espectadores, el miedo, el vértigo, la ansiedad, y todo ello aderezado con su sentido del humor.

Hace unos años se puso de moda entre la comunidad gay de Estados Unidos hacer “outing”, es decir, hacer pública la condición de determinados personajes públicos que ocultaban su homosexualidad. No sabemos si Boris Izaguirre aprueba o no esta práctica, pero ello no le ha impedido proponerse “sacar del armario” a Alfred Hitchcock y opinar sobre las claves de la tortuosa personalidad de una de las figuras más brillantes del cine de todos los tiempos y, asimismo, uno de los mayores forjadores de iconos y fetiches de nuestra época.

En la primera escena de la película Frenesí, la tranquilidad de una hermosa y soleada mañana londinense se ve rota por la aparición de un cadáver que flota sobre las aguas del Támesis; cuando el plano se acerca a la oronda figura que lo observa desde el muelle, descubrimos que se trata del propio Hitchcock, en uno de los característicos “cameos” que jamás faltaba en casi todas sus películas. ¿Qué hay detrás de la mente de alguien capaz de bromear sobre sí mismo de forma tan macabra? ¿Qué personalidad responde a alguien cuya vanidad le lleva a mostrar fugazmente su poco airosa figura en cada una de sus películas?

En el cine de Hitchcock existen dos prototipos femeninos característicos. El primero es una mujer rubia, alta, delgada y, sobre todo fría. Es Tippi Hedren, es Grace Kelly, es Kim Novak... La segunda es, básicamente, terrorífica. Es el ama de llaves de Manderley, es una anciana sentada en una mecedora en el desván de una casa en lo alto de una colina que parece sacada directamente de una pesadilla.

También hay hombres muy especiales, y sobre todo ambiguos; Cary Grant, el gentil caballero, el galán irresistible, que por obra de Hitchcock se convierte en sospechoso de querer envenenar a su joven y adorable esposa con un vaso de leche; Joseph Cotten, capaz de sembrar en la imaginación de su idolatrada sobrina la sombra de

una duda; Jimmy Stewart, el impecable y bondadoso caballero de las películas de Frank Capra, convertido ni más ni menos que en un “voyeur” desde la indiscreta ventana a la que se halla encadenado por un accidente. Y eso por no hablar de los animales: los cotidianos y pacíficos pájaros que, ante la sola presencia de Tippi Hedren, se convierten en auténticas “armas de destrucción masiva”.

El psicópata, el paranoico, el esquizofrénico, la frígida, la ladrona compulsiva... Los personajes de Hitchcock paracen sacados de un manual de psiquiatría clínica. Son zarandeados por un destino ciego y destructivo, embarcados en aventuras inverosímiles por motivos tan futiles como la equivocación de un botones de hotel o una charla intrascendente con un extraño en un tren, convertidos en falsos culpables que deben probar su inocencia cuando todo está en su contra o contraer matrimonio con un odioso y notorio espía nazi por indicación del hombre al que aman.

Pero Hitchcock es, además, un fabuloso creador de iconos, de símbolos omnipresentes en nuestra cultura, tanto personas como objetos o conceptos: la esplendorosa princesa de Mónaco, la familiar rebeca de Joan Fontaine, el pozo insondable de la mirada de Anthony Perkins...