Alejandro era, en asuntos de amor, un puritano. Se casó varias veces, pero por razones de Estado. Tuvo paréntesis de homosexualidad. Mas lo poco que hizo, fue siempre a hurtadillas, con el complejo del pecado, y abandonándose a la ira cada vez que los cortesanos le traían a casa o a la tienda jovenzuelos o prostitutas. Los inmensos tesoros de su ternura los reservaba para los amigos y para sus soldados. Plutarco dice que, sobre una nadería, era capaz de escribir largas cartas a un amigo ausente.

Era muy supersticioso, por lo que en su Corte, que solía ser una tienda, rebosaba siempre de astrólogos y adivinos, sobre cuyas respuestas radactaba los planes de batalla o los modificaba. ¿Fue verdaderamente un gran general? Desde el punto de vista estratégico y táctico, no resulta que haya aportado ninguna variación a los conceptos de Filipo, que había sido verdaderamente el inventor de un nuevo arte militar. Ignoraba la geografía, no quiso consultar jamás un mapa topográfico, y los reconocimientos los hacía solo, también porque esperaba siempre encontrar algún enemigo o alguna alimaña con la que medirse. Más que un gran capitán a lo Aníbal o a lo César, era un buenísimo comandante de regimiento, que, empuñando el arma, alcanzaba irresistibles victorias preparadas por el Estado Mayor que le dejó en herencia Filipo. Su valor no necesitaba de la excitación de la batalla. Una vez, enfermo, alargó a su médico, que le ofrecía un purgante, una carta anónima que le acusaba de estar al servicio de los persas para envenenarle a él. Y sin aguardar el mentís, bebió la poción.

Un día, siendo chico, se había quejado a sus compañeros: «Mi padre quiere hacerlo todo él, y a nosotros no nos dejará nada importante que realizar.» Era su pesadilla. En cambio, cuando Filipo murió, nada de lo que había querido hacer había sido hecho, como demostró la inmediata secesión de todos los más importantes Estados griegos de la Confederación de Corinto. En Atenas, Demóstenes organizó fiestas de agradecimiento y propuso en la Asamblea que decretase un premio para el asesino Pausanias. Y en Macedonia hasta se urdieron complots para matar al nuevo rey. Alejandro no hizo añorar a su padre en cuanto a energía. En un santiamén desenmascaró y liquidó a los conjurados y marchó contra los Estados griegos, que no aguardaron su llegada para mandar de nuevo sus representantes a Corinto para aclamarle general y reconstituir la Confederación. Alejandro volvió sobre sus pasos, atravesó las fronteras de Rumania, dominó allí una rebelión, penetró en Servia, deshizo el Ejército ilirio que se aprestaba a atacarle, y volvió a descender hasta Grecia, donde, habiendo cundido la noticia de su muerte, nuevamente todos habían hecho defección. En Tebas, la guarnición macedonia había sido degollada, y, en Atenas, Demóstenes había reorganizado su partido con el oro persa.

En Alejandro, la crueldad y la generosidad se alternaban imparcialmente. Tebas conoció la primera: todas sus casas fueron arrasadas en represalia, menos la de Píndaro. Atenas conoció la segunda. Alejandro, que tenía una debilidad por ella, amnistió a todos, hasta a los que hoy se llamarían «criminales de guerra», empezando por Demóstenes. Alimentaba para con esta ciudad un complejo de inferioridad, herencia de sus estudios filosóficos y literarios. Una vez, a dos amigos atenienses que habían ido a verle a Pella, les preguntó señalando a sus conciudadanos: «Vosotros que venís de allá, ¿no tenéis la impresión de hallaros entre salvajes?» Y cuando, más tarde, fue a guerrear en Asia, después de cada victoria mandó a Atenas, para que adornase su Acrópolis, los tesoros de arte que habían caído en sus manos.

Naturalmente, por tercera vez, mas siempre con la misma sinceridad, los Estados griegos reconstituyeron la Confederación, con la esperanza de que finalmente él se decidiese a partir hacia Oriente. Por lo que no le regatearon los veinte mil hombres que pidió de refuerzo a sus propios diez mil infantes y cinco mil jinetes. Con treinta y cinco mil hombres en total se

aprestó, pues, a marchar contra el ejército de Darío, que contaba con un millón. Pero no se los llevó a todos consigo. Dejó un tercio de ellos a las órdenes de Antípater en Grecia, pues ya había comprendido qué concepto había de tener de la fidelidad de ésta. Y en 334 antes de Jesucristo, o sea dos años después de su advenimiento al trono, emprendió el camino para aquella especie de cruzada.

¿Es cierto que se proponía unir Asia a Europa en un único reino y refundirlo en la civilización griega? Alejandro es uno de los personajes que más han cosquilleado la fantasía de biógrafos y novelistas, cada uno de los cuales ha acabado prestándole las ideas e intenciones propias. Quisiera poner en guardia de esos árbitros a los lectores. Alejandro no sabía qué era el Asia por la sencilla razón de que en aquel tiempo nadie lo sabía. Y, de haberlo sabido, no creo que se hubiese propuesto conquistarla y someterla con veintitrés mil hombres. En aquel momento no estaba aún tan loco como para acometer semejante empresa.

Yo creo que sus verdaderos móviles se deben deducir de la ceremonia con que coronó la primera etapa. Mientras que sus hombres embarcaban para Abidos, en el Helesponto, él desembarcaba en el cabo Sigeo, donde la Iliada decía que Aquiles había sido sepultado. Alejandro cubrió de flores la que era considerada como la tumba del héroe, y se puso a correr desnudo en torno a ella gritando:

«¡Afortunado Aquiles, que fuiste querido por un amigo tan fiel y celebrado por un gran poeta!»

Esto es. Lo que movió a Alejandro contra Asia no fue un plan estratégico ni político. Fue un sueño de gloria detrás del cual corrió durante once años, sin despertar.