Ana
Desde una esquina de
Una
sirena se oyó a lo lejos. La mujer miró hacia atrás y aceleró el paso hasta
desaparecer en el portal de una casa flanqueada por un montón de escombros y un
erial.
Pensando
que ya la tenía localizada, el Pálido decidió abandonar la zona y regresó a
comisaría, ajeno a las metamorfosis que estaban a punto de producirse en la
mujer rubia.
Mientras
avanzaba por el portal, Ana era todavía ella, con su silueta alargada y sus
pasos llenos de decisión, y todavía era ella cuando llamó a la puerta.
–Hija,
por fin llegas... –murmuró su madre, que acababa de abrir.
Ana
cruzó el umbral y empezó a sentir que su cuerpo se achicaba y su orgullo se
desvanecía como una bocanada de humo en medio de una corriente.
–¿Has
conseguido algo? –Una barra de pan y una sardina. No es mucho, pero ha sido
toda una conquista. Diez horas de cola en el Auxilio Social...
En
la salita en la que acababan de entrar se hallaban, en torno a una mesa vacía,
uno de sus hermanos, su novio y su padre.
–¡Ana!
–exclamó su novio, que se llamaba Francisco. Se le veía pasión en la mirada y
deseos de besarla, pero no lo hizo.
Ana
dejó el bolso sobre una silla y se sintió aún más achicada.
Era
otra mujer, ya no tenía nada que ver con la que bajaba del tranvía y avanzaba
por la calle; había entrado en otro círculo de significación donde su persona
adquiría un aspecto más fantasmal y sus gestos un aire más tembloroso.
–Ana
y yo nos vamos a ir al extranjero –se atrevió a anunciar Francisco.
El
padre de Ana hizo un movimiento brusco que dejó a todos en suspenso. Sabiéndose
objeto de todas las miradas, se limitó a adoptar una actitud pétrea. Ana empezó
a respirar de otra manera y una vez más se vio envuelta en la peor contrariedad
de su vida. Por un lado, parecía una mujer de carácter, circunstancia que la
había conducido a desarrollar una gran actividad durante la guerra y muy
especialmente al final. Y por otro lado se sentía incapaz de llevar la
contraria a sus padres y tendía a plegarse a sus deseos con una facilidad patética.
Su
padre la miró un instante y Ana menguó todavía más.
–¿Es
verdad que quieres irte? –dijo su madre–. ¿Serías capaz de dejarnos solos en
Madrid? –No me mires así, mamá. Francisco iene razón. Nos tienen a su merced.
–Esto
no va a durar.
–¡Qué
engañados estáis! –dijo Francisco, poniéndose la chaqueta–. Pensad que acaba de
empezar la eternidad y tendréis una idea aproximada del tiempo que estamos
viviendo.
Ya
estamos en otro país, sabedlo.
La
madre de Ana, que había escuchado con gesto de desdén las palabras de
Francisco, comentó: –Veo que tu empeño de robarnos a Ana ha dado mucha viveza a
tu lengua, pero a mí no me vas a engañar. Como Ana se vaya, nos caemos todos.
Más explicaciones no hacen falta.
–Será
mejor que dejemos esta discusión para otro mo- 62
mento –aconsejó Ana–. Tengo que pasar por la calle Alcalá.
–Y
yo tengo que ir a buscar a un compañero a la estación de Atocha –dijo Francisco.
Los
dos salieron a la vez y se despidieron discretamente en la parada del tranvía.
Dos días después, volverán a despedirse, de forma más definitiva, cuando ya
Francisco esté a punto de irse a Alicante, donde espera subirse a un barco clandestino.
Será
un adiós doloroso, entre besos y sollozos de rabia y de deseo. Ana pensará que
es él quien corre más peligro, y Francisco creerá que es ella la que de verdad
se está arriesgando y hará todo lo posible para arrastrarla hasta el tren.
No
lo conseguirá, pero esa noche se entregarán el uno al otro más que nunca y
sellarán su adiós con besos que querrán ser más hondos que su separación.
Con
los ojos húmedos, Ana miró a Francisco y se preguntó cuál podía ser el castigo
de los amantes cobardes. Tal vez el castigo de los amantes cobardes era el peor
que se podía infligir a alguien. Por no haberse amado hasta el fondo cuando
tenían que haberlo hecho iban perdiendo la vida poco a poco, hasta convertirse
en muertos vivientes.
Él
se iba a Alicante y ella se quedaba en Madrid. Y los dos hacemos lo que hacemos
porque somos amantes cobardes.
Yo
soy cobarde porque no me atrevo a enfrentarme a mis padres. Porque los veo en
su pequeñez y a la vez los agrando sin poder evitarlo. Y los amantes cobardes,
¿tienen perdón? ¿Él tiene perdón? ¿Yo tengo perdón?, pensó.
–¿En
qué piensas? –preguntó él.
A
punto de llorar, Ana le miró y dijo: –En lo que nos aguarda.
En
lo que nos aguarda, repite para sus adentros mientras él le besa el cuello. Ana
cree que puede haber experiencias que achican el alma más que la mirada de un
padre severo, 63 mucho más. La
experiencia del terror, por ejemplo. Quizá sólo habían conocido el preludio del
terror, porque habían estado siempre acompañados y el verdadero terror se vivía
a solas. De pronto se ve a sí misma sola en una celda, luego sola ante un
policía, ante dos.
–Te
juro que me mataría. Sí, ahora mismo, de un tiro en la cabeza y con tu pistola.
–Ana,
por favor.
–¿Imaginas
lo partida que me voy a quedar? –Sí.
Ana
cierra los ojos. Le es imposible concebir un porvenir luminoso. Sólo ve un
túnel. Es de una profundidad vertiginosa, en realidad no tiene límite.
–Abrázame
–dice–, me gustaría meterme dentro de tu cuerpo.
En
ese momento escuchan el silbido de un tren y se aprietan aún más fuerte.
–¿Es
el tuyo? –No.
Aún
pueden pensar que el reloj se ha detenido y que podrán estirar infinitamente el
fragmento de tiempo que les queda. Es el momento de allanar el fondo del
pensamiento, pero también el fondo del cuerpo.
Francisco
empieza a deslizar la mano bajo las piernas de Ana. Nota primero las medias y
después la carne tensa. Casi lamenta que sea tan guapa. Piensa que es un dolor
renunciar a tanto, luego piensa que es mejor no pensar.
Ahora
está acariciando sus pechos, que laten bajo el sostén.
Seguramente
nunca le han parecido tan hermosos. Por un instante, es consciente del lugar en
que se encuentran. Un portal de paredes oscuras, iluminado por una bombilla que
oscila, y piensa que le hubiese gustado despedirse de ella en otro sitio, algo
más íntimo y menos desolador.
Ana
quisiera llorar. No acierta a desear en esas circunstancias, y nota que él
tampoco. Sí que hay un deseo, que pa- 64 rece
más hondo que el de la carne, pero que no puede expresarse así, quizá porque ningún
lenguaje sirve, ni siquiera el de la carne, para expresar la desesperación
cuando llega desde la profundidad del sentimiento y lo llena todo, cualquier gesto,
cualquier beso, de amarga lucide.
zDesde
un ángulo de portal, Suso los está mirando. Hace un rato creyó oír ruidos en el
portal y se deslizó hacia su interior moviendo con cuidado la puerta.
Suso
se siente nervioso y culpable, pero no puede dejar de mirar las piernas de Ana,
que a veces brillan a la luz de la bombilla.
De
pronto parece que se desean con más certeza, aunque también con más
desesperación y Ana tiene la falda completamente subida. Ha arqueado las
piernas sobre él y las mueve.
Brillan
bajo la lámpara sus zapatos ocres y él rocía su cuello de besos apasionados.
Otro
tren vuelve a silbar.
–El
mío –dice Francisco.
Suso
se desliza hasta la puerta y luego hasta la calle y echa a correr cuando el
tren silba de nuevo.
El
Pálido había dormido en casa de su madre y estaba tomando el café en
Ya
se disponía a marcharse cuando ella dijo: –Ayer me telefoneó Patricia. ¿Cuándo piensas
casarte? Su madre acababa de hacerle una pregunta demasiado real, ignorando que
la realidad ya no era necesaria. Su madre vivía en el pasado, negándose a
admitir que ciertos hombres de naturaleza expansiva podían estar exentos de la
ley conyugal pues su destino era, o podía ser, germinar en más 65
mujeres, dejando en todas ellas el recuerdo de su excelencia.
–Lo
haré cuando acabe esta guerra –dijo en tono solemne.
–Yo
creía que ya había acabado.
–Sólo
en apariencia.
–A
Patricia no le gusta que andes todo el día interrogando a mujeres, y a mí
tampoco –le advirtió su madre.
–¿Crees
que es un placer? Su madre le miró clínicamente y murmuró: –He llegado a creer
que sí.
El
Pálido esbozó un gesto melodramático, de difícil interpretación.
–Empiezas
a tener edad para ir dejando ese juego –añadió su madre.
–¿Se
puede saber qué quieres decir? –gritó el Pálido.
–¡A
mí no me grites! –rugió ella–. ¿Cómo tengo que decirlo para que me entiendas?
¡Patricia está impaciente y yo también! ¿Patricia impaciente? Él no lo notaba,
él sólo notaba el empeño de convertirlo en carne de matrimonio. Pero cabía preguntarse
si podía haber algo de emocionante en un hombre casado. Ocurría además que la
comisaría le había permitido conocer de forma más directa la intimidad de la
mujer.
No
era un buen lugar para alimentar mitologías y se preguntaba si miraba a
Patricia como antes. El Pálido tendía a pensar que no. Podía desearla más que
antes, pero de modo más realista, sabiendo la materia que tocaba y calibrando lo
que pesaba en cada piel el placer y el dolor.
–¿En
qué piensas? –En las insensateces que acabas de decir –murmuró, tras besar a su
madre.
Ya
en la calle, respiró con alivio el aire de la mañana y decidió ir andando hasta
¿La
línea? ¿Qué línea? ¿Quién ha visto la línea? ¿Dónde 66
está la línea? De pronto se dio cuenta de que iba hablando solo.
Miró avergonzado a su alrededor y aceleró el paso pensando en Ana, su nueva
obsesión. Le había empezado a gustar tanto que esa noche se hizo acompañar por
dos hombres y llamó a su puerta. Abrió ella misma. El Pálido dudó antes de
decir: –¿Nos acompañas? Ana asintió con la cabeza y se fijó en el policía. No
había emoción en su mirada, sólo había emoción en sus labios tensos.
Pensó
que había llegado el momento, pensó que estaba pasando lo que tenía que pasar,
y lamentó el haber albergado alguna vez la esperanza de que no la iban a
detener.
Fue
a coger una chaqueta, pero no se lo permitieron. La sacaron de casa tal como
estaba, con un vestido gris y blanco y unos zapatos bajos, y la condujeron a la
comisaría de Jorge Juan, donde permaneció un rato en una celda, junto a otras
detenidas. Apenas hacía media hora que había llegado cuando la llevaron hasta
una sala en penumbra que se hallaba al fondo del pasillo y donde la estaba
esperando el Pálido.
El
funcionario la acogió como quien recibe a una gran dama en su dormitorio y le
indicó una silla para que se sentara.
Ana
se sentó y notó que el Pálido la miraba con suavidad.
Quizá
no había sentimientos pero había suavidad.
–¿Qué
hora es? –preguntó.
–No
lo sé –contestó Ana.
El
Pálido avanzó con elegancia, se inclinó hacia ella, que permanecía sentada, y
como si se tratase de un enamorado que está algo celoso, dijo: –¿Por qué
mientes? Ana aborrecía tanta intimidad y se lo hizo saber con un gesto. El
policía pareció ofenderse, pero su cara volvió a relajarse y dijo: –Juraría que
eres una fanática del control... Seguro que todavía no has perdido la noción
del tiempo. Sé que sabes qué hora es. Buen comienzo. Cuando se empieza
respondiendo con mentiras a las preguntas inútiles, se corre el riesgo de
responder con verdades a las preguntas útiles. Si quie- 67
res podemos jugar al ajedrez, pero te recomiendo una estrategia: miente
lo menos posible. Es algo que nos conviene a los dos.
Ana
se quedó paralizada.
–Yo
no tengo nada que decir.
–¿Nada?
Los informes que tengo en mi poder demuestran que no querías que acabase la
guerra...
–¿Le
extraña? El Pálido la miró con frialdad, como si quisiera distanciarse inmensamente
de ella, y dijo: –Sí.
–No
entiendo nada.
El
Pálido se quedó mirándola en silencio, en la esquina desde la que solía mirar a
todas, y trató de imaginar qué podía haber dentro de aquel cuerpo de animal
dominante, como hubiese dicho Roux.
Sin
dejar su rincón, el Pálido dijo: –¿Estás enamorada? –No.
El
policía se acercó a ella y la miró de frente.
–Vuelves
a mentir –susurró–, lo que me obliga a pensar que o eres muy tonta o eres muy
lista.
El
Pálido cogió el vaso de agua, bebió un poco, volvió a dejarlo sobre el platillo
y miró de nuevo la cara que tenía junto a él. Era un rostro dulce, pero de una
dulzura sospechosa.
Por
su mirada, daba la impresión de que se trataba de una mujer a la que le costaba
mucho llegar a ciertas convicciones, y que cuando llegaba no se apartaba de
ellas ni en broma, temerosa de perder lo que tanto le había costado conquistar.
El
Pálido se sentó en la silla que se hallaba al otro lado de la mesa, permaneció
unos instantes en silencio, y empezó a decir: –Mi novia tiene el cuerpo
parecido al tuyo y también es rubia...
Ana
le miró asombrada. El hombre continuó: –Pero tiene la nariz más larga y afilada...
¿Cómo decirlo? Una nariz de italiana...
68
Ana se encogió de hombros. El Pálido continuó: –¡Prefiero su
nariz! Sé que otros hubiesen preferido la tuya...
¡Yo
no! Ana no salía de su asombro. Bruscamente, el policía le preguntó: –¿Sabías
que Cardinal os ha delatado? –Sí.
–Mientes
una vez más. No lo sabías, como tampoco lo sabía tu amiga Pilar. Es para pensar
que no sois unas lumbreras –dijo el hombre que, tras encender un cigarrillo,
lamentó la lluvia que empezaba a repicar en los cristales.
No
era la primera vez que Ana entraba en un espacio en el que todo se volvía
sospechoso, pero era la primera vez que, dentro de ese espacio, encontraba a
alguien como el Pálido.
–Llevamos
media hora de interrogatorio y ya sé tres cosas de ti. Sé que sabes la hora que
es, sé que estás encandilada por alguien y sé que no sabías que Cardinal os ha
delatado...
Ana
volvió a mirarle con asombro. De pronto, más que un universo de sospecha,
aquello empezaba a parecerle un universo de locura, y lamentaba que su
interrogador le atribuyera semejante capacidad de control. En realidad ella no sabía,
ni siquiera remotamente, la hora que podía ser: tenía la impresión de haber
salido del tiempo.
Volvió
a mirar al hombre pálido. Había dejado de moverse y parecía dormido. Pasaron
dos minutos de sofoco y de silencio, hasta que el hombre abrió bruscamente los
ojos y preguntó: –¿Conoces a Julia? –No.
–¿Aún
no te he dicho el apellido y ya respondes que no? El Pálido se acercó a ella,
acarició ligeramente sus cabellos, arrancó con violencia unos cuantos y
escupió: –Lo siento por ti, pero eres un libro abierto, de páginas completamente
trasparentes. Basta con saber que siempre contestas lo contrario de lo que
piensas.
69
Ana seguía paralizada. El funcionario se hundió de nuevo en la
silla y se quedó en silencio. No mucho después, volvía a parecer dormido.
Cada
vez más desconcertada, Ana deslizó la mirada por la habitación hasta posarla en
–¿Por
qué mirabas esa fotografía? –gritó con un furor desconcertante.
Ana
hizo un gesto confuso con
Escandalizado
de sí mismo achacó aquella impresión al alcohol que había ingerido durante la
noche, al cansancio, incluso al hastío, y se ocultó en la esquina, desde donde
la volvió a mirar. Seguía pareciéndole la doble de Patricia.
–Incorpórate
–dijo.
Ana
se incorporó.
–Date
la vuelta.
Se
–¿Tienes
principios? –gritó.
De
pronto, Ana tuvo la impresión de que el Pálido la estaba confundiendo con otra
persona y empezó a marearse.
–Claro
que tienes principios. De hecho toda tu persona se reduce a eso. Uno llega a ti
y sólo se encuentra con principios.
Todo
lo demás prohibido. Prohibido deslizar la mano bajo las faldas, prohibidos los
sofocos. Eso vendrá después del bodorrio. ¿No es verdad? 70
–No le entiendo.
El
Pálido volvió a acercarse a la ventana y dijo sin mirarla: –Te lo dije antes y
lo repito ahora. Te pareces a mi novia.
¿A
que es gracioso? Te pareces más de lo que yo creía. Piénsalo en
–Te
he hecho una pregunta –dijo el Pálido, acercándose–.
¿Tú
qué crees? –Yo creo que esto es una locura.
El
Pálido sonrió sardónicamente y mirándola con ojos de iluminado farfulló: –Es la
respuesta que siempre espero. Finalmente has entrado en la rueda, y ahora vamos
a empezar a rodar.
Ana,
que llevaba un día sin comer y que se sentía cada vez más mareada, empezó a
desplomarse. El Pálido se quedó mirándola desconcertado y no reaccionó hasta
que ella no dio con sus huesos en el suelo.
–¡Vaya
por Dios! –exclamó–. Hoy desfallecen como doncellas narcotizadas por mis
palabras. Tendré que ser menos embriagador. ¿Mi verbo mata? Ana, ¿mi verbo
mata? –gritó.
Ella,
que acababa de recuperar la conciencia, no quería abrir los ojos. En ese
momento, hubiera deseado achicarse más que una ameba y enquistarse en una
esquina del mundo, esperando días mejores. El Pálido volvió a gritar: –¿Mi
verbo mata? No lo sabes tú bien, pensó ella oculta en sus tinieblas, y enseguida
notó que el Pálido le estaba vertiendo el agua del vaso sobre la cara.
–Mi
verbo mata, Ana, pero también resucita, porque es claro como el agua clara
–dijo, y volvió a quedar muy satisfecho de sus palabras.
El
agua no la hizo reaccionar, en parte porque no le que- 71
daban fuerzas para levantarse, pero su cabeza giraba a más velocidad
que nunca. Desde el suelo, podía ver el techo, la bombilla, el rostro del
funcionario, pero el mundo había perdido consistencia, a la vez que había
acentuado su carácter fantasmal. Ahora dudaba de lo que estaba viendo, de la bombilla
y los ojos azules y blanquecinos, pero también dudaba de su pasado y una vez
más buscaba el desvanecimiento.