Capítulo
I
Arsenio
Lupin a los veinte años
Después de haber apagado la linterna, Raúl
d’Andrésy dejó la bicicleta detrás de un terraplén cubierto de maleza. En ese
momento dieron las tres en el campanario de Bénouville.
Se hundió en la
sombra espesa de la noche y siguió el sendero que llevaba a la finca de la
Haie d’Etigues, hasta llegar al cerco. Aguardó. Caballos que relinchaban,
ruedas que retumbaban en el pavimento de un patio, ruido de cascabeles, los dos
batientes de la puerta abiertos de golpe… y un break pasó. Raúl tuvo apenas
tiempo de oír voces de hombre y de distinguir el cañón de una escopeta. El
coche llegaba ya al camino principal y desaparecía hacia Etretat.
–Bueno –se
dijo, la caza a los pájaros-bobos es apasionante y la roca donde se encuentran
está lejos… voy a saber por fin qué significan esta cacería improvisada y todas
estas idas y venidas.
Raúl caminó por
su izquierda, contorneó la muralla y, después de superar el segundo ángulo, dio
cuarenta pasos y se detuvo. Con una de las dos llaves que llevaba en la mano
abrió una portezuela baja que atravesó para subir por la escalera tallada en el
hueco de una vieja muralla derruida que rodeaba una de las alas del castillo.
Con la segunda, abrió una puerta secreta, al nivel del primer piso.
Encendió la
linterna sin demasiadas precauciones, ya que no ignoraba que los sirvientes
vivían al otro lado y que Clarisa d’Etigues, la única hija del barón, vivía en
el segundo piso. Siguió un largo corredor que lo condujo hasta una amplia
biblioteca. Allí mismo, algunas semanas antes, Raúl había pedido al barón la
mano de su hija y había sido rechazada con tal violencia que aún conservaba un
mal recuerdo.
Un espejo le
devolvió su pálido rostro de adolescente, más pálido aún que de costumbre. Sin
embargo, habituado a las emociones, permaneció tranquilo y, fríamente, se puso
manos a la obra.
No le costó
mucho. El día de su entrevista con el barón había observado que éste miraba con
preocupación el gran escritorio de caoba que estaba mal cerrado. Raúl conocía
todos aquellos lugares donde puede ocultarse algo y los mecanismos que había
que usar para violarlos. Poco después encontró en una hendidura una carta
escrita en papel muy fino, sin firma ni señas, enrollada como un cigarro.
Examinó la
carta, cuyo texto le pareció, en principio, demasiado banal para ocultarla con
tanto cuidado. Así, gracias al minucioso trabajo de subrayar las palabras
significativas y de omitir ciertas frases destinadas, evidentemente, a rellenar
huecos, pudo reconstruir lo siguiente:
He descubierto
en Ruan las huellas de nuestra enemiga e hice insertar en los diarios de la
localidad la noticia de que un campesino de los alrededores de Etretat había
desenterrado de su campo un candelabro de cobre de siete brazos. Ella
telegrafió inmediatamente al cochero de Etretrat, a quien pidió que le enviara
un carruaje el día doce, a las tres de la tarde, a la estación de Fécamp. La
mañana de ese mismo día me encargaré de que el cochero reciba una contraorden.
Será pues vuestro coche el que ella encontrará en la estación y el que la traerá,
con buena escolta, hasta nosotros el día de la asamblea.
Así
podremos formar un tribunal y pronunciar contra ella un veredicto implacable.
En las épocas en que la grandeza del fin justificaba los medios, el castigo
hubiera sido inmediato. Muerto el perro, muerta la rabia. Elija usted la
solución que prefiera, pero no olvide los términos de nuestra última
conversación y recuerde que el éxito de nuestras negociaciones, así como
nuestra propia vida, dependen de esta criatura infernal. Sea prudente: organice
una cacería que desvíe las sospechas. Yo llegaré por Le Havre, a las cuatro
exactamente, con dos de nuestros amigos. No destruya esta carta, pues deberá
devolvérmela.
«El exceso de precauciones es un defecto –pensó
Raúl–. Si su corresponsal no hubiera desconfiado, el barón hubiera quemado
estas líneas y yo ignoraría que hay un proyecto de secuestro, de juicio ilegal
y hasta, ¿quién sabe?, de asesinato. ¡Caramba! Mi futuro suegro, por muy devoto
que sea, parece haberse metido en líos poco católicos. ¿Llegará hasta el
asesinato? Todo esto es muy grave y podría beneficiarme ante él.
Raúl se frotó
las manos. El asunto le gustaba y no le sorprendía demasiado, ya que ciertos
detalles habían llamado ya su atención unos días antes. Decidió volver a la
posada y dormir. A su tiempo se enteraría de lo que preparaban el barón y sus
invitados y de quién era la «criatura infernal» a la que deseaban suprimir.
Puso todo en
orden, pero, en lugar de marcharse, se sentó frente a un velador donde había
una fotografía de Clarisa y, poniéndola delante suyo, la contempló con profunda
ternura. Clarisa d’Etigues, ¡apenas más joven que él…! ¡Dieciocho años! Labios
voluptuosos… Ojos llenos de ensueño… un rostro fresco de rubia, rosa y delicado;
cabellos opacos como los de las niñas que corren por los caminos de Caux, ¡y
esa expresión tan dulce, tan encantadora...!
La mirada de
Raúl se endureció. Un mal pensamiento, que no llegaba a dominar, lo invadía.
Clarisa estaba sola, arriba, en su aislado cuarto y ya dos veces, con las
llaves que ella le había confiado, dos veces ya, se habían reunido a la hora
del té. ¿Qué lo retenía hoy? Ningún ruido podría llegar hasta los sirvientes.
El barón no debía regresar hasta la tarde del día siguiente. ¿Por qué irse?
Raúl no era un
Don Juan. Su honradez y su delicadeza se oponían al desencadenamiento de
instintos y de apetitos, cuya excesiva violencia conocía. Pero, ¿cómo resistir
a una tentación similar? El orgullo, el deseo, el amor, la necesidad imperiosa
de conquistar, lo empujaban a actuar. Sin demorarse más en vanos escrúpulos,
subió rápidamente los escalones.
Frente a la
puerta cerrada, dudó. Ya había entrado a esa habitación, pero en pleno día,
como un amigo respetuoso. ¡Qué distinto significado adquiría el mismo acto a
estas horas de la noche!
La duda duró
poco tiempo. Golpeó suavemente y susurró:
–Clarisa…
Clarisa… soy yo.
Al no recibir
respuesta alguna, pensó en golpear de nuevo, y esta vez con más fuerza, pero la
puerta se entreabrió y apareció la joven con una lámpara en la mano.
Raúl advirtió
su palidez y su miedo, y eso le confundió hasta el punto de hacerle retroceder
dispuesto a marcharse.
–No te enfades,
Clarisa… He venido a pesar mío… No tienes más que decir vete y me iré…
Si Clarisa
hubiera oído esas palabras se habría salvado. Habría dominado cómodamente a un
adversario que aceptaba su derrota. Pero no podía ver ni oír. Quería mostrarse
indignada y no hacía más que balbucear reproches incomprensibles. Quería
echarlo y su brazo no tenía fuerza para hacer un solo gesto. Su mano temblorosa
debió dejar la lámpara. Clarisa giró sobre sí misma y cayó desvanecida.
* * *
Se amaban desde hacía tres meses, desde el día
de su encuentro en un pueblo del sur de Francia donde Clarisa pasaba unos días
en casa de una compañera de colegio.
Inmediatamente
se sintieron unidos por un lazo que para él fue la cosa más deliciosa del mundo
y, para ella, el signo de una esclavitud a la que se sometería siempre. Desde
el principio Raúl le pareció un ser incomprensible, misterioso, al que nunca
comprendería. La afligía con sus accesos de ligereza, de ironía mordaz y de
humor inquieto. Pero, a pesar de esto, ¡qué seducción! ¡Qué alegría! ¡Qué
raptos de entusiasmo y de exaltación juvenil! Todos sus defectos tomaban la
apariencia de cualidades excesivas y todos sus vicios parecían virtudes ocultas
aún por desarrollarse.
Al volver a
Normandía, Clarisa tuvo la sorpresa de ver una mañana, frente a sus ventanas,
la fina silueta del joven, en lo alto de un muro. Se había instalado en una
posada a pocos kilómetros de distancia y casi todos los días iba en bicicleta a
encontrarla en los alrededores de la Haie d’Etigues.
Huérfana de
madre, Clarisa no era feliz junto a su padre, hombre duro, de carácter sombrío,
devoto en exceso, obsesionado por su título, ávido de ganancias y al que sus
arrendatarios temían como a un enemigo. Cuando Raúl, que ni siquiera le había
sido presentado, tuvo la audacia de pedirle la mano de su hija, el barón fue
presa de una furia tal contra este pretendiente imberbe, sin situación ni
relaciones, que lo hubiera hecho azotar si el joven no lo hubiese mirado con
esa cara de domador que amansa una bestia feroz.
Fue después de
esta entrevista, y para borrar su recuerdo del espíritu de Raúl, que Clarisa
cometió la falta de abrirle por dos veces la puerta de su alcoba. Imprudencia
peligrosa de la que Raúl se había servido con la lógica de un enamorado.
A la mañana
siguiente, bajo el pretexto de una indisposición, ella se hizo llevar el
desayuno, mientras Raúl se escondía en un cuarto contiguo. Después del
desayuno, se abrazaron largamente frente a la ventana abierta, unidos por el
recuerdo de sus besos y por toda la ternura e ingenuidad que había en ellos a
pesar de la falta cometida.
Sin embargo,
Clarisa lloraba…
Las horas
pasaban. Una fresca brisa, que subía del mar y flotaba en el aire, les
acariciaba la cara. Frente a ellos, más allá de un extenso vergel rodeado de
muros, y hasta el soleado llano de coles, una depresión les permitía ver, a la
derecha, la línea blanca de los altos acantilados que llegaban hasta Fécamp; a
la izquierda, la bahía de Etretat, la puerta de Aval y la punta enorme de la
Aiguille.
Raúl dijo
suavemente:
–No estés
triste, querida. A nuestra edad la vida es muy bella, y lo será aún más una vez
que hayamos vencido todos los obstáculos; no llores.
Ella secó sus
lágrimas e intentó sonreír, mirándolo fijamente. Era delgado como ella, pero
ancho de hombros, a la vez elegante y de aspecto sólido. Su rostro enérgico se
abría en una boca maliciosa y en dos ojos que brillaban de alegría. Con su
pantalón a media pierna y la chaqueta que se abría sobre una camiseta blanca,
parecía de increíble flexibilidad.
–Raúl, Raúl
–dijo ella con angustia–, en este mismo momento, aunque me miras, no piensas en
mí. ¡No piensas en mí después de lo que acaba de pasar entre nosotros! ¿Es
posible? ¿En quién piensas, Raúl?
–Pienso en tu
padre –respondió riendo.
–¿En mi padre?
–Sí, en el
barón D’Etigues y en sus invitados. ¿Cómo es que señores de su edad pueden
perder el tiempo matando pájaros inocentes?
–Les divierte.
–¿Estás segura?
Yo estoy bastante preocupado. Piensa: si no estuviéramos en 1894, creería que…
¿No te enfadarás?
–Habla,
querido.
–Bien, parece
que estos señores juegan a conspirar. Sí, Clarisa, como te lo digo… El marqués
de Rolleville, Mathieu de la Vaupalière, el conde Oscar de Bennetot, Roux
d’Estiers, etcétera, todos estos nobles señores de Caux están tramando una
conjura.
Ella hizo una
mueca.
–Dices
tonterías, querido.
–¡Pero me
escuchas tan bien! –respondió Raúl, convencido de que ella no estaba al
corriente de nada–. ¡Tienes una forma tan curiosa de esperar que te diga cosas
importantes!
–Palabras de
amor, Raúl. –Él cogió su cabeza con cariño.
–Toda mi vida
es amor para ti, Clarisa, y si tengo otros problemas y otras ambiciones es para
conquistarte. Imagínate: tu padre, conspirador, es arrestado y condenado a
muerte y de pronto yo lo salvo… ¿Tú crees que podría negarme la mano de su
hija?
–Cederá de
todas formas, un día u otro.
–¡Nunca!
Ninguna fortuna… ningún respaldo…
–Tienes tu
nombre… Raúl d’Andrésy.
–Ni eso
siquiera.
–¿Cómo?
–D’Andrésy era
el nombre de mi madre. Lo recuperó al quedar viuda y por orden de su familia, a
la que su matrimonio había indignado.
–¿Por qué?
–preguntó Clarisa, un poco aturdida por estas confesiones inesperadas.
–¿Por qué?
Porque mi padre no era más que un villano, un don nadie… un simple profesor… y
¿profesor de qué? de gimnasia, de esgrima y de boxeo.
–Entonces,
¿cómo te llamas?
–¡Oh, mi pobre
Clarisa, es un nombre muy vulgar.
–¿Cuál?
–Arsenio Lupin.
–¿Arsenio
Lupin?
–Sí, no es muy
brillante. Más valdría cambiarlo, ¿no?
Clarisa pareció
aterrada. Que se llamara de una forma o de otra no significaba nada para ella,
pero el apellido, a los ojos del barón, era la primera cualidad de un yerno…
Sin embargo,
balbuceó:
–No debieras
haber renegado de tu padre. No es vergonzoso ser profesor.
–No, no es
vergonzoso –dijo riendo cada vez más, con una risa que a ella le hacía daño–.
¡Y te aseguro que aproveché las lecciones de boxeo y gimnasia que me dio cuando
tomaba el biberón! Pero quizá mi madre haya tenido otras razones para renegar
de tan excelente hombre y eso no le importa a nadie.
La abrazó con
súbita violencia y se puso a bailar y a hacer piruetas. Volvió a ella y
exclamó:
–Ríe, niña, todo
esto es muy divertido, ríe: Arsenio Lupin o Raúl d’Andrésy, ¿qué importa? Lo
esencial es triunfar y yo triunfaré sin duda. Ninguna adivina dejó de
predecirme un gran porvenir y una reputación universal. Raúl d’Andrésy será
general o ministro o embajador… a menos que lo sea Arsenio Lupin. Es algo
pactado con el destino, convenido, firmado de una y otra parte. Estoy
preparado: músculos de acero y mente privilegiada. Oye, ¿quieres que camine
sobre las manos o que te lleve en la punta de los dedos? O mejor, ¿prefieres
que te saque el reloj sin que te des cuenta? ¿O bien que te recite de memoria
Homero en griego y Milton en inglés? ¡Oh, es tan hermosa la vida! Raúl
d’Andrésy… Arsenio Lupin… ¡Las dos caras de la moneda! ¿A cuál de ellas
iluminará la gloria, sol de los mortales?
Se calló de
golpe. De pronto su alegría pareció molestarle. Miró en silencio la habitación
tranquila cuya serenidad había turbado como había turbado la paz y la pura
conciencia de la joven y, en uno de esos cambios bruscos, inesperados, que eran
el encanto de su naturaleza impulsiva, se arrodilló frente a Clarisa y le dijo
gravemente:
–Perdóname. He
actuado mal viniendo aquí. No es culpa mía. Me es difícil hallar el equilibrio…
El bien y el mal, las dos cosas me atraen. Necesito ayuda, Clarisa, para elegir
mi camino, y necesito que me perdones si me equivoco.
Ella tomó su
cabeza entre sus manos y replicó con pasión:
–No tengo nada
que perdonarte, querido. Soy feliz. Estoy segura de que tú me harás sufrir
mucho y acepto con alegría esos dolores que vendrán de ti. Toma, toma mi
fotografía. Y haz de forma que jamás debas avergonzarte al mirarla. Yo seré
siempre como hoy me ves, tu amante y tu esposa. ¡Te quiero, Raúl!
Lo besó en la
frente. Él ya reía y dijo, incorporándose:
–Tú me has
armado caballero. Heme aquí, invencible y presto a fulminar a mis enemigos.
¡Aparezcan, navarros, yo entro en escena!
* * *
El plan de Raúl –dejemos en la sombra el nombre de Arsenio
Lupin, ya que en esta época, ignorando su destino, hasta él lo despreciaba– era
muy simple. Entre los árboles del vergel, a la izquierda del castillo y apoyada
en la muralla que antiguamente constituía uno de los baluartes, había una torre
truncada, muy baja, cubierta por un techo que desaparecía bajo oleadas de
hiedra. Raúl no dudaba de que la reunión de las cuatro tendría lugar en la gran
sala interior donde el barón recibía a sus arrendatarios. Y había visto que una
abertura, vieja ventana o toma de aire, daba al campo abierto.
La escalada era
fácil para un joven tan ágil como él. Saliendo del castillo y trepando por la
hiedra, subió, gracias a las enormes raíces, hasta la abertura practicada en la
espesa muralla, hueco lo bastante profundo como para que pudiera tumbarse allí
de cuerpo entero. Así, a cinco metros del suelo, con la cabeza cubierta por la
hiedra, no podría ser visto pero en cambio él podía ver toda la sala, un gran
espacio amueblado con una veintena de sillas, una mesa y un largo banco de
iglesia.
Cuarenta
minutos más tarde, entró el barón con uno de sus amigos. Raúl no se había
equivocado en sus previsiones.
El barón
d’Entigues tenía la musculatura de un luchador de feria y una cara color
ladrillo, enmarcada por una barba roja en la que resaltaba su mirada aguda y
enérgica. El hombre que le acompañaba era un primo suyo al que Raúl conocía de
vista, Oscar de Bennetot, quien daba la misma impresión de pobre hidalgo
normando, pero en más pesado y vulgar. En ese momento ambos parecían agitados.
–Rápido –dijo
el barón–. La Vaupalière, Rolleville y D’Auppegard están por llegar. A las
cuatro vendrá Beaumagnan con el príncipe D’Arcole y De Brie por el vergel, del
que he abierto la puerta grande… y después ella… si por casualidad cae en la
trampa.
–Cosa que dudo
–murmuró Bennetot.
–¿Por qué? Ha
pedido un coche, el coche estará esperándola y subirá. D’Ormont, que conduce,
la traerá. Cerca de Cuatro Caminos, Roux d’Estiers saltará al estribo, abrirá
la puerta y dominará a la dama. Luego, entre los dos, la atarán. No puede
fallar.
Se habían
acercado al lugar desde el que Raúl escuchaba.
–¿Y después?
–susurró Bennetot.
–Después,
explicaré la situación a nuestros amigos, el papel de esta mujer…
–¿Y crees que
podrás convencerles de que la condenen...?
–La condenen o
no, el resultado será el mismo. Beaumagnan lo exige. ¿Crees que podríamos
negarnos?
–¡Ah! –exclamó
Bennetot–. Este hombre será nuestra perdición.
El barón
D’Etigues se encogió de hombros.
–Hace falta un
hombre como él para luchar contra una mujer como ella. ¿Tienes todo preparado?
–Sí, las dos
barcas están en la playa, al pie de la Escalera del Curé. La más pequeña está
agujereada y se hundirá a los diez minutos.
–¿La has
lastrado con una piedra?
–Sí, con una
gran piedra agujereada que irá sujeta a un cabo.
Se callaron.
Raúl d’Andrésy
no había perdido ni una sola de las palabras pronunciadas y todas habían
aumentado su ardiente curiosidad.
«¡Caramba!
–pensó Raúl–, no cambiaría mi palco por un imperio. ¡Vaya tíos, hablan de matar
como otros de cambiar de camisa!» Godefroy d’Entigues le sorprendía. ¿Cómo
podía la tierna Clarisa ser hija de tan sombrío personaje? ¿Qué objetivos
perseguía, qué oscuros motivos lo guiaban? ¿Odio, codicia, deseos de venganza,
instinto de crueldad? Parecía un verdugo de otros tiempos a punto de realizar
un trabajo sucio. El ardor iluminaba su cara congestionada y su barba roja.
Los otros tres
invitados llegaron al mismo tiempo. Raúl los había visto varias veces en la
Haie d’Etigues. Una vez sentados, daban la espalda a las dos ventanas que
alumbraban la sala, de tal forma que sus rostros quedaban en la penumbra.
A las cuatro en
punto, dos nuevos personajes hicieron su aparición. Uno de ellos, viejo, de
porte militar, apretado en su levita, que lucía una perilla llamada imperial
bajo Napoleón III, se detuvo en el umbral.
Como todos los
presentes se pusieron de pie para ir a su encuentro, Raúl no vaciló en
identificarlo como el autor de la carta sin firma, aquél a quien se esperaba y
a quien el barón había aludido con el nombre de Beaumagnan.
Aunque era el
único en no tener ni título ni nombre compuesto, fue recibido como un jefe, con
una solicitud que cuadraba con su actitud dominadora y su mirada autoritaria.
La cara afeitada, las mejillas hundidas, magníficos ojos negros encendidos de
pasión y algo de severo y de ascético, tanto en sus maneras como en su atuendo,
le daban cierto aspecto de personaje eclesiástico.
Beaumagnan rogó
que todos volvieran a sus asientos, excusó la ausencia del conde de Brie y
presentó a su acompañante:
–El príncipe
D’Arcole… Ustedes saben, ¿no es cierto?, que el príncipe D’Arcole era uno de
los nuestros, pero el azar quiso que estuviera ausente de nuestras reuniones y
que su acción se desarrollara lejos de aquí; con mucho éxito, por otra parte.
Hoy, su testimonio nos es vital, ya que en dos ocasiones, en 1870, el príncipe
D’Arcole, encontró a la criatura infernal que nos amenaza.
Raúl hizo un
rápido cálculo y se sintió un poco decepcionado porque, si sus encuentros con
el príncipe D’Arcole habían tenido lugar veinticuatro años antes, la «criatura
infernal» debía de haber superado los cincuenta.
Entretanto, el
príncipe ocupó su lugar entre los invitados, mientras que Beaumagnan llevó
aparte a Godefroy d’Etigues. El barón le entrego un sobre que contenía, sin
duda, la carta comprometedora. Luego, mantuvieron en voz baja un diálogo muy animado
que Beaumagnan cortó con un gesto enérgico.
«¡Vaya genio!
–se dijo Raúl–. El veredicto es formal. Muerto el perro, muerta la rabia.
Ahogarían a la señora. Éste parece ser al menos el desenlace convenido.»
Beaumagnan pasó
a la última fila. Pero, antes de sentarse, dijo:
–Amigos míos,
ustedes saben hasta qué punto es grave este momento. Todos unidos y de acuerdo
sobre el objetivo magnífico que deseamos alcanzar hemos emprendido una obra
común de una considerable importancia. Creemos, con razón, que los intereses
del país, los de nuestro partido, los de nuestra religión (y no hago
diferencias entre unos y otros) están ligados al éxito de nuestros proyectos. Y
estos proyectos, desde hace algún tiempo, chocan contra la audacia y la
hostilidad implacable de una mujer que, disponiendo de ciertas indicaciones, se
ha lanzado en busca del secreto que nosotros estamos a punto de descubrir. Si
ella lo consiguiera antes, sería el desmoronamiento de nuestros esfuerzos. Ella
o nosotros. No hay lugar para ambos. Deseemos que la batalla emprendida se
decida a nuestro favor.
Beaumagnan se
sentó, apoyó ambos brazos sobre un legajo de papeles y encogió su largo cuerpo
como si no quisiera ser visto.
Los minutos
pasaron.
Entre esos
hombres, reunidos allí por una causa que hubiera debido suscitar
conversaciones, el silencio fue absoluto, tanta era la atención de todos hacia
los ruidos lejanos que podían llegar del campo. La captura de esta mujer
atormentaba sus espíritus. Estaban ansiosos de tener, y ver, a su adversaria.
El barón
D’Etigues levantó un dedo. Comenzaba a oírse el ritmo sordo del galope de un caballo.
–Es mi coche
–dijo.
¿Llegaría en él
la enemiga?
El barón se
dirigió hacia la puerta. Como siempre, el vergel estaba vacío. Sólo en el patio
de honor, situado en la fachada principal, trabajaban los sirvientes.
El ruido se
aproximaba. El carruaje dejó el camino y avanzó campo a través. De pronto,
apareció entre los dos pilares de la entrada. El conductor hizo un gesto y el
barón declaró:
–¡Victoria! ¡La
tenemos!
El coche se
detuvo. D’Ormont, que estaba en el asiento, saltó rápidamente. Roux d’Etiers se
lanzó fuera del carruaje. Ayudados por el barón, sacaron del interior a una
mujer, cuyas piernas y manos estaban atadas y a la que una bufanda envolvía la
cabeza, y la transportaron hasta el banco de iglesia en medio de la sala.
–Ninguna
dificultad –informó D’Ormont–. Al salir del tren se precipitó dentro del coche.
En Cuatro Caminos, la atamos sin que tuviera tiempo de decir ni mu.
–Sáquenle la
bufanda –ordenó el barón–. Podemos incluso dejarla ya libre de movimientos.
Él mismo la
desató.
D’Ormont le
quitó la bufanda y descubrió la cabeza.
Entre los
asistentes hubo una exclamación de estupor, y Beaumagnan, en lo alto de su
escondrijo, desde donde distinguía a la cautiva a plena luz, tuvo la misma
conmoción de sorpresa al ver aparecer a una mujer en todo el esplendor de su
juventud y su belleza.
Pero un grito
sofocó los murmullos. El príncipe D’Arcole había avanzado y, con la cara
contraída y los ojos desgarrados, balbuceaba:
–Es ella… es
ella… la reconozco… ¡Ah! ¡Es aterradora!
–¿Qué pasa?
–preguntó el barón–. ¿Qué hay de aterrador? Explíquese.
Y el príncipe
D’Arcole pronunció esta frase increíble:
–¡Tiene la
misma edad que hace veinticuatro años!
La mujer estaba
sentada, erguida, los puños cerrados sobre sus rodillas. Su sombrero debía de
haber caído en el curso de la agresión y su pelo se esparcía en una masa espesa
retenida por una peineta de oro, mientras que otros cabellos, con reflejos
rojizos, le caían por la frente, un poco ondulados en las sienes.
El rostro era
admirable, de líneas muy puras y animado de una expresión que, aun en la
impasibilidad y en el temor, parecía una sonrisa. Con un mentón más bien
delgado, los pómulos salientes, los ojos muy rasgados y los párpados pesados,
recordaba a esas mujeres de Da Vinci, o más bien de Bernardino Luini, en las
que toda la gracia está en la sonrisa que no se ve pero que se adivina y que
emociona e inquieta al mismo tiempo. Su traje era simple: bajo un abrigo, que
dejó caer con indiferencia, un vestido de lana gris dibujaba su cintura y sus
hombros.
«¡Vaya, vaya!
–pensó Raúl, sin dejar de mirarla–. Parece bastante inofensiva la infernal y
magnífica criatura. ¿Y hacen falta nueve o diez hombres para enfrentarse a
ella?»
Ella observaba
atentamente a los que la rodeaban, a D’Etigues y sus amigos, tratando de
distinguir en la penumbra a los demás.
Finalmente
dijo:
–¿Qué tienen
contra mí? No conozco a ninguno de los presentes. ¿Por qué me han traído aquí?
–Usted es
nuestra enemiga –declaró Godefroy d’Etigues.
Ella sacudió
dulcemente la cabeza:
–¿Vuestra
enemiga? Debe haber una confusión. ¿Están seguros de no equivocarse? Yo soy
madame Pellegrini.
–Usted no es
madame Pellegrini.
–Yo le aseguro…
–No –repitió el
barón Godefroy, alzando la voz.
Y agregó estas
palabras, tan desconcertantes como las pronunciadas por el príncipe D’Arcole:
–Pellegrini era
uno de los apellidos bajo los que se ocultaba, en el siglo xviii, el hombre del cual usted
pretende ser la hija.
Ella no
respondió inmediatamente, como si no hubiera entendido lo absurdo de la frase.
Después preguntó:
–¿Cómo me
llamo, según usted?
–Josefina
Balsamo, condesa de Cagliostro.