Cuando Godard dice que sólo hay una postura de cámara: la ética, lo que significa es que para fotografiar la secuencia sólo se puede emplazar la cámara donde el realizador crea que debe hacerlo. Colocar la cámara en cualquier otro sitio, obedeciendo al postalismo del paisaje, el lado bueno de la actriz o la suntuosidad del decorado, como es la norma entre el noventa por ciento de los cineastas, es una falta a la ética de la realización cinematográfica.

Moderna en el sentido peyorativo en que la grey, la mayoría, los temerosos de cuanto sea nuevo dan a la palabra, la Nouvelle Vague -placer de una minoría de cinéfilos tan fanáticos como los cineastas que la integraron- lo fue tanto que aún ahora, más de cuarenta años después de su irrupción en el panorama cinematográfico internacional, sus imágenes tienen plena vigencia. Ahora, que en nuestro primer mundo el campesinado es algo mucho más próximo a la ciencia ficción que la cibernética, cualquiera de los planos de Patricia Franchini y Michael Poiccard, alias Laszlo Kovaks (Jean-Paul Belmondo), bajando los Campos Elíseos en Al final de la escapada proporcionaría un atractivo salvapantallas para el ordenador. De hecho, el famoso gesto de Belmondo pasándose el pulgar por los labios se ha convertido en todo un clásico dentro de los tics de la publicidad. Seguro que significa algo que el diseño, según parece el arte de nuestro tiempo, recurra con tanta frecuencia al primer largometraje de Godard.

Mientras el mismo Variety se quejó de lo injusto del reparto de estatuillas con Los cuatrocientos golpes –«Mereció ganar cuanto menos el oscar al mejor guión»–, la modernidad, la Nouvelle Vague en definitiva, irrumpe de lleno en las pantallas francesas con Al final de la escapada. Estrenado en París el 16 de marzo de 1960, el primer largometraje de Godard es una obra rupturista e innovadora tanto formal como argumentalmente. El mismo realizador lo dejó claro en una entrevista concedida a Cahiers... en diciembre de 1962: «Lo que yo quería era tomar una historia convencional y rodarla de manera completamente distinta a como se había hecho hasta entonces, quería dar la sensación de que las técnicas cinematográficas se acababan de descubrir». Y bien puede decirse que así fue. La casi total ausencia de artificios -fundidos en negro y fundidos encadenados- para unir los planos, fue una de las cosas que más llamaron la atención en su momento. Bien es cierto que dicha técnica ya se había empleado con anterioridad. Pero también lo es que fue Godard el primero en utilizarla con fines dramáticos, obedeciendo además a ese claro rechazo de cuanto se había quedado obsoleto en el lenguaje cinematográfico según las teorías que durante tanto tiempo había estado exponiendo en sus artículos.

Así, los cortes en los que Godard omitía deliberadamente una parte de la acción, junto a esos otros en los que Michael Poiccard parecía cambiar bruscamente de dirección en la pantalla, fueron a comprimir el tiempo fílmico de una forma desconocida hasta entonces. Mediante la nueva propuesta, que bien puede llamarse antimontaje, la narrativa fílmica quedaba reducida a una suerte de taquigrafía tan sugerente como imprevisible. De esta forma, las elipsis se reducen a un corte directo, aceptándose las angulaciones invertidas y los saltos de eje que incluso llegan a implicarse dramáticamente en la narración. A diferencia del montaje tradicional, cuyo fin último es pasar desapercibido, el de Godard es atraer la atención del espectador sobre el proceso de filmación. La secuencia en la que Michael mata a un policía ilustra a la perfección este nuevo procedimiento. En ella, de un plano de cinco segundos y medio, donde se nos muestra a Poiccard en un camino apartado de la carretera -en el coche que ha robado, observando si la pareja de guardias le persigue-, se nos lleva a otro de un segundo. En él, sin que nos explique por qué, el primer policía pasa de largo sin ver a Michael. Sin que tampoco sepamos por qué, la voz en off de nuestro protagonista anuncia que sus perseguidores han caído en la trampa. Más adelante, cuando el segundo policía da la vuelta, Godard vuelve a presentarnos otra muestra de su singular montaje. Poiccard encañona al agente en una panorámica descendente de dos segundos que se inicia en su sombrero y se corta bruscamente en el cuello. De aquí pasamos a un barrido de idéntico tiempo que nos lleva de la muñeca de Michael a su dedo pulgar amartillando el arma. Tras un nuevo corte, vamos a una panorámica descriptiva de la pistola: otros dos segundos para mostrarnos cómo gira el tambor y cómo el cañón se dirige impasible a su víctima. Un nuevo corte nos lleva a un nuevo plano de dos segundos y medio. En él, tras la detonación, el policía se desploma herido. Finalmente, tras otro corte, Michael Poiccard, en un plano general, corre campo a través durante 16 segundos. No hay duda: fue con Godard con quien la Nouvelle Vague, el cine moderno propiamente dicho, irrumpió en las pantallas.