STEVE McQUEEN. Un rebelde en Hollywood

 

Autor: Miguel Juan Payán y Ramiro Navarro

 

Editorial TB Editores

 

 

 

Introducción

Ya no hay actores como McQueen

(y las películas ya no tienen alma)

 

 

En la moviola de retorno al pasado, a Steve McQueen siempre le recuerdo con traje de presidiario, como una cebra humana de aspecto vulnerable que arrastrara casi permanentemente como adiposa identidad superpuesta los andrajosos hábitos de su múltiple existencia carcelaria en la ficción.

Las primeras películas de su filmografía se arrastraron ante mis ojos con la ceremoniosa parsimonia que suelen presentar las experiencias que sólo pueden olvidarse con cierta dificultad o mediante la intercesión traidora del paso del tiempo.

Debía tener aproximadamente ocho años cuando vi por primera vez una película de McQueen, Cuando hierve la sangre, pero en ese caso el protagonista era Frank Sinatra y el ego de La Voz en ese proyecto era demasiado amplio para que nos fijáramos en el secundario de lujo que se había buscado para que le hiciera compañía en una hazaña bélica prácticamente del montón, demasiado larga y de ritmo francamente irregular. Vamos, que me aburrí un poco y McQueen pasó como una sombra apenas percibida.

Poco más tarde, y con el gusanillo de la afición al cine envenenando ya mis días en paralelo con mi decreciente interés hacia las matemáticas, la geografía y otras correosas realidades escolares, me tropecé con McQueen en Papillón, si bien es cierto que no aprendí a escribir correctamente su apellido hasta que le vi en La huida y comprendí que el cine además de diversión podía ser otra cosa: una ceremonia mágica.

Pero a esas alturas estaba convencido también de que McQueen era un tipo con mala suerte, al menos en la pantalla. Era raro no verle entre rejas y con el uniforme de presidiario.

Cuando la televisión en color llegó a mi casa en sustitución de un viejo aparato en blanco y negro, fui la segunda persona más contenta de la casa después de mi abuelo Pepe y los dos estrenamos los colorines de la caja boba viendo La gran evasión, donde, por supuesto, McQueen también estaba preso, y esta vez de los nazis, nada menos (por cierto, unos nazis increíblemente torpes).

Luego empecé a tropezarme con Steve McQueen en el cine y comprendí que además de quemar con estilo inimitable la vida de sus personajes en una variopinta colección de prisiones, había hecho otras muchas cosas. O sea, que no estaba encasillado, término cuyo verdadero significado no llegué a comprender totalmente hasta que empecé a ver películas de Sylvester Stallone.

Además de pasar por distintas cárceles, el McQueen que vivía en el cine había apagado el fuego de El coloso en llamas, había sido ladrón de guante blanco en El caso Thomas Crown (por cierto, la primera vez que empecé a envidiarle seriamente fue a causa de Faye Dunaway, que sólo consiguió estar más guapa en Bonnie and Clyde), había espantado bandidos en Méjico en Los siete magníficos, había ejercido como tahúr en El rey del juego y había sido jinete de rodeo a las órdenes de Sam Peckinpah en Junior Bonner. Después de ver Bullitt volví a envidiar a McQueen porque ligaba con Jacqueline Bissett y además hablaba poco, no explicaba nada y parecía estar permanentemente cabreado, actitud singularmente próxima a la mía (estaba en plena adolescencia).

Pero para ser sincero, entre tanta película redonda, cuando realmente decidí que McQueen era un tipo especial de actor dentro del cine fue cuando le vi dándole la espalda a Candice Bergen para largarse a vivir su propia vida con el macuto al hombro en El Yang-Tsé en llamas. Aquella imagen de tipo que camina voluntariamente hacia la soledad se me quedó grabada como una filosofía de vida expresada en un solo gesto: un momento épico sin épica, si es que tal cosa es posible; uno de los más rotundos esbozos sobre la figura del perdedor que ha dado el cine. Percibí que en ese papel había más de McQueen que en otros que había visto, y después de empaparme de su vida más ampliamente para escribir este libro, me atrevo a decir que la soledad de aquel tipo estaba muy cerca de la soledad que parecía sentir el propio Steve McQueen.

He querido empezar este recorrido por la vida y las películas de Steve McQueen con esa imagen como equipaje esencial de mi macuto. Su vida, que en muchos aspectos fue una vida de película tras una infancia a medio camino entre Huckleberry Finn y los niños desgraciados de Charles Dickens, y sus películas, que en la mayor parte de los casos gracias a él fueron películas como la vida.

Lo segundo que he metido en el macuto ha sido el recuerdo de un encuentro con el actor americano Tom Sizemore, destacado en los repartos de películas como Heat, Salvar al soldado Ryan o The Relic. Empezó siendo la entrevista convencional de promoción de la última de estas películas, pero se convirtió en animada charla desde el momento en que los dos descubrimos que compartíamos una misma afición destacada dentro de nuestra afición al cine: las películas de Steve McQueen.

Sizemore me dijo en aquella ocasión algo que yo también había pensado: «Ya no hay actores como Steve McQueen».

Basta echar un vistazo al cine que nos endilga Hollywood últimamente para percatarse de que Tom Sizemore llevaba razón. Y quizá no sea lo peor que ya no haya actores como Steve McQueen, sino que también nos hemos quedado huérfanos de gentes como Robert Ryan, John Garfield, Van Heflin, James Cagney, Edward G. Robinson, Lee Marvin, Richard Widmark, Joseph Cotten, Arthur Kennedy, Broderick Crawford, Sterling Hayden...

A pesar de que la mayoría de ellos no suelen figurar en las listas de grandes estrellas resulta difícil imaginar la historia del cine americano sin su imprescindible comparecencia y sin el aire a veces humano, a veces torturado y retorcido, que aportaban a sus personajes demostrando una singular solvencia para expresar grandezas y miserias con un solo gesto y sin diálogo. Es algo cada vez más difícil de ver en el cine de nuestro tiempo a pesar de que la antorcha de estos gigantes del cine, habitantes de los suburbios del estrellato, ha sido recogida por gentes como Christopher Walken, Willem Dafoe, John Malkovich, Robert Duvall, Ed Harris, Harvey Keitel, John Turturro, James Gandolfini, David Caruso y, por supuesto, el amigo Tom Sizemore. Repasada esta lista puede parecer que el pesimismo expresado unas líneas más arriba no procede. Quizá lo que le falta al cine norteamericano de nuestros días respecto al de décadas anteriores no es capital humano, actores como Steve McQueen, sino películas como las que hacía Steve McQueen, películas “con alma”.

Es sorprendente lo difícil que resulta hoy salir de ver una película estadounidense con ganas de volver a entrar en el cine para repetir la experiencia (y lo fácil que resulta apartar los ojos de la pantalla para fijarlos en la esfera del reloj y hacer un rápido cálculo del metraje que todavía resta para salir del cine y dedicarnos a otra cosa).

Los buenos actores necesitan habitar buenas historias, en caso contrario se convierten en “okupas” errantes que pasan de una inconsistente fábula a otra persiguiendo el cheque con mayor interés del que dedican a las líneas de su diálogo; mientras ellos se convierten en monigotes. el público queda sometido a la dictadura del consumo de palomitas, refrescos y otros aditivos que según he comprobado en bolsillo propio a la hora de llevar a mi hija al cine suelen costar tanto o incluso más que la propia entrada (dependiendo del número de infantes y/o gorrones que uno cometa el error de invitar a ver la película).

Mirando este paisaje me asalta la duda de si un Steve McQueen nacido y muerto unas décadas más tarde no habría sido desperdiciado como tantos otros excelentes actores americanos de nuestro tiempo, por los mismos motivos que han llevado al exilio de la vida contemplativa a todo aquello que no sea joven o atractivo o venda tantas palomitas como Harrison Ford. No por casualidad la Asociación Nacional de Propietarios de Cines de Estados Unidos le concedió el 9 de marzo de 1994 al protagonista de la saga de Indiana Jones el título de estrella más taquillera del siglo, por delante de otros anzuelos tan poderosos para la degustación de maíz como John Wayne o Clint Eastwood. Que la ceremonia se celebrara en Las Vegas no deja de tener también un carácter simbólico en un momento en el que el cine hecho en Estados Unidos ha dejado de ser magia para acercarse a los juegos de azar más o menos amañados. Incluso dicen que Ford acuñó una ingeniosa frase cuando recibía la ovación que acompañaba el premio: «Esto confirma mi peor pesadilla: ¡el cielo es Las Vegas!».

Hoy es cierto que gentes como Al Pacino, Robert De Niro, Gene Hackman o Jack Nicholson siguen ganándose las habichuelas con relativa dignidad a base de ejercer como estrellas, pero ¡qué difícil es verles brillar con el fulgor que exhibieron antaño! El estrellato les ha devorado irremisiblemente y con carácter irreversible les ha sometido a la maquinaria de producción en cadena, de manera que rara vez se permiten el lujo de volver a ser ellos mismos en algún guiño esporádico que les devuelve la categoría de auténticos magos para volver a robársela una milésima de segundo más tarde.

Temo que McQueen podría haber encontrado sitio entre estas estrellas domesticadas de nuestro tiempo, reclamos del cine norteamericano, que sigue siendo el cine más poderoso del planeta aunque no sea el más prolífico (los indios siguen sacándoles abultada ventaja en lo que a número de películas producidas por año se refiere).

Por otra parte, quizá Steve McQueen, que reiteradamente ha sido calificado por sus biógrafos como «Un rebelde en Hollywood», «Un mal chico en Hollywood», «Un rebelde americano» o «Una superestrella rebelde», habría hecho honor a tanto calificativo laudatorio (la rebeldía sigue pareciéndome la opción más digna para enfrentar el tiempo, la vida y la gente, especialmente si se presentan en cómodo adocenamiento para el consumo), y se habría revelado tirando por otro camino que el cáncer, ese gran cabrón, nos ha impedido conocer.

Por otra parte, los mitos se abonan con la muerte temprana, y la rebeldía de McQueen, que era mucho más auténtica que la del rebelde oficial y por ello más “manso” de Hollywood, James Dean, quedó preservada para la posteridad con su desaparición, tan prematura y quizá tan propicia para su mitificación.

Poco antes de morir, Steve McQueen había dado ya un peligroso primer paso camino de la explotación de su propia imagen protagonizando Cazador a sueldo, que paradójicamente era una premonitoria forma de poner punto final a su carrera con un personaje similar al que le había proporcionado sus primeros momentos de popularidad en la televisión con la serie Wanted Dead or Alive, de la que TVE emitió 13 episodios entre el 1 de agosto y el 24 de octubre de 1971 con el peregrino título de Randall, el justiciero.  Fue un temible aviso sobre los derroteros que podría haber seguido su carrera en un futuro más dilatado del que el cáncer le permitió disfrutar.

Si el cine, como afirma Eduardo Torres Dulce, se vive, o debería vivirse (yo añado beberse y devorarse) como otra vida, McQueen nos dejó antes de esa última película sobrada cantidad de materia prima para vivir el cine, y lo que más me llamó la atención cuando empecé a recopilar información y datos para escribir este libro fue su capacidad para seguir estando presente con la misma fuerza de una estrella emergente dos décadas después de haberse muerto.

Por ejemplo, he descubierto que Tom Sizemore no es el único que guarda intenso recuerdo de sus películas. La fiebre o moda de McQueen parece estar en alza entre las estrellas del cine americano más reciente. Aunque ciertamente produce sonrojo y casi vergüenza ajena ver a actores con sus propios méritos como Alec Baldwin o Pierce Brosnan intentando hacer el papel de replicantes de McQueen en las nuevas versiones de La huida y El caso Thomas Crown, e incluso el propio Sizemore arrastra desde hace años el sueño de hacer una nueva versión de Bullitt, no hay que alarmarse.

La admiración por Steve McQueen no siempre se manifiesta entre sus compañeros de profesión en el empeño de volver a rodar una versión moderna de sus inimitables películas. Muchos se contentan con opinar sobre él en lugar de practicar mimetismo.

La revista norteamericana “Variety” publicó en marzo de 1999 un artículo titulado “Steve McQueen renacido”, en el que Peter Mcquaid recogía comentarios de actores actuales sobre el protagonista de Bullitt. El artículo se iniciaba con la siguiente afirmación: «Hollywood acaba de redescubrir lo que el público sabe desde siempre: sigue habiendo algo irresistible en el tipo de lacónico hombre de honor encarnado por Steve McQueen en películas como Los siete magníficos, La gran evasión, Bullitt y La huida».

Entre otras conclusiones que tomo prestadas para esta introducción porque coincido plenamente con ellas, el texto de Mcquaid afirmaba que McQueen pertenecía a esa rara especie de actores que no tenía que cambiar de personaje de una película a otra, simplemente tenía que elegir el papel adecuado; además señalaba otra constante esencial en la carrera del actor: era igualmente popular entre hombres y mujeres.

Entre los actores invitados a opinar sobre McQueen, Ben Affleck señalaba: «Hay un viejo dicho: las estrellas no hacen películas, son las películas las que hacen estrellas. Steve era una de las pocas excepciones a esa regla. Una película era mucho más divertida e interesante si él estaba en ella». Alec Baldwin apuntaba: «Viendo a Steve McQueen, pienso que el actor es más elegante precisamente cuando se opone a actuar elegantemente. Paul Newman y Jim Garner son otros dos buenos ejemplos de esto». James Coburn, un contemporáneo que tuvo la oportunidad de trabajar con él, hacía una buena definición de McQueen afirmando: «Era muy individualista en sus métodos y en sus ideas. Y nunca creció realmente, siempre tuvo máquinas para jugar, de las motocicletas a los aviones. Era como un niño grande con un gran juguete». Y el crítico Andrew Sarris le definía como «un actor irremplazable.»

Hay quien afirma que los escritores escriben para ser leídos, pero yo prefiero pensar que escribo para aprender. Éstas son sólo algunas de las cosas sobre Steve McQueen y sobre el cine en general que he aprendido mientras escribía este libro, y aunque por supuesto espero que muchos lectores se acerquen a sus páginas, por mi parte he cumplido el trato que hice conmigo mismo cuando acabé de charlar con Tom Sizemore hace tres o cuatro años: he escrito mi libro sobre Steve McQueen, que en definitiva era la mejor forma de aprender más cosas sobre Steve McQueen, el auténtico rebelde de Hollywood. Un rebelde lacónico y un rebelde con causa, como veremos en las páginas que siguen a esta introducción. Que ustedes lo pasen bien.

 

 

 

CAPÍTULO:  BULLIT

 

Dos meses después del estreno de El caso Thomas Crown, el 23 de agosto de 1968, la revista “The Hollywood Reporter” anunciaba las condiciones del acuerdo entre la productora y distribuidora Warner Brothers y la Solar Productions de Steve McQueen. Según el mismo, Solar produciría seis películas para la Warner, dos de ellas con McQueen como protagonista, y las otras cuatro sin contar con el astro en el reparto. Las que protagonizara McQueen contarían con entre 6 y 7 millones de dólares de presupuesto. Las que no contaran con su presencia estarían presupuestadas en torno a 3 millones de dólares. Los dos títulos con McQueen serían Bullitt y Days Of the Champion. Las cuatro sin McQueen eran las tituladas The Man In a Nylon String, The Cold War Swap, Adam At 6.00 A.M. y Suddenly Single.

Todas estas propuestas habían sido seleccionadas entre más de 500 guiones, y las dos últimas incluían el lanzamiento de un joven actor, Michael Douglas, hijo del célebre Kirk Douglas, que iba a alcanzar su primer éxito en la televisión protagonizando junto a Karl Malden la serie policíaca Las calles de San Francisco, y posteriormente ganaría sus primeros laureles de éxito en el cine como productor con títulos como Alguien voló sobre el nido del cuco o El síndrome de China. Sabemos hasta dónde ha llegado el joven (ya no tan joven en el momento de escribir estas líneas) señor Douglas, así que liberamos al lector de seguir hablando de su carrera, pero en todo caso ha quedado demostrado que los responsables de Solar Productions habían acertado al apoyar los primeros pasos de su carrera ante las cámaras.

En principio, McQueen no estaba interesado en interpretar el papel protagonista de Bullitt, basada en una novela, “Testigo mudo”, que originalmente se desarrollaba en Nueva York y había ido pasando de mano en mano por Hollywood, incrementando el precio de sus derechos de adaptación al cine en cada ocasión. El principal motivo de rechazo por parte del actor hacia el proyecto es que tendría que interpretar a un policía, y no quería hacerlo. Ese tipo de personaje le repugnaba abiertamente. Sin embargo, su encuentro con algunos policías le llevó a cambiar de opinión y decidió que la película podía permitirle la oportunidad de dar una visión de ese tipo de profesional distinta de la que había aparecido en el cine hasta ese momento, algo que se apartara de los alardes propagandísticos del cine y la televisión, abordando aspectos menos claros y más humanos del oficio policial.

A medida que el proyecto iba avanzando, McQueen profundizó en su implicación en el mismo, de manera que acabó siendo responsable de elegir el reparto que había de acompañarle en la película. Fue su participación en el proceso de selección lo que convenció a Robert Vaughn de interpretar el papel del ambicioso Chalmers, lo más parecido a un villano que tiene la película, habida cuenta de que tanto los asesinos como la mafia se mueven entre las sombras, sin llegar a cobrar cuerpo o identidad concreta, lo cual, dicho sea de paso, es uno de los aciertos del filme. Vaughn tenía cierto reparo en aparecer por primera vez como un personaje antipático, pero según reconocería más tarde, fue su papel en Bullitt, que aceptó finalmente porque McQueen encabezaba el reparto, lo que le garantizó continuidad profesional durante el resto de su carrera. De hecho, tras haber conseguido su popularidad como héroe televisivo en la serie El agente de C.I.P.O.L., el papel de Chalmers dejó encasillado a Vaughn sobre todo como personaje antipático, proporcionándole toda una serie de villanos que interpretar en el cine y la televisión, incluyendo el de la tercera entrega de la saga de Supermán protagonizada por Christopher Reeve.

Junto con los rumores sobre un romance con la joven actriz británica Jacqueline Bissett, que afirmaba no entender del todo el slang que empleaba McQueen cuando estaban fuera del set de rodaje, el actor incluyó en el reparto a un viejo amigo al que conocía desde hacía varios años, Don Gordon, interpretando el papel de su compañero Delgetti. La relación entre ambos personajes en la película se construyó apenas sin palabras, con gestos y movimientos que expresaban una confianza de años construida sobre la relación de amistad real que tenían McQueen y Gordon, y que se filtró a la ficción de la película de manera eficaz y convincente. Al margen del logro profesional, a McQueen le tranquilizaba tener rostros conocidos en un proyecto tan complejo y en el que estaba invirtiendo todas sus energías. Quizá por eso tuvo una seria discrepancia con los productores de la película, que como venía siendo habitual en la carrera del actor, intentaron garantizarse que no correría riesgos innecesarios mientras durara el rodaje de la película. Las condiciones impuestas por el estudio obligaron a McQueen a hacer una pequeña trampa, haciendo que llevaran en secreto dos motocicletas desde Los Angeles hasta San Francisco, localidad donde finalmente se había ambientado la película. Una moto era para Gordon y otra para él, con el fin de salir a hacer carreras con ellas hasta las colinas cercanas cuando finalizaba la jornada de trabajo.

Los dos actores compartieron también la etapa de preparación de sus personajes, que les llevó a salir en varias ocasiones con policías auténticos de la ciudad de San Francisco como parte del entrenamiento para su interpretación. Sobre ese particular ha circulado una anécdota relacionada con la dedicación de McQueen a la preparación de sus personajes. Al parecer, el primer día que pasó con los policías reales, éstos decidieron que era simplemente otra estrella intentando hacerse pasar por agente de la ley y el orden en las tópicas visiones del trabajo policial que podían verse en el cine y la televisión. A título de escarmiento, decidieron que el bautismo de fuego de la estrella de Hollywood en el ambiente policial tendría lugar en el depósito de cadáveres. Pasó la prueba satisfactoriamente, y de allí le llevaron hasta el hospital para que contemplara a las víctimas de los crímenes que habían sobrevivido. Pero en el centro médico, McQueen tropezó con un motorista herido en un accidente que no podía creer que la estrella estuviera allí, a pesar de lo cual, sabiendo que el actor era también un fanático de las motocicletas, le dio un consejo que luego se utilizó como frase para Bullitt en la película: «Tómalo con calma, Steve».

Por su parte, Don Gordon también fue sometido por sus “niñeras” policiales a una prueba de fuego: le llevaron a contemplar en vivo y en directo una redada antidroga. El actor contaba con su propia identificación, en la que se leía el nombre de su personaje, Delgetti, y llevaba también un chaleco antibalas y su propia pistola. Era un poli más entre los polis. Gordon, que había interpretado oficiales de policía muy a menudo en televisión, estaba dentro de un coche patrulla con dos agentes cuando detuvieron a un ex-convicto para interrogarlo. El convicto ignoró a los policías de verdad y se dirigió a Gordon diciéndole: «No tienes nada contra mí. Desde que me soltaste la última vez, me he portado bien».

Más tarde, McQueen también participó en las redadas y quedó impresionado por el trabajo de los policías, hasta el punto de empeñarse en dar una visión seria, realista y convincente del mismo, ajena a los tópicos manejados por el cine. Tomó como modelo a un detective del Departamento de Homicidios de San Francisco, Dave Toschi, que se había hecho popular merced a su participación en la investigación de un célebre caso criminal de la época bautizado por la prensa como “Los Crímenes del Zodíaco”.

Pero al mismo tiempo estaba abriendo una nueva veta en la aproximación al personaje del policía por parte del cine y la televisión, o dicho de otro modo, estaba modificando las claves del cine y los personajes policíacos, ejerciendo como pionero. Además, estaba dando al público la que sin duda es su imagen más imperecedera como estrella o icono de Hollywood, o dicho con otras palabras, estaba suministrando a los espectadores la versión más acabada y duradera del Steve McQueen estrella.

El hecho de que su personaje en esta película haya sido utilizado muchos años después de su muerte como reclamo publicitario reclutado y reciclado mediante los efectos especiales por ordenador para vender un nuevo tipo de automóvil, no deja de ser una muestra de su perdurable capacidad para convencer a distintas generaciones de espectadores y compradores en potencia.

El éxito de McQueen/Bullitt como reclamo para el negocio automovilístico se relaciona con una de las escenas de acción de la película en la que se puso de manifiesto la capacidad dramática que podía tener una persecución en coche por las calles de San Francisco. Tres semanas se tardó en filmar esa escena. Inicialmente, McQueen pretendía interpretar todas las escenas de acción por sí mismo, pero su esposa le convenció para que dejara que fuera su doble habitual, Bud Ekins, quien le sustituyera en los momentos más arriesgados del rodaje. Pero el astro no era un tipo fácil de convencer. La historia es ésta: Steve había rodado sólo la primera toma, en la que su coche choca ligeramente con una farola, y para la siguiente, el departamento de producción le engañó citándole en el set a las 10 de la mañana. Para entonces Ekins, teñido de rubio desde las 7, había terminado la carrera contra el Charger. La mala leche del actor era ya legendaria, y su cabreo fue de los que hacen época.

Hay otros detalles curiosos relacionados con esa escena de persecución que pueden servir como pistas para ver cómo funcionaban y cómo funcionan todavía hoy algunos aspectos de la industria del cine en los Estados Unidos. En la actualidad está de moda lo que se denomina “Product Placement”, esto es, la ubicación de carteles, objetos u otros elementos promocionales en las escenas como publicidad más o menos disfrazada en la acción (algunos califican el procedimiento como “publicidad encubierta”, pero el paulatino descaro en emplear este sistema en los últimos tiempos nos lleva a buscar el término alternativo que hemos empleado), pero ya en la época en que se rodó Bullitt la promoción de determinados productos tenía cabida en el cine. En la escena de caza en automóvil de la película, la productora Warner había llegado a un acuerdo con la Ford Motor Company para emplear dos automóviles Mustang convenientemente modificados para servir a las necesidades de velocidad de la película. En lugar de rodar a cámara rápida, para crear la sensación de una persecución a gran velocidad, la conducción de los coches fue real, llegando a alcanzar los 180 kms/h.

Un veterano del mundo de las carreras, Max Balchowsky, se había ocupado de realizar los oportunos ajustes en los vehículos. El director había pedido que los coches rodaran a una velocidad de entre 75 y 80 millas por hora, lo que afectaba también a los vehículos que portaban las cámaras para la filmación. Los encargados de conducir consiguieron elevar esa velocidad a 110 millas por hora. El resultado son aproximadamente 9 minutos y 42 segundos de acción que se desarrolla de manera vertiginosa, pero sin contar con el paisaje del puente Golden Gate, como estuvo previsto en principio, porque las autoridades denegaron el permiso para rodar en dicha localización.

Por otra parte, el lugar de rodaje había sido un tema de conflicto con los productores. En el momento en que McQueen propuso el proyecto a la Warner, era Jack Warner quien se encontraba al frente de la compañía, y su manera de actuar dejaba libertad al actor y a Solar Productions para sacar adelante el proyecto. Sin embargo, Jack Warner dejó ese puesto directivo, que pasó a ser confiado a Kenneth Hyman, de Seven Arts, cuya manera de trabajar era distinta y más intervencionista en el desarrollo del proyecto. De ahí surgió el enfrentamiento respecto a los lugares en los que debía rodarse el filme. Hyman insistió en que la película debía filmarse en decorados y estudios de Hollywood, mientras el director, Peter Yates, McQueen y el resto de los responsables de Solar implicados en la película defendían la utilización de decorados naturales, esto es, de las propias calles de San Francisco en las que supuestamente se desarrollaba la trama. Finalmente, fueron éstos últimos quienes se llevaron el gato al agua en lo referente a las localizaciones de la película, imponiendo una nueva manera de retratar las historias de crimen urbano en la pantalla.

Desde el punto de vista del pago a la estrella y las condiciones impuestas en el contrato de la Warner con McQueen cabe resaltar el sueldo de 1 millón de dólares que se embolsó por este filme, cantidad que a pesar de mantenerle entre las estrellas mejor pagadas de la época no evitó que el actor mantuviera unas curiosas exigencias: diez pares de pantalones vaqueros y diez afeitadoras eléctricas. Por extraño que parecieran tales requerimientos por parte del actor, repetidos varias veces con distintas productoras a lo largo de su carrera, los estudios siempre abonaron esa especie de propina de la estrella. Quienes le calificaron por ello como un astro excéntrico tuvieron que morderse la lengua tras su muerte, cuando se reveló que durante años McQueen había estado enviando todo ese material al correccional en el que había pasado parte de su juventud, el Boys Republic.

En una entrevista publicada tras la muerte de McQueen, su amigo y compañero en esta película, Don Gordon, afirmaba que el actor no había cambiado desde los tiempos en que era un aspirante a actor hasta los tiempos en que finalmente había conseguido el estrellato. Seguía siendo el mismo. Al menos tenía la honorable costumbre de no olvidar su pasado ni tampoco el lugar del que procedía, independientemente de cuál fuera su comportamiento con las estrellas, directores, starlettes y productores con los que tenía que codearse en su trabajo cotidiano.

Bullitt fue un éxito inmediato en todo el mundo. Recaudó dieciocho millones de dólares en los cines norteamericanos y treinta y cinco en el resto. Fue el quinto éxito en la carrera de Steve McQueen y la mayor recaudación hasta esa fecha en su filmografía.

El número anual de la revista “Boxoffice” volvió a publicar su lista de los más populares de Hollywood. Paul Newman era el número 1. Steve McQueen era el número seis. La película ganó un Oscar al Mejor Montaje y fue nominada para el premio de la Academia de Hollywood al Mejor Sonido.

A pesar del éxito del filme y de la consiguiente recaudación en taquilla, Bullitt marcó el final del acuerdo por seis películas de Solar Pictures con la Warner Brothers. Antes de comprobar el éxito comercial de la película, los nuevos responsables del estudio -que habían sustituido al legendario Jack Warner-, insatisfechos con la manera en que se había desarrollado el proyecto y el presupuesto del mismo, cuyo coste final había sobrepasado en 200.000 dólares la cantidad prevista inicialmente, se precipitaron, interrumpiendo la colaboración entre ambas compañías.