Capítulo v

 

madurez: el western

 

 

«No necesito a nadie. No necesito ayuda. Puedo cuidarme solo»

(Jeff Webster -James Stewart- en Tierras Lejanas, 1954)

 

 

Hasta puede resultar extraño que un director con la experiencia de Anthony Mann, que había pasado por grandes estudios y se había acreditado en los B-movies, no hubiese hecho nunca un western, precisamente el género por excelencia de las producciones baratas. Quizá por este motivo debió aceptar sin pensarlo la propuesta de Nicholas Mayak, el productor de la Metro, major con la que tenía entonces un contrato: «¿Te gustaría hacer un western? -le dijo- Tengo un guión que me parece interesante». Así nació La puerta del diablo (1950), iniciando la entrada en el género que le consagraría como gran director. Si Mann no hubiese hecho westerns, es muy posible que figurase en los anales del cine simplemente como un buen artesano. Años más tarde, el director declararía: «Un western es una cosa maravillosa porque tomas a un grupo de actores que siempre han actuado en un escenario o en estudios cerrados y ahora les lanzas contra los elementos. Y los elementos les hacen mucho más grandes como actores que si estuvieran simplemente en una habitación porque tienen que gritar más fuerte que el viento, tienen que sufrir, tienen que escalar montañas...». Su concepto del género es directo y simple como sus films: «¿Por qué el western americano tiene tanto éxito en todo el mundo? Es porque un hombre dice: “Voy a hacer algo”. Y lo hace». Para Mann, el western era el género que le daba más libertad que cualquier otro para mostrar pasiones y acciones violentas y era el que menos envejecía, «porque esencialmente es primitivo. No tiene reglas y todo es posible y, sobre todo, de él nace la leyenda y es la leyenda lo que da el mejor cine». Desde 1950 hasta 1961 Mann dirigió once westerns, todos los de su carrera. Tres para la MGM, tres para la Universal, dos para la Paramount, dos para la Columbia y uno para la United Artists. James Stewart protagoniza cinco: Winchester 73 (1950), Horizontes lejanos (1952), Colorado Jim (1953), Tierras lejanas (1955) y El hombre de Laramie (1955). Borden Chase escribió tres guiones: Winchester 73, Horizontes lejanos y Tierras lejanas y Philip Yordan dos: El hombre de Laramie y The Last Frontier, no repitiendo ningún otro guionista. Los directores de fotografía fueron diferentes repitiendo únicamente William Daniels: Winchester 73 y Tierras lejanas. A pesar de esta variedad de sistemas de producción y de colaboradores, todos sus westerns llevan su impronta. Reflejan una unidad estilística e idéntica aproximación a los personajes y temas que plantean. En muchos de los directores considerados unánimemente como autores -pienso en Capra o Ford, por ejemplo- el cambio de sistemas de producción o colaboradores -no su estilo cinematográfico, lógicamente- dio como resultado films ideológicamente diferentes, incluso contradictorios. En Mann no se produce este cambio lo cual nos lleva a considerarle como el autor indiscutible de estos westerns. Más que un autor de cine, Mann es un autor de westerns.

Vale la pena hablar un poco más de los dos guionistas. Borden Chase (1900–1971), un hombre que antes de llegar al cine trabajó en los oficios más dispares, entre ellos chófer de un gánster y obrero en la construcción del túnel Holland de Manhattan. Entre sus títulos más famosos se cuentan Río rojo (Red River, Howard Hawks, 1950), El mundo en sus manos (The World in His Arms, Raoul Walsh, 1952), Veracruz (Robert Aldrich, 1954), La pradera sin ley (Man without a Star, King Vidor, 1954) y El sexto fugitivo (Backlash, John Sturges, 1956), además de los tres de Mann, naturalmente. Hombre de carácter difícil, pero clave en la modernización del western, fue definido así por Howard Hawks: «No se contentaba con escribir una historia sino que quería enseñarte cómo habías de dirigirla». Las opiniones sobre su auténtica valía son muy diversas. El propio Hawks dijo que nunca más había hecho ningún otro buen film que Río Rojo, y otros directores que siempre repetía en mayor o menor medida los hallazgos de aquella película, opinión que al parecer compartía Mann: «Borden ha sido durante mucho tiempo mi guionista ideal -le dijo a Jean Claude Missiaen-, pero siempre trabajaba demasiado en la misma dirección». Chase le correspondió versallescamente en una entrevista para el National Film Theatre de Londres: «Me gustó trabajar con Mann, más que con cualquier otro director», pero añadió aviesamente refiriéndose a Tierras lejanas: «Mann respetó fielmente lo que había escrito y ningún escritor puede quejarse porque filmen lo que ha escrito... pero yo hubiese querido más, hubiese querido que alguien lo hubiese mejorado. Éste es el trabajo de un director, no cambiar las palabras, sino añadirle ese pequeño algo. Con Tony, salió tal como yo lo había visualizado. Fue tan fiel a la forma como lo escribí, que yo nunca me preocupé de ver las “dailies”». Sus palabras finales muestran su verdadero sentir: «Pienso que no era justo que yo hubiese ganado 50.000 dólares por escribirla mientras que Mann ganaba 75.000 por dirigirla. De la manera que la escribí, yo mismo hubiese podido dirigirla».

El guionista más habitual de Mann fue Philip Yordan (1914–2003), a quien se debe el guión de El reinado del terror y que, además de dos westerns -El hombre de Laramie y The Last Frontier- le escribiría (o firmaría, que no es lo mismo) los guiones de La colina de los diablos de acero, God’s Little Acre, El Cid y La caída del imperio romano. Escritor de gran reputación, con títulos como Brigada 21 (Detective Story, William Wyler, 1951), Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954) o Más dura será la caída (The Harder they Fall, Mark Robson, 1956), y considerado también como uno de los renovadores del western, por el film de Ray y los de Mann, su prestigio se puso en entredicho cuando se le acusó de no ser suyos todos los guiones que firmaba, sino de blaklisted innominados que utilizaba como “negros”, encima mal pagados Yordan sería jefe del departamento de guiones de Samuel Bronston, donde también se le acusó de emplear, y pagar también muy poco, a represaliados por el tribunal McCarthy.

Cuando Mann llegó al western, el género seguía siendo uno de los más populares aunque presupuestariamente menores de Hollywood gracias al impulso tomado desde el éxito de La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939) que lo revitalizó, abriéndole nuevos caminos después de una alarmante pérdida de aceptación popular. Sin embargo, después de tres años de auge, entró en una década irregular, especialmente por el lógico éxito de los films bélicos (antes, durante y después de la guerra), que le llevó a un estancamiento creativo por la trivialización de sus historias. Se había entrado en una de sus muchas crisis, agudizada esta vez por la competencia de la televisión que con sus seriales se había apropiado y ampliado la popularidad alcanzada en el cine. Se detallan a continuación el número de westerns producidos anualmente por Hollywood desde 1940 hasta 1965, donde se aprecia un corto bache producto de la entrada en guerra de Estados Unidos y su decadencia posterior, aunque compensada por los westerns europeos1:

1940: 61; 1941: 54; 1942: 42; 1943: 45; 1944: 24; 1945: 22; 1946: 27; 1947: 45; 1948: 48; 1949: 49; 1950: 69; 1951: 55; 1952: 66; 1953: 48; 1954: 42; 1955: 49; 1956: 51; 1957: 52; 1958: 35; 1959: 27; 1960: 18; 1961: 14; 1962: 8; 1963: 8; 1964: 13; 1965: 15.

Resulta también interesante señalar los westerns importantes que se realizaron paralelamente a los de Anthony Mann.

1950. La puerta del diablo, Las furias, Winchester 73. Flecha rota (Broken Arrow, Delmer Daves); Colt 45 (Edward L. Marin); El pistolero (The Gunfighter, Henry King); Río Grande (John Ford); Wagonmaster (John Ford).

1951. (Mann no rodó ninguno.) Camino de la horca (Along the Great Divide, Raoul Walsh).

1952. Horizontes lejanos. Río de sangre (The Big Sky, Howard Hakws); Solo ante el peligro (High Hoon, Fred Zinnnemann); The Lusty Man (Nicholas Ray); Encubridora (Rancho Notorious, Fritz Lang); Viva Zapata (Elia Kazan).

1953. Colorado Jim. Raíces profundas (Shane, George Stevens).

1954 (Mann no rodó ninguno.) Apache (Robert Aldrich); Lanza rota (Broken Lance, Edward Dmytryk); Johnny Guitar (Nicholas Ray); Río sin retorno (River of no Return, Otto Preminger) ; Veracruz (Robert Aldrich)

1955. Tierras lejanas, El hombre de Laramie. Conspiración de silencio (Bad Day at Black Rock, John Sturges); Pacto de honor (The Indian fighter, Andre de Toth); La pradera sin ley (Man Without a Star, King Vidor); Busca tu refugio (Run for Cover, Nicholas Ray); Wichita (Jacques Tourneur).

1956. The Last Frontier. La gran prueba (Friendly Persuasion, William Wyler); Gigante (George Stevens); Jubal (Delmer Daves); Centauros del desierto (The Searchers, John Ford), Seven Man from Now (Bud Boetticher).

1957. Cazador de forajidos. Forty Guns (Samuel Fuller); Duelo de Titanes (Gunfight at the O.K. Corral, John Sturges); The Tall T (Bud Boetticher); El tren de las 3.10 (3.10 Train to Yuma, Delmer Daves); La verdadera historia de Jesse James (The True Story of Jesse James, Nicholas Ray).

1958. El hombre del Oeste. Horizontes de grandeza (The Big Country, William Wyler); El zurdo (The Lefthand Gun, Arthur Penn); Buchanan Rides Alone (Bud Boetticher).

1959. (Mann no rodó ninguno.) El último tren de Gunn Hill (The Last Train from Gun Hill, John Sturges); Río Bravo (Howard Hawks); Ride Lonesome (Bud Boetticher).

1960. Cimarrón. El Alamo (John Wayne); Los siete magníficos (The Magnificent Seven, John Sturges); Los que no perdonan (The Unforgiven, John Huston).

Al inicio de los años 50, el western dejó de ser un divertimento para todos los públicos -naturalmente salvo excepciones- para pasar a ser lo que los historiadores califican como western adulto. Con La puerta del diablo (1950) -retenida para que no se estrenarse antes de Flecha Rota por su similitud temática- Mann (igual que Daves) iniciaron la reivindicación del indio americano, tan maltratado por Hollywood, reflejando así la creciente fuerza en el país del movimiento a favor de los derechos sociales. Sin dejar de ser lo que siempre habían sido, los westerns podían reflejar la historia pasada desde perspectivas más realistas y buscar paralelismos con la contemporánea, como se demostró entonces y se siguió demostrando posteriormente. Estados Unidos vivía entonces una etapa de transición con el “calentamiento” de la Guerra Fría o la elección de un presidente republicano, Eisenhower, después de 20 años de administración demócrata. Era una época de incertidumbre en que las libertades individuales se pusieron en peligro, se instaba desde los estamentos gubernamentales a la preservación de las virtudes de siempre del país -desde perspectivas conservadoras, naturalmente- y se buceaba en el pasado para trasladarlas como ejemplo al presente.

La aparición de Solo ante el peligro (1952) abrió el camino al llamado western “psicológico”, que propició ya decididamente la posibilidad de encajar en el género cualquier tipo de problema, y no solamente psicológico sino político (destacan, por ejemplo, la gran cantidad de westerns que tratan de delincuentes juveniles ocultos tras los personajes típicos de pistoleros). Es por ello que, en contraste con los alegres y optimistas westerns de los 40, los que se hicieron a partir de los 50 mostraban un mundo mucho más sombrío a través de personajes desilusionados que cuestionaban cualquier tema intocable y que preludiaban los más extremos del western crepuscular de las décadas siguientes. Se dejaba para la televisión los más ligeros, ya que los seriales o los de serie B fueron desapareciendo poco a poco, lo que provocaría, ente otros productores, el cierre de la Republic en 1958.

Mann se aproximó al western con esquemas y planteamientos propios de films de serie A, igual que Delmer Daves, con estrellas famosas y presupuestos más que holgados, mientras que Bud Boetticher -otro de los renovadores- lo hacía desde planteamientos típicos de serie B. Fuesen quienes fuesen sus guionistas, sus personajes, sus temas y la utilización de elementos dramáticos, tienen características comunes. Sin embargo, formalmente hablando, las películas de Mann escapan de cualquier clasificación. Dentro del género, son tan individualistas como sus protagonistas:

 

el héroe

Representa una de las aportaciones más personales de Mann al género, hasta el punto de que puede hablarse de un héroe decididamente manniano. No es el héroe perfecto, inmaculado o íntegro, sino que se sitúa a igual distancia del Bien y del Mal y, como cualquier hombre normal y corriente, busca constantemente su propia identidad, normalmente la que desea tener. Siempre tiene un pasado que quiere olvidar, bien emprendiendo una nueva vida o bien llevando a cabo una venganza que le atormenta. Se debate entre volver a ser un gunman o transformarse en un respetable granjero. Es normalmente un perdedor, un militar del sur o un hombre al que alguien ha truncado su vida (el asesinato de su familia, unas raíces conflictivas...). Puede ser un famoso pistolero buscando el anonimato pero también un cazador de recompensas que aspira a retirarse con su último trabajo. Paradójicamente, soluciona sus problemas de forma individual con las habilidades que le habían dado fama en su pasado y aunque trata de hacerlo de forma pacífica -precisamente para no regresar a este pasado- no le queda más remedio que volver a utilizar las armas. Es un solitario, que nunca se integra en una comunidad ni en una familia (a excepción de Gary Cooper en El hombre del Oeste), a quien le arrastran las circunstancias (influencia del film noir) y que no cree en el idealismo. James Stewart fue el héroe por excelencia. Tenaz, obstinado, alto pero de constitución aparentemente débil para aquel entorno (por eso recibe tantas palizas en peleas cuerpo a cuerpo), nunca se da por vencido y siempre logra sus propósitos sea como sea. Suele mostrar una violencia contenida que no puede evitar que estalle en momentos de gran tensión. Mann supo captar en el actor una personalidad neurótica escondida hasta entonces que encajaba a la perfección en la psicología de sus personajes. Significativamente, cuando a Mann le preguntaron cuál era su ideal de héroe de un western, respondió: «Aquel que es capaz de matar a su propio hermano». Es una situación que se produce, e incluso se amplía hasta la figura del padre, en algunos de sus westerns.

el villano

Comparte con el héroe algunas de sus caractertícas a menudo relaciones de sangre, amistad o familiares. Héroe y villano pueden considerarse las dos caras de una misma moneda. El villano es lo que el héroe (o anti héroe) fue, pero ya no quiere volver a ser, representa lo que más teme y odia de su propia personalidad. El villano trata precisamente de arrastrar de nuevo al héroe a lo que había sido, despertando sus recuerdos y tratando de seducirle para recuperar la facilidad de su vida anterior en contraposición a las dificultades de su cambio. Es por ello que los villanos de Mann son atractivos y seductores capaces de rendir a cualquier mujer, engañar a cualquier hombre o hacer tambalear los propósitos del héroe, a quien normalmente conocen de antes. Prototipo del villano de Mann es Arthur Kennedy, pero también Robert Ryan (aunque sólo lo encarnase en Colorado Jim). Mann declaró que siempre trataba de construir sus películas sobre personajes opuestos, «acentuando los puntos en común del bueno y el malo consigo que choquen y así la historia adquiere más consistencia». Es el tema del doble tantas veces tratado por el cine.

la mujer

De escasa presencia. La tiene no obstante en Las furias y Tierras lejanas, en que Mann la iguala al hombre en personalidad, fortaleza e importancia. Normalmente es un personaje secundario, un tradicional reposo del guerrero. En aquella época, el director pensaba que «sin una mujer un western no funcionaría, y aunque no parezca necesaria, todo el mundo parece convencido de que no podríamos pasarnos sin ellas». Es por ello que intuya que «algún día alguien hará un western con una mujer en un personaje principal». Años más tarde, siguió hablando del tema: «El problema de hacer películas violentas, películas de acción, es que este estilo se presta muy poco para desarrollar los personajes femeninos», justificándose diciendo que en El Cid, por ejemplo (con lo cual lo equipara implícitamente a un western), «Jimena no puede salir a caballo y combatir contra los moros». Anticipándose a cualquier calificativo machista, añadió que «esto no tiene nada que ver con el mundo femenino». El paso del tiempo, con actrices en papeles antes destinados a hombres –incluso en los westerns- hubiese hecho tambalear los conceptos de Mann. Lang y Ray ya lo habían hecho antes.

 

la comunidad

Rechazada por el héroe, es no obstante su sueño inalcanzable. A pesar de su aparente hostilidad inicial, acaba defendiéndola al llegar a situaciones extremas que la ponen en peligro.

 

el entorno

Los paisajes de los films de Mann son agrestes, desérticos, secos, inhóspitos. No los utiliza como contrapunto psicológico de sus personajes ni para buscarle paralelismos a la historia. Los muestra como el elemento natural contra el que se ha de luchar para conseguir cualquier objetivo. Nieve, riscos escarpados, cimas de difícil acceso, rios salvajes, frío, viento... De hecho, estos paisajes muestran las duras condiciones de vida de la gente de aquella época y no tienen nada que ver, ni funcional ni estéticamente, con los de otros realizadores. Para Mann son los escenarios lógicos de las situaciones normalmente violentas en que se encuentran sus personajes: «En medio de una planicie se convierten en terroríficas. A la naturaleza bella y en calma le opongo la violencia del crimen. Es por la juxtaposición de la naturaleza, las montañas, los ríos o el polvo cuando el drama se intensifica». En una entrevista realizada en 1967, Mann declaró: «Nunca comprendí por que casi todos los westerns se filman en paisajes desérticos. John Ford, por ejemplo, adora Monument Valley (...) pero no representa todo el Oeste. El desierto representa únicamente una parte. Yo quería mostrar las montañas, las cascadas, las zonas arboladas, las cimas nevadas...(...), el personaje emerge totalmente a partir de estos entornos». Su guionista Philip Yordan dijo: «Dadle una montaña, una planicie y os colocará la cámara en el mejor punto, os mostrará esta montaña, esta planicie como quizá nadie supo hacerlo antes que él».

 

 

los westerns de mann

 

Anthony Mann debutó en el western con La puerta del diablo (1950), anticipándose a la corriente reivindicatoria del indio norteamericano, desde siempre maltratado en el género e ignorado por Hollywood, quizá por aquella frase tan ilustrativa de «el mejor indio es el indio muerto» y por extensión «excluido». Su film se integra asímismo en la lucha por los Derechos Civiles que en aquella época sostenían Martin Luther King y otros líderes, buscando una integración real que solamente era papel mojado en la Constitución y que incluso condenaban las leyes de la mayor parte de los estados del Sur. Su personaje central -que pasa de tener resonancias gandhianas a convertirse en el rebelde sin causa típico del film noir- le sirve para poner en cuestión la aplicación práctica de la teórica igualdad social. Incluso la puesta en escena no se parece en nada a la de los westerns tradicionales: no hay espacios claramente abiertos -aunque haya lógicamente secuencias exteriores- y tanto la composición de los planos como la iluminación son propias del noir.

Después de combatir con las tropas nordistas y ser condecorado con la medalla de honor del Congreso, Lance Poole llega a una ciudad cercana al rancho de su familia. Lance es navajo y no le recibe nadie. Entra en el saloon y festeja su regreso con el barman y con Zecle, un cliente habitual que poco después será elegido sheriff. Verne Coolan, un abogado sudista y racista les observa sin decir palabra. Lance se reúne con su padre y juntos van a su rancho, un auténtico paraíso. La guerra ha cambiado a Lance: ya no quiere seguir luchando contra los blancos e incluso viste como ellos.  Está convencido de que el racismo ha desaparecido, pero después de la firma de la paz todo vuelve a ser igual que antes. La muerte de su padre, quizá porque el médico del pueblo llegó demasiado tarde por estar jugando a las cartas, revive lo que Lance ha empezado a intuir. Los indios siguen perseguidos como siempre. Al volver había pensado en permitir que todo el mundo pudiese servirse de los pastos de sus tierras, pero ahora lo impide de forma radical. Su relación con algunos de sus vecinos se complica aun más cuando ya se ha convertido en uno de los rancheros más prósperos de la comarca. Pero aquella Constitución que él había defendido con riesgo de su propia vida, le juega una mala pasada: le deniegan la propiedad legal de sus propias tierras porque no le consideran ciudadano norteamericano sino un indio “protegido”  por el gobierno. Los blancos le han convertido en lo que despectivamente llaman un renegado. Trata de luchar legalmente contra Coolan, el impulsor de toda la maniobra,  ayudado por Ann, una abogada, pero, agotados todo tipo de recursos, acaba renunciando a sus ideas y, acosado por la justicia,  se parapeta en su rancho iniciando una guerra estéril condenada al fracaso. Los hombres de Coolan y los soldados le sitian. Lance viste su casaca azul y sus condecoraciones y después de entregarse muere.

La influencia de su cine criminal -y especialmente del film noir- en sus westerns aparece ya claramente en La puerta del diablo. La situación del héroe es muy parecida a la del soldado que vuelve a casa, a quien no dejan que se integre, delinque y finalmente es abatido por la justicia. El indio que ha combatido, y vencido, en la guerra de Secesión que teóricamente se hizo para eliminar cualquier tipo de discriminación, se da cuenta que tras los discursos de los políticos o los militares hay más demagogia e interesada hipocresía que sinceridad. Él ha arriesgado su vida por unas ideas que después se vuelven contra su propia supervivencia y contra su propia condición de norteamericano. De hecho, sintetiza una situación parecida a la de los negros (y también la de los hispanos, indios y otras etnias) que lucharon en la entonces casi recién terminada Segunda Guerra Mundial.

El film de Mann abrió un camino que pocos meses después seguiría con mayor difusión comercial, y por tanto mayor resonancia, Flecha rota (Broken Arrow, Delmer Daves, 1950). El indio ya no era el enemigo a batir sino un ser humano como el  blanco, al menos esto es lo que empezaron a decir las películas aunque la realidad fuese otra muy distinta. Films como Lanza rota (Broken Lance, Edward Dmytrik, 1954) o Apache (Robert Aldrich, 1954) machacarían en el mismo sentido propiciando incluso que John Ford, que siempre les había presentado como salvajes, les humanizase en El gran combate (Cheyenne Autumn, 1964). La frase mencionada de. «el mejor indio es el indio muerto» ya no cabría más en el nuevo western.

Aunque eclipsado por sus competidoras, el film de Mann -que fue ninguneado en su momento- ha sido revalorizado por el paso del tiempo. A diferencia de algunos de los que vinieron después, aborda el tema sin concesiones ni falsos sentimentalismos -el protagonista muere y no hay historia de amor, lo que lo convirtió en veneno de taquilla- e incluso supo rebajar el glamour de una estrella tan popular como Robert Taylor, maquillándole a fondo para que pareciese verdaderamente un indio (entonces se les llamaba indios o piel rojas, más tarde se les conocería como “nativos norteamericanos”), lo que se consigue plenamente. Con su voz profunda (perdida lamentablemente como otras tantas en el doblaje), su rostro pétreo, su mirada dura y fría... sabe trasmitir los sentimientos de un hombre que sufre, muy a pesar suyo, de una extraña esquizofrenia, sintiéndose por igual indio y miembro de la sociedad blanca norteamericana. Fue precisamente Mann quien reclamó a Taylor como protagonista contra la voluntad de la gente de la Metro que no le veía en aquel personaje. Curiosamente, Taylor vive en el film una situación muy parecida a la de Laurence Harvey, el último protagonista de Mann, quien en Sentencia para un dandy se debate entre ser ruso o norteamerican y también tiene una mujer que le ayuda. Resulta insólito por otra parte el importante papel de la mujer en La Puerta del diablo,  porque normalmente no lo tenía en el género y menos en los films de Mann. Este es especialmente amargo, de una dureza tremenda, nunca cae en la plática moralista y no ofrece esperanzas de que aquella injusticia pueda tener solución.

A excepción de sus films con Samuel Bronston, Mann nunca llegaría a trabajar  con grandes presupuestos, aunque sí lo suficientemente holgados. Pero después de toda su ya larga carrera anterior en la que supo sacar sabiamente partido de las estrecheces de los B-movies, debió sentirse el hombre más feliz de la tierra dirigiendo Las furias (1950), que puede considerarse como su primer film de serie A. La Paramount puso en sus manos a dos estrellas como Barbara Stanwyck y Walter Huston, aunque ya no estuviesen en los mejores años de su carrera, y a los siempre eficaces Wendell Correy, Gilbert Roland y Judith Anderson. Huston moriría durante el rodaje y Mann siempre le prodigó grandes elogios por su profesionalidad: «Fue uno de los grandes actores de su tiempo. Adoraba su profesión, amaba la vida y tenía un gran corazón. Poseía todo lo que un actor sueña tener: humor, inteligencia, finura... Nunca conocí a un actor como él. Nunca le doblamos y a sus sesenta años todavía montaba a caballo». El guión de Charles Snee adaptaba una novela del prestigioso Nevil Busch (1903–1991) basada libremente en “El idiota” de Fedor Dostoievsky. El mayor éxito cinematográfico de Busch había sido que King Vidor dirigiese su novela “Duelo al sol” en 1946 con Gregory Peck y Jennifer Jones -también un relato de grandes pasiones- y aunque, normalmente, le gustaba participar en los rodajes de sus films, en este caso se limitó a vender su novela al productor Hall Wallis, quedándose por completo al margen.

Ya sin John Alton, que no obstante continuaría su carrera en la Metro, Mann siguió utilizando las aproximaciones expresionistas que habían marcado su relación profesional con el director de fotografía (además de influencias de los films del indio Fernández con Gabriel Figueroa), para narrar una historia con claros ribetes de tragedia griega que enfrentaba, como en las piezas clásicas, dos fuertes personalidades, la de un padre con su hija en un marco insano de grandes ambiciones: 1880, Nuevo México. Vance Jeffords dirige con mano de hierro “Las Furias”, el gigantesco rancho de su padre, T.C., un todopoderoso rey del ganado que incluso ha creado su propia moneda. Ella posee la fortaleza, la tenacidad y la dureza que le faltan a su hijo Clay, pero se siente extraña y dejada de lado cuando su padre se casa con una viuda. En un rapto de ira, al ver que la recién llegada intenta desposeerla de su herencia, la desfigura con unas tijeras, jurando destruir el rancho y arruinar a su padre. Éste a su vez hace colgar rencorosamente a Juan Herrera, un amigo mejicano cuya familia ha vivido durante mucho tiempo en el rancho como colonos y que siempre ha mantenido una relación de amistad y cariño con Vance. Para arruinar a su padre, ésta se alía con un abogado con pocos escrúpulos para arrebatarle sus posesiones. Finalmente, consigue vengarse pero su victoria resulta amarga: T.C. es tiroteado y muere por otra venganza, la provocada por el linchamiento de Herrera.

Resulta como mínimo discutible considerar Las furias como un western genuino aunque estuviese ambientada en escenarios propios del género. Estéticamente se mueve dentro de los postulados del film noir para narrar un melodrama psicológico, muy freudiano, una tendencia que salpicaba todos los géneros incluido el western. Con un tono crispado para propiciar el histrionismo de Stanwyk y Huston -base del tono interpretativo general-, Mann se centra en la relaciones de amor y odio entre padre e hija y también en los sentimientos de deseo y de rechazo de Stanwyck hacia Corey, a quien ve como sustituto de su padre. Donde más funciona el film es en las relaciones y en el retrato personal del padre y la hija, fallando por la parte de Corey, demasiado blando, en un film en el que debe predominar el exceso controlado como elemento dramático homogéneo. A pesar de que la película le quede un tanto descompensada e irregular, Mann consigue el clímax crispado que requería una historia marcada por desmedidas ambiciones incontrolables y pasión. Una anécdota ilustra claramente esta pasión entre actor y actriz: en una escena se suponía que Huston tenía que darle a Stanwyck un beso fraternal pero éste resultó tan vehemente que Mann le tuvo que recordar al actor que eran padre e hija y no amantes. Para entender lo que el film significó en su día hay que destacar que la mayor parte de la crítica norteamericana lo calificó como de western adulto, lo que visto en perspectiva indica su carácter innovador. Aunque no tuvo una buena acogida -ni de crítica ni de público-, Barbara Stanwyck se inspiró en su personaje -duro pero al mismo tiempo tierno y vulnerable- para el de su serie televisiva Big Valley.

En su film siguiente, Winchester 73 (1959), Anthony Mann introduce el tema de la venganza que estaría presente en una gran parte de sus westerns. En La puerta del diablo habla de la lucha contra la injusticia de toda una sociedad. En Winchester 73 es la lucha de un solo hombre para aplicar el ojo por ojo, tan propio de la sociedad norteamericana, amparado y justificado por la propia Biblia.

El éxito de La puerta del diablo había llamado la atención de James Stewart, viejo conocido de Mann, quien le expresó sus deseos de hacer un film juntos. Contra viento y marea y contra la opinión de los entendidos, Stewart se convertiría así en uno de los actores predilectos por los directores que hacían westerns, un género que nunca había cultivado -de hecho había protagonizado Arizona (Destry Rides Again, George Marshall, con Marlene Dietrich, 1939), más una comedia ambientada en el Oeste que un western. En aquel momento, la carrera de Stewart (51 años) parecía haber entrado en un bache quizá por una excesiva especialización en la comedia, género estancado en aquellos años. Mann explicó que Borden Chase y él le propusieron protagonizar un western sabiendo que físicamente no era precisamente un tipo fuerte y que no podría participar en peleas como héroe imbatible. Para Winchester 73, le convirtieron en hombre de pocas palabras. Según Mann «en los westerns la gente habla poco y gruñe mucho. Reflexionan intensamente pero no exteriorizan sus pensamientos porque si lo hicieran ya no sería un western. Lo que no se debe olvidar jamás cuando haces un western es que las imágenes son más importantes que los diálogos». Resulta induscutible que esta reflexión de Mann –que compartía el guionista Borden Chase- resultaría fundamental para la transformación de Stewart del actor ligero que había triunfado en  la comedia al hombre anímicamente fuerte y duro que, ya maduro, volvería a triunfar en el western. El concurso de los tres hombres revitalizó un género que, con excepción de los de John Ford, había quedado marginado por los grandes estudios, hablándose como en tantas otras ocasiones de su desaparición.

 

Winchester 73, como proyecto, había sido abandonado por Fritz Lang después de dos años de tratar de convencer al estudio de que quería hacer un western psicológico más que ajustarse a la acción tradicional2. Para hacerlo, Mann puso condiciones a Aaron Rosenberg, de la Universal: «Necesito dos meses para construir la historia partiendo de cero». Se olvidó por completo del guión anterior e hizo contratar a Borden Chase. Mann siempre declaró que nunca utilizó nada del proyecto de Lang, «nunca me interesé por aquel guión». El definitivo, que según Wim Wenders «contiene tantas historias que al menos podrían hacerse con ellas siete u ocho westerns italianos», es éste: el arma que da nombre al título es un rifle de precisión extraordinaria. Es tan perfecto que de venderse alcanzaría un precio prohibitivo únicamente al alcance de pocos bolsillos. Es por ello que únicamente puede tenerse ganando un concurso. Éste se celebra en Dodge City –de la que es sheriff el entonces ya legendario Wyatt Earp- y lo gana Lyn McAdam, que ha venido acompañado por su amigo High Spade buscando a alguien para vengarse. Este alguien podría ser Dutch Henry Brown, quien le roba el rifle y desaparece, perseguido inmediatamente por McAdam. Ahora tiene dos poderosas razones para buscarle: le ha robado el rifle, pero también había matado a su padre. Brown pierde el rifle en una partida de póker con un medio indio que trafica en armas con la coartada de que las utilizan para cazar. El jefe indio le mata y se apodera del Winchester pero éste muere y va a parar a manos de Steve Miller, quien se ha refugiado en una compañía de soldados cercada por los indios junto con su novia, Lola. Gracias a la experiencia de McAdam y su amigo, que se han unido al grupo, derrotan a los indios. Pero Miller es muerto por el fuera de la ley Waco Johnny Dean, que se lo devuelve a Brown. Finalmente, McAdam se encuentra con Brown. Le acorrala en unos riscos, recupera el rifle y venga la muerte de su padre: Brown era su hermano.

El film utiliza el mítico rifle como hilo conductor de la historia. Ésta se sitúa poco después de la batalla de Little Big Horn, en la que gracias a la estrategia del jefe Caballo Loco, los indios pudieron derrotar a Custer aprovechando que no tenían rifles de repetición. Atacaban a los soldados cuando éstos habían gastado su bala. Este recurso narrativo no era nuevo ni en el cine ni mucho menos en el teatro. Ciñéndonos al cine, Julien Duvivier utilizó en Seis destinos (Tales of Manhattan, 1942) un frac que al ir cambiando de manos iba mostrando una rica galería de personajes en historias cortas independientes. La novedad del guión de Borden Chase es que la línea narrativa marcada por el Winchester se pone al servicio de la historia de la venganza de Stewart. Es cierto que también cambia de manos, pero estos cambios -además de introducirnos en un rico microcosmos que prácticamente abarca todo el universo del western- siempre están férreamente al servicio de la historia principal encajando con los planteamientos itinerantes de una gran parte de westerns. La trayectoria del rifle no deja de tener la misma funcionalidad que un McGuffin hitchckoniano sin dejar de ser un recurso simbólico: poseer el poder teniendo las mejores armas. Esta arma centro de la película es un rfile Winchester modelo 1873, calibre 44-440, One of One Thousand Grade, que representó una mejora sustancial del Winchester Yellowboy de 1866 y descendiente directo de los modelos Henry y Volcanic. Su fabricante fue la Winchester Repeating Arms Company of New Haven, CT. y el llamado One of One Thousand Grade se caracterizaba por su precisión y por su acabado de madera y embellecimientos de metal de primera calidad. Solamente se habían seleccionado unos cuantos centenares del más de medio millón de Winchester fabricados desde 1873 a 1929.

Aunque en otra parte de este capítulo se analice la aproximación de Mann a los prototipos del género, resulta útil señalar que en Winchester 73 aparecen indios (alejados ideológicamente de los de La puerta del diablo); fueras de la ley de diferente calaña y categoría; el ejército; un sheriff mítico (Wyatt Earp); un traficante de armas mestizo; la adoración por las armas; un cobarde a pesar suyo leves notas irónicas sobre los combatientes en la Guerra Civil y una presencia de la mujer más destacada que en la mayoría de sus films. (una chica que busca su estabilidad en un mundo hostil). Temáticamente, y como se ha dicho, Mann empieza a desarrollar su concepto del héroe (o anti héroe) nómada cuya única razón de vivir es la venganza. Lo transgresor en su momento fue que el protagonista acabe matando a su propio hermano, con lo que el tema de la venganza alcanza cotas que cuestionan los normalmente intocables lazos de sangre.

Desde el punto de vista formal, el film es realmente espléndido. Mann sabe contrapesar la violencia de los hechos con una lírica, incluso una poética, muy personal. Por vez primera, abre la cámara a los espacios abiertos y se olvida de las composiciones de plano y la iluminación de su cine negro. Utiliza el lenguaje del western como herramienta para darle una dimensión psicológica y épica, en una fusión que lo acerca a la tragedia clásica. No hay nada que sobre o falte. Cada secuencia, cada personaje o cada situación... son piezas imprescindibles para su conjunto. Pero puestos a destacar, nos quedaríamos con la del encuentro de los dos hermanos en el saloon: ambos se llevan las manos a un revolver que no llevan porque lo han entregado al sheriff; la del concurso de tiro (imitado posteriormente); la de la cobardía del en aquellos momentos pareja de Shelley Winters; la del asedio a la casa y, sin lugar a dudas, la del duelo final en los riscos montañosos. Y sobre todo, con el personaje de James Stewart –que se iría ampliando en sus films posteriores–, un héroe taciturno, obstinado, con un concepto fatalista de la existencia y un sentido del humor que bordea lo trágico.

En 1967 se hizo un remake para televisión dirigido por Herschel Daugherty con Tom Tryon (en el papel de James Stewart), John Saxon, Dan Duryea, John Drew Barrymore y Joan Blondell. Inmediatamente después del éxito de Winchester 73, Edwin L. Marin dirigió Colt 45 para la Warner, un film de serie B que fue un detonante éxito de taquilla, aunque con un planteamiento más convencional. Siete años después se convertiría en serie televisiva.

El siguiente western de Mann, Horizontes lejanos (1952), puede interpretarse que se centra en una probable evolución del personaje de James Stewart en Winchester 73. Se puede especular pensando que, después de haber cumplido su venganza, vive experiencias traumáticas al margen de la ley para, finalmente, decidir cambiar de vida. Curiosamente la fonética original de sus nombres es muy parecida;  Lin (McAdam) y Glyn (McLyntock). Es precisamente en ese estadio de su vida cuando comienza la película: 1846. Glyn McLyntock conduce una caravana de pioneros a las praderas de Oregon. En una parada del viaje salva de la horca a Emerson Cole, un notorio gunman, acusado del robo de un caballo. Éste reconoce en McLyntock a otro reputado pistolero quien, no obstante, quiere olvidarse de su pasado y encarar un futuro más honorable, deseando integrarse en la comunidad de los pioneros que comanda el viejo Jeremy Baile. Cole se muestra escéptico. Los dos hombres -ocasionalmente amigos- unen sus esfuerzos para repeler un ataque indio en el cual resulta herida Laura, la hija mayor de Baile. Una vez en Portland, es curada por Melo, el capitán de un buque fluvial que también ejerce de curandero, pero debe permanecer un mes en cama. Acepta la hospitalidad del comerciante local Hendricks, el cual contrata con los pioneros el transporte por el río y la posterior entrega de alimentos para pasar el invierno. La colonia se establece en el lugar elegido y, viendo que los avituallamientos no llegan, McLyntock y Baile van a Portland, donde se encuentran con que el hallazgo de oro ha cambiado la ciudad. La gran concentración humana y la abundante riqueza han desatado la especulación. Los precios han subido tanto que Heindrick no está dispuesto a cumplir su contrato. Cole y Laura son amantes y Trey Wilson controla el juego. En vista de la negativa de Heindrick de servirles el pedido que ya habían concertado y pagado, McLyntock decide cortar por lo sano: hace cargarlo todo en el barco de Melo y empiezan a navegar perseguidos por los hombres del comerciante. Pueden eludirles pero -ante la oferta super millonaria de unos mineros- Cole se pone al frente de un grupo de hombres y se apodera del cargamento. En la inevitable lucha entre los dos ex pistoleros, vence McLyntock demostrando que si hay un propósito firme siempre se pueden enderezar vidas delictivas. Y mucho más en el Oeste.

No pueden atribuirse a la casualidad las similitudes entre este film y Winchester 73. Los dos fueron producidos por Aaron Rosenberg para la Universal. Borden Chase era su guionista y el rescatado James Stewart su protagonista (quien en el interín había protagonizado otro westerns memorable, Flecha rota (Broken Arrow, Delmer Daves, 1950). Se diferenciaban en la fotografía. En Horizontes lejanos, Mann se enfrentaba por primera vez al color.

A través de la acción, el film se centra en el retrato psicológico del protagonista: quiere huir de su pasado pero no puede resolver legalmente el conflicto de abuso de poder con que se encuentra. Ha de recurrir a todos los recursos que ha adquirido en su “formación” como delincuente, sugiriéndose que en aquella etapa no le hacía ascos a las muertes. En la secuencia en que contrata a hombres para transportar las mercancías, uno de ellos se queja de su abuso al contratarles, amenazándole con recurrir a la ley: «¿Qué ley?», le responde irónicamente McLyntock. Sin embargo, la ausencia de la ley no significa que no quiera volver al buen camino. La nueva ley en la que cree es la que, a buen seguro, implantarán los pioneros en su nueva comunidad. El final, abierto, no deja de ser esperanzador en este sentido. Parece presagiar el nacimiento de un nuevo orden.

Toda la historia -narrada en formato itinerante- es un periplo erizado de tentaciones que vive y que sabe sortear el protagonista: su atracción por la simpatía del pistolero Cole (que nunca ha renunciado a su modus vivendi) que podría volverle a su antigua vida; el rechace a la adolescente hija menor Baile dispuesta a irse fácilmente con cualquier hombre; su noble renuncia a la hija mayor cuando descubre que está liada con Cole; su posicionamiento a favor de Baile contra los cantos de sirena de quienes están dispuestos a robarle sus mercancías; su lucha para demostrar que con su tenacidad puede vencer los recelos de Baile sobre su reinserción... Su tenacidad y su firmeza se ponen de manifiesto cuando, abandonado sin recursos en las montañas, inicia una persecución en principio imposible de Cole y sus secuaces, convirtiéndose en un fantasma exterminador que, paradójicamente, utiliza los recursos que ha aprendido en su vida delictiva.

El contrapunto externo de su lucha anímica es el paisaje y la lucha paralela de todos los hombres contra un entorno hostil. Para McLyntock -igual que para cualquier otro pionero- vencer a la naturaleza (caminos impracticables, ríos salvajes, riscos imposibles e incluso nieve) representa vencer a los propios fantasmas pasa ser dueño de su propio destino. Pero también queda claro que, en una evolución sembrada de dudas, cualquier solución (como ocurre realmente en la vida) será simplemente provisional.

El film -que recuerda estructuralmente y en algunas de sus escenas a Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1944), también escrito por Borden Chase-, construido sobre el hilo conductor de la caravana de colonos en busca de la tierra soñada, va mostrando una galería –irregularmente trazada– de personajes en torno al protagonista. El pistolero en activo, Cole, representa el hombre que éste había sido y que podría seguir siendo. Es todo un hallazgo la composición de Arthur Kennedy (quien estaría también en Colorado Jim y El hombre de Laramie) mostrándose como un hombre atractivo, capaz de meterse a todo el mundo en el bolsillo y de enamorar a cualquier mujer (de ahí su peligrosidad), que no descubre su verdadera catadura hasta que se enfrenta con su propia ambición. Su función de contrapunto antagónico con el protagonista es perfecta. Peor dibujado está el jugador Trey Wilson -con una evolución psicológica excesivamente ambigua y escasamente explicada- interpretado por Rock Hudson, a quien la Universal estaba promocionando como estrella y quiza venga de ahí su inclusión casi con calzador. A destacar la mayor presencia relativa de la mujer, representada por las dos hermanas y con menor importancia por la esposa de Baile. Laura, la hermana mayor, desorientada ante la aparición del sexo que choca con su educación seguramente religiosa y puritana, finalmente recupera sus principios desengañada por el descubrimiento del verdadero Cole. Margie, la pequeña, es la ama de casa potencial que, cuidando a cualquier hombre (incluso quizá regenerará al jugador) acabará siendo como su madre, la perfecta esposa de un colono. El resto de personajes -el médico-capitán de barco, su ayudante negro, el jefe de los colonos y su esposa, el comerciante enriquecido por la especulación, los desocupados que aceptan cualquier encargo, los buscadores de oro- forman un coro imprescindible para describir aquellos tiempos y aquel entorno. Resulta especialmente destacable el núcleo del conflicto: la lucha por la supervivencia en un entorno hostil, contra obstáculos naturales. La especulación hace nacer una nueva moral -no hace falta decir que su lectura puede ser perfectamente contemporánea-, pero la mayor parte de los implicados en la lucha no son ni buenos ni malos sino que se enfrentan para controlar alimentos básicos para seguir viviendo. Eso sí, dominados por quienes se aprovechan de la situación.

En sus escasas entrevistas conocidas, Anthony Mann habla muy poco, y mucho menos en profundidad, de cada una de sus películas. De los westerns suele generalizar y no explica demasiados pormenores. Una de las preguntas de cualquier interesado en su obra sería saber qué le impulsó a dirigir Colorado Jim (1953), un western realmente insólito en el género y en el estilo de su productora, la Metro Goldwyn Mayer, pero que, sin embargo, tiene muchos elementos comunes con el resto de la obra  del director. Y por añadidura realizado sin renunciar a las constantes del género. Únicamente intervienen cinco personajes y, a pesar de transcurrir toda la acción al aire libre, resulta un film claustrofóbico que solamente se abre decididamente al exterior en tres secuencias. Que Mann es un auténtico autor, que desarrolla su mundo a través de su puesta en escena, lo prueba el hecho de que personajes o situaciones parecen prolongaciones o ampliaciones de los films en que parte de guiones de Borden Chase (en éste es Sam Rolfe). En sus westerns, sea quien sea el guionista, se puede encontrar una unidad ideológica sobre los conflictos que plantea. Esta es la historia: Howard Kemp es un cazador de recompensas con una perentoria necesidad de ganar dinero. Lo necesita para reclamar las tierras que le arrebataron cuando combatía en la Guerra Civil. Su esposa le traicionó y le abandonó por un amigo. Por ello persigue a Ben Vandergroat, un asesino fugitivo, y quizá aquel viejo amigo, por quien se ofrece una recompensa de 5000$, vivo o muerto. En su persecución se encuentra con Jessie Tate, un viejo y frustrado buscador de oro a quien paga para que le conduzca tras las huellas del asesino y a quien deja creer que él es un sheriff. Poco después, los dos se tropiezan con Roy Anderson, un teniente del ejército. Los tres hombres capturan a Ben Vandergroat, quien va acompañado por Lina Patch, la hija de un pistolero muerto. Jessie y Roy le exigen a Howard que comparta su recompensa con ellos dos y poco a poco esta pretensión se hace más acuciante. El periplo de regreso a Abilene, la ciudad donde se ha de entregar al fugitivo, se hace cada vez más tenso ya que Ben aprovecha todas las ocasiones que puede para dividir al grupo y así  tener más posibilidades de escapar. Incluso utiliza los encantos de Lina para aprovechar la atracción que Howard siente por ella. El grupo ha de defenderse de un ataque de los indios, que realmente van tras Anderson por sus veleidades con una india. Howard es herido y Ben convence al viejo Jessie de que le libere a cambio de indicarle la situación de una falsa mina de oro. Ben mata a Jessie y se parapeta en unas rocas junto a un río. Finalmente, muere abatido por Howard y Roy, aunque este último perezca al tratar de rescatar su cadáver. En el último momento, Lina convence a Howard de que entierre a Ben y no cobre la recompensa.

Esta vez, aunque exista la venganza, ha sido sustituida por la codicia como motivación principal de las acciones del protagonista. Howard Kemp es pura y simplemente un cazador de recompensas, aunque quiera justificarse con excusas morales o éticas. Su persecución por dinero es el desencandenante de una reflexión sobre la ambición. Los tres personajes -el viejo Jesse, el teniente Vandergoat y el protagonista Howard Kemp- son capaces de todo para apoderarse del botín, incluso matando a los demás. El fugitivo Ben Vandergoat -igual o más ambicioso- les utiliza para tratar de recuperar la libertad para, como los demás, apoderarse después de lo que pueda. Entre estos cuatro personajes, aparece Lina que, finalmente, se convierte en una especie de conciencia de Howard.

Por su estructura, Colorado Jim puede considerarse como un western casi minimalista. Es el más austero y desnudo de espectacularidad de Mann y quizá de los que se hacían entonces. Hay únicamente las tres secuencias mencionadas que romperían  este tratamiento estético. La primera es el acoso y captura de Ben en unas escarpadas montañas con constantes aludes. La segunda, la lucha contra los indios (quizá una concesión a las exigencias comerciales del género). Y la tercera, el desenlace en el río, en que utiliza una espuela (en original el título podría traducirse como La espuela desnuda) como desencadenante de la muerte de Ben. En todas ellas predomina el regusto de Mann para adentrarse a fondo en la violencia física. En el resto –siempre en exteriores excepto una secuencia cerrada y de noche en una cueva- se asiste a un elaborado juego psicológico, con predominio de la palabra sobre la imagen, que hace aflorar las peculiaridades de los personajes y las diferentes caras de su ambición. En este sentido, puede anticipar futuras obras teatrales de David Mamet. Es en esta parte cuando la tensión es mucho más psicológica que física.

Aunque héroe y villano se confundan, siendo como casi siempre las dos caras de una misma persona, una vez más, Mann se enamora del personaje del villano, mostrándole como el más calculador e inteligente de todos sin por ello perder su poder de seducción. Aunque atado y vigilado por el grupo, Robert Ryan domina casi por completo la situación. Bromea, siembra la confusión con astucia pero hasta con simpatía, dialoga de forma convincente y consigue desnudarles moralmente para que afloren sus miserias en forma de ambiciones. Únicamente se pierde cuando se sobrevalora y se deja llevar por una ambición desmedida. Es al asesinar fríamente a Jesse cuando aparece su verdadera personalidad, la que ha venido enmascarando hasta entonces con su glamour. Pero no deja de formar parte de una galería de personajes que se mueven en la ambigüedad moral y que pueden sorprender con reacciones inesperadas, aunque se deje entrever que todos parten de un pasado, como mínimo, inconfesable.

Mann ni siquiera muestra al protagonista como un héroe -una constante en la mayor parte de sus films-, sino que incluso lo distancia del espectador -normalmente propenso a simpatizar con el protagonista- dibujándole como descarnadamente ambicioso y hasta cierto punto cruel (el desenlace no obstante puede interpretarse como una concesión que contradice lo que está predicando todo el film) y diferenciándole escasamente del teórico villano. La escena en que golpea con saña a un indio ya muerto puede resultar definitoria.

Dos años después, con el intervalo de Bahía negra (1953) y Música y lágrimas (1954), Anthony Mann vuelve al western con Tierras lejanas (1955), rompiendo una vez más sus esquemas tradicionales. Sigue haciendo un film planteado como un itinerario -lo que por otra parte sucede en numerosos westerns- en el que ahonda en el individualismo a través del personaje del protagonista. «No necesito a nadie. No necesito ayuda. Puedo cuidarme solo», proclama James Stewart en un microcosmos que enfrenta a desalmados expoliadores con inocentes ciudadanos. Mann partió por última vez de un guión de Borden Chase. Estas tierras lejanas son las de Alaska que lindan con Canadá –escenarios escasamente presentes en los westerns- durante la fiebre del oro de 1897-1898. Una gran parte del film fue rodada in situ en las Montañas Rocosas canadienses, especialmente en el Parque Nacional de Jasper en la provincia de Alberta, además de las consabidas secuencias en estudio. Hay que remarcar que, a finales del siglo XIX, ya habían pasado a la historia conceptos como los del héroe inmaculado o el salvaje y glorioso oeste, aunque siguiese cultivándose en las publicaciones populares. Se había exterminado a los indios, dilapidado recursos naturales y producido grandes concentraciones humanas en ciudades como san Francisco o Los Angeles. Seatle 1896. Jeff Webster tiene una bien ganada reputación de tirador rápido, individualista, muy seguro de sí mismo y con un pasado que no puede olvidar. En esta etapa de su vida, su principal interés es ganar el máximo de dinero para tener un rancho de su propiedad, junto a su compañero de fatigas, Ben Tatum, mucho más viejo que él. Trata de ganarlo llevando por mar una ristra de ganado a la localidad canadiense de Dawson, en el Yukon, a través de Skagway en Alaska. Perseguido por la ley, que le acusa de asesinato, Jeff es ayudado a ocultarse en el barco por Ronda Castle, elegante, bella y rica. En Skagway, la ley es administrada por Gannon, autonombrado sheriff, quien en una parodia de juicio se apodera del ganado de Jeff. Ronda es una rica propietaria de la ciudad no demasiado alejada de Gannon que se enamora en seguida de Jeff. Éste conoce a Renée, una inocente muchacha franco-canadiense que le hace pensar en algún momento en ella como la compañera de su futura vida,  aunque él se sienta atraído sexualmente por Ronda, mucho más experimentada. Ésta le contrata como guía para transportar sus mercancías a Dawson, y Jeff aprovecha la circunstancia para recuperar su ganado y trasladarlo a aquella ciudad, donde lo vende a la propia Ronda en detrimento de los vecinos menos pudientes. Siempre en busca de dinero, compra una explotación aurífera, pero la llegada de Gannon y sus secuaces a la ciudad -buscando nuevos escenarios para enriquecerse- le sitúan como blanco de sus maquinaciones. Gannon quiere apoderarse de todos los yacimientos de oro y no vacila en eliminar a quien se le enfrente. El asesinato de su compañero Ben, haber escapado milagrosamente de la muerte y Renée, consiguen hacerle reflexionar a Jeff sobre su individualismo, enfrentándose solo contra todo el gang de Gannon. Éste muere a sus manos pero antes ha matado a Ronda. Jeff puede acabar su vida junto a Renée.

Aunque ciertamente un hombre siga siendo el protagonista del film, por vez primera Mann le da mayor importancia a la mujer, situando al personaje de Ruth Roman (1924) no al mismo nivel aunque sí como una antagonista importante. Ronda Castle es una rica propietaria -que hizo su fortuna en el Este- y que, con astucia y pocos escrúpulos, ha sabido amasar una fortuna en una sociedad eminentemente masculina. Su única debilidad es la atracción que siente por Jeff, que acabará conduciéndola a la muerte. La otra mujer, Corinne Calvet (1925), es como una prolongación del personaje de Lori Nelson en Horizontes lejanos, una chica joven que aspira a estabilizar su vida viviendo con Jeff. La muerte -solución moralista del conflicto en que éste se debate y como castigo de quien se aparta del camino del bien- le allana el camino. Las dos mujeres representan dos alternativas -simbólicas y reales- para el dubitativo Jeff, retratando así mismo el creciente ascenso de la mujer en la sociedad. Aunque dependiendo todavía del hombre, se describe a Roman como autosuficiente, ambiciosa, con escasos escrúpulos y absolutamente libre e independiente.

El centro del conflicto es más que nunca el individualismo. Stewart lo manifiesta con claridad. Es un solitario en el amplio sentido de la palabra, que no ayuda a nadie si con ello puede poner en peligro sus intereses. E incluso se resiste a comprometerse por sus amigos o para defender injusticias. Se intuye que esta forma de entender la vida viene marcada por su pasado. Su metamorfosis final encierra un mensaje de esperanza. Es el amor de una chica y la solidaridad del pueblo la que la ha provocado. Toda la historia del film está construida para ir mostrando su lucha interior.

Gannon, el villano principal, posee rasgos parecidos al Robert Ryan de Colorado Jim, aunque resulta mucho más inquietante porque en seguida se descubre que tras su aparente simpatía oculta una ambición y crueldad sin límites. En esta impresión primeriza ayuda el aparente tono de comedia de la primera parte del film, utilizado inteligentemente para sorprender con su evolución posterior. Gannon define su personalidad diciéndole a Jeff que le gusta pero que va a colgarle. En una lectura que trascendiera la propia película sería fácil relacionarle con algunos políticos o millonarios que dominan la sociedad norteamericana, especialmente por su falta de escrúpulos y su impunidad en emplear la violencia para conseguir sus fines, y que mantienen una impecable y glamorosa imagen pública. El personaje parece inspirarse en el famoso juez Roy Bean, el de El forastero (The Westerner, William Wyler, 1940) y El  juez de la horca (The Life and Times of Judge Roy Bean, John Huston, 1972), aunque, evidentemente, sin ninguna pizca de humanidad, ternura o amor al prójimo. Chase declaró que se había inspirado en un notorio delincuente canadiense llamado Soapy Smith.

El entorno es omnipresente en todo el film. La reconstrucción de las dos pequeñas ciudades se hizo con gran realismo y la naturaleza salvaje influye más que nunca en el comportamiento y la suerte de los personajes. Las impresionantes montañas nevadas -con avalancha incluida- se erigen majestuosas -pero amenazantes- como gigantescas armas del destino para controlar y dirigir las vidas de los seres humanos.

Finalizando sus relaciones con la Universal, Mann hizo para la Columbia de Harry Cohn su próximo western, El hombre de Laramie (1955), pero con dos ases importantes, otra vez la presencia de James Stewart -quien cerraría así con broche de oro sus ocho films con el director- y un guión escrito por el prestigioso Philip Yordan (en colaboración con Frank Burt), con quien Mann ya había trabajado en El reinado del terror. Yordan era el hombe ideal para transformar en western una idea que hacía tiempo le rondaba a Mann por la cabeza: utilizar la esencia de “El rey Lear” de Shakespeare para trasladarla al género. Sin embargo, un hijo de Thomas T. Flynn, autor de la novela en que se basa el film, declaró que su padre nunca había leído al autor inglés. La historia reúne alguna de las constantes del mundo de Mann: Will Lockhart, el hombre de Laramie (Wisconsin), conduce un cargamento de mercaderías a un colmado de Colorado, una pequeña población de New Mexico. Se encuentra en un territorio dominado por Alec Waggoman, un auténtico señor feudal propietario de la mayor parte de las tierras, pero que tiene en Dave a un hijo débil -que trata de ocultar su debilidad con despotismo-, y con un capataz, Vic Hansbro, hijo adoptivo cuya ambición corre pareja con su frustración de no tener las ventajas de ser hijo de sangre de Waggoman. Lockhart es, en realidad, un antiguo militar cuyo objetivo es descubrir quien vendió armas a los indios que masacraron una unidad del ejército en que estaba su hermano. En Colorado descarga su mercancía y conoce a Barbara, la nueva propietaria del establecimiento que es además la sobrina de Waggoman. Para no volver de vacío, trata de cargar sus carros con sal en unos terrenos del terrateniente, de los que hasta entonces cualquiera podía llevarsela libremente. Mientras lo está haciendo, irrumpe violentamente el joven Waggoman quien les ataca, quema los carros y, si la situación no va más allá, es por la oportuna intervención de su capataz. Pocas horas después, Will encuentra a su agresor en la plaza del pueblo, le ataca y luchan ferozmente hasta que se presenta el viejo Waggoman, quien comprende la situación y le promete pagarle los daños. Will decide quedarse de momento en el pueblo aceptando el trabajo de la granjera Kate Canaday, por su creciente interés por Barbara y por que sabe que allí encontrará a quienes vendieron las armas a los indios. La ambición de Vic choca contra la estupidez y los deseos de Dave de emular a su padre. Ambos han participado en la venta de aquellas armas. Luchan y Vic mata a Dave. Will tiene graves problemas para demostrar su inocencia sobre todo al viejo Waggoman, pero éste es quien finalmente descubre toda la verdad a pesar de haberse quedado ciego. El hombre de Laramie le dice a Barbara que cuando vaya a su ciudad pregunte por él.

Efectivamente, tal como se propuso, Mann compuso una tragedia con auténticos ribetes shakesperianos -que se anticipa en este sentido a films posteriores como Jubal (Delmer Daves, 1956) u Horizontes de grandeza (The Big Country, William Wyler, 1958)-. Las constantes de los westerns -y especialmente de sus westerns- le sirven para narrar una historia tan vieja y tan vigente como el propio mundo: la del padre fuerte, inteligente y dominante y la del hijo débil y de medianas luces que se refugia en la violencia para paliar sus carencias. Aunque esté presente de nuevo el tema de la venganza, está más oculto que nunca: es una venganza indirecta ya que Lockhardt no conoce siquiera a quién o quiénes está buscando (concepto que sirvió incluso para la publicidad del film) y, a diferencia de Winchester 73, cuando les descubre es incapaz de actuar. Para este autor, no deja de ser un McGuffin ya que a Mann lo que le interesa realmente es la relación padre e hijo, aunque el film constituya un todo imposible de separar. Resulta interesante la aproximación a la figura del padre con la identificación de sus dos hijos desde posturas opuestas: la del débil y la del fuerte.

Este padre, aparentemente de compleja personalidad, representa en realidad el espíritu noble de ciertos self made men, tan presentes en la mitología del cine norteamericano: Tiene su propia moral y sigue reglas absolutamente personales, acomodaticias en beneficio de sus objetivos. Se ha apoderado de casi todos los terrenos que le interesan por afán de poder, pero, dándose cuenta del cambio de los tiempos, ahora no quiere seguir actuando al margen de la ley («antes la ley no existía, ahora todo ha cambiado», se justifica). Es un cacique clásico, pero su conciencia le remuerde a través de sus pesadillas. Teme la venganza: «Llega un jinete como tú», le dice a Lockhart. Quedarse ciego y perder al hijo que había formado para ser su heredero no deja de ser un castigo. Donald Crisp está magnífico en el personaje.

Por la época en que se rodó el film, las cotas de violencia son tremendas. Mann hace gala una vez más de su especial predilección por mostrarla en secuencias que le sirven, poco a poco, para ir configurando la personalidad de los personajes y describir el entorno: el ataque de Dave a Lockhardt arrastrándole por el suelo con un caballo atado por un lazo que incluso despierta el reproche de sus propios hombres (escena legendaria antológica del western); la pelea entre los dos hombres en el mercado del pueblo; la muerte de Dave a manos de Vic o la de éste por los indios a los que engañó... Alcanzando extremos patéticos en la inútil lucha del viejo Waggoman, ya ciego, contra Lockardt. Es una violencia necesaria, imprescindible para que el film se transforme en tragedia. Es por ello que Mann no hace ninguna concesión ni siquiera en las relaciones de Lockhardt con Barbara -de quien no obstante se insinúa que es la novia de Dave- dejando incluso el final abierto para una posible evolución en otro entorno. Y, como en todos sus films, nuevamente el paisaje -las salinas o los riscos en que se sitúa el desenlace- le sirve como elemento esencial para definir la psicología de los personajes. La utilización por vez primera del Cinemascope le añade más grandiosidad y, por extensión, dramatismo. Precisamente, el empleo del nuevo formato no influyó para nada en su estilo. En una entrevista con Jerry Cotton, Mann dijo: «No he hecho todavía un film en Todd-AC, pero he hecho en Techinarama, en Cinemascope, en Vistavision... no creo que el procedimiento técnico presente una importancia capital. Lo que cuenta es lo que se muestra en la pantalla».

Con este afán reivindicativo de que hacen gala gran parte de los entusiastas (aficionados y críticos) de algún autor, los fans de Mann consideran que The Last Frontier (1956) es su mejor película, aquélla en que se sintetiza todo su mundo a través de su puesta en escena personal y diferenciada. No es un caso nuevo. Normalmente, esos entusiastas eligen la última, o la menos valorada, a pesar de que normalmente el realizador de turno y la mayoría de la crítica no estén absolutamente de acuerdo. Puede resultar muy saludable y hasta divertido poner algunos ejemplos de estas valoraciones: de Jean Renoir Le caporal epinglé, 1961; de Raoul Walsh Una trompeta lejana, (A Distant Trumpet, 1961); de John Ford Siete mujeres, (Seven Women, 1966) o de Fritz Lang El tigre de Bengala y La Tumba india, 1958. Esta postura, propiciada y alentada por la “Teoría de los autores”, proviene de considerar al director como el único autor de una película sin tener en cuenta que en muchas ocasiones ha de someterse a los dictados del productor, del guión o de la estrella de turno.

Este autor comparte la valoración que hace el propio Mann sobre The Last Frontier: «es el film mío que más detesto», añadiendo no obstante que «hubiese podido ser una gran película. La historia de este semi salvaje, a quien impresiona el uniforme y quien de este mismo uniforme aprende lo que es el bien y el mal y que finalmente desea civilizarse, era un buen tema». Considera que fracasó porque «había demasiada gente implicada, Harry Cohn, Jerry Wald y nuestro pobre productor (William Fadiman), que era demasiado buen chico. Todos intervenían y si el resultado final es tan confuso es porque no me dejaron ni un momento solo». En su descargo hay que reconocer que hizo lo que pudo y que, aunque colaboró como siempre en el guión, tuvo que llegar a una solución de compromiso. Fue una lástima porque en el tratamiento inicial, escrito por el prestigioso Philip Yordan, existía el embrión de una gran película. En la definitiva hay infinidad de ideas interesantes -coincidentes con las de otros otros films de Mann-, pero una cosa es que existan y otra que estén bien desarrolladas. Con esta experiencia, Mann pone de manifiesto los problemas de la creación en el cine, producto de un trabajo colectivo en el marco de una industria que algunas veces (pocas) da obras de arte, casi siempre sin proponérselo. Esta es la historia definitiva: los indios confiscan a Jed Cooper, Gus y Mongo, tres tramperos de Oregon, las pieles que han conseguido con su trabajo, sus caballos y todos sus instrumentos. Lo hacen pacífica pero amenazadoramente alegando que les pertenecen por haber operado en su territorio. Los tres hombres son contratados como exploradores sin rango en una guarnición militar. Jed, un hombre fuerte, primitivo de cortas luces, se siente atraído por Corinna, la frustrada esposa del coronel Marston, comandante del fuerte el cual  está tratando de construir otro asentamiento a pocos kilómetros. Impulsado por sus deseos de impresionar a Corina, a quien parece que no le es indiferente, Jed rescata a Marston de la encerrona en que ha caído con sus diezmados hombres. Después, éste parece más obsesionado que nunca en exterminar indios. Su segundo en el mando, el capitán Riordan, sabe que en otra ocasión su superior perdió su fuerte y 1.500  hombres en un ataque indio, siendo confinado por ello en su destino actual. Marston quiere vengarse y decide atacar a los piel rojas de su jurisdicción incluso utilizando soldados novatos, que son los únicos que tiene, y desoyendo los consejos y las amenazas de todos quienes le rodean, Jed y su esposa entre ellos. Jed ambiciona ser soldado para conseguir el amor de Corinne y hace lo posible para eliminar a su marido. La mujer también parece querer sacarle de su vida. En el ataque final, Marston muere y Jed consigue sus dos deseos, consiguiendo además la victoria sobre los indios.

El principal problema de The Last Frontier es su confusión. Sugiere, efectivamente, infinidad de ideas: militarismo, pacifismo, la situación de los indios, las injusticias raciales, adulterio, venganza, la justificación de la muerte para resolver conflictos... Todas ellas están débilmente desarrolladas de forma casi siempre ilógica y escasamente creíble. No se explica adecuadamente el porqué de la atracción que siente la mujer del coronel hacia el salvaje Jed (sea por que esté frustrada sexualmente o sea por querer utilizarle para eliminar a su marido), ni tampoco la evolución del súbito militarismo de éste (ni siquiera por su simplicidad), ni cómo en el ejército le permiten que no acepte su disciplina o protagonice discusiones con el comandante o una pelea con un oficial ante toda la tropa. Es muy posible que los productores estuviesen condicionados por su autocensura en unos momentos de endurecimiento del Código Hays. Se desperdicia la fuerza del Cinemascope en las secuencias exteriores -la mayor parte oscuras o de noche- y quedan excesivas lagunas argumentales que, bien cubiertas, harían justicia a las partes interesantes que se intuye tiene la novela. No queda clara, por ejemplo, la postura del film respecto a los indios ni tampoco si exalta o critica al ejército.

Con todo este material, Victor Mature (1915–1999) –ya excesivamente mayor para el personaje y perdida parte de la fuerza física que le convirtió en estrella- demuestra una vez más sus carencias como actor, mientras que una joven y rubia Ann Bancroft (1931) deambula sin convicción por la pantalla. Mann declaró que tuvo problemas con el actor porque se puso enfermo y que el rodaje estuvo lleno de dificultades. Una de ellas: «durante la batalla final, los indios descendían hacia el valle levantando grandes nubes de polvo, pero era tan fino que únicamente caminando ya se levantaba, por lo que tuvimos que trabajar utilizando máscaras de gas».

Anthony Mann preparó el rodaje de La última bala (1957), partiendo de un guión de Borden Chase, un western pensado una vez más para James Stewart. El caso es que el director fue apartado en el último momento por considerar que Chase había hecho un guión demasiado blando y que era necesario modificarlo. Según declaró, Mann estaba además cansado de que, con Chase y Stewart, siempre hacía películas parecidas, «no se puede estar haciendo eternamente lo mismo. Hay que cambiar de vez en cuando». Al parecer, la razón de que Stewart se empeñase en protagonizarlo era mostrar en la pantalla su habilidad con el acordeón. Finalmente, el film lo dirigió James Neilson, un hombre de escaso relieve. Se incluye en este apartado porque, a pesar del nuevo realizador, posee elementos suficientes para atribuirle una gran parte de la autoría a Mann, a excepción hecha de su principal defecto: la falta de su toque en la puesta en escena. Igual que en Winchester 73, el guión de Chase narra una historia de odio entre dos hermanos situados a ambos lados de la ley. Stewart no apoyó la postura de Mann y sus relaciones se agriaron hasta el punto de que nunca más volvieron a trabajar juntos, aunque años más tarde se produjo un acercamiento personal. El director terminó también aquí sus relaciones con Borden Chase y tampoco volvió a trabajar más para la Universal.

Tener que abandonar La última bala no fue ningún trauma para Anthony Mann ya que realizó casi inmediatamente Cazador de forajidos (1957) para la Paramount. Contó con un holgado presupuesto y con otro guionista de prestigio, Dudley Nichols (1895–1960), quien había ganado un Oscar por El delator (The Informer, John Ford, 1935) y que, entre otros, escribió nada menos que el guión de La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939), pieza clave en la evolución del género. Mann contó además con la aceptación incondicional de Henry Fonda (1905–1982), por otra parte amigo íntimo de James Stewart, que ansiaba volver al western después de hacer Fort Apache (John Ford, 1947) diez años atrás.

Morg Hickman es un cazador de recompensas que aparece entrando en una pequeña y tranquila ciudad con un cadáver en la grupa de un caballo. Ha venido a buscar su premio y la gente de la ciudad le acoge con frialdad y desprecio. No les gusta quienes se ganan la vida de aquella manera. Hickman no quiere tener problemas y, al marcharse, recoge a un joven cuya madre viuda le ofrece después alojamiento para pasar la noche. Al día siguiente empiezan los problemas cuando un tal Bart Bogardus mata a un indio y se resiste a que le arreste el joven sheriff Ben Owens. Hickman salva a éste de morir a sus manos y decide ayudarle. Se desvela que antes había sido sheriff pero se había hecho cazador de recompensas desilusionado por la falta de moral de la sociedad. Su consejo principal es «estudia a los hombres no a las pistolas». Gracias a la ayuda de Hickman, el sheriff captura a unos peligrosos hermanos que han matado a un médico. Pero Bogardus sigue siendo el enemigo público número uno. Ben le mata y Hickman declina el ofrecimiento que le hacen para volver a ser sheriff. Prefiere vivir tranquilamente junto a la bella viuda y su hijo».

Cazador de forajidos es en esencia un cuento moral sobre la situación de soledad en la toma de responsabilidades. Es un hecho individual y no puede esperarse ayuda ajena, aunque ello no descarte la posibilidad de impartir y recibir lecciones de aprendizaje. Henry Fonda -quien con 52 años se movía más lentamente que nunca y que no se sentía precisamente animado para montar a caballo- no era el actor ideal para hacer un film físico y por ello escasean las escenas de acción y de lucha, como las que protagonizaba James Stewart. Mann tuvo que adaptarse a las exigencias coyunturales de su estrella. Construyó su film sobre un típico enfrentamiento generacional que, en el fondo, representaba el relevo de dos formas de vida que van cambiando por el paso del tiempo. No toma partido, pero señala que las dos generaciones tienen que aprender la una de la otra, incluso de sus propios errores. Renunciando a su especial regusto por los espacios abiertos y los países agrestes, y rodando principalmente en estudio, Mann propone veladamente una reflexión sobre la era McCarthy y sobre los estragos que estaba aún provocando en la sociedad norteamericana. Y resume su filosofía con las palabras de Morg Hickman: «Un hombre decente no quiere matar. Pero si te ves obligado a disparar, dispara a matar».

Western intimista, de espacios cerrados, filmado en blanco negro y Vistavisión contraviniendo la moda, desarrolla temas presentes en otros films de Mann como el aprendizaje, la fascinación del niño por el pistolero o los personajes fuera de lugar repudiados por la sociedad conservadora, como el cazarrecompensas o la mujer que ha tenido un hijo con un indio. El film fue el origen de una serie televisiva, The Deputy, protagonizada por Henry Fonda y Allen Case.

El hombre del Oeste (1958) fue el último western importante de Anthony Mann.  Solamente realizaría Cimarron (1960) que, aunque posee una primera parte que cae totalmente en el género, en líneas generales no deja de ser una “americana”. Al director le impusieron el guión de Reginald Rose (1920–2002), un escritor que había saltado a la fama por haber ganado el Oscar por Doce hombres sin piedad (Twelve Angry, 1957) y que después se especializaría en films de acción y de aventuras. Mann declaró que el productor Walter Mirisch no le dio opción y, contrariamente a su función habitual, tuvo que ceñirse a un guión «que no me gustaba nada. Se hablaba demasiado y me fue difícil convencerles de que cambiasen algunas cosas, especialmente el personaje de Julie London. Cooper estaba de acuerdo pero llegamos demasiado tarde». Curiosamente, aun respetando la historia original, el film posee elementos diferenciales de los westerns de Mann y, sobre todo, se trata del más desesperado de todos ellos: por ejemplo, el protagonista ha de matar necesariamente a quien fue su padre adoptivo si es que no quiere llegar a ser como él. El personaje de Gary Cooper parece una prolongación del de James Stewart en Colorado Jim, como si después de la secuencia final el antiguo pistolero se hubiese regenerado y hubiese encontrado la vida respetable que buscaba. En El hombre del Oeste, este mismo pistolero se reencuentra inesperadamente con el pasado que parecía enterrado y conoce además a una mujer turbadora que puede hacerle olvidar a su familia. En otros aspectos hasta puede considerarse como una síntesis de films precedentes.

Arizona, 1874. Link Jones llega a caballo a un pequeño pueblo y toma el tren bajo la recelosa vigilancia del sheriff local que cree reconocerle. El tren es asaltado, mientras está repostando leña, por cuatro hombres muy poco hábiles que no pueden evitar que se ponga en marcha sin conseguir otro botín que la maleta de Link que contiene una pequeña suma de dinero, la colecta que han hecho los vecinos de su pueblo para que contrate a una maestra de escuela. En la confusión de la lucha, tres viajeros se han quedado en tierra, un paraje desértico sin aparentemente ningún pueblo cercano: Link, Sam Beasley (un jugador fullero) y Billie Ellis, una muchacha de vida ligera. Como el próximo tren pasará al cabo de una semana, los tres emprenden la marcha por las vías para buscar algún lugar civilizado. Link se erige en el guía, como si conociese el terreno. Llegan hasta un pequeño valle en el que hay una casa. Allí es apresado por gente a quien conoce. Son los miembros de la banda comandada por Dock Tobin, su propio tío y formada por sus primos Coaley, Ponch y Trout (que es mudo), los autores del fallido asalto al tren. Es la banda más temida de la región aunque hayan fallado aquel golpe. Se desvela que años antes, Link la abandonó para regenerarse, pero ahora su tío piensa, o quiere pensar, que ha vuelto para reemprender su antigua vida criminal. Está equivocado. Link se lo hace creer para evitar que les maten y que violen a Billie. Oculta que está casado y tiene hijos en su nueva vida y se hace pasar por el amante de la chica. La llegada de otro primo, Claude, que desconfia de Link, no hace cambiar la actitud del viejo Tobin. Planea el asalto a un banco de la ciudad de Lassoo y quiere que Link le ayude. Antes, su hijo Coaley ha querido forzar a Billie. Link lucha con él sin armas pero, con malas artes, Coaley agarra una pistola, dispara y mata accidentalmente a Beasley siendo abatido inmediatamente por su propio padre. Este incidente no altera los planes del viejo, empeñado en llevar a cabo el asalto al banco. Link le convence para adelantarse al grupo y preparar el terreno. Tobin, en el fondo todavía receloso, le hace acompañar por Trout. Si al cabo de cuatro horas no vuelven, significará que el terreno está libre. Claude ordena a Trout que, pase lo que pase, mate a Link. Al llegar a su destino, descubren que Lassoo es ahora una ciudad abandonada, una ciudad fantasma, en la que sólo encuentran a una mejicana. Irritado, Trout la mata y es abatido por Link, quien espera la llegada de Claude y Ponch para matarles. Después vuelve al campamento y se enfrenta con su tío -que acaba de violar a Billie- para detenerle y llevarle ante la justicia, pero, al ser atacado, le mata de varios disparos. Link y Billie abandonan aquel lugar.

El film está estructurado sobre la base de una larga secuencia central que acaba siendo claustrofóbica. Es aquélla en que Gary Cooper llega a la que fue su casa durante muchos años y se reencuentra con su pasado. Allí se da cuenta que, aunque haya sido por azar, ha de enfrentarse (y eliminar) con lo que había sido anteriormente si quiere tener un nuevo futuro, en primera instancia, para salvar su vida y la de las dos personas que le acompañan. Esta secuencia resume toda la filosofía de la historia: el destino se puede vencer pero ha de hacerse con decisión, con empeño, empleando la violencia si es necesaria. El guión sintetiza todos los conflictos que llevarán al protagonista a esta conclusión. En primer lugar el reencuentro con aquel entorno y con los hombres con los que convivió Link: su tío y sus primos, compañeros de fechorías. Después va desgranando los aspectos psicológicos de la banda: el despotismo y la crueldad de su tío (hace matar al cuarto miembro de la banda, herido en el asalto, alegando que morirá de cualquier manera), la psicopatía de su primo Couley –que quiere violar salvajemente a la chica de saloon que le acompaña después de humillarla haciéndola desnudar ante todo el mundo con el cosentimiento de su lascivo padre que, como se demuestra después, también pretende participar en la diversión. Mann se volcó en esta secuencia: «representaba un bonito tour de force para mí. Tenía una importancia capital para la preparación de las muertes que seguirían. La atmósfera debía ser malsana, sofocante... muy parecida a la de Cayo Largo (Key Largo, John Huston, 1948). Los personajes se iban unificando psicológicamente y Gary Cooper empezaba a volver a tomarle el gusto a la sangre, a la tortura».

En esta secuencia, Link va recuperando el sentido de una realidad latente que, seguramente, había menospreciado o había querido ignorar. Se debate confusamente entre ideas contradictorias. Sabe que no puede volver a su antigua vida. Sabe que, aunque pueda sentirse atraído por Billie, ésta no deja de formar parte de su pasado, y ahora su lugar está junto a su mujer y sus hijos. Y sabe que ha de obrar con astucia si quiere sobrevivir. Lo que todavía no sabe, pero intuye, es que habrá de emplear de nuevo la violencia para sobrevivir a la violencia.

 

Puede apreciarse en toda esta larga secuencia -rodada prácticamente en el interior de la cabaña y de noche, únicamente a la luz de unos candiles- la influencia de la estética del film noir, lo cual no es nada extraño dados los antecedentes de Mann en sus primeros años. Lo que resulta quizá más sugerente es que los personajes y la aparente filosofía del film se ajusten así mismo a rasgos diferenciales de aquellas películas -el destino, el perdedor, el retorno al pasado, la femme fatale a pesar suyo, el gánster... -aunque Mann resuelva todos los conflictos de forma totalmente opuesta, rompiendo todos los planteamientos. El perdedor no lo es porque no se resigna a serlo. El retorno al pasado se resuelve felizmente gracias al empleo de la fuerza. La femme fatale es una pobre chica a merced de los hombres. El gánster/jefe de la banda no consigue el retorno al redil de la oveja descarriada. Y fuera de esta secuencia clave, los dos asaltos fracasan; el del tren por la impericia de los asaltantes; el del banco porque está en una ciudad que ya no existe, una ghost city, en clara alegoría a la desaparición del mundo de los delincuentes, un mundo que agoniza engullido por un nuevo orden. Un anális de las constantes de algunos westerns y film noirs nos llevaría a buen seguro a encontrar insospechadas similitudes, entre ellas una filosofía de la vida con la que se escribió parte de la historia estadounidense.

Situando estas ideas en el entorno del western, Mann se anticipa a los crepusculares de Sam Peckinpah y Sergio Leone. El Oeste está cambiando aceleradamente: los trenes ya cuentan con adelantos técnicos (Gary Cooper se aparta sorprendido de la locomotora que suelta humo), los caballos empiezan a no ser imprescindibles y, sobre todo, gentes como Dock Tobin y su banda ya no tienen un lugar en el nuevo orden. Todo ello justifica el cambio de vida ya alcanzado por Link y el que quiere conseguir Billie. Para lograrlo, vale todo, incluso la violencia.

Antes de la secuencia central, únicamente hay otras tres preparatorias dentro de la estética del más puro western: la llegada de Link al pueblo, el asalto al tren y la peregrinación a pie hasta encontrar la cabaña. Después, otras tres, la lucha entre Link y Sam, la llegada a la ciudad fantasma y finalmente la lucha entre tío y sobrino. Solamente con una secuencia base y seis accesorias, Mann tiene suficiente para proponer una reflexión casi shakesperiana sobre el hombre y su destino y, sin proponérselo, (según sus manifestaciones), sobre la desaparición de aquel mundo y por extensión de la transformación del género: «Quise mostrar cómo un hombre quiere desprenderse de las huellas del mal. Un hombre contempla su pasado y se dice: “Debo destruir todo lo que fui cueste lo que cueste”. Huye, pero cada vez una fuerza le arrastra hacia atrás y cada vez se enfrenta con sus propios demonios. Es así como nace una lucha continua. Creo que se trata de un buen tema, digno de Sófocles o Eurípides».

El film nunca resulta maniqueista ni moralizante. Describe sin concesiones a los miembros de la banda mostrándoles como seres primitivos, de instintos criminales arraigados, sin ningún tipo de moral... marcados por su sanguinario patriarca, quien no vacila en matar a quien se supone que es su propio hijo, quizá porque no puede soportar una crueldad mucho mayor que la suya. Tampoco se claudica en la evolución del personaje de Link, un hombre que asume su pasado y del que aprovecha su aprendizaje para acabar con sus enemigos. Ni mucho menos Mann busca el final feliz sino que lo deja abierto. Capítulo aparte merecen los tres protagonistas. Mann no estuvo nunca de acuerdo con su interpretación, considerando que Cooper parecía estar siempre cansado, «hasta le costaba cabalgar», lo cual no obstante añade mayor verosimilitud a su personaje; que Julie London «parecía siempre ausente» y que «su personaje parece ridículo», mientas que Lee J. Cobb se excedía en su composición.

Resulta curioso comparar una secuencia clave del film -la de la lucha a puñetazos entre Link y Couley- con una de Horizontes de grandeza (The Big Country, William Wyler, 1958), y como puede apreciarse rodada aquel mismo año, para poner en evidencia las diferencias en la puesta en escena entre Mann y Wyler. En la de Wyler, Charlton Heston y Gregory Peck luchan también a puñetazos mientras la cámara se va alejando en beneficio del paisaje, mostrándoles como dos hormigas perdidas en un mundo inmenso. En la de Mann, tienen más importancia los hombres, mientras el paisaje -siempre presente en sus films aunque pocas veces protagonista- es simplemente un elemento accesorio. Hay otra secuencia similar en ambos films: ambos pater familia matan a sus hijos (Burl Ives y Lee J. Cobb, respectivamente a Chuck Connors Jack Lord) por su falta de fair-play. En una sociedad paternalista, el jefe de familia es quien impone las reglas e incluso las aplica. Pero Mann y Wyler lo ponen en escena de manera muy diferente. El primero termina bruscamente la secuencia con el hijo en primer término cayendo abatido, sin ningún tipo de retórica. El segundo se recrea en las reacciones y el efecto que provoca en los personajes.

Otra similitud y otra forma de hacer cine se encuentra en la parte final, en la ghost town. Recuerda el escenario de Cielo amarillo (Yellow Sky, William A. Wellman, 1948), aunque con puestas en imágenes diametralmente opuestas. Wellman apuesta por la estética del film noir (no en balde su film se basa en una novela criminal de W. R. Burnett y está filmado en blanco y negro) mientas que Mann la rueda totalmente a pleno sol, convirtiendo una vez más el entorno en elemento imprescindible- para desarrollar el conflicto de los personajes. El Cinemascope potencia el paisaje árido del desierto californiano.

El hombre del Oeste tuvo escaso éxito en taquilla ya que no accedió a los grandes circuitos exhibiéndose en salas de pequeño aforo o de segunda categoría. Este relativo fracaso debió molestar bastante a Gary Cooper, ya que era su primera película de los últimos treinta años que no se exhibía en los cines de Broadway (o sus equivalentes en otras grandes ciudades). Las críticas tampoco fueron favorables: Dickens Homer dice que «no es gran cosa» y que tiene la impresión de que Gary Cooper y el operador Ernest Haller pierden el tiempo. Paul Howard Thompson (New York Times) escribe que «No solamente Gary Cooper monta a caballo como si hubiese sido el caballo quien le hubiese enseñado a montar sino que su escena de la lucha es de las más patética de los últimos años. Más que una lucha parece que se revuelquen por la hierba».

Cimarrón (1960) fue uno de los proyectos presupuestariamente mas ambiciosos de la Metro Goldwyn Mayer y también uno de sus fracasos más sonoros. La major echó la casa por la ventana: 368 personajes con diálogo, vestuario reconstruido rigurosamente, 300 carros modelo 1889 y además el desplazamiento de material y personal más importante de su historia para rodar en el Sur de Arizona, entre Tucstone y Tombstone, en un rodaje que duró tres meses. Edmund Grainger, el productor de la Metro, inquieto por el viraje político que toma la película, se asusta y acorta el rodaje. La mitad del metraje consagrado a Boy Yountis -un personaje clave en la novela- y la casi totalidad del de Anne Baxter se cortan en el montaje, quizá porque pueden resultar conflictivos para la censura. Se encarga a Arnold Schulman que escriba nuevas escenas para Maria Schell, hasta aquel momento con poca presencia en el film. Se obliga a que Mann ruede en estudios secuencias previstas en exteriores. Y Reggie Callow rueda algunas secuencias adicionales. El resultado es que Mann se indigna y se muestra en total desacuerdo con el montaje final. La Metro había querido repetir el éxito de la primera versión de la novela-saga de Edna Ferber, publicada en 1930, dirigida en 1931 por Wesley Ruggles e interpretada por Richard e Irene Dune, el mayor éxito de los principios del cine sonoro, pero las interferencias en el trabajo de Mann dieron al traste con el proyecto, resultando finalmente una mezcla de western con “americana”, que no complació a nadie. Mann confiesa que cometió un error al realizarlo, «No obstante, el punto de partida era interesante. Se trataba de mostrar cómo los hombres se instalaban en parajes desérticos y cómo surgían y crecían las ciudades poco a poco. Es así como se hizo América».

22 de julio de 1889. Este día se asignarán los últimos territorios por colonizar del que será el territorio de Oklahoma, en una carrera organizada y vigilada por el ejército. Sabra, la hija de una familia pequeño burguesa del Este, se ha enamorado de Yancey Cravatt, un hombre de quien sabe muy poco. Lo irá descubriendo poco a poco cuando, ya casados, ambos participen en la carrera. Lo empieza a conocer cuando tres muchachos la sorprenden bañándose desnuda en un pequeño lago. Yancey se enfada pero después, al conocer a uno de ellos, se muestra increíblemente cordial. Antes de la carrera, su marido se encuentra con viejos amigos y conocidos, entre ellos, sus padres adoptivos, un viejo editor de periódicos y su mujer, defiende a un indio y  ayudan a Tom Wyatt -y a su familia numerosa- a que puedan participar (con el paso de los años Wyatt se convertirá en un magnate del petróleo con pocos escrúpulos). Yancey no puede conseguir la parcela con que soñaba batido en el último momento por Dixie, una prostituta con la que años atrás sostuvo un apasionado romance y que trata de recuperarle por todos los medios. Desanimado, sigue los pasos del viejo editor, que ha muerto durante la carrera, y crea un periódico que, en su afán de defender y decir la verdad, le trae infinitas complicaciones. Pero sus inquietudes no le permiten permanecer siempre en el mismo sitio ni mucho menos tener un hogar estable. Desaparece de la vida de su mujer, combate en la guerra contra España para la liberación de Cuba y finalmente muere, se supone, que en la Primera Guerra Mundial. Su mujer ha continuado sus negocios y ha creado un imperio periodístico.

El film no hace justicia a la novela original con la que Edna Ferber quería hacer para Oklahoma lo mismo que había hecho para Texas con “Gigante”. Y formalmente queda partido en dos mitades irreconciliables: la primera es un western en estado puro marcado por la impresionante e histórica carrera de colonos (también una secuencia clave de la primera versión). Dura diez minutos y medio y la carrera en sí seis minutos. Es sin lugar a dudas lo mejor de la película y -junto con el ambiente previo de aquel campamento que reunió a diez mil personas- la que simboliza la forma de vida de los pioneros norteamericanos. Es una lucha sin cuartel para conseguir tierras en la que casi todos pasan por encima de cualquier obstáculo -humano incluso- para lograr sus fines. Es la ley del más fuerte, del más astuto o del más desalmado. Pero, después, cuando desaparece Glenn Ford de la pantalla desaparece todo el western. La segunda mitad -mutilada sensiblemente en la distribución europea- queda estéticamente en las antípodas, es la típica americana, una visión del ascenso hasta lo “más alto” de gente que ha surgido de la nada y en la que no están ausente ciertas notas críticas: racismo, ambición, corrupción política, el rol del capital judío, la hipocresía social... pero formalmente con escaso interés y con obligadas elipsis que no profundizan en cada uno de los subtemas. Es cierto que se intuyen innumerables puntos de interés- muchos de los cuales entroncan con la filosofía de ciertos films de Mann, pero pertenecen más a la novela que a la película. En el centro, queda eso sólo, un personaje que lucha por sus ideales en una sociedad materialista. Otros aparecen y desaparecen sin demasiadas explicaciones. Por su tono épico, Cimarrón puede considerarse como un puente entre los westerns y los futuros blockbusters de Mann.