The Wizard of Oz, 1939

Dirección: Victor Fleming, King Vidor. producción: Metro-Goldwyn-Mayer. Productor: Mervyn LeRoy. Guión: Noel Langley, Florence Ryerson, Edgar Allan Woolf, sobre la novela de L. Frank Baum. Fotografía: Harold Rosson (color, b/n). montaje: Blanche Sewell. Dirección Artística: Cedric Gibbons. Música Herbert Stothart. Intérpretes: Judy Garland, Ray Bolger, Bert Lahr, Jack Haley, Billie Burke, Margaret Hamilton, Charley Grapewin, Clara Blandick, Pat Walsh, Frank Morgan. Duración: 101 min.

 

En 1939 saltaron de Hollywood dos geniales películas, que asombraron y ya son puntos de encuentro sagrados en la historia sentimental de este siglo, como si algo indefinible las mantuviera a resguardo de la erosión del tiempo: Lo que el viento se llevó y El mago de Oz, en cuyos títulos de crédito el mismo director, Victor Fleming, es aplastado por la losa de su propia obra y la de sus intérpretes, Clark Gable y Vivien Leigh la primera y Judy Garland la segunda, convertidos en fetiches universales.

¿Por qué el director de maravillas como Capitanes intrépidos, La isla del tesoro, La vida es así o Tortilla Flat, y el Doctor Jekyll de Spencer Tracy e Ingrid Bergman, carece de renombre y hay historiadores que no le dan más mérito que a un artesano rutinario? Es otro misterio oculto en El mago de Oz, obra capital, que casi parece, como Lo que el viento se llevó, decapitada de autoría. Tal vez interviene en su oscurecimiento que Fleming era un outsider distante y aristocrático, que se encogía de hombros ante las maniobras de las oficinas de relaciones públicas de sus competidores, pues los tuvo, y serios, en Lo que el viento se llevó y El mago de Oz.

La elaboración de ambas películas se interfiere. Ésta es otra cara del misterio que rodea el eclipsamiento de Fleming. Inició El mago de Oz el tosco Richard Thorpe, que pronto fue sustituido (para hacer este filme de niños, plagado de enrevesados subentendidos nada infantiles, había que hilar más fino que lo que alcanzaban a ver los jefes de la Metro, huérfanos tras la muerte del águila Irving Thalberg) por el exquisito George Cukor. Éste, antes de irse a Lo que el viento se llevó, encauzó a la adolescente Judy Garland en la composición de la niña Dorothy Gale. Y Fleming tomó las riendas hasta casi acabar el filme, pero no lo remató: le llamaron para sustituir de nuevo a Cukor, cuando Clark Gable exigió que pusieran a éste de patas en la calle en Lo que el viento se llevó. Y los flecos que Fleming dejó en El mago de Oz los hiló King Vidor, entre ellos una melodía universal, “Sobre el arco iris”.

Sobre esta melodía se adentró Judy Garland en la historia del cine. Recorrió, montada en el Arco Iris, el mundo, y su adentramiento en aquella deslumbradora borrachera de color pervive. No tiene fin el viaje, que todos hemos emprendido (tanto en la infancia como en la memoria de la infancia) al país de Oz. Se sucede, como un relevo, generación tras generación, porque fatalmente sigue siendo, con una niña condenada a ser mujer de vida y genio trágicos (recordar Ha nacido una estrella o Vencedores y vencidos, y no sólo los eufóricos conciertos de la inmensa Judy adulta y sembrada de suicidio en el Carnegie Hall neoyorquino) como conductora.

Es el viaje a Oz una enigmática autobiografía colectiva y la más perturbadora exploración de la memoria moderna en un torvo mito de engatusamiento: el del país de Jauja, uno de los más turbios y menos infantiles lugares que existen. Una adolescente disfrazada de niña, un león miedoso que busca un talismán que le devuelva el valor, un muñeco de latón oxidado que busca un corazón y un espantapájaros sin huesos que quiere caminar sin muletas (reminiscencias de una sociedad de lisiados) emprenden, en un mundo asolado por ciclones y orientado a la guerra, la busca (a través de un estallido de color) de un remedio a sus carencias en una Jauja cinematográfica gobernada por un feriante chapucero, depositario de la chatarra del sueño americano, convertido, tras estrellarse, en pesadilla americana.

De todo, menos inocencia, hay en este libérrimo y gozoso relato interior de un tiempo, el de entreguerras, que comienza a parecerse demasiado a este tiempo. Y no suena a casual que se redescubra por enésima vez ahora, en la asqueada América de Mónica Lewinsky, el país de Oz, territorio de toda huida a ninguna parte. Ya se le convocó en la América pringada en barro de Vietnam, porque esta niñería, como otras configuraciones mitológicas infantiles, encubre feos asuntos de fondo, que saltan a la calle de tiempo en tiempo: un trasvase al sueño del cine de rancias pesadillas adultas, similar a lo que los surrealistas vieron en la llamada a King Kong cuando llegan tiempos de derrumbe; o al mito del marciano cuando llegan los de incertidumbre. El país de Oz, fin del vuelo de cuatro muñecos colgados de un doloroso síndrome de abstinencia, punta del camino trazado por Judy Garland disfrazada de una niña que ya no era, conduce a muchos rincones de la vieja memoria, pero sobre todo hoy, como entonces, a una llamada nostálgica a la libertad.

Ángel Fernández-Santos (El País, 23-11-1998)