La entrevista Todas las temporadas de mi carrera como niñera arrancaban con una ronda de entrevistas tan surrealmente idénticas que a veces pensaba si las madres no se habrían pasado unas a otras un manual secreto en la Asociación de Padres en el que se les dice cómo hacerla. Esta toma de contacto inicial era tan repetitiva como un ritual religioso y me daban tentaciones de, justo antes de que la puerta se abriera, arrodillarme, hacer una genuflexión o decir: «¡Que empiece la función!». Ningún otro acto representaba este trabajo con mayor exactitud, y siempre empezaba en un ascensor más bonito que la mayoría de los apartamentos neoyorquinos. La cabina forrada con paneles de nogal me asciende lentamente, como un cubo en un pozo, hacia una posible solvencia. A medida que me acerco al piso indicado inspiro profundamente; la puerta se abre ante un pequeño vestíbulo que da paso, como mucho, a dos apartamentos. Toco el timbre. Experiencia de niñera: ella siempre espera a que llame al timbre, a pesar de que el vigilante de seguridad del portal la ha avisado de mi inminente llegada 13 y probablemente esté esperando detrás de la puerta. De hecho, es posible que lleve esperando ahí desde que hablamos por teléfono hace tres días. El oscuro vestíbulo, decorado con un sombrío papel Colefax y estampados de flores de Fowler, siempre tiene un paragüero de latón, un grabado de caballos y un espejo, en el que realizo una última comprobación rápida de mi aspecto. Parece que me hayan aparecido manchas en la falda durante el viaje en tren desde la escuela, pero por lo demás estoy muy bien: dos piezas de punto, falda de flores y unas sandalias imitación de Gucci que compré en el Village. Ella siempre es menudita. Su pelo es siempre lacio y fino; parece que siempre inhala y nunca exhala. Siempre lleva unos carísimos pantalones deportivos, zapato bajo de Chanel, una camiseta de rayas francesas y chaqueta blanca de punto. Pro-bablemente, unas discretas perlas. En siete años y tropecientas entrevistas el modelo «soy una mamá muy sencilla con mis pantalones deportivos pero imponente con unos zapatos de cuatrocientos dólares » no ha variado. Y es sencillamente imposible imaginarla haciendo algo tan poco digno como lo que hace falta hacer para quedarse embarazada. Sus ojos se clavan directamente en la única mancha de mi falda. Me ruborizo. Todavía no he abierto la boca y ya estoy en desventaja. Me hace pasar al recibidor, un espacio inmenso con el suelo de mármol reluciente y paredes gris champiñón. En el centro hay una mesa redonda con un jarrón con flores que parecen a punto de morir, pero que no se atreven a marchitarse. 14 Ésta es mi primera impresión del Apartamento que me recuerda una suite de hotel: inmaculada pero impersonal. Hasta el dibujo infantil solitario que veré más tarde sujeto con cinta adhesiva a la nevera parece sacado de un catálogo. (En los superfrigos con revestimiento de color personalizado no se pegan los imanes.) Se ofrece a recogerme la chaqueta, mira con desdén el pelo que mi gato me ha dejado pegado para darme suerte y me ofrece algo de beber. Lo correcto es que yo diga: «Un poco de agua me vendría bien». Pero muchas veces tengo la tentación de pedir un whisky escocés, sólo para ver cómo reaccionaría. Luego me invita a pasar al salón, que varía del esplendor aristocrático al funcionalismo de Ethan Allen, dependiendo de lo antigua que sea la fortuna familiar. Me señala el sofá donde de inmediato me hundo un metro entre los cojines, convertida en una niña de cinco años sepultada entre montañas de cretona. Ella se yergue por encima de mí, tiesa como una vara en una silla que parece terriblemente incómoda, con las piernas cruzadas y una sonrisa tensa. Ahora empezamos la verdadera entrevista. Dejo con torpeza el vaso de agua húmedo en un posavasos al que parece que habría que poner un posavasos. Ella está abiertamente radiante de felicidad al comprobar que mi etnia es evidentemente aria. —Bueno —arranca animada—, ¿cómo es que acudiste a la Asociación de Padres? Ésta es la única parte de la entrevista que se parece en algo a una conversación profesional. Vamos a hacer filigranas por evitar ciertas palabras, tales como «niñera» 15 y «cuidado de niños», porque serían de mal gusto y nosotras nunca, pero nunca, admitiríamos que estamos hablando de la posibilidad de que yo trabaje aquí. Éste es el Sagrado Pacto de la relación madre-niñera: hablamos de un placer, no de un trabajo. Sencillamente estamos «conociéndonos un poco», de la misma manera como me imagino que una prostituta y un cliente hacen sus negociaciones mientras intentan no cargarse la atmósfera. Lo más cerca que llegamos a la idea de que yo hago esto por dinero es el tema de mi experiencia como niñera, que yo describo como un hobby apasionante, muy similar a la cría de perros guía para ciegos. A medida que progresa la conversación, me convierto en una experta en desarrollo infantil, que intenta convencernos a ambas de la necesidad de satisfacer mi propio espíritu criando a un/a niño/a y participando en todos los estadios de su crecimiento, un simple paseo al parque o a un museo se convierte en un viaje de gran valor sentimental. Cito divertidas anécdotas de mis pasadas ocupaciones refiriéndome a los niños por sus nombres: «Todavía me maravilla el progreso cognoscitivo que experimentaba Constance con cada hora que pasábamos en el foso de arena». Me noto parpadear y me veo a mí misma girando el paraguas al estilo Mary Poppins. Ambas nos quedamos unos instantes en silencio, imaginando mi estudio empapelado con dibujos pintados con los dedos y diplomas de doctorado de Stanford. Ella me mira expectante, preparada para mi demostración. —¡Me encantan los niños! Me encantan sus pequeñas manitas y pies y los sándwiches de mantequilla de caca 16 huete y que se me pringue el pelo de mantequilla de cacahuete y Elmo, me encanta Elmo, y tener el bolso lleno de arena y jugar al corro, ¡nunca me canso!, y la leche de soja y las mantitas de bebé y la interminable lluvia de preguntas para las que nadie tiene respuesta, quiero decir, ¿por qué el cielo es azul? ¡Y Disney! ¡Disney es mi segunda lengua! Las dos oímos la canción En un mundo nuevo como fondo musical cuando le aseguro que cuidar de su hijo sería, más que un privilegio, una aventura. Está abrumada, pero aún quiere llegar más al fondo. Ahora quiere saber por qué, si soy tan fabulosa, quiero cuidar de su hijo. Vamos a ver, ella lo ha parido y no quiere cuidarlo, ¿por qué iba a hacerlo yo? ¿Estoy pagando la financiación de un aborto? ¿Es para fundar un grupo de izquierdas? ¿Cómo es posible que ella haya tenido tanta suerte? Quiere saber qué estudio, qué pienso hacer en el futuro, qué pienso de los colegios privados de Manhattan, a qué se dedican mis padres... Respondo con todo el sentimiento y la mayor desenvoltura de la que soy capaz, tratando de inclinar la cabeza levemente como Blanca Nieves cuando escuchaba a los animalitos. Ella, por su parte, prefiere adoptar una pose más Diane Sawyer, esperando respuestas que le confirmen que no estoy allí para robarle el marido, las joyas, las amigas o su hijo. Por ese orden. Experiencia de niñera: en ninguna de mis entrevistas se han comprobado mis referencias. Soy blanca. Hablo francés. Mis padres son universitarios. No tengo piercings visibles y he ido al Lincoln Center en los dos últimos meses. Estoy contratada. 17 Se levanta con renovadas esperanzas. —Permíteme que te enseñe la casa... Aunque ya hemos entrado en contacto, ha llegado el momento de que el Apartamento juegue su baza más fuerte. Cuando entramos en ellas, las habitaciones parecen sacudirse el polvo ellas mismas para añadir aún más brillo a las superficies ya cegadoras. Este Apartamento ha nacido para que lo recorran. Cada habitación, enorme, se conecta con la siguiente mediante una serie de minipasillos, con el espacio justo para contener un original enmarcado de éste o de aquél. Con independencia de que lo que tengan sea un bebé o un adolescente, durante el recorrido nunca se descubre el menor vestigio de un niño. De hecho, no existe el menor vestigio de nadie: ni una sola fotografía familiar. Más tarde descubro que todas están discretamente encerradas en marcos de plata de Tiffany y hábilmente arracimadas en un rincón del cuarto de estar. La ausencia de un par de zapatos tirados o de un sobre abierto hace que resulte difícil creer que el escenario por el que me conduce sea tridimensional; parece un apartamento como del Potemkin. En consecuencia, cada vez me siento más incómoda y más insegura de cómo demostrar el asombro que se espera de mí sin decir: «Sí, ñora, qué bonito qu’és tó esto; amos que sí», con un fuerte acento barriobajero y acompañado de una reverencia. Afortunadamente, ella está en movimiento perpetuo y no se presenta la ocasión. Se desliza en silencio delante de mí y me sorprende lo frágil que parece su complexión en contraste con el recargado mobiliario. Fijo la mirada en su espalda mientras pasamos de una habita 18 ción a otra, en las que se detiene brevemente para hacer un gesto circular con la mano y decir el nombre de la estancia, y yo asiento con la cabeza para confirmar que, efectivamente, es el comedor. Durante el recorrido, dos informaciones me tienen que quedar muy claras: 1) que pertenezco a un nivel inferior, y 2) que tengo que estar en alerta máxima para que el niño o niña, que también pertenece a un nivel inferior, no raye, rompa, manche o estropee un solo elemento del apartamento. El guión codificado de esta comunicación es como sigue: ella se vuelve y «menciona» que realmente no tendré que hacer ningún trabajo de casa y que Hutchison «prefiere» jugar en su cuarto. Si existiera la justicia en el mundo éste sería el momento en que se tendría que dar a las niñeras unas barreras de las de cortar carreteras y una pistola de dardos adormecedores. Estas habitaciones están destinadas a convertirse en la maldición de mi existencia. A partir de este momento, más del noventa y cinco por ciento de este apartamento no será más que el decorado borroso de carreras, súplicas y órdenes terminantes del tipo «¡¡Deja la lechera de porcelana de Delft!!». También estoy a punto de conocer más clases de líquidos limpiadores que tipos de suciedad supiera que existían. Será en la despensa, guardados en una estantería alta encima de la lavadora-secadora, donde descubra que la gente importa de Europa detergentes especiales para la taza del váter. Llegamos a la cocina. Es enorme. Con unos cuantos tabiques podría albergar fácilmente a una familia de cuatro miembros. Ella se detiene y apoya una mano de uñas perfectas en la encimera, adoptando una pose familiar, 19 como un capitán al timón a punto de dirigirse a la tripulación. Sin embargo, yo sé que si le preguntara dónde está la harina, el resultado sería media hora de búsqueda entre utensilios de cocina sin estrenar. Experiencia de niñera: puede que en esta cocina consuma montones de agua Perrier, pero nunca ha comido en ella. De hecho, a lo largo del trabajo nunca la veré comer nada. Aunque no es capaz de decirme dónde está la harina, probablemente puede localizar los laxantes en el armario de las medicinas con los ojos cerrados. El frigorífico está siempre a reventar de verdu-ras frescas meticulosamente troceadas guardadas en Tupperwares y al menos dos paquetes de tortellini de queso frescos que su hijo prefiere sin salsa. (Lo que significa que en la casa no hay ninguna salsa tampoco para mí.) También está la sempiterna leche orgánica, una botella de vino Lillet abandonada, mermelada Sarabeth y montones de ginkgo biloba refrigerado («para la memoria de papi»). El congelador está hasta arriba del secreto inconfesable de mami: congelados de pollo y polos. Al mirar el contenido del frigo pienso que la comida es para el niño; los condimentos para los mayores. Uno puede imaginarse una comida en la que los padres meten palillos en un bote de tomates desecados Grace’s mientras la criatura se empapuza una orgía de fruta fresca y comida congelada. —La verdad es que las comidas de Brandford son bastante sencillas —dice señalando los alimentos congelados mientras cierra el congelador. Traducción: pueden darle de comer esa mierda los fines de semana con la conciencia tranquila, porque saben que yo le prepararé comidas macrobióticas de cuatro platos entre semana. 20 El día llegará en que mire los coloristas envases del congelador muerta de envidia, mientras recaliento el arroz salvaje de Costa Rica para mayor seguridad digestiva del crío de cuatro años. Abre la despensa (que es lo bastante grande como para ser la casa de veraneo de la familia de cuatro miembros que podría vivir en la cocina) y revela un nivel de provisiones como para el holocausto nuclear, como si la ciudad estuviera en peligro permanente de ser saqueada por una banda de fanáticos de la comida sana de cinco años. Está a tope de toda clase de zumos envasados, leche de soja, leche de arroz, galletas orgánicas, barras de cereales orgánicas y frutos secos orgánicos que se le hayan ocurrido al nutricionista consultado. Los únicos productos con aditivos son los de una estantería de galletas Goldfish variadas, entre las que se incluyen las sin sal y las poco populares con sabor a cebolla. En toda la cocina no hay ni rastro de alimento lo bastante grande para llenar la mano de un adulto. A pesar del mítico «coge lo que quieras», pasarán unas cuantas noches de famélicas cenas a base de pasas antes de descubrir la balda superior, que parece estar protegida por trampas y cubierta de polvo, pero contiene los muy codiciados regalos de gourmet que han sido abandonados a su suerte por mujeres que consideran que el chocolate es como una granada en la caja de Pandora. Bombones de Barney, trufas de Saks, chocolatinas de Martha’s Vineyard, cosas todas que devoro como una adicta al crack en el cuarto de baño, para evitar que el crimen quede grabado por una posible cámara de seguridad. Me imagino que luego emiten la grabación en Hard Copy: «Niñera 21 (borracha de delirio) es descubierta rasgando el envoltorio de celofán de unos Godivas de la Pascua del 92». Es en este momento cuando empieza con las Reglas. Ésta es una parte muy agradable del proceso para cualquier madre porque es su oportunidad de demostrar cuánta dedicación y esfuerzo ha supuesto criar a su criatura hasta el momento. Habla con una extraña mezcla de animación, confianza y convicción arrebatada: está muy segura de lo que dice. Yo, a cambio, adopto mi expresión más interesada pero compasiva, como si dijera: «Sí, por favor, cuénteme más, estoy fascinada», y «Debe de ser terrible para usted tener un niño alérgico al aire». Y así comienza la lista: Alérgico a los lácteos. Alérgico a los cacahuetes. Alérgico a las fresas. Alérgico al barniz con propano. A algunos cereales. No come arándanos. Sólo come arándanos si están cortados en rodajas. Los sándwiches tienen que estar cortados en horizontal y con corteza. Los sándwiches tienen que estar cortados en cuartos y SIN corteza. Los sándwiches deben cortarse mirando al este. ¡Le encanta la leche de arroz! No come nada que empiece por la letra M. Todas las porciones tienen que estar medidas; no se le permite comida extra. Todos los zumos tienen que estar rebajados con agua y los tiene que beber en un vaso cerrado encima del 22 fregadero o en la bañera (preferiblemente hasta que cumpla los dieciocho años). Toda la comida se le servirá encima de un mantel de plástico, con una toallita de papel debajo del plato y con el babero puesto todo el tiempo. En realidad, «si pudieras desnudar a Lucien antes de comer y darle una regada con la manguera después, sería perfecto». NADA de comida ni bebida dos horas antes de acostarse. NADA de aditivos. NADA de conservantes. NADA de pipas de calabaza. NADA de pieles de ningún tipo. NADA de comida cruda. NADA de comida cocinada. NADA de comida americana. y... (aquí la voz asciende a un tono que sólo pueden oír las ballenas) ¡NADA DE COMIDA FUERA DE LA COCINA! Yo asiento gravemente con la cabeza. Es totalmente lógico. —Dios mío, por supuesto —me oigo decir. Ésta es la Fase I para atraparme en el plan, para crear en mí la sensación de cohesión. —¡Estamos juntas en esto! ¡La pequeña Elspeth es nuestro proyecto común! ¡Y no le vamos a dar de comer nada más que judías mung! Me siento como una embarazada de nueve meses que acaba de descubrir que su marido piensa criar al niño 23 en el seno de una secta. Sin embargo, en cierto sentido me halaga haber sido elegida para participar en este proyecto. Acaba la Fase II: estoy sucumbiendo a la fascinación de la perfección. El recorrido continúa hasta la habitación más lejana. La distancia entre la habitación del niño y la de los padres siempre se establece en un rango entre muy lejos y realmente muy, muy lejos. De hecho, si hay otro piso, su habitación estará allí. No se puede evitar imaginar al pobre crío de tres años despertándose con una pesadilla y poniéndose un salacot y cogiendo una linterna para ir en busca de la habitación de sus padres, armado sólo con una brújula y un valor a prueba de bomba. La otra señal reveladora de que nos estamos acercando a la Zona Infantil es el cambio de decoración, de falso oriental desvaído a un estilo Mondrian de colores primarios o bien a colores pastel Bonpoint, muy Kennedy. En cualquier caso, Martha ha pasado por allí... en persona. Pero el efecto es extrañamente inquietante; obviamente, es la idea de un adulto de lo que es una habitación infantil, como evidencia el hecho de que todos los grabados de la primera edición de Babar, firmados, cuelguen por lo menos a un metro por encima de la cabeza del niño. Tras haber asimilado las Reglas, estoy lista para conocer al niño burbuja. Me dispongo a encontrarme con una unidad de cuidados intensivos completa, con cableados estilo Louis Vuitton IV. Imaginad mi sorpresa ante el torbellino que atraviesa la habitación hacia nosotras. Si se trata de un chico, el movimiento recuerda al del Demonio de Tasmania, mientras que si es una chica se pare 24 ce más a una secuencia de los Mosqueteros, con dos piruetas y un grand jeté incluidos. El niño se siente impelido a esta actividad por una reacción pauloviana al perfume de la madre que se acerca. El encuentro se desarrolla de la manera siguiente: 1) El niño (acicalado como si le fuera la vida en ello) se lanza en línea recta hacia la pierna de su madre. 2) En el preciso instante en que las manos del niño se cierran alrededor de su muslo, la madre agarra hábilmente las muñecas de la criatura. 3) Simultáneamente, esquiva el abrazo uniendo las manos del niño que dan una palmada delante de su cara y se inclina para decirle hola y volverle la mirada hacia mí. Voilà. Ésta es la primera de múltiples representaciones de lo que yo llamo el «Reflejo Espátula». Posee tal ritmo y exactitud que me dan ganas de aplaudir, pero en lugar de hacerlo respondo a mis propios estímulos paulovianos ante sus caras expectantes. Caigo de rodillas. —¿Por qué no os vais conociendo un poquito?... Éste es el pie para que empiece la parte de la prueba que yo llamo «Juega con el Niño». A pesar de que todos sabemos que la opinión del niño es irrelevante, entro en un estado de actividad psicótico. Juego como si yo fuera el espíritu de la Navidad e incluso más, hasta que el niño alcanza un efervescente frenesí de interacción, con el estimulante añadido de la infrecuente presencia de la madre. El niño está educado en la teoría Montessori del juego: sólo se sacan los juguetes de su cubículo de nogal de uno en uno. Yo compenso la ausencia del caos infantil habitual con un despliegue de voces, pasos de baile y un conocimiento profundo de los Pokemon. En breve el niño me está pidiendo que le lleve al zoo, que me quede 25 a dormir y que me vaya a vivir con ellos. Éste es el momento en que la madre, que ha estado observando sentada en el borde de la cama con sus tableros de puntuación mentales, interviene para anunciar que «Ya es hora de despedirse de Nanny. ¿No te encantaría volver a jugar con Nanny otro día?». La asistenta, que todo este tiempo ha permanecido encogida en una mecedora de tamaño infantil en un rincón, le ofrece un sobado libro de cuentos en un débil intento de igualar mi despliegue de entusiasmo y retrasar el inevitable berrinche. Durante unos segundos se da una repetición del Reflejo Espátula en una versión ligeramente más sofisticada, que esta vez acompaña el desplazamiento de la madre y el mío propio fuera de la habitación y el golpe de la puerta, todo en una sola acción ininterrumpida. Ella se pasa la mano por el pelo mientras me conduce otra vez al silencio del apartamento con un largo y quejumbroso: —Bueno... Me da mi bolso y nos quedamos de pie en el vestíbulo al menos otra media hora, antes de que dé por concluida la entrevista. —Bueno, ¿y tienes novio? Éste es el pie de la parte de la prueba llamada «Juega con la Madre». Va a pasar la noche en casa: no menciona ni una inminente llegada del marido ni planes para salir a cenar. La escucho hablar de su embarazo, de Lotte Berk, de la última reunión de la Asociación de Padres, de la insoportable asistenta (abandonada a su suerte en la 26 Zona Infantil), de su maravilloso decorador, de la sarta de niñeras desastre que han pasado antes que yo y de la pesadilla de la guardería. Completada la Fase III: estoy realmente emocionada, no sólo voy a poder cuidar de un niño delicioso, ¡además tengo una nueva mejor amiga! Para no quedarme atrás, me oigo hablar en un intento de establecer mi estatus como persona de mundo; cito nombres, lugares y marcas. Luego, para no intimidarla, conscientemente me critico a mí misma con humor. Me doy cuenta de que estoy hablando mucho, demasiado. Parloteo sobre los motivos por los que dejé Brown College, por qué dejé mi última relación... y no es que sea de las que lo dejan todo, ¡no, no, no! ¡Una vez que me decido por algo, me atengo a ello! ¡Y tanto que sí! ¿Le he hablado ya de mi tesis? Estoy revelando información que durante meses se sacará a colación repetidamente en torpes intentos de establecer una conversación. Pronto no hago otra cosa que cabecear y repetir «¡Claro, claro!», mientras tanteo a ciegas el picaporte de la puerta. Por fin, me da las gracias por venir, abre la puerta y me deja llamar al ascensor. Las puertas del ascensor se empiezan a cerrar pillándome a mitad de una frase y me veo obligada a poner el bolso delante de la célula fotoeléctrica para poder acabar un reflexivo comentario sobre el matrimonio de mis padres. Nos sonreímos la una a la otra y sacudimos las cabezas como autómatas hasta que la puerta se cierra compasivamente. Me derrumbo contra ella, exhalando por primera vez en una hora. Unos minutos después el metro recorre veloz Lexington devolviéndome a la escuela y al trajín de mi propia vida. 27 Me dejo caer en el asiento de plástico y las imágenes del prístino apartamento flotan en mi cabeza. Estas estampas se ven interrumpidas por un hombre o una mujer (a veces por ambos) que recorre el vagón mendigando unas monedas mientras arrastra todas sus posesiones materiales en una desgastada bolsa de la compra. Con la mochila apretada contra mi regazo y la adrenalina de la actuación normalizándose, las preguntas empiezan a aparecer. ¿Cómo llega a convertirse una mujer adulta e inteligente en una persona cuyo estéril reinado se reduce a cajones de lencería ordenados por orden alfabético y sustitutos de la leche importados de Francia? ¿Dónde está el niño en esta casa? ¿Dónde está la mujer en esta madre? Y ¿cómo encajo yo en esto exactamente? Al final, en todos los trabajos llegaba un momento crucial en que el niño y yo parecíamos ser las únicas personas tridimensionales que se movían sobre los tableros de mármol a cuadros blancos y negros de aquellos apartamentos. Eso hacía inevitable que alguien cayera. Pensándolo con perspectiva, era una trampa desde el principio. Ellos te necesitan. Tú necesitas el trabajo. Pero hacerlo bien es perderlo. Que empiece la función. 28