EL VIAJE A IXTLÁN

 

XVIII. EL ANILLO DE PODER DEL BRUJO

 

EN Mayo de 1971, hice a don Juan la última visita de mi aprendizaje. Fui a verlo, en aquella ocasión, con el mismo espíritu que durante los diez años de nuestra relación; es decir, buscando una vez más la amenidad de su compañía.

Su amigo don Genaro, un brujo mazateco, estaba con él. Yo había visto a ambos durante mi visita .previa, seis meses antes. Titubeaba en preguntarles si habían estado juntos todo ese tiempo, cuando don Genaro explicó que el desierto del norte le gustaba tanto que había regresado justo a tiempo para ver­me. Ambos rieron como si conocieran un secreto.

-Regresé nada más por ti -dijo don Genaro.

-Es cierto -corroboró don Juan.

Recordé a don Genaro que, la vez pasada, sus in­tentos de ayudarme a "parar el mundo" me habían resultado desastrosos. Fue una manera amistosa de declarar mi miedo hacia él. Rió inconteniblemente, sacudiendo el cuerpo y pataleando como niño. Don Juan evitó mirarme y rió también.

-Ya no va usted a tratar de ayudarme, ¿verdad, don Genaro? -pregunté.

Mi frase les produjo espasmos de risa. Don Gena­ro rodó por el suelo, entre carcajadas; luego se acostó bocabajo y empezó a nadar en el piso. Al verlo hacer eso, supe que me hallaba perdido. En ese mo­mento, de algún modo, mi cuerpo cobró conciencia de haber llegado al fin. Yo ignoraba cuál era ese fin. Mi tendencia personal a la dramatización, y mi experiencia previa con don Genaro, me hicieron creer que podía ser el fin de mi vida.

Durante mi última visita, don Genaro había in­tentado empujarme al borde de "parar el mundo". Sus esfuerzos fueron tan extravagantes y directos que el mismo don Juan tuvo que decirme que me marchara. Las demostraciones de "poder" de don Gena­ro eran tan extraordinarias y desconcertantes que me forzaron a una total revaluación de mí mismo. Fui a casa, revisé las notas tomadas en el principio mismo de mi aprendizaje, y misteriosamente me invadió un sen­timiento del todo nuevo, aunque no tuve conciencia plena de él hasta ver a don Genaro nadar en el piso.

El acto de nadar en el piso, congruente con otras acciones extrañas y desconcertantes que don Genaro había ejecutado frente a mis propios ojos, se inició cuando él yacía bocabajo. Al principio reía tan duro que su cuerpo se sacudía como convulsionado; luego empezó a patalear; finalmente, el movimiento de las piernas se coordinó con un movimiento de remar con las manos, y don Genaro comenzó á deslizarse por el suelo como si estuviera acostado en una tabla con ruedas. Cambió de dirección varias veces y cubrió todo el espacio frente a la casa, maniobrando en torno a mí y a don Juan.

Don Genaro había payaseado antes en mi presencia, y en cada una de tales ocasiones don Juan afirmó que yo había estado a punto de "ver". No lo lograba a causa de mi insistencia en tratar de explicar cada acción de don Genaro desde una perspectiva racional. Esta vez me hallaba en guardia, y cuando se puso a nadar no intenté explicar ni entender el hecho. Me limité a observar. Pero no pude evitar la sensación de hallarme atónito. Don Genaro se deslizaba realmente sobre el estómago y el pecho. Al observarlo, empecé a bizquear. Sentí un empellón de recelo. Estaba convencido de que, si no explicaba lo que tenía lugar, "vería", y la idea me llenaba de una angustia inusitada. Mi anticipación nerviosa era tan­ta que en algún sentido me encontraba de vuelta en el mismo punto: encerrado una vez más en algu­na empresa de raciocinio.

Don Juan debe haber estado observándome. Me tocó de pronto; automáticamente me volví a enca­rarlo, y por un instante aparté la vista de don Gena­ro. Cuando lo miré de nuevo, estaba parado junto a mí con la cabeza levemente inclinada y la barbilla casi apoyada en mi hombro derecho. Tuve un sobre­salto retardado. Lo miré un segundo y después salté hacia atrás.

Su expresión de sorpresa fingida fue tan cómica que reí histéricamente. Pero no podía menos de ad­vertir que mi risa se salía de lo acostumbrado. Mi cuerpo se sacudía con espasmos nerviosos originados en la parte media de mi estómago. Don Genaro me puso la mano en el estómago y las ondulaciones con­vulsionadas cesaron.

-¡Este Carlitos, siempre tan exagerado! -excla­mó con tono de gente remilgada.

Luego añadió, imitando la voz y las inflexiones de don Juan:

-¿Qué no sabes que un guerrero jamás se ríe así?

Su caricatura de don Juan era tan perfecta que reí todavía más fuerte.

Después, ambos se fueron juntos, y estuvieron fuera más de dos horas, hasta eso del mediodía.

Al regresar, tomaron asiento en el espacio frente a la casa de don Juan. No dijeron palabra. Parecían soñolientos, cansados, casi distraídos. Permanecieron inmóviles largo rato, pero se veían cómodos y relaja­dos. La boca de don Juan estaba ligeramente abier­ta, como si durmiera, pero tenía las manos unidas sobre el regazo y movía rítmicamente los pulgares.

Durante un tiempo me agité, inquieto, y cambié de posiciones; luego empecé a sentir una placidez confortante. Debo haberme dormido. La risa leve de don Juan me despertó. Abrí los ojos. Ambos me escudriñaban.

-Si no hablas, te duermes -dijo don Juan, riendo.

-Me temo que sí -dije.

Don Genaro se acostó de espaldas y empezó a pa­talear en el aire. Por un momento pensé que reini­ciaba su inquietante payaseo, pero él recuperó de inmediato su postura anterior, sentado con las pier­nas cruzadas.

-Hay algo que ya por ahora debías tener en cuen­ta -dijo don Juan-. Yo lo llamo el centímetro cúbico de suerte. Todos nosotros, guerreros o no, tenemos un centímetro cúbico de suerte que salta ante nuestros ojos de tiempo en tiempo. La diferen­cia entre un hombre común y un guerrero es que el guerrero se da cuenta, y una de sus tareas consiste en hallarse alerta, esperando con deliberación, para que cuando salte su centímetro cúbico él tenga la velocidad necesaria, la presteza para cogerlo.

"La suerte, la buena fortuna, el poder personal, o como lo quieras llamar, es un estado peculiar de co­sas. Es como un palito que sale frente a nosotros y nos invita a arrancarlo. Por lo general andamos de­masiado ocupados, o preocupados, o estúpidos y pere­zosos, para darnos cuenta de que es nuestro centímetro cúbico de suerte. Un guerrero, en cambio, siempre está alerta y duro y tiene la elasticidad, el donaire necesario para agarrarlo."

-¿Es tu vida dura y ajustada? -me preguntó de pronto don Genaro.

-Creo que sí -dije con convicción.

-¿Te crees capaz de coger tu centímetro cúbico de suerte? -me preguntó don Juan con tono in­crédulo.

-Creo hacerlo todo el tiempo -dije.

-Yo creo que sólo te tienen alerta las cosas que ya conoces -dijo don Juan.

-Quizá me engañe, pero de veras creo que actual­mente estoy mucho más despierto que en ninguna otra época de mi vida -dije, y hablaba en serio.

Don Genaro asintió, aprobando.

-Sí -dijo suavemente, como hablando consigo mismo-. Carlitos está de veras compacto, y absolu­tamente despierto.

Sentí que me seguían la corriente. Pensé que tal vez les molestó la declaración de mi supuesta condi­ción de compacidad.

-No quise presumir -dije.

Don Genaro arqueó las cejas y agrandó las fosas nasales. Miró mi cuaderno y fingió escribir.

-Creo que Carlos está más compacto que antes -dijo don Juan a don Genaro.

 -A lo mejor está demasiado compacto -devolvió don Genaro.

-Puede muy bien que sea así -concedió don Juan.

Yo no supe cómo terciar en ese punto, así que permanecí callado.

-¿Recuerdas la vez que trabé tu carro? -preguntó don Juan como al acaso.

Su pregunta era abrupta y no tenía relación con la conversación. Se refería a una ocasión en la que no pude arrancar mi coche hasta que él me dijo que ya podía. Dije que nadie olvidaría un evento así.

-Eso no fue nada -dijo don Juan en tono sere­no-. Nada en absoluto. ¿Verdad, Genaro?

-Verdad -dijo don Genaro, indiferente.

-¿Cómo va usted a decir eso? -dije en tono de protesta-. Lo que usted hizo aquel día fue algo que verdaderamente yo nunca podré comprender.

-Eso no es decir gran cosa -repuso don Genaro.

Ambos rieron de buena gana y luego don Juan me palmeó la espalda.

-Genaro puede hacer algo mucho mejor que tra­bar tu coche -prosiguió-. ¿Verdad, Genaro?

-Verdad -respondió don Genaro, frunciendo los labios como un niño.

-¿Qué puede hacer? -pregunté, tratando de parecer despreocupado.

-¡Genaro puede llevarse tu carro entero! -excla­mó don Juan con voz retumbante; luego añadió con el mismo tono-: ¿Verdad, Genaro?

-¡Verdad! -contestó don Genaro en el tono de voz humana más fuerte que jamás había yo escu­chado.

Salté involuntariamente. Tres o cuatro espasmos nerviosos convulsionaron mi cuerpo.

-¿Qué es lo que quiso usted decir con lo de que se puede llevar mi carro?

-¿Qué quise decir, Genaro? -preguntó don Juan.

-Quisiste decir que puedo subirme en su carro, encender el motor y luego irme manejando -repli­có don Genaro con seriedad nada convincente.

-Llévate el carro, Genaro -lo instó don Juan en tono de broma.

-¡Hecho! -dijo don Genaro, frunciendo el entre­cejo y mirándome de lado.

Noté que, cuando ponía ceño, sus cejas ondula­ban, haciendo su mirada maliciosa y penetrante.

-¡Muy bien! -dijo don Juan calmadamente-. Vamos a examinar el carro.

-¡Sí! -repitió don Genaro-. Vamos a exami­narlo.

Se levantaron, muy despacio. Por un instante no supe qué hacer, pero don Juan me indicó imitarlos.

Empezamos a subir el cerrito frente a la casa de don Juan. Ambos me flanqueaban, don Juan a mi derecha y don Genaro a la izquierda. Iban unos dos metros delante de mí, siempre dentro de mi campo central de visión.

-Examinemos el carro -dijo de nuevo don Ge­naro.

Don Juan movió las manos como si tejiera un hilo invisible; don Genaro hizo lo mismo y repitió: "Exa­minemos el carro." Caminaban con una especie de rebote. Sus pasos eran más largos que de costumbre, y sus manos se movían como si azotaran o batieran objetos invisibles frente a ellos. Yo nunca había visto a don Juan payasear en esa forma, y me sentid casi avergonzado de mirarlo.

Llegamos a la cima y dirigí la vista al espacio a pie del cerro -unos cincuenta metros de distancia-, donde había estacionado mi coche. El estómago se me contrajo con una sacudida. ¡El coche no estaba! Corrí cuestabajo. Mi coche no se veía por ninguna parte. Experimenté un momento de gran confusión. Me hallaba desorientado.

El coche había estado allí desde que llegué temprano en la mañana. Cosa de media hora antes, yo había venido a sacar un nuevo cuaderno de papel para escribir. Se me ocurrió entonces dejar abiertas las ventanillas a causa del calor excesivo, pero la abundancia de mosquitos y otros insectos voladores me hizo cambiar de idea, y dejé el coche cerrado como de costumbre.

Volví a mirar en torno. Rehusaba creer que mi coche no estuviera. Caminé hasta el borde del espa­cio despejado. Don Juan y don Genaro se me unieron y se pararon junto a mí, haciendo exactamente lo que yo hacía: escudriñar la distancia para ver si avizoraba el coche. Tuve un momento de euforia que cedió el paso a una desconcertante sensación irritada. Ellos parecieron advertirla y empezaron a caminar en torno mío, moviendo las manos como si amasaran.

-¿Qué crees que le pasaría al carro, Genaro? -preguntó don Juan con mansedumbre.

-Me lo llevé -dijo don Genaro, y realizó una asombrosa pantomima de cambiar velocidades y con­ducir. Dobló las piernas como si estuviera sentado y conservó esa postura unos momentos, obviamente sostenido sólo por los músculos de las piernas; luego apoyó su peso en la pierna derecha y estiró el pie izquierdo como pisando el embrague. Imitó con los labios el ruido de un motor, y finalmente, como bro­che de oro, fingió haber dado en un bache y se sacu­dió hacia arriba y hacia abajo, dándome la entera sensación de un conductor inepto que rebota en el asiento sin soltar el volante.

La mímica de don Genaro era estupenda. Don Juan rió hasta quedarse sin aliento. Yo quería unirme al regocijo, pero me era imposible relajarme. Me sentía amenazado e incómodo, poseído por una angustia que no tenía precedentes en mi vida. Sentía arder por dentro y empecé a patear piedras y terminé reco­giéndolas y aventándolas con una fuerza inconsciente e imprevisible. Era como si la ira estuviese realmente fuera de mí, y me hubiera envuelto de pronto. Luego el sentimiento de molestia me abandonó, tan repen­tinamente como me había invadido. Aspiré hondo y me sentí mejor.

No me atrevía a mirar a don Juan. Me apenaba mi demostración de ira, pero al mismo tiempo tenía ganas de reír. Don Juan se acercó y me dio unas pal­madas en la espalda. Don Genaro puso el brazo en mi hombro.

-¡Ándale! -dijo don Genaro-. Que te dé un co­raje. Pégate en la nariz y sácate sangre. Luego puedes agarrar una piedra y romperte los dientes. ¡Qué bien te vas a sentir! Y si eso no te basta, puedes poner los huevos en ese peñasco y hacerlos papilla con la mis­ma piedra.

Don Juan soltó una risita. Les dije que me sentía avergonzado de mi comportamiento. No sabía qué cosa se me metió. Don Juan declaró hallarse seguro de que yo sabía exactamente lo que pasaba, pero fin­gía no saberlo y lo que me enojaba era el acto de fingir.

Don Genaro estaba insólitamente confortante; me palmeó la espalda repetidas veces.

-A todos nos pasa lo mismo -dijo don Juan.

-¿A qué se refiere usted, don Juan? -preguntó don Genaro imitando mi voz, parodiando mi hábito de hacer preguntas a don Juan.

Don Juan dijo cosas absurdas como: "Cuando el mundo está al revés nosotros estamos al derecho, pero cuando el mundo está al derecho nosotros estamos al revés. Bueno, pues cuando el mundo y nosotros es­tamos al derecho, creemos estar al revés. . ." Siguió y siguió diciendo incoherencias mientras don Genaro imitaba mi forma de tomar notas. Escribía en un cuaderno invisible, con los ojos muy abiertos y fijos en don Juan. Don Genaro había observado mis es­fuerzos por escribir sin mirar el papel, para no alterar el flujo natural de la conversación. Su mímica era en verdad hilarante.

De pronto me sentí a mis anchas, feliz. La risa de los viejos era tranquilizante. Por un momento me dejé ir y solté una carcajada. Pero luego mi mente entró en un nuevo estado de aprensión, confusión y molestia. Pensé en la imposibilidad de aquello que estaba ocurriendo; era algo inconcebible según el orden lógico por el cual juzgo habitualmente el mun­do frente a mí. Sin embargo yo, como perceptor, per­cibía que mi coche no estaba allí. Como siempre que don Juan me enfrentaba con fenómenos inexplicables, se me ocurrió la idea de que se me estaba engañando por medios ordinarios. Siempre, bajo tensión, mi men­te repetía, en forma involuntaria y consistente, la misma elaboración. Me puse a calcular cuántos cóm­plices habrían necesitado don Juan y don Genaro para alzar mi coche y llevárselo. Me hallaba abso­lutamente seguro de haber cerrado con llave, compul­sivamente, todas las puertas; el freno de mano estaba puesto, también la velocidad, y el volante tenía se­guro. Para mover el coche, habrían tenido que al­zarlo en vilo. Esa tarea requería una fuerza laboral que ninguno de ellos podría haber reunido. Otra po­sibilidad era que alguien, de acuerdo con ambos, hu­biera forzado la portezuela y conectado el alambre de encendido para llevarse el auto. Esa acción implicaba un conocimiento especializado más allá de sus medios. La última explicación posible era que tal vez me estaban hipnotizando. Sus movimientos me resulta­ban tan nuevos y tan sospechosos que me puse a girar en racionalizaciones. Pensé que, si me hallaba hipnotizado, ocupaba un estado de conciencia alte­rada. En mi experiencia con don Juan había notado que, en tales estados, uno es incapaz de llevar cuenta coherente del paso del tiempo. En ese respecto, ja­más había habido un orden perdurable en ninguno de los estados de realidad no ordinaria experimenta­dos por mí, y mi conclusión fue que, manteniéndome alerta, llegaría un momento en el que perdería mi orden de tiempo secuencial. Como si, por ejemplo, estuviese mirando una montaña en determinado mo­mento, y luego, en mi siguiente instante de concien­cia, me hallase mirando un valle en la dirección opuesta, pero sin recordar haber dado la vuelta. Sentí que, de ocurrirme algo de tal naturaleza, tal vez me sería posible explicar lo que ocurría con mi coche como un caso de hipnosis. Decidí que lo único a hacer era observar cada detalle con minuciosidad extrema.

-¿Dónde está mi carro? -pregunté, dirigiéndome a ambos.

-¿Dónde está el carro, Genaro? -preguntó don Juan con una expresión totalmente seria.

Don Genaro empezó a voltear piedras para mirar debajo. Trabajó febrilmente en todo el espacio llano donde yo había estacionado el coche. No pasó por alto una sola piedra. A veces fingía enojarse y arro­jaba la piedra al matorral.

Don Juan parecía disfrutar la escena a un grado inexpresable. Reía y chasqueaba la lengua y casi ig­noraba mi presencia.

Don Genaro acababa de arrojar una piedra, en un arranque de frustración mentida, cuando llegó a un peñasco de buen tamaño, la única piedra grande y pesada en el área. Intentó volcarla, pero pesaba de­masiado y se hallaba incrustada en el suelo. Pugnó y resopló hasta empezar a sudar. Luego se sentó en la roca y llamó a don Juan en su ayuda.

Don Juan me miró con una sonrisa resplandecien­te y dijo:

-Anda, vamos a darle una mano a Genaro.

-¿Pero qué es lo que está haciendo? -pregunté.

-Está buscando tu carro -dijo don Juan con des­enfado y naturalidad.

-¡Por Dios! ¿Cómo va a encontrarlo debajo de las piedras?

-Por Dios, ¿por qué no? -repuso don Genaro, y ambos se carcajearon.

No pudimos mover la roca. Don Juan sugirió que fuéramos a la casa a buscar un madero grueso que usar como palanca.

En el camino a la casa, les dije que sus actos eran absurdos y que eso que me hacían, fuera lo que fuese, no tenía caso.

Don Genaro me escudriñó.

-Genaro es un hombre muy cabal -dijo don Juan con expresión seria-. Es tan cabal y meticuloso como tú. Tú mismo dijiste que nunca dejas una sola piedra sin voltear. Él está haciendo lo mismo.

Don Genaro me palmeó el hombro y dijo que don Juan tenía toda la razón y que, de hecho, él quería ser como yo. Me miró con un brillo de locura y abrió las fosas nasales.

Don Juan chocó las manos y arrojó su sombrero al suelo.

Tras una larga búsqueda en torno a la casa, don Genaro encontró un tronco de árbol, largo y bastante grueso, parte de una viga. Lo cargó atravesado en los hombros e iniciamos el regreso al sitio donde había estado mi coche.

Cuando subíamos el cerrito y estábamos a punto de alcanzar un recodo del camino, desde donde se veía el espacio llano, tuve una ocurrencia súbita. Pensé que iba a hallar el coche antes que ellos, pero al mirar hacia abajo no había ningún coche al pie del cerro.

Don Juan y don Genaro deben haber comprendido lo que yo tenía en mente y corrieron en pos de mí, riendo con regocijo.

Apenas llegamos al pie del cerro, pusieron manos a la obra. Los observé unos momentos. Sus acciones eran incomprensibles. No fingían trabajar; se hallaban inmersos de lleno en la tarea de volcar un pe­ñasco para ver si mi coche estaba debajo. Eso era de­masiado para mí, y me uní a ellos. Resoplaban y gri­taban y don Genaro aullaba como coyote. Estaban empapados de sudor. Noté lo fuerte que eran sus cuer­pos, sobre todo el de don Juan. Junto a ellos, yo era un joven flácido.

No tardé en sudar también, copiosamente. Por fin logramos voltear el peñasco y don Genaro examinó la tierra bajo la roca con la paciencia y la minuciosidad más enloquecedoras.

-No. No está aquí -anunció.

La aseveración hizo a ambos tirarse en el suelo de risa.

Yo reí con nerviosismo. Don Juan parecía tener verdaderos espasmos de dolor; se cubrió el rostro y se acostó mientras su cuerpo se sacudía de risa.

-¿En qué dirección vamos ahora? -preguntó don Genaro tras un largo descanso.

Don Juan señaló con un movimiento de cabeza.

-¿A dónde vamos? -pregunté.

-¡A buscar tu carro! -dijo don Juan, sin la me­nor sonrisa.

Volvieron a flanquearme cuando entramos en el matorral. Sólo habíamos cubierto unos cuantos me­tros cuando don Genaro hizo señas de que nos de­tuviéramos. Fue de puntillas hasta un arbusto redon­do que se hallaba a unos pasos, se asomó a las ramas internas y dijo que el coche no estaba allí.

Seguimos caminando un rato y luego don Genaro nos inmovilizó con un ademán. Parado de puntas, arqueó la espalda y estiró los brazos por encima de la cabeza. Sus dedos, contraídos, semejaban una garra.

Desde mi posición, el cuerpo de don Genaro tenía la forma de una letra S. Conservó la postura un ins­tante y luego se abalanzó de cabeza sobre una rama larga, con hojas secas. La levantó con cuidado y, des­pués de examinarla, comentó de nuevo que el coche no estaba allí.

Conforme nos adentrábamos en el matorral, él bus­caba detrás de los arbustos y trepaba pequeños árbo­les de paloverde para mirar entre el follaje, sólo para concluir que el coche tampoco estaba allí.

Mientras tanto, yo llevaba concienzudas cuentas de todo cuanto tocaba o veía. Mi visión secuencial y or­denada del mundo en torno, era tan continua como siempre. Toqué rocas, arbustos, árboles. Mirando pri­mero con un ojo y después con el otro, cambié el enfoque de un primer plano a un plano general. Se­gún todos los cálculos, me hallaba caminando por el chaparral como en veintenas de ocasiones anteriores durante mi vida cotidiana.

Luego, don Genaro se acostó bocabajo y nos pidió hacer lo mismo. Descansó la barbilla en las manos entrelazadas. Don Juan lo imitó. Ambos se quedaron mirando una serie de pequeñas protuberancias en el suelo, semejantes a cerros diminutos. De pronto, don Genaro hizo un amplio movimiento con la diestra y asió algo. Se puso en pie apresuradamente, y lo mismo don Juan. Don Genaro nos mostró la mano cerrada y nos hizo seña de ir a mirar. Luego, lentamente, empezó a abrir la mano. Cuando la tuvo extendida, un gran objeto negro salió volando. El movimiento fue tan súbito, y el objeto volador tan grande, que salté hacia atrás y estuve a punto de perder el equi­librio. Don Juan me apuntaló.

-No era el carro -se quejó don Genaro-. Era una pinche mosca. ¡Ni modo!

Ambos me escudriñaban. Se hallaban parados fren­te a mí y no me miraban directamente, sino con el rabo del ojo. Fue una mirada prolongada.

-Era una mosca, ¿verdad? -me preguntó don Ge­naro.

-Creo que sí -dije.

-No creas -me ordenó don Juan imperativamen­te-. ¿Qué viste?

-Vi algo del tamaño de un cuervo que salía vo­lando de su mano -dije.

Mi descripción era congruente con mi percepción y nada tenía de chiste, pero ellos la recibieron como una de las frases más hilarantes pronunciadas aquel día. Ambos dieron saltos y rieron hasta atragantarse.

-Creo que Carlos ya tuvo suficiente -dijo don Juan. Su voz estaba ronca por la risa.

Don Genaro dijo que estaba a punto de encontrar mi coche, que sentía andar cada vez más caliente. Don Juan observó que estábamos en una zona agreste y que hallar allí el coche no era deseable. Don Ge­naro se quitó el sombrero y reacomodó la cinta con un trozo de cordel sacado de su morral; a continua­ción, ató su cinturón de lana a una borla amarilla pegada al ala.

-Estoy haciendo un papalote con mi sombrero -me dijo.

Lo observé y supe que bromeaba. Yo siempre me había considerado un experto en papalotes. De niño, solía hacer cometas de lo más complejo, y sabía que el ala del sombrero de paja era demasiado frágil para resistir el viento. Por otra parte, la copa era demasiado honda y el aire circularía dentro de ella, ha­ciendo imposible el despegue.

-No crees que vuele, ¿verdad? -me preguntó don Juan.

-Sé que no volará -dije.

Don Genaro, sin preocuparse, terminó de añadir un largo cordel a su papalote-sombrero.

Hacía viento, y don Genaro corrió cuestabajo mien­tras don Juan sostenía el sombrero; luego don Genaro jaló el cordel y la maldita cosa echó a volar.

-¡Mira, mira el papalote! -gritó don Genaro.

Dio un par de tumbos, pero permaneció en el aire.

-No quites los ojos del papalote -dijo don Juan con firmeza.

Por un momento me sentí mareado. Mirando el papalote, tuve una viva memoria de otro tiempo; era como si yo mismo estuviese volando una cometa, como solía hacer cuando soplaba el viento en las colinas de mi pueblo.

Durante un breve instante, hundido en el recuerdo, perdí conciencia del paso del tiempo.

Oí que don Genaro gritaba algo y vi el sombrero dar de tumbos y luego caer al suelo, donde estaba mi coche. Todo ocurrió con tal velocidad que no tuve una percepción clara de lo ocurrido. Me sentí ma­reado y distraído. Mi mente se aferraba a una imagen muy confusa. O había yo visto que el sombrero de don Genaro se convertía en mi coche, o bien que el sombrero caía encima del coche. Quise creer lo úl­timo, que don Genaro había usado su sombrero para señalar mi coche. No que importara en realidad: una cosa era tan impresionante como la otra, pero así y todo mi mente se aferraba a ese detalle arbitrario con el fin de conservar su equilibrio original.

-No luches -oí decir a don Juan.

Sentí que algo en mi interior estaba a punto de emerger. Pensamientos e imágenes acudían en olea­das incontrolables, como si me estuviera quedando dormido. Miré, atónito, el coche. Se hallaba en un espacio llano rocoso, a unos treinta metros de dis­tancia. Parecía como si alguien acabara de colocarlo allí. Corrí hacia él y empecé a examinarlo.

-¡Carajo! -exclamó don Juan-. No te quedes viéndolo. ¡Para el mundo!

Luego, como entre sueños, lo oí gritar:

-¡El sombrero de Genaro! ¡El sombrero de Ge­naro!

Los miré. Me miraban de frente. Sus ojos eran pe­netrantes. Sentí un dolor en el estómago. Tuve una jaqueca instantánea y me puse enfermo.

Don Juan y don Genaro me miraron con curiosi­dad. Estuve un rato sentado junto al coche y luego, en forma por completo automática, abrí la puerta para que don Genaro subiese en la parte trasera. Don Juan lo siguió y se sentó a su lado. Eso me pa­reció extraño, pues por lo común él siempre viajaba en el asiento delantero.

Manejé hacia la casa de don Juan. Una especie de bruma me envolvía. Yo no era yo mismo en absoluto. Tenía el estómago revuelto, y la sensación de náu­sea demolía toda mi sobriedad. Manejaba mecánica­mente.

Oí que don Juan y don Genaro reían en el asiento trasero, como niños. Oí a don Juan preguntarme:

-¿Ya estamos llegando?

Hasta entonces me fijé deliberadamente en el ca­mino. Nos hallábamos muy cerca de su casa.

-Ya casi llegamos -murmuré.

Aullaron de risa. Chocaron las manos y se golpea­ron los muslos.

Al llegar a la casa, me apresuré automáticamente a bajar y les abrí la puerta. Don Genaro bajó primero y me felicitó por lo que llamaba el viaje más tran­quilo y agradable que había hecho en toda su vida. Don Juan dijo lo mismo. No les presté mucha aten­ción.

Cerré el coche y a duras penas pude llegar a la casa. Antes de dormirme, oí las carcajadas de don Juan y don Genaro.