INTRODUCCION

 

 

…El cine fantástico, del que el terror y la ciencia ficción son sus géneros más representativos, no obedece a las leyes de la razón ni de la realidad. Precisamente por eso, el primer desafío de toda película -convencernos de que lo que nos cuenta es verdad- en las cintas fantásticas lo es más. También es más, partiendo de menos, lo que ha de hacer el realizador que trabaja para el espanto de sus espectadores. Siempre en la linde de la bienamada serie B, el cine de terror, por esa triste suerte verificada en el refrán que reza aquello de que el hambre agudiza el ingenio, ha obligado a sus realizadores -a los dotados, huelga decir- a desarrollar una imaginación mayor que si hubieran gozado de los grandes presupuestos habituales en otros géneros.

Si cabe, esa ilimitada libertad de expresión de la que goza el cineasta fantástico, en las cintas del género producidas a lo largo de los años 30, con las de la Universal a la cabeza, fue aún mayor. Corrían entonces los días en que los rigores del Código Hays -una de las censuras más férreas que ha conocido la pantalla estadounidense- se empezaron a hacer notar. Así, Georges Sadoul, de quien no se puede decir que fuera un aficionado al género, apunta en su Historia del cine mundial: «A partir de 1935, la Legión de la Decencia, fundada a requerimiento del Papa por los obispos norteamericanos, desató una violenta campaña que llevó a la aplicación rigurosa del Código. El gángster se hizo moralizador. Al lado de ciertas pistolas ametralladoras había una Biblia. Los desfiles de bellas muchachas fueron reducidos, así como sus desnudos y la duración de sus besos. Se transformó el erotismo en fetichismo, sustituyendo el sex appeal por la pin-up girl».

«Como la censura y los códigos no se aplicaron contra los filmes de terror, cuyos tipos fueron Frankenstein y Drácula, el género se repitió en seguida, como su hermano de los efectos especiales (King Kong, El hombre invisible). Y Hollywood, aprovechando la libertad del diálogo, se orientó más que nunca hacia el repertorio»2.

Como veremos en las siguientes páginas, aunque ésa bien pudo ser una de las causas del ciclo, hubo también otras y mucho más complejas. Tanto fue así que, los más lúcidos de sus detractores, acusan a las cintas de terror de que su encanto es más literario que visual. Nunca me cansaré de repetir que, en el cine, lo que no es literatura, es fontanería. El repertorio, como tan graciosamente lo llama Sadoul, es heredero de una tradición literaria muy arraigada entre el lector anglosajón que pasa por autores como Edgar Allan Poe, Mary Shelley, Robert Louis Stevenson y algunos otros -entre los que omito deliberadamente a Bram Stoker por parecerme un novelista muy del montón- que cuentan entre lo mejor de la literatura en lengua inglesa de todos los tiempos. Sí señor, si cabe, un buen Frankenstein puede llegar a ser tan literario como Orson Welles adaptando a Shakespeare.

En medio de ese festín del cine fantástico que fueron los años 30, fue el ciclo de la Universal el que sentó las bases del cine de terror, género que ha sobrevivido al western, al slapstick, al musical, al peplum y demás delicias de las pantallas de antaño, que desgraciadamente hoy carecen de interés para el público y los productores. Bien es cierto que si la novela gótica se llama gótica es porque suele estar ambientada en castillos de esta arquitectura, pero fue la Universal el estudio que impuso los cánones sobre la iluminación de tan siniestras edificaciones. Ahora, ante el auge del cine de terror al que asistimos en nuestro principio de siglo, cumple recordar que fue la Universal el artífice de la trinidad de abominaciones que preside el género: Drácula, el monstruo de Frankenstein y el hombre-lobo. Respecto a este último, cabe decir que, prácticamente, fue una creación de la casa. Salvo algunos relatos -”Capitán de lobos”, de Alejandro Dumas, “El lobo blanco de las montañas Hartz”, de Frederick Marryat, etcétera- su tradición literaria, aunque se remonta a la antigüedad clásica3, no había calado en el acervo popular como la del vampiro, ni en la mitología común como Frankenstein.

Como ya he dicho, la producción de la Hammer, esa otra delicia para los amantes del género, es heredera directa del ciclo de la Universal. En esas impagables adaptaciones de Poe realizadas por Roger Corman -otra referencia obligada para el buen aficionado- también se percibe la impronta del estudio de Carl Laemmle. Y todavía es ahora, cuando el moderno cine de terror, el gore, aparentemente tan alejado del repertorio que nos ocupa, es también heredero de él. Así, el médico de Reanimator es un claro descendiente de los mad doctors (doctores locos) de la Universal. Más aún, el mismísimo Samuel Raimi, uno de los mayores representantes del gore, se proclamó un rendido admirador del ciclo de la Universal en Darkman (1990), un homenaje a -o variación de- El fantasma de la Ópera (1925).

La mecánica del terror de la Universal, la del expresionismo alemán en que se inspiraba y la del pavor mismo, es la sugerencia. Se teme a las formas que creemos atisbar en la oscuridad, a los monstruos que imaginamos al acecho en las grutas, a la “doncella de hierro” abierta… En la insinuación, en lo desconocido, estriban algunos de los temores más poderosos. En las insinuaciones y en las alusiones sigue radicando el magnetismo de unas producciones ya septuagenarias.

Dicho esto, rendido el tributo que cumple, he de aclarar que la coincidencia de los dos títulos se debe a que éste es el epígrafre inequívoco del tema que acometo. Así figura en todas las historias y enciclopedias y bien es cierto que, salvo añadirle la palabra Pictures para dejar constancia del nombre completo de la productora, no puede ser otro.

 

 

 

Capítulo I

 

Un marco para el terror

 

 

El placer del espanto

No deja de ser curioso, como bien apunta Jack Lodge en su Hollywood, años 301, que aquellas cintas de la Universal en nuestros días sean fantásticas antes que terroríficas. «Aunque se ven todo tipo de escenas horripilantes no aterrorizan (…) producen ocasionalmente un estremecimiento placentero; sorprenden sin alarmar, divierten sin incomodar». Esto, como casi todo, se puede apostillar. Vistas 70 años después, la afirmación de Lodge es indiscutible. Ahora bien, en lo que al momento de su realización se refiere, hay mucho que hablar. En cualquier caso, como ya se ha expuesto en la Introducción, las líneas que separan al cine de terror del fantástico y del de ciencia ficción son difusas. Dentro de nuestro repertorio, es frecuente ver incluidas películas como El doctor Frankenstein o El hombre invisible en las antologías dedicadas a lo mejor del cine de ciencia ficción. Ya en épocas más recientes, ¿en qué genero incluiríamos Alien, el octavo pasajero (1979), en el terror o en la ciencia ficción?

Bien es verdad que era fantasía lo que buscaban los espectadores originales del terror de la Universal, aquellos desdichados que sufrían las consecuencias de la Gran Depresión desatada tras el Crack de Wall Street (1929), para huir de una realidad que les condenaba a la penuria y al desempleo. Fue así como, buscando ese placer inequívoco de la distracción, descubrieron otro más sutil y complejo: el del espanto. Hasta cierto punto, el pánico -como la traición de la amante para el celoso, la subrepticia voluptuosidad que encuentra en el dolor el desdichado- también tiene su encanto. El miedo que se pasa en el cine, leyendo a Lovecraft o visitando las estampas más lúgubres del museo de cera, es el ideal. Procura la excitación del temor -una emoción fuerte, que llena hasta tal punto nuestro ser que nos imposibilita para todo lo demás- pero nos mantiene a salvo de lo temido. Es, por utilizar un ejemplo referido al tema que nos ocupa, como sentir ese atractivo que inspira a la bella el vampiro, pero sin llegar a ser mordido nunca por él. Dicho de otra manera: como si se abriera ante nosotros la puerta de la cámara de torturas pero fuera a otro a quien ataran al potro que aguarda dentro. De idéntica forma que Chaplin y los grandes del slapstick dejaron constancia de que el espectador se ríe con más entusiasmo ante la caída del policía que ante la del vagabundo, el terror de la Universal -en conjunto- descubrió para la pantalla ese deleite del espanto del que nos habla la poetisa inglesa Anna Laetitia Barbauld (1743-1825): «El delicioso placer que encontramos en los objetos que provocan auténtico pavor, cuando nuestra moralidad no está en juego y cuando la única pasión que vivimos es la aterradora experiencia del miedo, es una paradoja del corazón humano, aún de difícil solución. Hay que remarcar la ansiedad con que los relatos sobre aparecidos y demonios, asesinatos, terremotos, incendios y naufragios, y cualquier otra catástrofe que pueda afectar a la vida humana, son devorados por todos nosotros. Por mucho que críticos de refinado gusto las censuren por absurdas y extravagantes, las narraciones góticas siempre ejercerán una poderosa impresión en la mente e intereses de cualquier lector, con independencia de su gusto. De aquí que, cuanto más fantástica, salvaje y extraordinaria sea una escena de horror, mayor placer obtendremos de ella».

 

Bálsamo para una situación social

Estima Fernández Cuenca que las grandes escuelas de la “creación estética” surgen en las épocas de las grandes depresiones: «La novela picaresca española, uno de los géneros más ilustres de las letras hispanas, aparece cuando comienza la crisis del imperio español; la mística se enfrenta con la crisis espiritual suscitada por la Reforma luterana; la gran pintura del Renacimiento es consecuencia de la crisis agónica de la Edad Media»2…

Aunque heredero de la narrativa romántica, el cine de terror -el de la Universal, la RKO y el del resto de los estudios que en menor medida y con menos tino lo produjeron a la sazón- es un resultado tan inequívoco de la tremenda crisis que asoló los Estados Unidos a comienzos de los años 30 como unos meses antes lo habían sido los innumerables suicidios de los grandes financieros de Wall Street tras el Crack de la bolsa. Los poetas místicos -con Santa Teresa a la cabeza- cantan las glorias de Dios cuando la Reforma de Lutero acaba de provocar la mayor crisis que ha conocido la Iglesia en toda su historia. Por un procedimiento similar, cuando al norteamericano medio la realidad se le presenta tan sombría como a Ann Darrow (Fay Wray) en King Kong (1933), al disponerse a robar una manzana, Hollywood -sin duda consciente de que un cine que refleje la difícil situación social que atraviesa el país puede potenciarla- presenta los males de ultratumba. A la postre, las películas de terror de los años 30 -tan evocadoras en algunas de sus secuencias del sueño dispensado por el ácido lisérgico- fueron como un alucinógeno. A la larga, incluso actuaron como un bálsamo ante posibles revoluciones. Como la religión -léase el misticismo para nuestra verbigracia-, fueron un opio para el pueblo. Afortunadamente ya no tenemos dogmas que sustentar, ni siquiera los marxistas, y podemos aplaudir las películas de terror de los años 30 sin preocuparnos lo más mínimo por la función social que jugaron en su momento…