PRIMERA PARTE

 

Esto es lo primero

que he entendido:

el tiempo es el eco de un hacha

hendida en la madera.

Philip Larkin

 

 

 

1

 Hannibal el Macabro (1365-1428) construyó el castillo Lecter en cinco años y utilizó como mano de obra a los soldados que había hecho prisioneros durante la batalla de algiris. El primer día que su banderín ondeó en las torres, ya terminadas, reunió a los prisioneros en la huerta situada justo detrás de las cocinas y, dirigiéndose a ellos desde lo alto del patíbulo, les concedió la libertad para que regresaran a sus hogares, tal como había prometido. Muchos decidieron quedarse en el castillo y permanecer al servicio de su señor, debido a la calidad de sus prebendas.

Cinco siglos más tarde, Hannibal Lecter, de ocho años de edad y el octavo Hannibal de su linaje, se encontraba en la huerta situada justo detrás de las cocinas, en compañía de su pequeña hermana Mischa, tirando pedazos de pan a los cisnes negros que nadaban en las negras aguas del foso. Mischa permanecía agarrada a la mano de su hermano para mantener el equilibrio y ni una sola vez acertó en el interior del foso, pese a los numerosos intentos. Una enorme carpa agitaba las hojas flotantes de los nenúfares y provocaba el revuelo de las libélulas.

En un momento dado, el cisne que lideraba la manada salió del agua y avanzó con sus cortas patas hacia los niños, graznando al enemigo. El ánade conocía bien a Hannibal, pero seguía acercándose a él con las negras alas desplegadas, eclipsando parte del cielo.

¡Ayyy, Anniba! gritó Mischa, y fue a esconderse tras la pierna de su hermano.

Hannibal extendió los brazos a ambos lados y a la altura de los hombros, como su padre le había enseñado, y aumentó su alcance con unas ramas de sauce que sostenía en las manos. El cisne se detuvo, consideró la superior envergadura de las alas del niño y regresó al agua para comer.

Todos los días la misma historia le dijo Hannibal al cisne.

No obstante, ese día no era como los demás, y el niño se preguntó dónde podrían ir a refugiarse los cisnes.

Mischa, emocionada, tiró el pan al húmedo suelo. Cuando su hermano se agachó para ayudarla, la pequeña tuvo la alegre ocurrencia de embadurnarle de barro la nariz con una ma-nita en forma de estrella. Él le puso una gota de fango en la punta de la nariz, y ambos rieron al verse reflejados en el foso.

Los niños notaron tres fuertes golpes en la tierra y tembló el agua, y sus rasgos infantiles se desdibujaron. El estruendo de las explosiones lejanas atravesó los campos. Hannibal levantó en brazos a su hermana y echó a correr hacia el castillo.

El carro usado en las cacerías estaba en el patio, enjaezado a César, el corpulento percherón. Berndt, con su delantal de palafrenero, y el mayordomo, Lothar, cargaban tres pequeños baúles en la parte trasera del carro. El cocinero sacó el almuerzo.

Señorito Lecter, la señora lo reclama en sus aposentos informó el cocinero.

Hannibal dejó a Mischa a cargo de la niñera y subió los gastados escalones a todo correr.

El niño adoraba la habitación materna, con sus múltiples aromas, los rostros tallados en los muebles de madera, las pinturas del techo… La señora Lecter pertenecía a la familia de los Sforza por una parte y a la de los Visconti por otra, y había hecho traer al castillo la habitación que tenía en Milán.

La embargaba la emoción, y la luz se reflejaba en sus ojos de color granate con destellos rojizos. Hannibal sostenía el joyero mientras su madre encajaba los labios de un querubín en la moldura para abrir un compartimiento secreto. Sacó las joyas del cofre y un legajo de cartas; no había sitio para todo.

El niño pensó que su madre se parecía al rostro del camafeo de su bisabuela materna que cayó al interior del joyero.

Nubes pintadas en el techo. Cuando era un niño de pecho abría los ojos y veía el busto de su madre fundido con las nubes. El roce de su blusa en la cara. Lo mismo que con el ama de cría: su crucifijo de oro relucía como el sol entre las prodigiosas nubes y se le pegaba a la mejilla cuando ella lo tenía en brazos. Luego le frotaba el moflete para borrar la marca antes de que la señora pudiera verla.

Su padre apareció en la puerta con los libros de contabilidad en las manos.

Simonetta, debemos irnos.

La ropa de cama de Mischa estaba dentro de su tina de cobre, y la señora ocultó el cofre entre sus pliegues. Echó un vistazo a la habitación. Retiró un pequeño cuadro de Venecia de un trípode situado sobre la cómoda, se quedó pensativa durante un instante y se lo pasó a Hannibal.

Llévale esto al cocinero. Agárralo por el marco. Le sonrió. No manches la parte de atrás.

Lothar sacó la tina para cargarla en el carro del patio, donde Mischa empezaba a inquietarse, incómoda por el ajetreo que la rodeaba.

Hannibal levantó a su hermanita para que le acariciase el hocico a César. La pequeña dio un par de apretones al morro del caballo para ver si sonaba como un claxon. Hannibal cogió un puñado de grano y esparció las simientes sobre el suelo del patio hasta darles forma de «M». Las palomas se abalanzaron sobre ella y formaron una letra viviente. El niño dibujó la letra con el dedo en la palma de la mano de su hermana, ella ya tenía tres años y él estaba impaciente por que aprendiera a leer.

¡Eme de Mischa! exclamó Hannibal.

La pequeña correteaba entre los pájaros riendo, y las palomas levantaron el vuelo a su alrededor, rodearon las torres y ascendieron hasta el campanario.

El cocinero, un hombre corpulento ataviado con un delantal blanco, salió con el almuerzo. El caballo lo miró de reojo y siguió sus pasos moviendo una oreja; cuando César era un potrillo, el cocinero lo había echado de la huerta en numerosas ocasiones, profiriendo insultos y golpeándolo en la grupa con una escoba.

Me quedaré para ayudarle a cargar lo que queda en la cocina le dijo el señor Jakov al cocinero.

Vaya con el chico respondió el cocinero.

El conde Lecter agarró a su hijo por la cara con una mano. Sorprendido por el temblor que notó en su padre, el niño lo miró directamente a la cara.

Tres aviones han bombardeado las vías. El coronel Timka dice que nos queda al menos una semana, si es que llegan hasta aquí. Más adelante, la contienda llegará a las principales carreteras. En el refugio del bosque estaremos bien.

Era el segundo día de la Operación Barbarossa, el rápido avance de Hitler a través de Europa del Este en dirección a Rusia.

 2 Berndt caminaba delante del carro por el sendero del bosque, atento a la cabeza del caballo, y apartaba con una media pica suiza las ramas demasiado largas que se interponían en el camino.

El señor Jakov iba a la zaga, montado a lomos de una yegua con las alforjas repletas de libros. No estaba acostumbrado a la monta y se abrazaba al cuello del caballo al pasar por debajo de las ramas. Cuando el sendero era demasiado escarpado, desmontaba para caminar junto a Lothar, Berndt y el mismísimo conde Lecter. Las ramas restallaban tras ellos y volvían a cerrar el paso.

Hannibal olía la crujiente vegetación que aplastaban las ruedas y, bajo su barbilla, el cálido cabello de Mischa, que viajaba sentada en su regazo. Observó con atención el paso de los bombarderos alemanes que surcaban el cielo. Sus estelas formaron una especie de pentagrama, y Hannibal canturreó para su hermana las notas que las volutas negras del fuego antiaéreo habían dibujado en el éter. No resultó una melodía satisfactoria.

No replicó Mischa. Anniba ¡canta Das Mannlein! Juntos cantaron la historia del misterioso hombrecillo del bosque. La niñera se unió al coro del carro traqueteante, y el señor Jakov los acompañó desde la grupa de su caballo, aunque hubiera preferido no cantar en alemán.

Ein Mannlein steht im Walde ganz still und stumm, Es hat von lauter Purpur ein Mantlein um, Sagt, wer mag das Mannlein sein Das da steht im Walde allein Mit dem purporroten Mantelein… Tras dos horas de penoso recorrido llegaron a un claro situado bajo la bóveda de árboles majestuosos.

Tras sus tres siglos de existencia, el refugio de caza había pasado de ser un albergue rudimentario a una cómoda vivienda, con una fachada de entramado de madera y un techo de inclinación pronunciada que la protegía de las nevadas. Tenía un pequeño granero equipado con dos casillas y un anexo que hacía las veces de caseta para los jornaleros. Además, detrás del refugio había un retrete de estilo victoriano con filigranas talladas en la madera, cuyo techo asomaba justo por encima del seto que servía de separación.

En los cimientos de la casa todavía podían verse los restos de las piedras de un altar construido por los adoradores de culebras durante la Alta Edad Media.

Hannibal vio que una culebra escapaba de ese lugar ancestral cuando Lothar cortó unas cuantas enredaderas para que la niñera pudiera abrir las ventanas.

El conde Lecter acariciaba al poderoso caballo mientras el animal bebía del cubo del pozo toda el agua que podía.

El cocinero ya habrá cargado lo que quedaba en la cocina cuando regreses, Berndt. César puede pasar la noche en un establo para él solo. Regresad con la primera luz del alba, no más tarde. Os quiero bien lejos del castillo cuando haya salido el sol.

Vladis Grutas entró en el patio del castillo Lecter con una complacida expresión en el rostro y escrutó con detenimiento todas las ventanas.

¡Hola! saludó agitando una mano.

Grutas era un hombre espigado de cabello pajizo, vestía de paisano y sus ojos eran de color azul claro, como dos círculos de cielo despejado.

¡Ah del castillo! volvió a gritar. Al no recibir respuesta se dirigió hacia la entrada de la cocina y encontró cajas de víveres amontonadas en el suelo. Metió a toda prisa paquetes de azúcar y café en la bolsa que llevaba. La puerta de la despensa estaba abierta. Miró escalera abajo y vio una luz encendida.

Profanar la guarida de otra criatura es el tabú más antiguo. A ciertos espías, como era el caso, el entrar en un lugar a hurtadillas les provoca excitación.

Grutas descendió por la escalera hasta la gélida y cavernosa atmósfera de las mazmorras abovedadas del castillo. Se asomó por detrás de una arcada y vio que la verja de acero que daba a las cavas estaba abierta.

Se oyó un crujido. Grutas vio los estantes que se alzaban desde el suelo hasta el techo, llenos de botellas de vino, y la corpulenta sombra del cocinero moviéndose por la habitación mientras trabajaba a la luz de dos faroles. En la mesa de catas, situada en el centro de la estancia, había una serie de paquetes cuadrados y, junto a ellos, un pequeño cuadro con un abigarrado marco.

Grutas enseñó los dientes cuando vio al gordo hijo de puta del cocinero. Estaba trabajando sobre la mesa, con la ancha y blanca espalda hacia la puerta. Se oía el crujir del papel.

El intruso se pegó a la pared, oculto a la sombra de la escalera.

El cocinero envolvió el cuadro con papel, lo ató con hilo de bramante e hizo un paquete idéntico a los demás. Sosteniendo un farol con la mano que le quedaba libre, estiró la otra y tiró de una araña de hierro forjado que colgaba justo encima de la mesa de catas. Se oyó un clic y, al fondo de la bodega, un extremo de la estantería llena de botellas se separó unos centímetros de la pared. El cocinero apartó el estante y se oyó el gemido de unas bisagras; detrás había una puerta.

Entró en la habitación oculta detrás de la bodega y colgó uno de los faroles en la pared. A continuación metió los paquetes en su interior.

Estaba empujando la estantería de las botellas de vino para cerrar la entrada secreta, dando la espalda a la puerta, cuando Grutas aprovechó para subir los escalones. Oyó un tiro en el exterior y, luego, la voz del cocinero procedente de abajo.

¿Quién anda por ahí? preguntó, y salió a perseguir al intruso, subiendo la escalera a una velocidad increíble para un hombre corpulento.

¡Alto ahí! ¡Usted no debería estar aquí! Grutas atravesó la cocina a todo correr hasta llegar al patio, donde empezó a agitar una mano y a silbar.

El cocinero agarró la duela de un tonel que había en un rincón y cruzó corriendo la cocina hacia el patio. Entonces vio una silueta en la puerta: el inconfundible casco. Tres paracaidistas alemanes armados con metralletas entraron en la habitación. Grutas estaba tras ellos.

¡Hola, cocinillas! saludó el intruso. Agarró un jamón en salmuera de uno de los cajones del suelo.

Suelte la carne ordenó el cabo alemán, y apuntó a Grutas con su arma con la misma presteza con la que había apuntado al cocinero. Salga, vaya con la patrulla.

El camino de bajada para regresar al castillo resultaba más llevadero. Berndt avanzaba a buen ritmo con el carro vacío y se enrolló las riendas en un brazo para encender la pipa. Cuando se acercaba a la linde del bosque, creyó ver una gran cigüeña alzando el vuelo desde un árbol alto. Al acercarse se dio cuenta de que el supuesto aleteo era una tela blanca, un paracaídas atrapado entre unas ramas altas, con el arnés cortado. Se detuvo en seco. Posó una mano en el hocico de César y le susurró unas palabras al oído. Siguió avanzando a pie, con precaución.

De una rama más baja colgaba un hombre vestido de paisano, recién asfixiado por un cable que se le hundía en el cuello, con la cara amoratada y las botas embarradas a treinta centímetros del suelo. Berndt se volvió a toda prisa hacia el carro al tiempo que buscaba un sitio donde dar la vuelta en ese camino angosto. Sus propias botas se le antojaron extrañas al verlas pisando tierra firme.

En ese momento salieron de entre los árboles tres soldados alemanes a las órdenes de un sargento y seis civiles. El sargento permaneció un momento pensativo y descorrió el seguro de su metralleta. Berndt reconoció a uno de los hombres vestidos de paisano.

Grutas dijo.

Berndt, el bueno de Berndt, siempre tan aplicado comentó Grutas, y se dirigió hacia su conocido con una sonrisa bastante amigable. Sabe manejar el caballo informó al sargento alemán.

Puede que sea tu amigo respondió el sargento.

Puede que no replicó Grutas, y escupió a Berndt en la cara. He colgado al otro, ¿no? A ese también lo conocía. ¿Por qué tenemos que seguir a pie? Y añadió en voz baja: Si me devuelve el arma, le pegaré un tiro al llegar al castillo.

 3 La Blitzkrieg, la guerra relámpago de Hitler, fue más rápida de lo que nadie había imaginado. En el castillo, Berndt encontró una unidad Totenkopf de las Waffen-SS. Había dos tanques Panzer aparcados cerca del foso, junto con un cazacarros y algunos camiones semioruga.

El jardinero, Ernst, yacía boca abajo en el suelo de la cocina, con la cabeza cubierta de moscardas.

Berndt lo vio desde detrás del carro. Solo los alemanes viajaban en él. Grutas y los demás tuvieron que ir andando a la zaga. Ellos no eran más que Hilfswillige, o Hiwis, habitantes de la localidad que ayudaban voluntariamente a los invasores nazis.

En lo alto de una torre del castillo, Berndt divisó a dos soldados que retiraban el estandarte del jabalí de Lecter y colocaban en su lugar una antena de radio y una bandera con la esvástica Un comandante con el uniforme negro de las SS y la insignia con la calavera de la unidad Totenkopf salió del castillo y se quedó mirando a César.

Muy bonito, pero tiene la grupa demasiado ancha para montarlo comentó con desprecio; llevaba los pantalones de montar y las espuelas para salir a dar un paseo. El otro caballo le serviría.

Detrás del comandante, dos miembros de las tropas de asalto salieron del edificio empujando al cocinero.

¿Dónde está la familia? En Londres, señor respondió Berndt. ¿Puedo cubrir el cuerpo de Ernst? El comandante se dirigió hacia su sargento, quien colocó el cañón de su Schemeisser bajo el mentón de Berndt.

¿Y quién cubrirá el tuyo? Huele el cañón. Todavía está humeante. Con esto puedo volarte la tapa de los sesos a ti también, hijo de puta amenazó el comandante. ¿Dónde está la familia? Berndt tragó saliva.

Han huido a Londres, señor.

¿Eres judío? No, señor.

¿Gitano? No, señor.

El interrogador se fijó en un atado de cartas que había encontrado en un cajón de la casa.

Hay correo para un tal Jakov. ¿Eres tú el judío Jakov? Es un profesor, señor. Se marchó hace tiempo.

El comandante le miró los lóbulos de las orejas para ver si los tenía perforados.

Enséñale la polla al sargento. Luego añadió: ¿Tengo que matarte o vas a trabajar? Señor, estos hombres se conocen informó el sargento.

¿Es verdad eso? Tal vez sean amigos. Se volvió hacia Grutas. ¿Sentís más aprecio por vuestros compatriotas judíos que por nosotros, Hiwis? El comandante se volvió hacia su sargento: ¿De verdad cree que los necesitamos? El sargento apuntó con su arma a Grutas y a sus colegas.

El cocinero es judío informó Grutas. Le revelaré un secreto local muy útil: si le dejan cocinar para ustedes, morirán una hora después por el veneno judío. Empujó a uno de sus hombres. Cazuelas sabe cocinar, conseguir víveres y luchar.

Grutas avanzó hacia el centro del patio con lentitud, seguido por el cañón de la metralleta del sargento.

Comandante, usted tiene las cicatrices y el anillo de Hei-delberg. Aquí hay historia militar, como la que ustedes están escribiendo. En este lugar estaba el patíbulo de Hannibal el Macabro. Algunos de los caballeros teutones más osados murieron aquí. ¿No es hora ya de bañar la piedra con sangre judía? El comandante enarcó las cejas.

Si quiere pertenecer a las SS, tendrá que ganárselo. Hizo un gesto de asentimiento a su sargento. Este sacó una pistola de su cartuchera de cuero. Descargó todas las balas menos una y le pasó el arma a Grutas. Dos soldados llevaron al cocinero a rastras hasta el patíbulo.

El comandante parecía más interesado en echar un vistazo al caballo. Grutas levantó la pistola hasta la cabeza del cocinero y esperó, quería que el comandante lo viera. El cocinero le escupió a la cara.

Cuando se oyó el disparo, las golondrinas salieron en desbandada de las torres.

Berndt fue destinado al traslado de muebles al cuarto de oficiales del segundo piso. Comprobó si se había orinado encima. Podía oír al radio operador instalado en un pequeño cuarto bajo los aleros, tanto transmisiones en código Morse como mensajes de voz con interferencias. El radio operador bajó la escalera con su libreta en la mano y regresó minutos después para destruir el equipo. Se trasladaban al este.

Desde la ventana de un piso superior, Berndt contempló a la unidad de las SS mientras descargaban una radio de campaña del Panzer para la pequeña guarnición que dejaban atrás. Grutas y sus desaliñados compañeros civiles, que ahora portaban armas alemanas, sacaron cuanto había en la cocina y apilaron los víveres en la parte trasera de un camión semioruga, donde también viajaba parte del personal de apoyo. Los soldados montaron en sus vehículos. Grutas salió del castillo a todo correr para alcanzarlos. La unidad avanzaba hacia Rusia y llevaba consigo a Grutas y a los demás Hiwis. Al parecer, se habían olvidado de Berndt.

En el castillo se quedó un regimiento de granaderos Pan-zer, equipado con una ametralladora y la radio de campaña. Berndt esperó en la letrina de la vieja torre hasta el anochecer. Los soldados que formaban la reducida guarnición alemana comieron en la cocina, con un centinela apostado en el patio. Habían encontrado algunos licores en la despensa. Berndt salió de la letrina de la torre, agradecido de que los suelos de piedra no crujieran.

Se asomó a la habitación de la radio. La radio se hallaba en el vestidor de la señora, sus botellas de perfume estaban desparramadas por el suelo. Se quedó mirando el panorama. Pensó en Ernst, muerto en el suelo de la cocina, y en el cocinero escupiéndole a Grutas con su último suspiro. Se coló en la habitación. Tenía la sensación de que debía disculparse con la señora por la intromisión. Bajó por la escalera de servicio en calcetines y, con el calzado en una mano y la radio con su batería en la otra, salió a hurtadillas por una portezuela secreta. La radio y el generador, con manivela manual, pesaban mucho, más de veinte kilos. Berndt llevó su carga al bosque y la escondió. Lamentaba no haber podido llevarse el caballo.

Cuando la familia se reunió en torno a la chimenea, las luces y las sombras del hogar iluminaban las vigas pintadas del refugio de caza y se reflejaban en los ojos polvorientos de los animales disecados como trofeo. Las cabezas llevaban mucho tiempo colgadas, hacía años que les habían salido calvas en el pelaje a causa de las muchas generaciones de niños que las habían toqueteado colando la mano por el tramo de barandilla de los escalones más altos.

La niñera había dispuesto la tina de cobre de Mischa en un rincón del hogar. Había añadido agua de la tetera en el baño para regular la temperatura, había hecho espuma y había sumergido a la pequeña. Mischa jugaba alegremente con el jabón. La niñera puso las toallas a calentar delante del fuego. Hannibal soltó el nomeolvides de la muñeca a su hermanita, hundió la joya en la espuma e hizo burbujas soplando a través de los eslabones. Las burbujas, en su breve vuelo impulsado por la corriente, reflejaban los rostros de todos los presentes antes de explotar sobre el fuego. A Mischa le gustaba atraparlas, pero quería que le devolvieran su pulsera, y no se quedó tranquila hasta que volvió a tenerla puesta.

La madre de Hannibal interpretaba un contrapunto barroco al piano.

Una delicada música, las ventanas cubiertas con mantas al caer la noche y las alas negras del bosque envolviéndolos.

Berndt llegó agotado, y la música paró. El conde Lecter escuchó el relato de su empleado con el rostro empapado en lágrimas. Su esposa agarró a Berndt de la mano y le dio unas pal-maditas.

Desde el primer momento, los alemanes llamaron Ostland a Lituania, colonia alemana de segunda fila que, con el tiempo, tras eliminar a la raza inferior eslava, podría ser repoblada con arios. Las columnas de los alemanes marchaban por los caminos; los trenes alemanes avanzaban hacia el este cargados de artillería.

Los bombarderos rusos acribillaron y ametrallaron a las columnas. Los cazas Ilyushin, procedentes de Rusia, las redujeron a añicos pese al intenso fuego de las ametralladoras antiaéreas alemanas montadas en los trenes.

Los cisnes negros volaban a la máxima altitud que podían alcanzar con comodidad. Cuatro ánades negros en formación, con el cuello extendido, intentaban dirigirse hacia el sur, con el rugido de los aviones sobre ellos al despuntar el alba.

Se oyó la detonación del fuego antiaéreo. El cisne que iba en cabeza se desmoronó en pleno vuelo e inició su interminable caída. Los otros tres se volvieron, graznaban hacia el suelo sin dejar de aletear e iban perdiendo altitud al tiempo que describían amplios círculos. El cisne herido cayó como un peso muerto en medio del campo y se quedó inmóvil. Su compañera voló en picado a su lado. Lo golpeaba con el pico y andaba a su alrededor emitiendo graznidos desesperados.

El cisne no se movía. Se oyó un estallido en el campo, y la infantería rusa hizo acto de presencia avanzando entre los árboles del lindar de la pradera. Un Panzer alemán salvó una fosa y avanzó a campo traviesa con la ametralladora coaxial apuntada hacia los árboles. Se acercaba, se acercaba… La hembra de cisne desplegó sus alas y permaneció junto a su compañero, aunque el tanque tenía una envergadura mucho mayor y su motor rugía como el corazón desbocado del ánade. El cisne se quedó sobre su compañero, graznaba, golpeaba el tanque con los poderosos empellones de sus alas. El conductor del tanque los aplastó a los dos, sin proponérselo, y en las huellas de las ruedas chirriantes fue dejando un rastro de carne y plumas.

 4 La familia Lecter sobrevivió en el bosque durante los terribles tres años y medio que duró la campaña de Hitler en Europa del Este. El largo sendero forestal hasta el refugio de caza permanecía cubierto de nieve en invierno e invadido por la vegetación en primavera. En verano, el terreno cenagoso era demasiado blando para los tanques.

El refugio contaba con un buen aprovisionamiento de harina y azúcar para pasar el primer invierno, pero lo más importante era la sal almacenada en cubas. El segundo invierno encontraron un caballo muerto y congelado. Lo despedazaron con un par de hachas y salaron la carne. También conservaron en salmuera truchas y perdices.

Algunas noches aparecían hombres vestidos de paisano por el bosque, sigilosos como fantasmas. El conde Lecter y Berndt hablaban con ellos en lituano, y en una ocasión llevaron al interior de la cabaña a un hombre con la camisa empapada en sangre. Murió sobre un jergón del rincón mientras la niñera le secaba el sudor de la cara.

Los días en que nevaba demasiado para salir en busca de alimento, el señor Jakov impartía sus lecciones. Enseñaba inglés y un francés macarrónico, e historia de Roma, con gran insistencia en los asedios a Jerusalén, y todos prestaban atención.

Relataba los hechos históricos y las parábolas del Antiguo Testamento como dramáticas narraciones, y en ocasiones las embellecía para su público más allá de la estricta frontera del academicismo.

Daba clases particulares de matemáticas a Hannibal, puesto que las lecciones habían alcanzado un nivel inaccesible para los demás.

Ente los libros de Jakov había un ejemplar de cubiertas de piel del Tratado de la luz de Christiaan Huyghens, y a Han-nibal le fascinaba, le apasionaba seguir las cavilaciones de Huyghens, sentir que avanzaba hacia el descubrimiento. Relacionaba el Tratado de la luz con el fulgor de la nieve y los reflejos irisados en los viejos cristales de las ventanas. La elegancia del pensamiento de Huyghens era como los nítidos y sencillos trazos invernales, el esqueleto de las hojas. Una caja que se abría con un clic y que atesoraba en su interior un principio siempre infalible. Era una emoción fiable, y la sentía desde que había aprendido a leer.

Hannibal Lecter sabía leer desde que tenía uso de razón, o eso creía la niñera. Ella le leyó durante un breve período, cuando el pequeño tenía dos años; solía leerle un cuento de los hermanos Grimm ilustrado con xilografías en las que todo el mundo tenías las uñas de los pies puntiagudas. Hannibal la escuchaba leer con la cabeza recostada sobre su regazo mientras miraba las palabras de la página. Un día, la niñera vio que Hannibal acercó la cabeza al libro, la separó luego para poder enfocar las letras, y leyó en voz alta con la misma entonación que lo hacía ella.

Una emoción caracterizaba al padre de Hannibal mejor que ninguna otra: la curiosidad. Debido a la curiosidad que sentía por su hijo, el conde Lecter ordenó al mayordomo colocar en las baldas más bajas de la biblioteca del castillo los voluminosos diccionarios. De inglés, de alemán y los veintitrés volúmenes del diccionario lituano. De esta forma, Hannibal podía quedarse a solas con sus libros.

A los seis años le ocurrieron tres cosas importantes.

En primer lugar, descubrió los Elementos, de Euclides, en una edición antigua con ilustraciones dibujadas a mano. Repasaba las imágenes con el dedo y posaba la frente sobre ellas.

Ese otoño le trajo una hermanita, Mischa. Pensó que era como una ardilla roja arrugada. Se lamentó para sí de que no hubiera heredado la belleza de su madre.

Marginado de todos los frentes, imaginó lo conveniente que sería que el águila que a veces sobrevolaba el castillo atrapara a su hermana y la llevara, con cuidado, hasta la casa de algún amable campesino de un país lejano cuyos habitantes fueran todos como ardillas y ella no se sintiera fuera de lugar. Al mismo tiempo, descubrió que la amaba de una forma inevitable, y, cuando la pequeña tuvo edad suficiente para razonar, quiso enseñarle lo que él sabía, quería transmitirle su avidez por el descubrimiento.

Asimismo, cuando Hannibal tenía seis años, su padre lo encontró calculando la altura de las torres del castillo a partir de la longitud de sus sombras, siguiendo las instrucciones que, según afirmaba el niño, le había dado el mismísimo Euclides. Entonces el conde Lecter buscó a mejores tutores, y seis semanas después llegó el señor Jakov, un académico muerto de hambre procedente de Leipzig.

El conde hizo las presentaciones entre el señor Jakov y su alumno en la biblioteca y los dejó a solas. La biblioteca, con tibia atmósfera, desprendía un ligero aroma a humo que impregnaba las piedras del castillo.

Mi padre dice que va usted a enseñarme muchas cosas.

Si quieres aprender muchas cosas, puedo ayudarte.

Dice que es usted un gran erudito.

Soy un estudiante.

Le ha dicho a mi madre que lo expulsaron de la universidad.

Sí.

¿Por qué? Porque soy judío; judío asquenazí, para ser más exactos.

Entiendo. ¿Eso le entristece? ¿Ser judío? No, me alegra.

Me refiero a que si le entristece que lo hayan expulsado de la universidad.

Me alegro de estar aquí.

¿Se pregunta si vale la pena perder su tiempo conmigo? Todo el mundo vale la pena, Hannibal. Si a primera vista una persona parece torpe, hay que mirar con más atención, mirar en su interior.

¿Le han dado la habitación que tiene unos barrotes de acero en la puerta? Sí, así es.

No puede cerrarse con llave.

Me alegra oírlo.

Allí es donde tenían al tío Elgar dijo Hannibal mientras alineaba sus estilográficas delante de sí. Fue en la década de 1880, antes de que yo naciera. Fíjese en el cristal de la ventana de su habitación. Tiene una fecha que él grabó con un diamante. Estos son sus libros.

Una serie de inmensos tomos forrados de piel ocupaban toda una balda de la estantería. El último libro de la hilera estaba chamuscado.

La habitación huele a humo cuando llueve. Las paredes estaban forradas con balas de paja para insonorizar sus peroratas.

¿Has dicho «peroratas»? Eran sobre religión, pero… ¿sabe qué significa «lascivo» o «lascivia»? Sí.

Yo no lo tengo muy claro, pero creo que significa algo que uno no diría delante de su madre.

Yo también creo que es así respondió el señor Jakov.

Si se fija en la fecha grabada en el cristal, verá que es el día en que la luz del sol da directamente en su ventana todos los años.

Esperaba el sol.

Sí, y ese mismo día ardió allí dentro. En cuanto le dio la luz del sol, encendió la paja con su monóculo mientras ordenaba estos libros.

Hannibal siguió poniendo a su tutor al corriente de las anécdotas del castillo Lecter con un recorrido por sus dominios. Atravesaron el patio, con su enorme bloque de piedra. En el bloque había una anilla y, sobre su superficie plana, las hendiduras de unos hachazos.

Tu padre me ha contado que has calculado la altura de las torres.

Sí.

¿Qué altura tienen? La torre sur, cuarenta metros, y la otra es medio metro más baja.

¿Qué utilizaste como gnomon? La piedra. Calculé la altura de la piedra y la longitud de su sombra, y luego calculé la longitud de la sombra del castillo a la misma hora.

El perfil de la piedra no es exactamente vertical.

Utilicé mi yoyó como plomada.

¿Conseguiste hacer ambas mediciones al mismo tiempo? No, señor Jakov.

¿De cuánto era el margen de error en la medición de las sombras? De un grado cada cuatro minutos, por la rotación terrestre. La piedra se llama Patíbulo. La niñera la llama Rabenstein. Me ha prohibido que me siente encima.

Entiendo dijo el señor Jakov. Su sombra es más alargada de lo que creía.

Adquirieron la costumbre de discutir mientras paseaban, y Hannibal, siguiendo con paso enérgico al señor Jakov, observaba cómo su profesor se adaptaba a hablar con alguien mucho más bajito. A menudo, el tutor volvía la cabeza hacia un lado y hablaba al aire que Hannibal tenía por encima, como si hubiera olvidado que estaba conversando con un niño. Han-nibal se preguntó si añoraría pasear y hablar con alguien de su misma edad.

El niño estaba interesado en ver cómo se llevaba su profesor con el mayordomo, Lothar, y con Berndt, el mozo de cuadras. Ambos eran hombres campechanos, bastante hábiles y diestros en sus ocupaciones. Sin embargo, la suya era una línea de pensamiento distinta. Hannibal se fijó en que el señor Jakov no pretendía ocultar lo que pensaba ni alardear de ello, aunque nunca se refería a nadie en particular. Dedicaba su tiempo libre a enseñar a ambos empleados a realizar mediciones con un teodolito de fabricación casera. Además, comía con el cocinero, con quien logró intercambiar algunas palabras en un rudimentario yídish, para sorpresa de la familia.

Las piezas de una antigua catapulta que Hannibal el Truculento había utilizado contra los caballeros teutones estaban guardadas en un granero de la propiedad, y, para el cumpleaños del niño, el señor Jakov, Lothar y Berndt reconstruyeron la máquina. Sustituyeron el viejo brazo lanzador por un robusto tronco, y con él catapultaron un tonel de agua a una altura superior a la del castillo. Al caer, el proyectil produjo una magnífica explosión de agua en la lejana orilla del foso, y las aves que flotaban en su superficie salieron volando despavoridas.

Durante esa semana, Hannibal sintió el placer más intenso de su infancia. Como regalo de cumpleaños, el señor Jakov le enseñó a probar de forma no matemática el teorema de Pi-tágoras: calcando tejas sobre un lecho de arena. Hannibal lo observaba con detenimiento, dio una vuelta a su alrededor. El profesor levantó una de las tejas y, sin mediar palabra y enarcando las cejas, preguntó al niño si quería volver a ver la demostración. Hannibal lo entendió. Lo entendió y le embargó una sensación similar a la de ser propulsado por la catapulta.

El señor Jakov no solía llevar libros de texto para sus discusiones, y rara vez se remitía a uno de ellos. Cuando tenía ocho años, Hannibal le preguntó el porqué.

¿Te gustaría recordarlo todo? le preguntó el señor Jakov.

Sí.

Recordar no es siempre una bendición.

Me gustaría recordarlo todo.

Entonces necesitarás un palacio mental para atesorar los recuerdos en su interior. Un palacio en tu mente.

¿Tiene que ser un palacio? Crecerá hasta hacerse enorme como un palacio anunció el señor Jakov. También debe ser hermoso. ¿Cuál es la habitación más bella que conoces? Un lugar que conozcas bien.

La habitación de mi madre respondió Hannibal.

Entonces por allí empezaremos anunció el señor Jakov.

Juntos contemplaron, dos años seguidos, cómo el sol tocaba la ventana del tío Elgar en primavera. Sin embargo, al tercer año ya se encontraban refugiados en el bosque.

 5 Invierno, 1944-1945 Cuando cayó el frente del este, el ejército ruso avanzó como la lava por Europa del Este dejando a su paso una estela de humo y cenizas, un panorama desolador de hambruna y muerte.

Los rusos llegaban del este y del sur, y ascendían en dirección al mar Báltico desde los frentes bielorrusos segundo y tercero, precedidos por unidades de las Waffen-SS desintegradas que se batían en retirada, ansiosas por llegar a la costa, donde esperaban ser evacuadas por mar hasta Dinamarca.

Ese fue el fin de las ambiciones de los Hiwis. Después de haber perpetrado asesinatos y expolios para sus amos nazis, de haber acribillado a judíos y a gitanos, ninguno de ellos había conseguido entrar en las SS. Los llamaban Osttruppen, y ni siquiera los consideraban soldados. Miles de ellos se convirtieron en esclavos de batallones de trabajos forzados y fueron explotados hasta la muerte.

Sin embargo, unos cuantos desertaron y emprendieron un nuevo negocio por su cuenta… Lituania, en las proximidades de la frontera con Polonia. Una hermosa residencia abierta como una casa de muñecas por el derrumbamiento de una de las fachadas laterales durante un bombardeo. Los miembros de la familia, que salieron huyendo del sótano con la primera explosión y murieron sorprendidos por la segunda, yacían sin vida en el suelo de la cocina. Soldados muertos, alemanes y rusos, yacían en el jardín. En un lateral de la casa había un vehículo militar alemán partido en dos por un proyectil.

Un comandante de las SS se encontraba tendido en un diván enfrente de la chimenea del salón con las perneras de los pantalones cubiertas de sangre congelada. El sargento retiró la manta de una cama, lo tapó y avivó el fuego, pero el techo de la estancia no era más que un recuerdo. Le quitó una bota; tenía los dedos de los pies ennegrecidos. El sargento oyó un ruido en el exterior. Se descolgó la carabina del hombro y se dirigió hacia la ventana.

Una ambulancia militar, un camión semioruga ZIS-44 de fabricación rusa aunque con la insignia de la Cruz Roja Internacional, se aproximaba traqueteando por el camino de grava.

Grutas bajó del vehículo semioruga agitando un pañuelo blanco.

Somos suizos. ¿Hay algún herido? ¿Cuántos hombres son? El sargento volvió la vista.

Son médicos, comandante. ¿Quiere irse con ellos, señor? El comandante asintió en silencio.

Grutas y Dortlich, que le sacaba una cabeza de altura a su jefe, descargaron una camilla de la ambulancia.

El sargento salió para hablar con ellos.

Tengan cuidado, le han herido en las piernas. Tiene los dedos de los pies congelados. Puede que sea gangrena por congelación. ¿Tienen un hospital de campaña? Sí, claro, pero puedo operarlo aquí mismo dijo Grutas, y le descerrajó dos tiros en el pecho que hicieron saltar el polvo del uniforme de la víctima. Al hombre se le vencieron las rodillas, Grutas pasó por encima de él y disparó al comandante a través de la manta.

Milko, Kolnas y Grentz salieron en tropel de la parte trasera del semioruga. Sus uniformes eran una mezcolanza de diversas prendas de policías y doctores lituanos, de médicos militares estonios y de miembros de la Cruz Roja Internacional, pero todos llevaban un brazalete con la vistosa insignia propia de los médicos.

Desplumar a un muerto requiere agacharse mucho; los saqueadores gruñían y blasfemaban por el esfuerzo mientras iban dejando desparramados por el suelo los documentos y las fotos que había en las carteras. El comandante seguía vivo, y levantó una mano hacia Milko. Este le quitó el reloj y se lo metió en el bolsillo.

Grutas y Dortlich sacaron una alfombra enrollada de la casa y la metieron en el camión semioruga.

Colocaron la camilla de lona en el suelo y tiraron encima los relojes, los anillos y las gafas con montura de oro.

Un tanque, un T-34 ruso con camuflaje de invierno, salió de entre los árboles del bosque con el cañón de través y el artillero asomado por la escotilla.

Un hombre oculto en el cobertizo de detrás de la alquería salió de su escondite y atravesó el campo, a todo correr, en dirección a los árboles; llevaba un reloj de similor entre los brazos e iba saltando sobre los cadáveres.

El cañón del tanque tableteó, y el saqueador a la fuga tropezó y cayó de bruces junto al reloj. Tanto su cara como la esfera del reloj quedaron estampadas contra el suelo; corazón y maquinaria latieron una vez al unísono y se pararon.

¡Coged un cuerpo! ordenó Grutas.

35 4- + Tiraron un cadáver sobre el botín cargado en la camilla. La torreta del tanque se volvió hacia ellos. Grutas agitó una bandera blanca y señaló la insignia médica del camión. El tanque prosiguió su avance.

Un último vistazo alrededor de la casa. El comandante seguía vivo y cogió a Grutas por la pernera del pantalón cuando pasó junto a él. Se le abrazó a la pierna y no lo dejaba ir. El jefe de los Hiwis se agachó y lo agarró por las insignias del cuello de la camisa.

Se suponía que nosotros también teníamos que lucir estas calaveras dijo. ¿Sabes? A lo mejor los gusanos pueden convertir tu cara en una de ellas. Disparó al comandante en el pecho. El hombre soltó la pernera de su verdugo y se miró la muñeca como si tuviera interés en conocer la hora exacta de su muerte.

El camión semioruga se alejó traqueteando por el campo, triturando los cuerpos bajo sus ruedas. Al llegar al bosque, los hombres sacaron la camilla por la parte trasera y Grentz tiró el cadáver.

Un Stuka alemán, o bombardero en picado, sobrevoló el tanque ruso, cuyo cañón estaba en llamas. Refugiados bajo la bóveda del bosque, agazapados en el tanque, los miembros de la tripulación oyeron la explosión de la bomba entre los árboles, y las astillas y la metralla resonaron al chocar contra el casco blindado.