El rapto de Helena

 Ocurrió un día que Hércules, después de haber dado muerte a Laomedonte, padre de Príamo y de Hesione, se llevó a la joven como botín de guerra y la entregó en presente a su amigo Telamón, que la hizo esposa suya.

 El rey Príamo nunca se consoló del rapto de su hermana. Y en cierta ocasión, al hablarse en la corte de Troya de aquel acto de violencia, el joven Paris declaró:

 --Padre mío, si queréis enviarme con una flota a Grecia, con la ayuda de los dioses arrebataré vuestra hermana a los enemigos y volveré a Troya victorioso y cubierto de gloria.

 --?Con el apoyo de los dioses esperáis vencer? -le preguntaron sus hermanos.

 --Con el favor de Afrodita -respondió Paris.

 Y entonces contó el joven lo que le había ocurrido entre sus rebaños cuando se le aparecieron las tres diosas.

 

 

Cuando nació Venus y llegó al Olimpo no todo el mundo se alegró. Hera o Huno y Atenea o Minerva, las dos diosas que hasta entonces habían ostentado el cetro de la belleza en el Olimpo, sintieron una punzada de envidia ante el triunfo de Venus Afrodita.

 

 Entonces la lívida Discordia se aprovechó de ello para excitar los ánimos al rencor. Y, sin que la observaran, arrojó al suelo una manzana de oro macizo en la que se leía:

 

 "A la más hermosa." Al verla, Hera la cogió inmediatamente; Minerva se la arrebató de las manos y Venus reclamó para sí el brillante fruto.

Con el fin de poner fin a la discordia, Zeus dijo a las diosas:

 

 --Id las tres al monte Ida y consultad el caso con el príncipe Paris, que está allí apacentando sus rebaños. El decidirá cuál de las tres es la más hermosa. Id con Hermes, él os conducirá.

 

 Paris era el hijo segundo (el primero era Héctor) de Príamo, rey de Troya, y de Hécuba, su mujer. Cuando ésta iba a traerle al mundo, tuvo un sueño en el que se vio dando a luz una antorcha que incendiaba la ciudad. Temiendo que aquel sueño se convirtiera en realidad algún día, Príamo, que participaba también de las aprensiones y temores de su mujer, decidió matar al niño en cuanto naciese.

 

 Pero Hécuba, madre al fin, consintió que se entregara el recién nacido a un esclavo, quien lo llevaría al monte Ida y lo abandonaría. Y allí fue encontrado, recogido y criado por un pastor, que le puso por nombre Paris o Alexandros.

 Pasaron los años y Paris se convirtió en un joven lleno de apostura y fortaleza, dedicado por entero a su oficio de pastor.

 

Y un día que estaba con su rebaño en el bosque, se le apareció Hermes, mensajero de los dioses, que llegaba precediendo a las tres divinidades olímpicas Hera, Atenea y Afrodita.

 Mientras el joven, asustado, miraba lleno de arrobo a las recién llegadas, Hermes le dijo:

 

 --Oye, Paris, estas tres diosas te han elegido como árbitro para que decidas cuál es la más hermosa. A la que te parezca más bella le darás la manzana de oro.

 

 Paris permaneció largo rato pensativo ante las tres fulgurantes bellezas y verdaderamente, no sabía a cuál elegir. Entonces habló Hera y le dijo:

 --Si me das la manzana a mí, te ofrezco el imperio de Asia entera.

 En segundo lugar habló Atenea, la diosa de la sabiduría, que le prometió:

 --Si me eliges a mí, te daré la sabiduría y la victoria en todos los combates.

 Finalmente tomó la palabra Afrodita, la diosa del amor, la que sonriendo dulcemente, dijo al joven pastor:

 --Y si me eliges a mí, te daré la mujer más hermosa para que seas dichoso.

 

 Sin vacilar, Paris se acercó a Venus Afrodita y le entregó la manzana de oro, mientras las demás diosas se retiraban profundamente ofendidas y jurando que vengarían aquella ofensa en Príamo y los troyanos.

 

 

 

 El rey Príamo no dudó ya de que su hijo Paris obtendría la especial protección de los inmortales.

 --Creo -dijo Deífobo- que los griegos entregarán a Hesione si nuestro hermano se presenta con un buen ejército.

 Pero Heleno, dotado del don de profecía, aseguró:

 --Si mi hermano Paris vuelve de Grecia trayendo de allí a una mujer, los griegos vendrán a Troya, arrasarán la ciudad y nos pasarán a todos a cuchillo.

 Por fin, al ver que una gran mayoría eran partidarios del viaje de Paris a Grecia, el rey Príamo autorizó la expedición, y la imponente hueste se hizo a la mar, rumbo a la isla griega de Citera, la primera donde pensaban desembarcar.

 Dio la coincidencia de que cuando la flota se hallaba ya por alta mar, se encontró con el barco del rey de Esparta, Menelao, que realizaba un viaje a Pilos, con objeto de visitar al sabio príncipe Néstor. Sin embargo, ninguna de las partes reconoció a la otra, ni se preguntó cada uno el posible destino del otro.

 !No pudo sospechar entonces el rey Me nelao la triste suerte que le aguardaba!...

 La flota troyana desembarcó poco más tarde en Citera, de donde pasó a Esparta con el fin de reclamar a Hesione, la hermana del rey Príamo de Troya.

 En ausencia del rey Menelao, desempeñaba en Esparta las funciones reales su esposa, la bella Helena. Ésta, luego de ser rescatada por sus hermanos Cástor y Pólux del poder de Teseo, se había convertido, al lado de su padrastro Tíndaro, rey de Esparta, en una hermosísima doncella.

 Su belleza era tanta, que atrajo a todo un ejército de pretendientes. Tíndaro temió entonces que si elegía a uno de ellos por yerno se enemistaría con todos los demás. Para salir del trance consultó con Ulises, el más inteligente y astuto de los héroes griegos, que le aconsejó:

 --Obliga a todos los pretendientes a comprometerse bajo juramento a apoyar con las armas al novio elegido contra aquel que se oponga al matrimonio que tú dispongas.

 Tíndaro siguió el consejo e hizo que todos los pretendientes prestasen el juramento. A continuación escogió al príncipe argivo, Menelao, hijo de Atreo y hermano de Agamenón, dándole su hija Helena por esposa y cediéndole el reino de Esparta.

 La hermosa Helena dio a su esposo Menelao una hija, que estaba todavía en la cuna cuando Paris llegó a Grecia. Durante la ausencia de su marido, la bella reina veía transcurrir en palacio los días aburridos y monótonos. Pero al enterarse de la llegada a Esparta del hijo de un rey extranjero, sintió despertar en ella femenina curiosidad. Y comentó con una de sus doncellas:

 --Me gustaría conocer a ese forastero y a su marcial séquito.

 No tuvo que aguardar mucho, porque poco después Paris se presentó en el palacio real, a pesar de saber que Menelao estaba ausente. Y Helena le recibió con la hospitalaria amabilidad debida a un extranjero y la pompa propia de un príncipe real.

 Cuando Paris vio a la hermosa Helena, quedó asombrado y creyó que volvía a contemplar a la propia diosa Afrodita, tal y como se le había aparecido en el monte Ida el día de la manzana.

 Cierto es que la fama de la hermosura de Helena hacía tiempos que había llegado a sus oídos, por lo que Paris deseaba admirar sus encantos. Sin embargo, el príncipe troyano había creído que la mujer que le ofreciera Afrodita debía ser mucho más bella de lo que prometía la descripción que le habían hecho de Helena.

 Además, pensaba que la beldad ofrecida por la diosa sería una doncella y no la esposa de otro hombre.

 Ahora, no obstante, al tener ante sus ojos a la princesa espartana y darse cuenta de que su belleza competía con la de la propia Venus, se dijo convencido:

 --!Sólo esta mujer puede ser la recompensa que me ofreció Afrodita, la diosa del amor, por entregarle la manzana de oro! Y en aquel momento se le fue a Paris de la memoria el encargo de su padre y todo el objeto de aquel viaje. Y ya no pensó en otra cosa que en apoderarse de Helena.

 Pero mientras el joven permanecía arrobado contemplando la belleza de la prince sa, ésta, por su parte, veía con manifiesta complacencia al apuesto príncipe de larga cabellera rubia, magníficamente ataviado con oro y púrpura, al estilo oriental, y en aquel momento, la imagen de su esposo Menelao palideció en su espíritu, reemplazada por la soberbia figura del joven extranjero.

 --!Oh, dioses! -se dijo mentalmente-.

Haced que regrese pronto mi marido.

 Y es que el talento musical, la insinuante conversación y el impetuoso ardor del joven Paris trastornaba el incauto corazón de la hermosa reina.

 Cuando Paris vio vacilar la fidelidad de Helena, olvidándose por completo de la misión que le confiara su padre, entregóse por completo al pensamiento de la engañosa promesa de la diosa Afrodita.

 --Dejadme, salid de Esparta y procurad olvidarme -se defendía Helena al verse acosada e impotente para resistir el asedio de Paris.

 Mas el príncipe, sin hacerle caso, reunió a sus más adictos y les indujo, con la perspectiva de un rico botín, a colaborar en el crimen que, con su ayuda, proyectaba perpetrar.

 En efecto, poco después asaltó el palacio. Y, tras de apoderarse de los tesoros del rey Menelao, llevóse a su esposa, la bella Helena, que le siguió a la fuerza, aunque no con desgana, hacia donde estaba anclada la flota.

 --Me temo que este rapto nos cueste muy caro -comentó agorero el príncipe Deífobo.

 Cuando Paris se encontraba ya en alta mar con su precioso botín, sobrecogió a las naves, en pleno Egeo, una repentina calma. Y frente a la nave almirante que conducía al raptor y a Helena, partióse una ola y el viejo dios marino Nereo alzó la cabeza, coronada de juncos, por encima de las aguas, y lanzó a los troyanos su fatídica predicción:

 --!Aves de mal agüero preceden tu viaje, execrable raptor! Los griegos vendrán con fuerte ejército, conjurados para destruir tu criminal enlace y el viejo reino de Príamo...

 El dios Nereo hizo una pausa durante la cual rugió el viento entre las velas desplegadas. Luego siguió diciendo:

 --!Ay, Paris, cuántos cadáveres causarás al pueblo troyano! La sangrienta lucha durará años y, al final, las teas griegas devorarán las casas de Troya y sobrevendrá la ruina de la ciudad.

 Después de lanzar esta profecía, el anciano Nereo se sumergió en las olas.

 El joven Paris le había escuchado con terror. Pero cuando la brisa comenzó a soplar de nuevo y las naves surcaron veloces las aguas, olvidó la predicción en los brazos de la raptada Helena.