26. Redbull para superhéroes
Si quieres cambiar el mundo, cámbiate a ti mismo.
Mahatma Gandhi
Si un accidente, en un laboratorio lleno de tubos de ensayo rebosantes
de líquidos de todos los colores, nos diese la oportunidad de adquirir
un único superpoder y transformarnos en un superhéroe típico de los
cómics, ¿cuál elegiríamos? Difícil elección, ¿no creéis? Unos optarían
por la capacidad de desplazarse a velocidad prácticamente ilimitada,
como Flash; otros se decantarían por la invisibilidad, como Susan
Storm (La Mujer Invisible, integrante de Los Cuatro Fantásticos), o por
la elasticidad de los miembros de Mr. Fantástico o el sentido arácnido
de Spiderman, etc., etc., etc. Pero quizá el superpoder más deseado
fuese el de volar. Yo elegiría éste, sin duda alguna.
El don del vuelo no solamente ha sido empleado por los superhéroes
para combatir el mal, sino que algunos supermalvados también le
han sacado partido, como es el caso de Adrian Toomes, El Buitre, uno
de los primeros enemigos a los que tuvo que enfrentarse Spiderman, el
asombroso hombre araña. Toomes había sido un brillante ingeniero
electrónico que había diseñado un arnés de gravitones electromagnético
capaz de proporcionarle la capacidad de volar utilizando unas alas
para poder maniobrar en el aire. Cambiando de bando (al del bien) podemos
encontrar héroes alados como El Hombre Halcón y La Chica
Halcón, habitantes del planeta Thanagar, donde se encuentra el increíble
metal Nth, responsable del mencionado superpoder; Ángel (o, posteriormente,
Arcángel), otro de los miembros de la prolífica familia de
los X-men; y también los Hombres Halcón de Mongo, el planeta donde
tiene lugar gran parte de la acción del cómic protagonizado por Flash
Gordon. Entre los superhéroes capaces de volar, pero no dotados de
plumas, se puede encontrar al mismísimo Superman, a Tormenta
(también de los X-men) y a Johnny «Antorcha Humana» Storm. Todos
ellos saben por propia experiencia lo que es desplazarse por el aire
como las aves, desafiando las leyes más elementales de la física. Para
justificar sus capacidades sobrehumanas, los guionistas de las compañías
Marvel, DC y otras han discurrido e inventado toda clase de artilugios
y dispositivos o, simplemente, les han atribuido poderes mágicos.
En este capítulo, para evitar suspicacias por vuestra parte y no
meterme en temas demasiado escabrosos, voy únicamente a centrarme
en el vuelo con alas.
En el mundo real, el regido por las leyes de la física conocida, prácticamente
los únicos seres capaces de volar son las aves y un gran número
de especies de insectos (pueden hacerlo también un mamífero, como el
murciélago y algún pez). Para lograr semejante proeza (desde el punto
de vista humano), los organismos de los pájaros están diseñados de una
forma muy especial. Sus huesos son huecos y contienen cavidades provistas
de sacos de aire, todo ello con la finalidad de disminuir el peso al
máximo, así como servir de fuente extra de oxígeno a la hora de ser absorbido
por la sangre y proporcionar un mayor rendimiento energético
al animal. Los músculos de los que están dotados sus cuerpos son muy
poderosos para así ser capaces de mover de forma eficaz las alas, los elementos
principales encargados de hacerlos volar. Esto se consigue mediante
la puesta en acción de cuatro fuerzas diferentes. En primer lugar,
el empuje o propulsión que es proporcionada por el aleteo (en el caso de
un avión, esta fuerza se obtiene mediante los motores) y hace al ave desplazarse
hacia adelante. La segunda fuerza es la fricción o arrastre producido
por el aire y que se opone al empuje, dificultándolo. En tercer lugar,
se encuentra el peso del cuerpo volador, que impide el despegue.
Por último, la cuarta fuerza se denomina sustentación y siempre tiene
una dirección perpendicular a la de la corriente fluida (el aire) con respecto
al cuerpo. Cuando un avión se desplaza horizontalmente por la
pista de despegue, la fuerza de sustentación tiene la dirección vertical
ascendente, con lo cual es capaz de vencer al peso del propio avión y hacerle
ascender.
Tradicionalmente, la explicación que se suele emplear para ilustrar
el funcionamiento de las alas de un avión está basada en el principio de
Bernoulli. Según este principio, el aire que circula por la parte superior
de un ala, lo hace a una velocidad superior que el que circula por la
parte inferior de la misma, con lo que este último ejerce una presión
mayor, haciendo que el ala y, por tanto, el avión asciendan. El perfil geométrico
particular del ala juega en todo lo anterior un papel decisivo,
pues no presenta igual forma por arriba que por abajo. Sin embargo,
todo este argumento puede inducir a error ya que, en ocasiones, todos
hemos podido presenciar aviones volando en posición invertida. Si el
principio de Bernoulli se volviese a aplicar en esta situación, la geometría
particular de las alas obligaría al avión a descender cada vez más,
llegando a estrellarse contra el suelo, pues ahora la presión ejercida por
el aire sobre la parte superior del ala superaría a la que actuaría sobre la
parte inferior de la misma. Recientemente, en un artículo publicado en
la revista Physics Education, su autor Holger Babinsky parece haber
acabado con semejante controversia mediante lo que él llama un análisis
simple de los gradientes de presión y de las líneas de flujo, conceptos
un tanto técnicos que no vienen muy a colación en este momento.
Volviendo a la fuerza de sustentación, es posible demostrar que ésta
depende de la densidad del aire, del área superficial de las alas, del
cuadrado de la velocidad relativa del aire y del coeficiente de sustentación.
A su vez, este último es función del llamado ángulo de ataque,
que es el formado por el ala y la velocidad relativa del aire. A medida
que aumenta el ángulo de ataque, también lo hace el coeficiente de
sustentación, pero sólo hasta un cierto límite, a partir del cual vuelve a
disminuir. Para que un avión, un ave, un superhéroe o un supervillano
puedan volar utilizando sus alas, debe cumplirse necesariamente que
la fuerza de sustentación supere al peso. Y esto quiere decir que cuanto
más pesado sea el cuerpo volador, tanto más rápido debe ser capaz de
correr antes de despegar o, alternativamente, tanto mayor área superficial
deben poseer sus alas. Daos cuenta de que en la naturaleza, lo
anterior se cumple a rajatabla, pues una de las aves voladoras más
grandes que recorren nuestros cielos es el albatros, que posee una envergadura
alar de hasta
estas características físicas, les resulta prácticamente imposible levantar
el vuelo corriendo horizontalmente, ya que no suelen ser capaces
de alcanzar la velocidad mínima necesaria. Los marinos hacían uso de
esta imposibilidad para evitar que escaparan una vez capturados, dejándolos
vagar libremente por la cubierta del barco.
Hagamos algunos números para comprobar que los superhéroes
con alas lo tienen francamente difícil. Por ejemplo, para un ángulo de
ataque de unos 4 grados, una persona que pesase unos
incluido) y fuese capaz de desplazarse a unos nada despreciables
necesitaría unas alas con un área superficial de algo más de
(el salón de un piso promedio con una superficie de
unos
por la naturaleza, cuando enormes pterosaurios con envergaduras
de hasta
nuestro planeta. Evidentemente, la única forma posible para ellos de
iniciar el vuelo era dejándose caer desde acantilados. En el caso de una
persona, además, los músculos del pecho deben ser capaces de mover
las alas con la fuerza necesaria para alcanzar la velocidad anteriormente
citada, ya que en caso contrario, la sustentación comenzaría a
disminuir rápidamente y lo más probable sería un gran batacazo. En
este sentido, los biofísicos han estimado que un hombre debería poseer
un pecho de más de un metro de grosor con el fin de alojar los
músculos necesarios. Mirando el problema desde el otro lado, podríamos
suponer unas alas con una superficie razonable, digamos unos 2
metros cuadrados, y determinar el coeficiente de sustentación necesario
para poder elevarse. Éste resulta ser de 13. Sin embargo, difícilmente
se superan, en la práctica, valores comprendidos entre 1 y 1,5.
Las únicas posibilidades para soslayar la dificultad que se presenta
consisten en, o bien aumentar la velocidad de despegue, o bien incrementar
la densidad del fluido en el que desplazarse. Probablemente en
planetas como Mongo, el aire sea mucho más denso que en la Tierra,
dotando a sus Hombres Halcón con una mayor fuerza de sustentación,
aunque viendo la generosa «curva de la felicidad» en el abdomen del
príncipe Vultan, quizá no sirva de nada.
27. Cómo hacerse millonario con sólo un apretón de manos
Todo hay que reducirlo a su máxima simplicidad, pero no más.
Albert Einstein
En 1894, H. G. Wells publicaba su relato breve titulado El fabricante de
diamantes, donde se cuenta la historia de un personaje que, supuestamente,
es capaz de sintetizar las brillantes piedras en su laboratorio casero.
Esta historia no parece haber sido demasiado anticipadora, pues
ya existían precedentes reales de la existencia de diamantes hechos por
la mano del hombre desde las dos últimas décadas del siglo XIX.
Al parecer, la palabra diamante proviene del vocablo griego adamas,
que significa invencible. El mismo origen presenta el término adamantium,
aleación que integra el esqueleto de Lobezno, uno de los
mutantes miembros de X-men.
El peso de un diamante se mide en quilates. Un quilate equivale a la
quinta parte de un gramo, es decir, 200 miligramos. El segundo mayor
diamante tallado que existe en la actualidad es la «Estrella de África»
que, con algo más de 530 quilates, fue obtenido a partir de otro aún
más grande (esta vez en bruto) llamado «Cullinan», extraído en 1905 en
una mina de Sudáfrica y cuyo peso ascendió a nada menos que 3.106
quilates. En la actualidad, forma parte de las joyas de la Corona británica.
Sólo es superado por el «Golden Jubile», con casi 546 quilates y
propiedad del rey de Tailandia desde 1966. Muy recientemente se ha
extraído, también en una mina de Sudáfrica, lo que parece ser el diamante
más grande del mundo, que, con cerca de 7.000 quilates, duplicaría
al «Cullinan», aunque todavía se requieren una serie de pruebas
que confirmen los resultados.
La alotropía es aquella propiedad de los elementos químicos que
hace posible que éstos se presenten bajo estructuras moleculares diferentes,
o con características físicas distintas. Sus diversas estructuras
moleculares deben presentarse en el mismo estado físico (sólido, líquido
o gaseoso, por ejemplo). Actualmente, se conocen cinco formas
alotrópicas del carbono: grafito, diamante, fulerenos, nanotubos y nanoespumas.
Estas últimas presentan la propiedad de ser ferromagnéticas
(como los imanes), y se pueden emplear en medicina al ser inyectadas
en la sangre para, posteriormente, ser dirigidas a localizaciones
específicas de interés.
Me centraré en las dos primeras por tratarse de las más comunes en
la naturaleza. Resulta que el grafito es la que, con mucho, más abunda,
mientras que el diamante brilla por su ausencia y constituye una de las
joyas de más valor, precisamente por su escasez y su dificultad de extracción
en las minas. En el grafito, cada átomo de carbono se encuentra
unido a otros tres formando hexágonos de estructura laminar estando,
al mismo tiempo, estas láminas unidas entre sí mediante
fuerzas de Van der Waals relativamente débiles. Ésta es la razón por la
que es posible escribir fácilmente con un lápiz. En cambio, en el diamante,
cada átomo de carbono se une a otros cuatro formando una estructura
tridimensional muy resistente, que es la que le dota de esa dureza
capaz de rayar a casi todos los materiales, por lo que es muy
utilizado para recubrir muchos tipos de herramientas. Además, los
átomos de carbono en el diamante se encuentran en lo que se conoce
como estructura metaestable (esto es un estado débilmente estable),
que puede mantenerse durante miles de años (de ahí la célebre frase
«un diamante es para siempre», aunque la palabra «siempre» es un
tanto exagerada, como ya veremos un poco más adelante).
¿Por qué, en condiciones normales, encontramos mucho más fácilmente
el grafito que el diamante? Aquí tiene algo que decir la termodinámica,
esa rama de la física que nos permite afirmar si un proceso se
puede dar en la naturaleza de forma espontánea o, por el contrario,
hay que proporcionarle energía para que se produzca. Una de las funciones
termodinámicas que permite hacer esto es la denominada energía libre de Gibbs. Cuando se evalúa esta función para las dos fases
(diamante y grafito) y se restan ambos valores (esta diferencia se
conoce con el nombre de «delta de G»), el signo negativo nos indica si
la transformación de una fase en la otra es un proceso termodinámicamente
favorecido y, por tanto, puede darse de forma espontánea. En el
caso que nos ocupa, la delta de G muestra una clara dependencia tanto
de la presión como de la temperatura y, desafortunadamente, resulta
que tiene signo positivo. ¡Nuestro gozo en un pozo! Las puntas de
nuestros lápices nunca se transformarán espontáneamente en diamantes.
Por el contrario, el diamante acabará trocándose en grafito si
se deja transcurrir el tiempo suficiente, aunque esto no es del todo
cierto ya que, además, se requeriría añadir una energía elevada al proceso
(energía de activación). Ya podéis tranquilizar a vuestras parejas,
pues a lo largo de toda su vida, el diamante que les habéis regalado se
mantendrá con todo su esplendor inicial.
¿Cuál debería ser, entonces, la presión necesaria para que la estructura
cristalina del diamante fuese más estable que la del grafito a
temperatura ambiente? Pues bien, si se realiza el cálculo de la delta de
G, asumiendo que la temperatura sea de unos agradables
obtiene que su signo será negativo siempre y cuando la presión supere
ligeramente las 15.000 atmósferas, el mismo valor que nos encontraríamos
en caso de bucear a
océano, siempre que fuera en otro planeta, ya que aquí, en la Tierra,
el punto de máxima profundidad marina resulta ser de tan sólo unos
del carbono también indica que, a medida que se aumenta la temperatura,
se requiere una presión mayor para transformar el grafito en
diamante. Sin embargo, parece ser más favorable, desde un punto de
vista práctico, aumentar la temperatura y la presión hasta hacer que
el grafito se transforme en carbono líquido y, posteriormente, enfriarlo
para obtener el precioso cristal.
En el año 1955, la compañía General Electric anunció, en el volumen
176 de la prestigiosa revista Nature, la conversión de grafito en
diamante a una temperatura cercana a los
100.000 atmósferas mediante un proceso denominado de «alta presión
y alta
temperatura» o HPHT (High Pressure High Temperature).
Siete años más tarde, en 1962, lo consiguieron de nuevo, esta vez sin
la ayuda de un catalizador (esto es, una sustancia que se añade al proceso
y que ayuda a que éste se realice con un gasto energético menor,
aunque sea a costa de introducir impurezas en las piedras preciosas),
para lo cual tuvieron que duplicar tanto la temperatura como la presión.
Increíblemente, nada menos que 38 años después del primer
trabajo, enviaron una nota aclaratoria también a la misma revista Nature (en su volumen 365) donde se decía que el primer diamante artificial
que habían sintetizado era, en realidad, un diamante natural
que se les había «colado» de forma accidental en su primer experimento.
En abril de 2007, esta vez la revista Science, daba a conocer los
resultados obtenidos por un grupo de investigadores de la universidad
de California en Los Ángeles consistentes en la síntesis de un
compuesto, el diboruro de renio, el cual presentaba unas propiedades
de dureza semejantes a las del diamante, pero con la gran ventaja
de poder ser fabricado a presiones normales, abaratando considerablemente
el coste de producción. En la actualidad existe un número
considerable de compañías que se dedican a producir de forma industrial
diamantes artificiales. De todas ellas, quizá las más sorprendentes
sean LifeGem o Algordanza. En 2002, la primera, y en 2004, la
segunda, anunciaron que estaban en condiciones de producir los diamantes
sintéticos a partir de los restos incinerados de cadáveres.
¡Atención a las cenizas de vuestros seres queridos!
Muy probablemente, a estas alturas, os estaréis preguntando a qué
viene todo este culebrón sobre el carbón, el grafito y el diamante y
qué tienen que ver con todas estas milongas de la termodinámica, fases,
formas alotrópicas, funciones de Gibbs, etc. Pues la verdad es
que casi nada; tan sólo es una mera disculpa para que vosotros mismos
juzguéis la hazaña de Superman, quien, en la tercera entrega,
Superman III (1983), protagonizada por Christopher Reeve, tras aterrizar
suavemente en un yacimiento de carbón llevando en brazos al
redimido Gus Gorman (interpretado por Richard Pryor), recoge del
suelo un puñado de negro carbón y, presionándolo fuertemente entre
las palmas de sus manos, consigue sintetizar un estupendo y
enorme pedrusco del preciado cristal transparente que todas las mujeres
desean. Aunque no quiero discutir en absoluto la superfuerza
de nuestro hombre de acero, sí que me gustaría señalar que la piedra
sale de sus manos, nada menos que tallada con un gusto tan exquisito
que ni los joyeros de Tiffany’s. ¡Qué manos tienes, Súper...!