Usando sólo la boca
En la época de Bajo la máscara del placer, Marlene era quizá la bisexual más
ocupada y apasionada del Berlín teatral. Era una seductora hábil e insaciable
de directores, actores, actrices, activistas, no por las ventajas que eso pudiera
reportarle, sino por la emoción, el gusto, el escalofrío emocional, la
oportunidad de épater les bourgeois.
El actor Klaus Kinski
cuenta en su autobiografía la historia de su antigua novia, Edith Edwards, y «su relación con Marlene D., cuando ambas estaban
empezando. Marlene rompió las bragas de Edith entre bastidores en un teatro de
Berlín y, usando sólo la boca, la llevó al orgasmo». Entre los amigos
berlineses de Marlene, un poco de demostración en público y una reputación
picante añadían emoción a la alegría del nuevo sexo liberado de posguerra. Para
la sumamente tímida Garbo, a la que Marlene estaba seduciendo ya abiertamente,
la discreción era la esencia del sexo.
Durante seis décadas
Marlene Dietrich y Greta
Garbo pretendieron no haberse conocido nunca, ni antes, ni durante, ni después
del rodaje de Bajo la máscara del placer, que duró desde el 12 de febrero al 26
de marzo de 1925.
Dietrich solía negar haber aparecido en la película. Mintió cuando
negó que coincidiera con el nacimiento de su hija, que en realidad había tenido
lugar dos meses antes, el 12 de diciembre de 1924. La mayor parte del público y
los biógrafos, poco familiarizados con el aspecto que tenía Dietrich
antes de los años treinta en El ángel azul, la creían. Una de las razones fue que
ella más tarde persuadió a los poseedores de los derechos de casi todas sus
primeras películas de que suprimieran metros de celuloide que la mostraban muy
parecida a como salía en Bajo la máscara del placer, aspecto que tendría la
mayor parte del tiempo durante años aún. Su pelo claro está teñido de negro,
como lo estaría también en Sein Grosster
Bluff (El otro yo) de 1927 y en Prinzessin
Olala (La condesita Mimí)
de 1928. Llevaba las cejas pintadas finas y altas (aunque no tan finas como
aparecerían en los treinta) y los ojos cargados de khol.
Los labios están pintados de rojo con forma de corazón.
Dietrich se había pasado dos meses criando a su hija recién nacida y
su encantadora cara muestra claros signos de una reciente pérdida de peso –hay
incluso una ligera bolsa bajo la barbilla de perfil, que pronto se rellenaría
de nuevo–, pero es absolutamente reconocible. Es también idéntica a una rara
fotografía que, inexplicablemente, tiene al menos otra figura muy retocada. En
un primer plano de la cara en la película se puede advertir la incomparable
forma ovalada de su rostro, su inconfundible mandíbula y barbilla, el remolino
en la parte derecha del nacimiento del pelo, la anchura entre sus ojos, la
curva de su frente y la forma y posición de los agujeros de la nariz. En Bajo
la máscara del placer, las magníficas piernas de Dietrich,
el porte bastante alto de sus hombros, el gesto típicamente Dietrich
de apartarse a un lado un mechón de pelo, o soplar provocativamente una
bocanada de humo, son inconfundibles.
Las manos de Dietrich son reconocibles al instante cuando se extienden
tiernamente para recoger a Garbo en Bajo la máscara del placer. Ya sea bien manicuradas (como en sus años de Hollywood)
o estropeadas y agrietadas, como en El ángel azul, son inmutables. Son sus
dedos, muy estrechos pero cortos. Su mano es inusualmente larga, fornida y
muscular. Sus pulgares se curvan abruptamente hacia atrás desde la articulación
media, debido a su posición habitual para tocar el violín. Dietrich
odiaba esas manos. En cuanto se hizo rica, se gastó una fortuna en guantes
franceses hechos a mano cortados con las costuras de los dedos extendiéndose
hacia el dorso de la mano para disimular la cortedad de sus dedos. Siempre que
era posible posaba con las manos ocultas. Si no lo era, escondía sus feos
pulgares. Su hija cuenta que cuando recibía nuevas fotos publicitarias, lo
primero que retocaba eran sus manos. Mirando de cerca se puede ver dónde
extendía las líneas entre sus dedos para darles una proporción más agradable.
Una o dos veces a lo
largo de los años, cuando la presionaban, Marlene admitía que había sido una
extra de pie en la cola del carnicero en Bajo la máscara del placer. Pero
insistía en que nunca había conocido a Garbo, igual que Garbo pretendía no
haber conocido nunca a Marlene.
«Pero ¿quién es ésa
Marlene Dietrich?», preguntó a un periodista que
buscaba una historia de su rivalidad hollywoodiense.
Pero el papel de
Marlene en Bajo la máscara del placer
no es el de una extra. Es un papel secundario considerable. El personaje sin
nombre de Marlene vaga por “la calle Sin Alegría” (traducción literal del
título alemán de la película) con la protagonista asesina Asta Nielsen («¿Por qué insistes en
contemplar esa casa todas las noches? Estás enferma...») y le dice que se mude
a casa de sus padres. Dietrich y Nielsen,
en una de las primeras secuencias, observan cómo el carnicero da carne a dos
prostitutas y Marlene, como joven madre, se mueve bruscamente hacia la cámara
con Nielsen, con la mano en la cadera. Entonces, en
un primer plano, se aparta el pelo, enciende un cigarrillo y sopla el humo en
el rostro de Nielsen. Ha decidido venderse al
carnicero por carne. La cámara recorre su cuerpo de arriba abajo desde el punto
de vista del carnicero: el trato está cerrado. Después, el personaje de Marlene
acepta la carne con vergüenza (la censura alemana cortó partes de esta
secuencia, «demasiado desmoralizadora para las espectadoras»). Más adelante en
la película, vemos a Marlene rogando al cochino carnicero: «Mi hijo está enfermo,
tiene que tomar carne. ¡Tenga compasión!». «Tengo carne –responde el villano–.
«Pero no para tus mocosos enfermos.»
Cuando
desaparece en el interior de su tienda, un maravilloso primer plano sostenido
muestra la furia y la locura formándose en la cara de Marlene antes de que ella
corra hasta su puerta, la golpee frenéticamente, la
abra y entre en tromba.
Marlene negó en
principio a un buen amigo de la vejez, el escritor británico David Bret –que sabía tras intensa búsqueda llevada a cabo entre
actores de clubes nocturnos berlineses que ella había trabajado en la
película–, como de costumbre, que hubiera aparecido en Bajo la máscara del
placer con la estrella a la que siempre llamaba “la otra mujer”. Luego admitió:
«Esa película era puro kitsch. No quiero ni acordarme
y menos aún hablar de ella». Cuando estuvo claro que no iba a poder escapar a
la verdad, soltó una risita. «Sí –dijo a Bret–, y al
final, yo mataba al carnicero.»
Esta terrible escena
sangrienta y violenta al final de la película, en la que Marlene mata al
carnicero con su propia hacha, fue totalmente cortada por los censores
alemanes*. En la versión que quedó del film no está claro exactamente quién
mata al hombre. Pero, unas pocas escenas después de su enloquecida entrada,
vemos a Marlene salir de la tienda corriendo como loca, agitando los brazos
despavorida en un largo travelling, con el perro del
carnicero corriendo tras ella –también están las piernas de Dietrich,
esos hombros de Dietrich– y también vemos a una
muchedumbre enfurecida antes de que la cabeza ensangrentada del carnicero
cuelgue por una ventana. Cualquiera en la muchedumbre podría haberle matado.
Pero la conclusión es obvia: Marlene tenía que haber estado en la película para
saberlo.
Pero los fotogramas
que revelan que el encuentro Greta-Marlene –que
siempre se negó– tuvo lugar, están al principio de la película. Vemos a Greta y a Marlene, junto con la estrella Asta Nielsen, durante la espera sin fin de las mujeres haciendo
cola ante la carnicería. Marlene aúlla a Asta que está desesperada. De pie
junto a ellas, la pálida y débil Greta se desmaya de
hambre y fatiga. Es Marlene, y sólo Marlene, la que la recoge. Marlene sostiene
a Garbo cuando ella se cae. Marlene agarra su forma inconsciente, sujetando con
firmeza a Greta por un brazo con su mano derecha, la
izquierda apoyada suavemente sobre el hombro de Greta.
Marlene la recuesta sobre el suelo, le mira a la cara y la sostiene tiernamente
mientras piden ayuda. Y mientras un conductor de ambulancia uniformado se lleva
a Garbo, vemos a Dietrich –como la hemos visto
cientos de veces– alzando una característica mano de Dietrich
para retirarse el pelo de la cara.
Esta escena, aunque
no es larga, es clave en la historia. Es más, tuvo que ser ensayada, se comentó
y requería confianza. No se puede uno desmayar en los brazos de alguien que te
va a fallar. Y Marlene no había fallado a Greta...
aún.
No hace falta mucha
fantasía para imaginar el nacimiento de la aventura de Bajo la máscara del
placer. Marlene, por su parte, habría encontrado irresistible a la joven,
curiosa y estimulante belleza que atrapaba entre sus brazos en el plató. Su
propio embarazo reciente, con su dosis de gordura, fatiga y alejamiento de las
seducciones sexuales que tanto le gustaban, había pasado factura a su amor
propio. ¿Qué mejor oportunidad para restablecer su trascendente sexualidad en
ese momento, dos meses después del nacimiento de su bebé, que seducir a aquella
pálida y paleta belleza destinada a Hollywood? Nos
podemos imaginar a la eróticamente cargada Dietrich
colocando sus tiernas manos sobre Garbo, nutriendo a la joven anémica tras las
extenuantes dieciséis horas al día de rodaje con su goulash
casero, consolándola con caricias expertas, llevándola a recorrer los antros
nocturnos berlineses –Eldorado Club,
de travestis, el Romanische
Café, teatral y político–, mostrando a su conquista en el salón de vanguardia
de Betty Stern, educándola
en su sensualidad como había hecho con tantos otros. Greta,
por su parte, debía sentirse vertiginosa, imprudente, osada. Su trato con Hollywood estaba cerrado. ¿Por qué no divertirse, beber
hasta el fondo la vorágine berlinesa y luego –¡puf!– dejarlo todo atrás?
¿Y la parte amarga
del asunto? Es aún más fácil de imaginar: un elemento era la charla cruel e
imprudente de Dietrich, fomentada por sus celos hacia
una estrella naciente, que parecía haber ganado en unos meses aquello por lo
que Marlene había luchado años.
Treinta años más
tarde, Marlene Dietrich daría una descripción de lo
más íntima sobre Greta Garbo a un grupo de buenos
amigos que incluían al productor–escritor Sam Taylor,
sentada en una mesa del Montecarlo’s Sporting Club. Garbo era
«grandísima allí abajo», reveló deslealmente. Peor aún, la sueca llevaba «ropa
interior sucia». Incluso en tan tardía fecha, Marlene se negó a decir cómo
sabía aquellos detalles: estaba obligada por un voto que se tomaba sumamente en
serio. Pero fue más que gráfica para convencer a los presentes de que sabía lo
que estaba diciendo.
Si en realidad
cotilleó algo similar en 1925, sólo eso habría sido suficiente para establecer
el odio que Garbo mantuvo hasta su muerte hacia quien la sedujo. La sueca
siguió estando avergonzada por el tamaño de su genitales
mientras vivió (muchos años más tarde, cuando Cecil Beaton
se quejaba de cómo, a medida que se iba haciendo viejo, sus genitales
menguaban, ella replicó con genuina tristeza: «Me gustaría poder decir lo
mismo»). Pero hubo más, y peor. La bohemia pero educada y esnob Marlene
descubrió rápidamente que Greta era de hecho lo que
la llamaría más tarde, en una de sus raras referencias a la estrella sueca: una
«campesina». Dietrich, una vez que había superado el
placer de seducir a «la niña escandinava» y haber demostrado a sus amigos del
teatro que su propia sexualidad estaba en forma, descubrió que Greta era sorprendentemente estrecha de mente, ignorante y
provinciana. Evidentemente, hizo saber su opinión no sólo a Greta,
sino a otras personas de su círculo, junto con sus más personales y penosas
observaciones.
Greta, traicionada por un monstruo que hablaba de sus secretos,
trataba con ligereza su pasión, se burlaba de sus raíces y se reía de su sexo,
estaba herida, avergonzada y traumatizada.
«A
esa chica la han herido; la han herido profunda y terriblemente –comentó más
tarde un periodista a un publicitario de la Metro, tras una de las primeras
entrevistas de Garbo–. Me preguntó qué pasó.»
Probablemente, ese
malhadado encuentro berlinés fue el primer viaje de la joven al mundo del sexo
sáfico. Quizá se enamorara de verdad de la sensual alemana. Si así fue, eso no
pudo sino aumentar la agonía. Durante el resto de su vida Greta
hizo todo lo posible para disfrazar sus orígenes y negar sus preferencias
sexuales. Hacía el amor en la oscuridad. Aislaba a sus amantes y hacía todo lo
posible para pretender que no existían.
La explosión debió
tener lugar más o menos por la fecha en que se estaba montando la película y se
añadieron los títulos de crédito, a finales de marzo y principios de abril. El
personaje interpretado por Marlene, a pesar de su papel jugosamente secundario,
no aparece en los títulos. Aunque aparece incluso «un soldado americano», la
mayoría de las filmografías se refieren a ella como «una amiga de María», el
personaje de Asta Nielsen. Casi con seguridad Greta, la nueva estrella llena de resquemor ante su
reciente humillación, insistió en este insulto para castigar a la traidora. «Marlaine» Dietrich –tal como
aparecería al año siguiente en Eine DuBarry von Heute
(La moderna DuBarry)–
actuaría anónimamente en Bajo la máscara
del placer.
Cuando se acabó Bajo la máscara del placer, los
encantados patrocinadores preguntaron a Greta cómo le
gustaría celebrarlo. ¿Quizá un banquete? ¿Una elegante noche de baile y
champán? ¿Una vuelta por los clubs nocturnos?
Para su sorpresa,
ella dijo que no. No deseaba ir a los clubs
nocturnos. Después de todo, allí podría encontrarse con Marlene. «Quiero ir al
Luna Park», dijo Garbo.
Chillando con alegría
infantil, la chica se subió quince veces seguidas a la montaña rusa, buscando
emociones menos arriesgadas que aquellas a las que se había expuesto
recientemente.
Y más tarde, a bordo
del “Twentieth Century Limited”, en el que había salido de Nueva York con Stiller, soñaba con
conocer a la gran estrella de la MGM John Gilbert. Dejaría atrás su humillante iniciación lesbiana y
se construiría una nueva vida.
* En 1935, diez
años después de que se hiciera Bajo la máscara del placer, un tal Samuel Cummins importó rollos del film a Estados Unidos. La MGM le
pagó para que no lo distribuyera, porque podía molestar a Greta
Garbo. El original no sobrevive. En los años cincuenta, una reconstrucción a
partir de trozos de copias francesas e italianas fue supervisada en el Museo de
Arte Moderno por Marc Sorin.
En 1991, los Munich Film Archives la restauraron. Una versión con subtítulos en
inglés con el copyright de Raymond Rohaur en 1958 está en la colección de la Biblioteca del
Congreso.
Batallas
terroríficas
En
julio, Mercedes descubrió lo que Salka y Greta habían estado haciendo a sus espaldas.
Al cabo del tiempo Mercedes había escrito un esbozo y había para una película
sobre la reina Cristina. No era la única, naturalmente, que pensara que Garbo
podía hacer una película sobre la soberana sueca del siglo xvii. Era casi inevitable. Cristina,
como Garbo, prefería la ropa de hombre, se refería a sí misma como a un chico y
amaba a las mujeres. También ella era temperamental, cabezota, intimista y
cambiadiza. Muchas de sus máximas podían haber sido escritas por Garbo.
Igual que Garbo, no
disfrutaba nada de su gloria. Sabiendo que nunca se casaría ni tendría un
heredero, abdicó en 1654, a la edad de veintisiete años, y se exiló en Italia.
Evidentemente, Greta
–quizá mientras estaba encerrada en el sótano de Mercedes– había estado
pensando en el guión sobre Cristina y luego se lo pasó a Salka.
Salka, a su vez, lo corrigió e hizo su propio
borrador, posiblemente con una cierta colaboración del agradecido Erich von Stroheim.
Y ahora, sin decirle nada a Mercedes, Greta entregó
personalmente el borrador de Salka sobre Cristina a Thalberg en la MGM y luego llevó a Salka
a conocer a Thalberg a su casa de la playa.
Thalberg
haría cualquier cosa por Garbo, que acababa de firmar en secreto un estupendo
contrato nuevo con la MGM (el contrato para dos películas, firmado el 8 de
julio de 1932, le proporcionaría 250.000 dólares por película, y Mayer había añadido un bono de 100.000 dólares a la firma).
Thalberg accedió a que Salka
escribiese la nueva película. Después de todo, Greta
estaba planeando un viaje a Suecia y él podía llamar a los escritores
profesionales para que puliesen el guión más tarde.
Mercedes se enteró de la traición de Garbo. Al menos las dos conspiradoras decidieron pagar a
Mercedes por su trabajo en “Cristina”, aunque sería una mínima parte de los
7.500 dólares que Thalberg acabó pagando a Salka. (Finalmente, al menos ocho escritores trabajaron en
el guión. Se le atribuyó sólo a Salka y a un
británico llamado H. M. Harwood, contratado para dar
un toque de clase al asunto.) El 28 de julio Grata telegrafió a Salka desde Nueva York, dándole
las gracias por todo, dando gracias al cielo porque ella existía. Al día
siguiente, Greta subió a bordo del “Gripsholm” para ir a Suecia, llevando con ella un símbolo
de cada amante: una copia del borrador de “Cristina” de Salka
y un nuevo abrigo negro de cintura muy ceñida y falda de vuelo, copiado
exactamente de uno que Mercedes se había hecho hacer a medida por Poiret en París.
Cuando Greta se marchó, Thalberg había descubierto algo más que el mero hecho de
que una reina llevara pantalones en otros tiempos. Se había dado cuenta de una
repentina y asombrosa aceptación, por parte del público, del lesbianismo como
tema. Había habido últimamente una serie de libros que trataban del tema, entre
ellos “El pozo de la soledad” de Radclyffe Hall y “También es amor” de Elizabeth Craigin.
Más sorprendente aún era el hecho de que una nueva película en alemán (Mädchen in Uniform [Muchachas de
uniforme], de Christa Winsloe)
acababa de estrenarse en Nueva York con enorme éxito.
La historia de Manuela, una chica de catorce años
enamorada apasionadamente de una joven profesora en un estricto internado
prusiano tuvo tanto éxito en el celuloide que se hizo una versión teatral en
inglés llamada “Chicas de uniforme” para ser estrenada en Broadway
aquel mes de diciembre. Se hablaba incluso de hacer una película americana.
¿Podría ser quizá La reina Cristina de Suecia la incursión de Hollywood en aquellas turbias aguas sáficas?
Thalberg llamó a Salka para tener una charla sobre el guión.
«Bruscamente me preguntó si había
visto la película alemana Muchachas de uniforme –recordaba Salka–.
[...] Thalberg preguntó: “¿No indica algo así el
afecto de Cristina por su dama de honor?”. Quería que yo “lo tuviera en la
cabeza” y quizá si “lo manejaba con buen gusto podría proporcionarnos escenas
muy interesantes”. Agradablemente sorprendida por su amplitud de miras, empezó
a caerme muy bien.»
Mientras tanto, la rechazada Mercedes estaba hecha polvo.
Una invitación a la casa de Thalberg
a una gran fiesta elegante no la consoló nada. Pero aceptó. Y allí fue donde
Marlene Dietrich la vio por primera vez, sollozando
en la cocina de Thalberg por lo mala que había sido
con ella.
LA aventura Mercedes-Marlene
Tu mano hermosa y mala
abrió una rosa blanca
Fue
probablemente Salka la que, en la fiesta de Thalberg, animó a Marlene a perseguir a Mercedes. Se daba
cuenta de que un romance entre las dos podría ser muy útil. Abriría una gran
brecha entre Mercedes y Greta, apartando a Mercedes
de las faldas de Greta y quizá incluso de la MGM;
acercándola al estudio de Marlene, la Paramount, y
dejando a Salka el camino libre para desarrollar sus
ambiciones como guionista. Sería un premio de consolación para Marlene que, al
fin y al cabo, se había llevado la peor parte en su pacto de silencio. Desde el
punto de vista de Marlene, conseguiría una amante sofisticada, que estaba sin
duda a la altura de cualquier estrella. En el mejor de los casos la aventura
podría incluso conducir a una reconciliación con Garbo y la posibilidad de
entrar en el salón alemán de Salka. En el peor, daría
un merecido puñetazo en el ojo a Garbo. Conociendo la avaricia amatoria de
Marlene, es evidente que Salka dejó caer que la ahora
ausente Greta estaba Mercedes.
No fue difícil. Mercedes era el tipo de Marlene. El blanco
rostro trágico y el pelo negro y corto, la intensidad, las lágrimas, aquellas
manos finas, aquella voz profunda, junto con sus ropas chic y su aire de
distinción, eran todo cosas que atraían enormemente a Marlene. Escribió a Rudi a Berlín: .
Mercedes estaba demasiado alterada, borracha, drogada o
avergonzada como para recordar aquella reunión en sus memorias. Sólo recordaba
la parte más romántica que siguió.
Cecil Beaton había vuelto a Hollywood aquel septiembre de 1932 en otra visita.
Desilusionado al no encontrar a Garbo, invitó a Mercedes a que le acompañara a
una actuación del gran bailarín alemán Harold Kreutzberg. Mercedes no se sentía bien aquella noche, pero
fue de todos modos, cansada pero atractiva y chic con su cuello de cisne
blanco, abrigo blanco y pantalones blancos.
Escribiría más tarde:
El día siguiente a su largo intercambio de miradas, mientras
Mercedes trabajaba en el guión de “Rasputín” en su
estudio, sonó el timbre. Entonces Anna, su doncella,
se puso a hablar en alemán con alguien antes de traerle un gran ramo de
tuberosas blancas, muy apreciadas por entonces por su fragancia rica y erótica.
–Pero no conozco a la señorita Dietrich. Debe de haberse equivocado de casa. Quizá cree
que ha ido a la de otra persona.
–No... No se ha equivocado. Dijo su
nombre muy claramente.»
Mercedes contó que, cuando Marlene entró, la miró del mismo
modo tímido. Mercedes le tendió la mano; Marlene la estrechó enfáticamente y se
inclinó sobre ella, al estilo militar. Mientras salían al porche, Mercedes la
felicitó por sus películas. Mercedes escribiría más tarde la conversación:
«–Oh, no
hablemos de cine. Me gustaría decirte algo si no crees que estoy
loca. Me gustaría sugerir algo... Pareces muy delgada y tu cara es tan blanca
que me parece que no estás bien. La noche pasada, cuando te miré, me pareciste
muy, muy triste. Yo también estoy triste. Estoy triste y sola. No es fácil
adaptase a un nuevo país. Eres la primera persona hacia la que me he sentido
inclinada aquí. Por poco convencional que pueda parecer, vine a verte porque no
pude evitarlo.
–Me alegro de que vinieras. Tiene
que haber sido difícil llamar al timbre de una extraña.
–No, tiene gracia, pero no lo fue.
Sólo al principio, cuando llegué aquí, frente a frente contigo, me sentí avergonzada.
Pero ahora, de algún modo, me siento a gusto. Creo incluso que me gustaría
decirte algo que puede que te haga reír. Soy una maravillosa cocinera... Me
gustaría preguntarte si me dejarías cocinar para ti. Te cocinaría cosas
estupendas y ya verías cómo te ibas a poner fuerte y bien. Vivo ahora en Roxbury Lane, en Beverly Hills, pero antes de
venir aquí miré la casita de la playa de Marion Davies. Es una casa encantadora con piscina. ¿Vendrías a
verme?».
¡Vaya giro de los acontecimientos! Allí estaba una gran y
hermosa estrella de verdad, persiguiendo activamente a la perseguidora de
estrellas Mercedes de Acosta. Al parecer, a Mercedes no se le ocurrió que la
mano oculta de Salka había tirado de los hilos.
Mercedes estaba encantada y halagada. Dijo a Marlene que estaba ocupada
trabajando en un guión, pero que le encantaría visitarla los fines de semana, e
invitó a Marlene a cenar la noche siguiente.
Se puede uno imaginar la emoción con la que Mercedes reunió
los ingredientes para un acontecimiento tan glamuroso:
la comida, las rosas blancas, el champán, todo digno de su nuevo y elegante
amor.
Cuando Marlene llegó, en una reproducción erótica de la
escena con “acento lesbiano” de Marruecos, se puso a jugar con los pétalos de
una rosa, dejando bien claras sus jugosas intenciones.
Mercedes sólo escribiría que se quedó fascinada con la de Marlene. Mercedes
le aconsejó que vistiera pantalones para diario y le dijo que no se pusiera
rojo de labios ni se bronceara.
La primera noche de amor fue trascendente. Al fin ambas
habían encontrado una amante cuya habilidad, pasión, sofisticación y
romanticismo eran equivalentes al propio.
El 11 de septiembre Mercedes recibió el primero de los
muchos sobres azul celeste de papel hecho a mano con dos gotas de lacre color
verde bosque, estampados con un monograma en forma de
M. Estaba escrito con tinta verde. En el papel a juego que iba dentro, Marlene
había usado también tinta verde y había escrito con una floreada letra escolar
en francés.
Escribía en francés –decía– porque era muy difícil hablar de
amor en inglés. Había estado pensando en abandonar el país para siempre, pero
la idea de dejar el lugar donde vivía Mercedes la llenaba de miedo. Vivía con
la esperanza de verla de vez en cuando, de ver aquellos ojos y manos que
adoraba. Si Mercedes dejaba de desearla, descendería a su tumba y no le
causaría más problemas. Besaba las manos de Mercedes y le daba las gracias por
la felicidad que tan generosamente le había dado, sería suya para siempre.
En sus conversaciones sobre la almohada, Marlene habló de su
niñez: de cómo su madre esperaba un niño y la llamaba “Paulus”
en broma. Mercedes, a su vez, inventó una conmovedora mentirijilla:
había creído durante años que era un chico y había insistido en que la llamaran
“Raphael”, hasta el horrible día, a la edad de siete
años, en que un grupo de niños le mostraron sus penes e insistieron en que ella
les mostrara el suyo.
Lo cierto es que, como la mayor de
ocho hermanas, la pequeña Mercedes llevaba ropa de niñita llena de volantes
–con la que la fotografiaron– y solían llamarla “Baby”.
Miembros de su familia, las primeras amantes como Hope
Williams e incluso su marido, Abram,
la siguieron llamando “Baby” hasta bien entrados los
años cincuenta. Pero Mercedes reciclaría su historia una vez más, para darle
consistencia, en un primer borrador de sus memorias que enseñó a Marlene. Pero
finalmente, y sabiamente, la abandonó. El romántico nombre de Raphael –como ella lo escribía– aparece sólo en su novela
de 1928, “Hasta que amanece el día”. Raphael es el gurú-amante de la heroína, Victoria, una mujer liberada
(como Mercedes) que abandona a un marido pesado (como Abram)
para buscar la vida real y la realización espiritual entre la gente del teatro
(como Mercedes).
Pero ¿a quién le importaba si su charla amorosa era
inventada?, ¿o si Salka las había lanzado a esta
repentina y sorprendente aventura? Ahora ambas estaban subyugadas. El día
después de su iniciación amorosa, Mercedes llevó a Marlene a su sastre hollywoodiense, donde Dietrich
encargó docenas de pantalones, así como chaquetas a juego. Y entonces, a pesar
de que se reunían todos los días o noches, mantuvieron zumbando la oficina de
telégrafos y los mensajeros locales corriendo de un lado para otro con un
vaivén de correspondencia que recuperaba, para ambas, las aventuras más
apasionadas de su juventud.
el fin de la calle sin
alegría
Nunca he recibido una
carta de amor
Garbo
fue a París con Georges Schlee
en 1964. Habían salido juntos por la ciudad cuando a Georges
le dio un ataque al corazón. Garbo pidió al dueño de un bistrot
que telefoneara a Cecile de Rotschild
para pedirle ayuda y luego –típico en ella– desapareció. Schlee
murió. Su esposa Valentina fue a recoger el cuerpo de Georges.
Nunca volvió a hablar a Garbo. Hizo que un sacerdote exorcizara tanto su
apartamento de Nueva York como la villa de Cap d’Ail. Aunque las dos vivían en el mismo edificio,
tuvieron cuidado de no volver a verse nunca más. En septiembre de 1989 Garbo
entró en el portal, oyó que Valentina había muerto y estalló en lágrimas.
En Suiza su vecino de Klosters Gore Vidal, señaló que a los sesenta y tantos años Garbo
seguía refiriéndose a sí misma como a un hombre.
«Le gustaba vestirse con mi ropa
–escribió–. Creo que se veía a sí misma como un chico con otro chico. También
miraba a las chicas y una vez, en un paseo junto al río Silvretta,
pidió a la novia de Irwin Shaw
que le enseñase los pechos, cosa que ella hizo. Garbo los alabó, pero nada
más.»
Más sola que nunca en Nueva York,
se hizo amiga de Raymond Daum,
un joven al que había conocido el día de Año Nuevo de 1963. Daum,
que era hijo de un contratista de Nueva York –cuya
primera cita había sido con Shirley Temple–, era un
simpático compañero de caminatas; pero en sus paseos no podía haber preguntas,
nada de hablar de sus películas a menos que empezara ella, nada de hablar de
qué famosos había conocido o no, nada de hablar de la niñez o de la
adolescencia, y nada de mencionar su vida privada. Con él, como con todo el
mundo, negó tozudamente todas sus aventuras amorosas. Daum
me contó cómo había negado su bien documentada aventura con Cecil: .
Una velada estaba cenando sola con Garson
Kanin y su esposa, Ruth Gordon.
Para divertir a las señoras, Kanin describió a una
joven en una obra teatral francesa que recibe su primera carta de amor. Dice
que la ha leído una y otra vez hasta que se la sabe de memoria; luego sube a su
habitación, .
Kanin describió el efecto
que aquella declaración tuvo sobre el público francés: un grito de asombro,
risas, aplauso. Después de un momento, Garbo comentó gratuitamente: ¿No es
raro? Ya no soy joven. He tenido una larga vida. Y en toda mi vida, nunca he
recibido una carta de amor».
Ante las preguntas incrédulas, ella insistió en que así era,
añadiendo pesarosa:
Ella las había destruido todas, naturalmente. Sólo las
cartas de aquellos que conservaban copias de carbón, como Beaton,
sobreviven. Muchas de las últimas cartas de Garbo a Mercedes sobreviven en el
Museo y Biblioteca Rosenbach, pero cualquiera que
ilustrase su aventura entre 1931 y 1935 ha desaparecido. Quizá la propia
Mercedes las destruyera, como gesto conciliatorio con su antigua amante. La más
antigua que sobrevivió, además de una lista de acciones y una nota que
acompañaba un cheque de 850 para es la cruel carta “Blanco y Negro” que hizo
que Mercedes corriera desesperadamente a Estocolmo en el otoño de 1935.
Garbo, mientras recorría las calles de Nueva York con sus acompañantes en los años setenta, debió verse
sorprendida por un nuevo fenómeno que fue como una bofetada para su vida de
angustiada negación: de repente, a su alrededor, mujeres jóvenes libres de
culpabilidad, sin miedo, militantes, universitarias, amantes, paseaban de la
mano, visibles y sin vergüenza alguna por las calles de las ciudades americanas.
La Asociación Americana de Psiquiatría acababa de eliminar la homosexualidad de
su lista de desórdenes psiquiátricos y el movimiento de liberación lesbiano se
estaba extendiendo como la pólvora. Mientras que las lesbianas de la generación
de Garbo y unas cuantas de después se aferraban a sus viejas costumbres
–encerradas y discretas en la parte más alta de la escala social, divididas en
“machorra/femme” en la más baja–, esta nueva
generación disfrutaba de la ausencia de clases. Como a Garbo, les gustaban los
pantalones, los rostros sin maquilar, el pelo sin arreglos especiales.
Contrariamente a Garbo, proclamaban sus preferencias. Respaldadas por una ola
nacional de publicaciones lésbico-feministas, participaban en campañas de
concienciación en campus universitarios y se
manifestaban multitudinariamente para conseguir la aprobación de ordenanzas a
favor de los derechos gays en ciudades de todo el
país. Por primera vez en la historia, tanto lesbianas como gays
eran mimados por los políticos.
El lesbianismo volvía a ser tan chic como lo había sido en
los años veinte, aunque más serio y militante. Los jóvenes radicales hablaban
de una Nación Lesbiana ideal formada por comunidades de mujeres, limpias de la dominación masculina competitiva burguesa
del resto de la sociedad. Se habló mucho de la diferencia entre lesbianas
“esenciales” –cuya preferencia sexual estaba formada por la naturaleza– y
lesbianas “existenciales”, que escogían su sexualidad para reflejar un
compromiso político. Ahora también unas cuantas mujeres se casaron mediante
ceremonias con otras mujeres. Los deseos de matrimonio de personas como Eva Le Gallienne y Mercedes de Acosta cincuenta años antes
hubieran podido cumplirse.
Garbo debió contemplar asombrada cómo, a finales de los
ochenta, la actriz cómica Lily Tomlin
y su amante, la escritora Jane Wagner, glorificaban a
las lesbianas en el one-woman
show de Lily; cómo la cantante Madonna y la actriz
Sandra Bernhard declaraban públicamente que eran
“equipo”; cómo k.d. lang y Melissa Etheridge se apoyaban en
su atractivo lesbiano para llegar al estrellato.
A medida que la salud de Garbo empeoraba –sufrió una mastectomía, tuvo un ataque al corazón y se sometía a
diálisis tres veces por semana a finales de los años ochenta–, se sentía más
torturada por los remordimientos. ¿Debería haberse quedado junto a Mercedes? ¿O
a alguien? ¿Debería haber sacrificado su privacidad y su reputación para
endulzar su amarga y solitaria vejez con una compañera? Contó a su amigo sueco Sven Broman que envidiaba a las viejas parejas que veía
paseando del brazo por la calle.
Murió en un hospital de Nueva York
en abril de 1990.
Bienvenida a casa,
Marlene
La
antigua amante, némesis y rival de Garbo la
sobrevivió dos años.
Los últimos años de Marlene estuvieron mojados por las de las que el poema
de Freiligrath la había advertido en su niñez. Según
su hija, había tenido una pequeña historia con Jack
Kennedy no mucho antes de su asesinato. Una larga relación con una mujer autora
de libros infantiles terminó cuando la escritora murió en un accidente aéreo.
Su amada Edith Piaf murió en 1963 –tras una
decadencia, un divorcio y una vuelta a los escenarios– y fue enterrada con la
cruz de Marlene alrededor del cuello. Poco después, Marlene inició un
apasionado romance con el actor polaco de 37 años de la película Ashes and Diamonds
(Cenizas y diamantes), Zbigniew Cybulski.
Él murió de manera espantosa, atropellado por las ruedas de un tren que
intentaba coger mientras se alejaba de la estación, llevando a Marlene, en
enero de 1967, tras uno de sus tres (muy poco conocidos) viajes a la Polonia
comunista.
Ahogó sus penas en el trabajo. Siguió siendo una auténtica
sensación en el escenario hasta bien cumplidos los setenta. Una caída en el
foso de la orquesta en el Shady Grove
Theater, cerca de Washington D.C.
en noviembre de 1973, le provocó una lesión irreparable en una pierna; pero
después, viajando en silla de ruedas o camilla, se sostenía con toda clase de
artefactos necesarios para presentarse sobre el escenario en tan buena forma,
tan exquisita, rubia e infinitamente sexual como siempre.
Poseía un apartamento en Nueva York,
pero vivía la mayor parte del tiempo en París. Sus divinas piernas eran tan
frágiles al final que difícilmente conseguía salir de la cama. Se negó a
contratar a una enfermera, rodeándose de lo que su hija ridiculizó llamándolos .
Sabiamente, pulió su leyenda. Tuvo largas y puede que
incluso francas conversaciones con Maximiliam Schell para su documental sobre ella en 1973, Marlene, pero
insistió en que las cintas no editadas de su conversación tenían que permanecer
en cajas fuertes hasta el año 2022. Convenció a los propietarios de los
derechos de la mayoría de las películas mudas en las que salía con el pelo
largo de que las retirasen de la circulación. Hacia el final de su vida,
hablaba a menudo largo y tendido con el escritor David Bret,
salpicando sus recuerdos con mentiras piadosas, negando pasadas aventuras con
ambos sexos y profesando un indignado horror ante perversiones como el
lesbianismo. Durante sus conversaciones, siguió refiriéndose a Garbo sólo como
a . Insistió en que el relato sumamente expurgado de Mercedes
sobre su amistad era . También le habló de que había escrito
hacía unos años. Lo tenía su agente británico y ahora había desaparecido, dijo.
Quizá también aparezca en 2022 y cuente su auténtica historia.
Cuando murió en mayo de 1992, fue muy
bien maquillada y peinada, vestida con un traje negro de chaqueta pantalón de Balenciaga y blusa de volantes que Tallulah
le había regalado antes de que éste muriera, y colocada en su ataúd forrado de
plomo (Tallulah había muerto durante la epidemia de
gripe asiática de 1968, alegre y disoluta hasta el final).
Como el muro de Berlín había caído en 1989, fue enterrada en
Schoneberg, su lugar de nacimiento. Unas mujeres
lanzaron violetas tras el Cadillac de los años
cincuenta que llevaba el ataúd al cementerio de Stubenrauchstrasse.
Una multitud de gays y lesbianas se arremolinaron
junto a las verjas, rompiendo en aplausos cuando el cortejo pasó.
Maximilian Schell,
estrella de su película de 1961 ¿Vencedores
o vencidos?, leyó el poema de Ferdinand Freiligrath junto a su
tumba.
¡Oh, ama mientras el amor sea tuyo
y puedas darlo!
Ama ahora, cuando tienes amor que compartir.
Llegará el tiempo, el tiempo llegará,
Para lágrimas junto a la tumba y negra desesperación.
Si alguien te ofrece su corazón,
Muéstrale todo el amor que posees,
Haz que cada momento cante de alegría,
Y no le dejes nunca caminar solo...