Título: “Los Huston. Historia de una dinastía de Holywood”.

Autor: Lawrence Grobel

 

Capítulo XV

La roja insignia y la reina

 

… Cuando se despidió de su mujer embarazada y de su hijo de un año, John no podía saber que su partida para rodar La Reina de África iba a ser el principio de una nueva vida. El Congo Belga era el primero de los diez países que iba a atravesar para rodar las ocho películas que le esperaban a continuación, antes de regresar a Estados Unidos diez años más tarde para rodar Vidas rebeldes.

«En aquel entonces en Hollywood todavía había miedo a los comunistas –recordaba el productor inglés sir John Woolf–. Muchas estrellas empezaban a rebelarse contra el sistema de estudios y el resultado final fue que un cierto número de ellas se mostraron más que dispuestas a venir a Inglaterra para hacer sus películas; los directores también.» Woolf y su hermano, James, fundaron Romulus Films en 1949. «Mi hermano y yo tuvimos la idea de intentar sacar la industria cinematográfica británica de su estancamiento –diría Woolf–. Yo tenía la idea de realizar filmes anglonorteamericanos para atraer a estrellas y directores importantes.» James Woolf viajó a California, donde se reunió con Sam Spiegel y llegaron a un acuerdo.

«Romulus Films proporcionaría la financiación en Inglaterra y África, el coste total de la producción. Y la Horizon Pictures de Spiegel pondría el dinero para pagar a Huston, Bogart, Hepburn y Spiegel. Eso representaba aproximadamente un cuarto de millón de libras por cada parte.»

En resumidas cuentas, Huston recibiría 87.000 dólares por dirigir la película; Bogart, 125.000 dólares en pago aplazado y un treinta por ciento de intereses sobre los beneficios del filme; y Hepburn 65.000 dólares en efectivo, una cantidad idéntica en pago aplazado, y un diez por ciento sobre los beneficios. A Spiegel le costó 50.000 dólares comprarle el argumento a la Warner Bros., que en 1938 había querido hacer la película con Bette Davis y David Niven, hasta que Davis se retiró del proyecto. Y a John Collier, autor de una versión del guión antes de que entrara Agee, se le prometió un seis por ciento de los beneficios.

 

 

Cuando Katharine Hepburn llegó a Londres, supo que todavía no había ningún guión definitivo que pudiera leer, lo cual, junto con sus sospechas de que en realidad Spiegel no tenía el dinero para hacer la película, la sumió en un estado de «agitación total». Lo primero que hizo fue llamar a su padre y pedirle que transfiriera 10.000 dólares a un banco de Londres, a fin de no quedarse varada en África si ocurría algo. Luego se reunió con Spiegel, los hermanos Woolf y Huston, que fue en el único en quien reparó. «Porque cuando Huston está presente –observó–, todos se fijan en él, exactamente igual que cuando hay un niño pequeño en la habitación.» Cuando más tarde visitó a Huston en su habitación, dos días antes de que el director partiera hacia África, Huston evitó hablar del guión, mostrándole en cambio sus botas de montar, «todas ellas. Su chaqueta rosa, sus pantalones, su chaleco, sus calcetines, su gorra de seda..., se lo puso todo... Su extraño rostro y su cuello descarnado adquirieron el aspecto de un hacendado rural». A Hepburn no le hizo gracia. «Yo echaba espuma por la boca ante tanta indolencia –dijo–. Y me sentía exactamente como si estuviera recorriendo los últimos momentos desesperados de una aventura amorosa extremadamente insatisfactoria con el señor Huston. Al borde de lo positivamente desagradable.»

«El acuerdo –dijo sir John Woolf– era que Spiegel estaría en África y mi hermano y yo estaríamos en Londres. Y todos los copiones serían enviados a Londres, y nosotros les informaríamos de qué tal iba quedando.»

Antes de que hubiera ningún copión que examinar, antes de que Huston partiera hacia el este de África en busca de localizaciones, hubo problemas de dinero entre John y Sam. Spiegel tenía que ocuparse de la factura del hotel de Santa Bárbara donde habían trabajado Huston y Agee, pero nunca lo hizo. «Sam no pagó las facturas –dijo Huston–, Estaba tan acostumbrado a escaquearse que si podía no pagar, no pagaba. ¡Me molestaba muchísimo! Deber un centavo me altera profundamente. Si le debo a alguien dinero es como si el diablo tuviera un trozo de mi alma. Y Sam..., se sentía como un tonto cada vez que pagaba una factura.» En Inglaterra, Spiegel le había asegurado a Huston que Ricki recibiría una cierta cantidad de dinero cada semana, pero al cabo de un mes ella no había recibido nada. La víspera de su partida hacia África, John amenazó a su socio: «Si ella no recibe el dinero mañana, no me marcho».

«John, no lo tengo –dijo Spiegel–. Lo tendré la semana próxima, te lo juro.»

El instinto de Huston le decía que se quedara hasta que Spiegel hubiera recibido el dinero, puesto que sabía que Ricki estaba rodeada de facturas por pagar, pero la llamada de África pudo con su sentido de la responsabilidad. Sólo pensaba en elefantes.

Guy Hamilton, el ayudante de dirección, se reunió por primera vez con Huston en el hotel Claridge’s, donde su habitación parecía un arsenal. «Había gente vendiéndole rifles para cocodrilos y rifles para elefantes –recordaba Hamilton–. John quería cazar un elefante. Para él, la película se reducía a eso.»

Peter Viertel, que acompañó a Huston a África para trabajar en el final de la película, que John y Agee no habían llegado a resolver, terminó haciendo la crónica de la obsesión de Huston en una supuesta novela que escribiría más tarde, titulada “Cazador blanco, corazón negro”.

Cuando Huston, Viertel y Guy Hamilton partieron finalmente hacia Nairobi, las nuevas armas de John fueron rápidamente confiscadas por las autoridades porque –como observó complacido Hamilton– en Kenia no estaba permitido matar animales indefensos. Pero luego Hamilton no vio a Huston durante varios días «porque había salido en una pequeña avioneta y descubierto el Congo Belga, donde se podía disparar a los animales indefensos, y descubierto también una localización para el filme, John dejó caer literalmente un pañuelo blanco desde el avión y dijo: “He encontrado una localización”. El director artístico y yo recorrimos la zona del Congo Belga y finalmente encontramos su pañuelo».

John también encontró otro arma. En realidad se lo ganó a Alex Nill, uno de sus dos pilotos, en una partida de póquer. Nill no quería desprenderse de él porque era su preferido. «Oye, lo has perdido, ¿sabes?», dijo Huston, y cogió el rifle.

Mientras los actores viajaban de Londres a Roma, y de ahí a Leopoldville y a Stanleyville en el río Congo, Huston trabajó con Viertel en el guión y pasó la mayor parte del tiempo cazando y soñando con elefantes. Una hora antes de que Bogart y Hepburn llegaran a Stanleyville, Huston partió hacia Biondo, el poblado donde iban a empezar a rodar, sobre el río Kuiki, lo cual enfureció a Hepburn. «Lo que hizo fue una cerdada y me pone furiosa pensar en ello incluso ahora..., maldita..., maldita sea...»

Cuando llegaron por fin, él les estaba aguardando en un bar en Biondo, y Hepburn no pudo contenerse. «¿Y el guión?», preguntó. John se limitó a sonreír ampliamente y se puso a hablar de las alegrías que esperaba obtener de la caza del elefante. «Sólo tienes que recordar permanecer en la dirección del viento con respecto a ellos», le dijo a Lauren Bacall, que había acompañado a Bogart hasta la localización. Bacall se sintió contagiada por el entusiasmo de Huston, pero Bogart se mostró enérgico. «No vas a ir a ninguna parte con John y un arma», le advirtió.

En Biondo, John se reunió por primera vez con la script del filme; era una muchacha de veintidós años llamada Angela Allen, que previamente había trabajado con los hermanos Woolf en Pandora and the Flying Dutchman (Pandora y el holandés errante). Sam Spiegel la había contratado en Londres. Antes de que tuviera la oportunidad de conocer al hombre que afectaría enormemente su vida, Lauren Bacall le dijo: «John necesita una mujer y tú eres la que está disponible». Allen no supo cómo interpretar la observación de Bacall, pero sabía para lo que había sido contratada y eso era todo lo que quería hacer. Cuando Huston dio el paso inevitable hacia ella, la chica se echó a llorar, y él supo dejarla tranquila. Era demasiado valiosa como script para meterse con su inocencia.

El primer día de rodaje amaneció nublado y, cuando John fue informado de que una manada de elefantes había asolado un poblado vecino, tomó a su especialista de sonido, Kevin McClory, y abandonó subrepticiamente Biondo para hacer lo que había deseado hacer desde su llegada a África: rastrear y matar su primer elefante. «Me dijeron que entre aquellos elefantes había un colmillos largos –relataría Huston–, y una de las cosas que deseaba hacer era conseguir un buen trofeo, no menos de un centenar de kilos. Sabía prácticamente todo lo que había que saber sobre la caza africana porque había leído un libro titulado “Caza mayor y rifles para la caza mayor”. Quería que me acompañara un fotógrafo para que fotografiara el momento, pero no había ninguno disponible, así que McClory se ofreció voluntario. Era un tipo muy animoso que tartamudeaba horriblemente.»

«Nos metimos en una piragua y fuimos río abajo –recordaría McClory–. Llegamos a un poblado que había sido absolutamente arrasado, como si hubiera sido golpeado por un huracán. John señaló el suelo y dijo: “¿Ves eso? Huellas de elefante”. Yo dije: “¿Está seguro de que no son de m-m-mamut?”»

Avanzaron en fila india, Huston entre los dos rastreadores nativos, McClory en la retaguardia.

–¿Cuánto tiempo lleva cazando elefantes, John? –preguntó McClory.

–En realidad ésta es la primera vez –respondió Huston–. Pero no se preocupe por nada. Sólo tenga cuidado con el búfalo rojo. Es muy rápido, carga sin advertir, y normalmente lo hace contra el hombre que va detrás.

–Yo s-soy el hombre que va detrás –tartamudeó nervioso McClory.

–Sí, por eso ha de tener cuidado –dijo John, y observó que desde aquel momento McClory caminó de espaldas.

 

 

Viertel se marchó después de que comenzara el rodaje, pero no antes de que John le crispara los nervios. Le había hecho víctima de su obsesión por la caza mayor, lo había llevado consigo en arriesgados vuelos en busca de elefantes y había prestado escasa atención al final del guión, para lo cual había sido contratado Viertel.

Al principio, John sumió a Katharine Hepburn en diversos estados de «furia, inseguridad e indecisión». Bacall observó que Hepburn parecía nerviosa y hablaba compulsivamente, John vio que se mostraba escéptica con respecto a él. «Katie se había vuelto suspicaz –observó– y tenía grandes reservas sobre mí, y no se molestaba en ocultarlo. Sabía que tanto Bogart como yo éramos unos pillastres, pero Katie sentía debilidad por los pillastres [...], Spencer Tracy también lo era. Así que cargamos las tintas. Fingimos ser más pillastres de lo que éramos, haciendo cosas infantiles que le escandalizaban, como escribir obscenidades en su espejo.»

Al principio, Hepburn se sintió muy fuera de lugar en aquel rodaje: le molestaban la falta de instalaciones sanitarias; envidiaba la juvented, el cutis y el buen carácter de Bacall; se veía «atrapada entre dos supermachos»; le horrorizaba ligeramente la «infantil adoración hacia la caza» de Huston, y le irritaba Bogart, que nunca se sabía su texto tan bien como ella. Viendo cómo se adaptaba Huston a la vida en la selva, le molestaba sentirse tan incómoda. Pero gradualmente se fue calmando; incluso abandonó su «trono de la reina», el apodo que le daban los nativos al retrete químico que había sido instalado en una balsa para su uso privado.

Lo que la hizo tranquilizarse y empezar a apreciar a Huston fue que, finalmente, entendió cómo interpretar a Rose. John descubrió que estaba dirigiendo una comedia sólo después de ver la extraña y humorística química que se desarrollaba entre sus dos estrellas. En aquellas circunstancias, la antipática seriedad de Hepburn parecía fuera de lugar, y tuvo una idea. Fue a ver a Hepburn a su cabaña y le dijo: «¿Has visto alguna vez a la señora Roosevelt visitar a los soldados en los hospitales?». Hepburn asintió y John dijo: «¿Has observado que siempre sonreía?». Hepburn le miró por unos instantes y él continuó: «Tienes la cara muy delgada y tu boca se inclina hacia abajo, Katie. Cuando te pones seria, se te carga la cara. La señora Roosevelt, que se creía fea, siempre lucía su sonrisa social».

Hepburn no tuvo que oír más. «Aquélla fue la mejor instrucción que me ha dado un director en toda mi vida –diría–. Me dijo exactamente cómo interpretar el papel. Desde aquel momento fui suya.»

Se sintió tan admirada que decidió olvidar la falta de sentido común y la irresponsabilidad de aquel hombre. «No está donde está por casualidad», concluyó.

Huston se acercó más a Hepburn que a cualquier otra persona del rodaje. «No de una forma romántica; en su vida sólo había sitio para Spence –diría–. Pero disfruté más trabajando con Katie y aprendiendo a conocerla que con cualquier otra actriz.»

Lauren Bacall se hizo útil preparando la comida, como había hecho en México durante el rodaje de El tesoro de Sierra Madre. Como llevaba pantalones cortos y un pañuelo atado a la espalda cubriéndole el busto, los nativos la llamaban Mamsahib Mbila Bgua, «la dama con un dos piezas». Aunque la mayor parte del equipo bebía agua embotellada, Huston y Bogart se dedicaban al Jack Daniel’s. Bogie alardeaba: «A mí no me pica nada. Un sólido muro de whisky mantiene a raya a los insectos». Y John añadía: «Cualquier cosa que me pique cae muerta inmediatamente, así que estoy a salvo».

A Huston le hubiera gustado darle un buen picotazo a Sam Spiegel cuando él y sus estrellas supieron que en sus cuentas de Londres no había habido ingreso alguno. «El banco norteamericano que Spiegel había utilizado para financiarse no había suscrito un seguro de buen fin –reveló sir John Woolf–, y no aceptó el de Spiegel. El resultado fue que yo personalmente tuve que garantizar que la película se terminaría. Con cierta inquietud, debo añadir.»

La inquietud de Woolf se debía a las advertencias que Alexander Korda, nada menos, que había sido amigo del padre de Woolf, le había hecho contra el proyecto. «Me llamó y me dijo: “He oído que estás haciendo una película sobre dos viejos que andan navegando por un río de África. Será un desastre. Te suplico que no lo hagas. El último filme de Huston fue un fracaso espantoso. Descubrirás que no se puede confiar en él. La película será horrible”.»

Pero los hermanos Woolf estaban ya demasiado implicados en el proyecto para retirarse. Y John Woolf no estaba de acuerdo con la evaluación de Korda sobre Huston. «Era de absoluta confianza –dijo Woolf–. Y muy diferente de los directores británicos con los que había trabajado. Era enormemente encantador y eficiente.»

Una mañana, Guy Hamilton se presentó corriendo ante Huston, presa del pánico, para decirle que el “Reina de África” se había hundido. Huston estaba tomando café con Bogart y Bacall, y miró a Hamilton y dijo: «No puedo creer lo que oigo, ¿quieres repetirlo?». Les habían dicho a los nativos que vigilaran el barco..., y eso era exactamente lo que habían hecho: ¡lo habían vigilado mientras se hundía! Huston ordenó a Hamilton que fuera en busca de cincuenta hombres y sacara a flote el “Reina”, y luego aprovechó el retraso para pasar el resto del día cazando.

Cuando el barco fue reflotado y reparado, el equipo empezó a quejarse de la obligación de rodar en África. «Los miembros más cínicos de la unidad afirman que partes de la jungla se parecen notablemente a Epping, y que lugares del Nilo pueden pasar por Maidenhead [...], si no fuera por los cocodrilos que flanquean sus orillas», informó David Lewin en el “Daily Express”. Huston se dio cuenta de lo que pensaba el equipo y les ordenó que hicieran que el plató pareciera «más africano». Así, Guy Hamilton dijo: «Hicimos flores con kleenex. John se interesó mucho por ellas, y por cómo quedaban a través de la cámara, y dijo: “Haced más flores por aquí”. Así que la gente aparecía con sus kleenex y hacía unas orquídeas maravillosas».

Tanto Hepburn como Bogart defendieron la decisión de hacer el filme en África. «Hubiera sido un error garrafal hacer ese tipo de historia de aventuras sin estar allí –dijo Bogie–. Hay que estar todo el tiempo luchando contra la selva, y eso se nota en tu interpretación. Aquí no hace falta que te pongan sudor en la frente para hacer ver que hace calor. Hace un calor espantoso.»

No fue el calor lo que pudo con los actores, sino ejércitos de hormigas rojas. «Un día volvía del trabajo a casa –recordaría Hepburn con un estremecimiento–, y me estaba desvistiendo en mi habitación, cuando sentí una especie de picor. Miré hacia abajo y había una amplia columna de hormigas subiendo directamente por mis piernas. Me estaban invadiendo. Subiendo por delante y bajando por detrás. Me estaban mordiendo, mordiendo, mordiendo.» Cuando salió corriendo y gritando casi tropezó con Bogart, que también salía corriendo y gritando de su propia cabaña. «El suelo de nuestro bungalow tenía una alfombra de hormigas –recordó más tarde Bacall–. Los nativos rociaron las patas de nuestras camas con queroseno, para que las hormigas no pudieran trepar por ellas. Entones supimos que teníamos que salir de allí e ir a la siguiente localización.»

Antes de abandonar el Congo en dirección a Uganda, Huston se dio cuenta de otra preocupante situación: cuando llegaron a Biondo, de la comida se ocupaba un congoleño que se engarcaba de cazar animales para la olla. Resultó que la caza era escasa, el rifle del hombre era viejo y no sabía disparar muy bien. Cuando aparecieron los soldados para detener al hombre, Huston descubrió lo que había ocurrido. «Habían desaparecido habitantes del poblado –dijo–. Ésta era la explicación. Él traía carne, pero estaba mezclada con venado y mono y otras cosas, y los que comíamos de la olla no lo sabíamos.» Como dijo más tarde Bacall sobre la comida africana en general, «no era aconsejable preguntar qué era lo que comías..., no queríamos saberlo». Habían tomado parte en una antigua costumbre del Tercer Mundo que hoy en día, que se sepa, no se practica en ninguna parte de África: el canibalismo.

A nadie le disgustó abandonar el Congo Belga y el río Ruiki para terminar el trabajo en Uganda. Al cabo de tres semanas, la compañía se concedió un día libre en Entebbe, donde Bogart fue invitado por los británicos que vivían allí a jugar una partida de críquet en el campo que dominaba el lago Victoria. Bogart no conocía el deporte, pero era un juego, y fue vitoreado por sus esfuerzos, aunque su equipo perdió por 105 carreras.

En Butiaba, Huston estuvo a pocos centímetros de matar a Hepburn. Empezó cuando ella le reprochó su obsesión por la caza. «No va con tu carácter –le dijo–. Tú no eres un asesino y, sin embargo, les disparas a esos animales tan bonitos.» «Katie –le respondió Huston–, para comprenderlo tienes que venir conmigo y vivirlo.» Humphrey Bogart se mostró horrorizado y le advirtió que John era incapaz de «acertarle siquiera al lado ancho de un establo». Pero Hepburn quería comprender mejor a su director. También supuso que «probablemente nunca volveremos a este lugar. Ya sé que es una locura, pero no siempre se puede ser tan cauto».

Al principio cazaron el antílope y el kob, y Huston observó cómo Hepburn se convertía en «una verdadera Diana de la caza. Me despertaba antes del amanecer para ir a cazar durante una hora antes de empezar a trabajar. Una mañana había señales de elefantes. Estábamos en un bosque denso y nos movimos cuidadosamente con el viento». Hepburn oyó su trompeteo, y un rastreador le dijo que los elefantes sentían su presencia. Caminaron en círculo y vieron una manada de veinte elefantes en una colina. «Entonces alguien disparó –dijo Hepburn–, y desaparecieron en un bosque bajo.»

«Bueno, vamos tras ellos», dijo Huston.

«¿Cómo puedes ser tan tonto?–le advirtió Hepburn–. ¡Es muy peligroso!» Sin embargo, al ver que Huston no la hacía caso, le siguió, porque no quería quedarse sola en la selva.

De pronto oyeron un fuerte gruñido. Era el sonido de los estómagos de los elefantes digiriendo su comida. ¡Estaban a una distancia de un rifle de ellos! «Nos quedamos completamente inmóviles, por supuesto –relató Huston–, y los elefantes no supieron que estábamos allí. ¡Pero entonces cambió el viento y empezó el desastre! Había elefantes moviéndose como locomotoras. En esas circunstancias no hay que correr, porque lo único que se consigue es confundir a los elefantes, que están intentando alejarse de ti. Y si están confusos, lo más probable es que te agarren y te lancen por los aires, y adiós muy buenas. Me volví y miré a Katie, que se había puesto mi rifle ligero al hombro. Estaba dispuesta a caer como la heroína que es.»

«Se acercaron tanto como usted está ahora de mí –dijo Hepburn a un periodista, sentada confortablemente en su casa de Nueva York, recordando una de las grandes aventuras de su vida–. Derribando árboles. Tuvimos muchísima suerte.»

«Inspiré muy profundamente y me sequé el sudor de la frente –dijo Huston–. Katie no estaba nada afectada por la experiencia. Yo estaba profundamente afectado. Vaya una ocurrencia, someter a mi estrella a ese tipo de experiencia.»

Luego, mientras recuperaban su compostura e iniciaban el camino de regreso, John vio a Hepburn cincuenta metros por delante de él, fotografiando «el mayor verraco que he visto en mi vida, un jabalí enorme de colmillos largos, y estaba dispuesto a atacar». Huston alzó despacio el rifle, sabiendo por los libros que había leído que hasta con una bala en el corazón el jabalí era capaz de atacar y seguramente de matarla. «¡Kate! –susurró–. ¡Kate! ¡Retrocede! ¡Párate!» Hepburn notó la firmeza en la voz de John y dio unos pasos atrás. La familia del verraco cruzó al fondo, y el jabalí se volvió y se alejó.

–Dios mío, Katie –dijo John–, no sabes lo cerca que has estado.

–Ah, él sabía que no iba a hacerle daño –dijo ella.

Antes de abandonar la jungla cazaron un venado, al que Hepburn intentó desangrar degollándolo. «Pero no pude –dijo–, nadie tenía un cuchillo lo bastante afilado. Así que arrastramos al pobre animal. Valía la pena aprovechar toda la carne que consiguiéramos para comer.»

 

En Butiaba localizaron la escena del incendio de la residencia del misionero. Habían construido fachadas de chozas, lo cual confundió a los nativos que habían aceptado aparecer en la película como habitantes del poblado. Los lugareños no se presentaron y Huston tuvo que viajar veinte kilómetros para hablar con el rey local y saber qué había pasado. «Tienen miedo de que vayáis a coméroslos», dijo el rey a través de un intérprete. «No, no –prometió Huston, pensando si habrían oído hablar del incidente del Congo–, no se nos ocurriría hacer una cosa así.» El rey pidió voluntarios y dos aldeanos avanzaron unos pasos. Huston se los llevó, les ofreció vino y cena, y los devolvió a su poblado al día siguiente. El resto de los aldeanos apareció a la mañana siguiente.

Sam Spiegel también llegó, aunque John dijo que «no le gustaba África, y apareció por allí lo menos posible». En esta ocasión le mordió una tarántula y se le produjo un forúnculo en el cuello. «No he visto persona más fuera de lugar que él en aquellos parajes», dijo Lauren Bacall. Cuando empezó a quejarse de que Huston no estaba cumpliendo el plan de rodaje y de la comida que hacía Bacall, John empezó a echar espuma por la boca.

«¡No le hables así a Betty! –gritó–. ¡Y no vamos a rodar ni un segundo más hasta que no haya agua embotellada para todo el mundo!»

«Asustaba un poco verle –dijo Bacall–. Hubo una pelea a brazo partido. Sam estaba muy nervioso, pero finalmente se calmó; él venía de Londres y no tenía ni idea de lo que estábamos soportando allí.»

Jeanie Sims, la secretaria de John, que procedía de las oficinas de la Romulus, se daba cuenta de los problemas entre Huston y Spiegel. «Estaban peleándose constantemente –dijo–, aunque creo que en realidad disfrutaban con ello. Cuando todo estaba enfangado y la carretera era infranqueable, de alguna forma Sam conseguía que el camión pasara.»

Cuando regresaron al trabajo, Huston decidió que en la iglesia del misionero quería poner un campanario con una cruz. Hepburn le dijo que, siendo los personajes metodistas, no había lugar para un campanario. «Bueno –dijo John–, ¡pues esta iglesia metodista tendrá un campanario!»

«Quería ponerlo porque quería hacer una panorámica desde las copas de los árboles descendiendo hasta el campanario –dijo Hepburn–. Así que tuvimos que sentarnos a esperar que construyeran el campanario.»

Por aquel entonces muchos miembros del equipo empezaron a ponerse enfermos de malaria y disentería amebiana. Descubrieron que el agua embotellada que bebían estaba contaminada. Huston y Bogart, que sólo bebían whisky y no probaban el agua, nos se vieron afectados, pero Hepburn sufrió una diarrea aguda. Durante una escena en la que su personaje tocaba el órgano mientras los nativos cantaban, sufrió un ataque incontenible y corrió al retrete anexo, ¡perdiendo casi el control al ver salir de la taza una negra serpiente mamba!

Huston hizo todo lo posible por consolarla, dándole masajes en la espalda por la tarde y cerrando el plató durante unos días. A la ayudante de producción, Eva Monley, le dijo: «Katie acabará contrayendo disentería, entonces entenderá su personaje». Cuando Spiegel recibió un télex con la noticia de que la actriz estaba enferma, éste cablegrafió: «Manténla enferma durante 56 horas». Spiegel deseaba asegurarse de que el retraso sería cubierto por su póliza de seguro.

«Me quedé muy debilitada –dijo Hepburn–. No podía tomar la medicación y seguir trabajando. No podía comer nada caliente. Lo vomitaba, era terrible. Perdí casi diez kilos.»

«John juró que, después de caer enferma, ella aprendió de verdad a adquirir el aspecto de una persona que ha sido vencida por África», dijo Monley.

En un momento dado, cuando hubo que tomar un plano largo de Hepburn en el río, Angela Allen la dobló. «Yo era la única mujer –dijo–. Yo tenía que coger el timón, y un muchacho que doblaba a Bogart vigilaba. Teníamos que pasar por un sitio aterrador, lleno de cocodrilos en la orilla. Tardamos dos días en rodarlo.»

A Huston le gustaba la presencia de ánimo y la profesionalidad de su script. A lo largo de los años John intentó pillarla en un error, pero raras veces lo consiguió.

 

 

El 9 de julio de 1951, Huston recibió la noticia de que Ricki había dado a luz a un pequeño ángel al que llamó Anjelica, por su madre. Trajeron champán, brindaron, John estaba muy contento. Primero un hijo, ahora una hija. Envió a Ricki un cable, dijo que esperaba estar de vuelta en Inglaterra al mes siguiente y que la llamaría desde allí.

 

 

Su estancia en África casi había terminado. Se habían alojado en cabañas y en un vapor de paletas. Habían sobrevivido al ataque de mosquitos y avispas, a invasiones de hormigas, a la disentería, a cargas de elefantes, a los mordiscos de tarántulas y niguas, a los gusanos parásitos fluviales, a ánimos crispados, a los aguaceros y al asfixiante calor, al hundimiento del “Reina de África”, a la noticia de las muertes de la amiga íntima de Hepburn, Fanny Brice, de la ex esposa de Bogart, Mayo, y al nacimiento de la hija de Huston. En Murchison Falls, cuando sólo quedaban dos días de rodaje, Bogart ya contaba las horas que faltaban, pero Huston decidió que necesitaban un tercer día. «¡Se enfadó muchísimo con él! –dijo Bacall, refiriéndose a Bogie–. A John no le importaba, él iba a seguir viajando durante diez años, le daba exactamente igual. Pero al cabo de ocho semanas, Bogie creía que ya era hora de marcharse.»

El rodaje africano concluyó el 17 de julio y se reanudó en los Estudios Shepperton y en Worton Hall, en Londres, durante las seis semanas que siguieron. Las escenas de Robert Morley, el actor que interpretaba al hermano misionero de Rose al principio de la película, se rodaron allí. Morley, que se consideraba un actor de teatro y no se tomaba muy en serio el cine, se sintió incómodo el primer día de rodaje porque no se había aprendido su texto. Estaba participando en una obra de teatro llamada “The Little Hut”, y creía que tendría más tiempo para meterse en su papel, pero Bogart y Hepburn le parecieron «muy profesionales», y se sintió como un aficionado en cuestión de cine. «Pero me gustó trabajar con Huston, conocía la gramática del cine.»

Tras la muerte del personaje de Morley, Hepburn tenía que llorar sobre el cuerpo de su hermano. Hepburn activó sus emociones, lloró gimió.., mientras esperaba que Huston gritara: «¡Corten!». Pero John no mandó cortar, dejó que siguiera con su alarde durante lo que le pareció un tiempo cruel e interminable. «Menuda estupidez –dijo Hepburn–. El idiota de John. Fue tan divertido como la tumba abierta de un bebé.» Unas semanas más tarde, él le envió un regalo: una cinta que había montado de sus llantos y sus gemidos, con una nota diciendo que era la pista de sonido de la película y la sugerencia de que la escuchara en el departamento de sonido de la MGM.

Jeanie Sims recordaba «otra cosa horrible que le hizo» a Hepburn. Era la escena que seguía al momento en que Charlie y Rose hacen el amor en el barco. Allnutt bajaba a tierra para recoger leña para la caldera y ella se quedaba, achicando agua. A John le había gustado una cosa que había hecho Hepburn antes, cuando sirvió café sin darse cuenta de que no tenía la taza, y le dijo que hiciera algo parecido. «Sólo quiero saber que estás pensando en él.» Hepburn empezó a acariciar el mango de la bomba de achique mientras la empujaba arriba y abajo, sin darse cuenta de lo que parecía que hacía. «Katie –interrumpió John–, eso está muy bien, ¡pero mira lo que estás haciendo!» Cuando Hepburn se dio cuenta, se sonrojó, se puso en pie y le gritó a Sims: «¡Willy Wyler está en la ciudad, llámale ahora mismo! ¡No pienso seguir trabajando ni un segundo más con este hombre!». Mientras el equipo disimulaba su risa, Sims observó: «Estaba furiosa. Es muy impresionable, la vieja Kate».

El incidente dio a Huston la idea para el regalo de despedida que iba a hacerle a su estrella, entregado primorosamente envuelto el día de su marcha: el mango de la bomba, con una frase de la película, ligeramente alterada, grabada en una placa de oro: «La naturaleza, señorita Hepburn, es aquello sobre lo que debemos elevarnos en este mundo».

 

 

El mayor problema que tuvo John con Bogart fue rodar la escena en la que el actor sale del agua con sanguijuelas por todo el cuerpo. Bogie se negó rotundamente a permitir que se usaran sanguijuelas auténticas. Quejándose de los remilgos de su amigo, John afirmó con firmeza equivalente que las sanguijuelas no se podían falsificar. Llegó incluso a decirle a John Woolf que tenía que llamar a Bogie y amenazarle con demandarlo si no escuchaba a su director. Woolf hizo la llamada, pero Bogart no cedió. «No voy a hacer lo de las sanguijuelas.»

Un hombre que criaba sanguijuelas trajo un tanque lleno de chupadoras al estudio. Huston jugó con el miedo de Bogart hasta el límite, aunque al final el director capituló. Tomó un primer plano de una sanguijuela auténtica pegada al pecho del criador, y a Bogart le puso otras de caucho. «Parecían reales de verdad –dijo Hepburn–, aunque nos costó muchísimo pegárselas a Bogie, porque estaba muy delgado.»

Durante el rodaje de la escena de las sanguijuelas, Peter Ustinov visitó el plató. John observó que estaba de pie debajo de la máquina de la lluvia y la puso en marcha, empapando al actor. A John le pareció divertidísimo. Una semana después, cuando estaba durmiendo en su habitación del Claridge’s, Huston recibió una llamada nocturna de un hospital.

–¿Es usted el señor Huston? –preguntó la telefonista–. Tenemos aquí a un hombre que dice que le conoce, ha tenido un accidente grave. Dice que no va a poder ir a trabajar mañana.

–¿Quién es? –preguntó John.

–Dice que se llama Bo algo. ¿Bogie?

–¡Póngame con la enfermera! –exigió John.

La enfermera le dijo lo mismo, luego un médico, luego otro médico. Nadie sabía informarle de la gravedad de las heridas de Bogart, pero le sugirieron que acudiera al hospital. John habló con ocho personas distintas, ¡todas ellas interpretadas por Peter Ustinov, que creyó que una noche de sueño perdida y un buen rato de ansiedad equivalían al menos a empaparle en público!

 

 

Casi hubo otro desastre. Un enorme tanque de agua, que iban a utilizar para rodar las escenas submarinas de Bogie intentando sacar al “Reina de África” del lodo, reventó. La escena estaba prevista para el lunes y el tanque estalló el domingo. «¿No es sorprendente? –se maravilló Katharine Hepburn–. ¡Podríamos haber estado dentro del tanque! ¡Madre mía! ¡Bogie y yo podríamos haber acabado hechos picadillo!».

 

 

Pero aún no había final para La Reina de África. La cuestión había sido problemática desde el principio: John dudaba entre un desenlace tan optimista como improbable donde el “Reina de África”, hundido, vuela la cañonera alemana, y uno más realista, pero pesimista, en el que Charlie y Rose pronuncian sus votos matrimoniales y luego son ahorcados por sus captores. Huston, para variar, optó por el final más ligero y feliz. «No sé qué otra cosa hubiéramos podido hacer –dijo–. No me disgusta el final. Aunque quizá sea un poco obvio.»

Angela Allen, que acabaría trabajando como script en catorce películas de John Huston, creía que John estaba «abocado a la autodestrucción. Muchas de sus películas eran películas maravillosas, pero cuando llegaba al final hacía algo que lo estropeaba. Y él sabía lo que hacía».

Reconociendo su admiración por Huston, Katharine Hepburn dijo con cariño: «Esa es la mayor autocomplacencia, ¿no? Hacer lo que a uno le interesa». Pero no le gustó especialmente lo que hizo John con el final de La Reina de África. «Llegó a aburrirse de intentar encontrar un buen final. No estaba al nivel del resto del filme. Es una película maravillosa –dijo–, pero el final es un aburrimiento.»

La reacción de la crítica no permitió augurar que La Reina de África fuera a convertirse en una de las películas más apreciadas por el público de todos los tiempos. Bosley Crowther, del “New York Times”, la consideró «un hábil camelo cinematográfico que embauca al público con un romance totalmente improbable». “Variety” opinó que Bogart nunca se había «lucido tanto en una película, y nunca ha tenido una oponente con tanto [...] talento como la señorita Hepburn». El “Monthly Film Bulletin” del Instituto Cinematográfico Británico destacó la interpretación de Hepburn, una «hermosa composición», pasó completamente de Bogart y calificó la película de «fallida».

Pero Huston sabía lo que quería el público..., y sabía que había conseguido un éxito. En una carta a Hepburn no mencionó al “Monthly Film Bulletin” y escribió: «Habrás visto las críticas inglesas que son, sin excepción, positivamente líricas. Es como si un crítico estuviera intentando superar al otro en sus alabanzas. Me han dicho que es la primera vez que una película ocupa los titulares».

Hepburn, que escribió un diario de su estancia en África, acabó dedicando su primer libro publicado al rodaje de La Reina de África. Pero lo que no dijo en su libro, y nunca le dijo a Huston ni a Bogart ni a Bacall, fue que nunca llegó a ver la película terminada. «Cuesta verse a sí misma –reconoció–. Creo que a nadie le resulta muy placentero.»

Lauren Bacall se negó a creer que Hepburn no había visto una de sus más mejores interpretaciones cinematográficas. Pero ni siquiera una noticia tan sorprendente pudo empañar los sentimientos de Huston acerca del rodaje de La Reina de África. «Nunca he hecho una película en circunstancias tan fascinantes. Es una de las pocas experiencias de mi vida que estaría dispuesto a vivir de nuevo.»