Introducción

El escritor Budd Schulberg, viejo colega de Ring Lardner, Jr. en Hollywood, debió de sentirse bastante desconcertado cuando tropezó con los Lardner en el restaurante Sardi a mediados de los sesenta. La actriz Frances Chaney, esposa de Ring, que no se habla con los chivatos, le volvió la espalda, pero su marido, a quien Budd había reclutado para el Partido Comunista en los años treinta y a quien delató ante la Comisión sobre Actividades Antiamericanas (HUAC) en los cincuenta, le tendió la mano brindándole un amistoso saludo.

   Años después, cuando le comenté a Lardner el episodio, se limitó a decir: «No creo en listas negras». Ring Lardner es, podríamos decir, inmune al rencor, y esa falta de afán justiciero y de amargura se percibe en la atmósfera de modesta autenticidad que impregna las memorias de este hombre.

   Ring Lardner y Dalton Trumbo son, probablemente, los miembros más famosos del grupo conocido como «los Diez de Hollywood», los diez testigos desafectos que fueron enviados a la cárcel por desacato al Congreso cuando rehusaron responder lo que por entonces se conocía como la pregunta del millón de dólares: «¿Es o ha sido usted miembro del Partido Comunista?». Ring Lardner le debe la fama tanto a su padre, un gran periodista deportivo y humorista americano, como a sus propias películas, dos de las cuales obtuvieron sendos óscares al mejor guión (en 1942 por La mujer del año, primer vehículo de la pareja Spencer Tracy / Katherine Hepburn, y en 1970, tras quince años proscrito en la lista negra, por MASH, la hilarante sátira sobre el personal sanitario estadounidense en la guerra de Corea).

   Sin embargo, entre los no apolíticos era aún más célebre por la frase que da título a este libro. Nadie sabe lo que haría si un comité inquisitorial lo pusiera ante el dilema de traicionar sus propias creencias y a sus antiguos camaradas o renunciar a su propio estilo de vida. La respuesta de Lardner encaja a todas luces con la definición de coraje propuesta por Hemingway: ingenio en circunstancias hostiles. «Podría contestar, pero si lo hiciera me odiaría cada mañana», replicó al presidente de la comisión J. Parnell Thomas. No ha habido una frase mejor desde la que escribiera el propio padre de Ring Lardner: «Cierra la boca, argumentó».

   Lo más significativo de los Diez de Hollywood fue su resistencia al macartismo en el decisivo momento histórico anterior a la aparición en escena del propio McCarthy. El interrogatorio fue en 1947 y sólo cuatro años después pronunciaría el senador su famoso discurso de Wheeling, Virginia, sobre los comunistas infiltrados en el Departamento de Estado. Trumbo y Lardner demostraron que es posible resistir sin someterse. En aquel tiempo, naturalmente, su comportamiento tuvo un significado radicalmente distinto: en el contexto extremadamente enrarecido de la Guerra Fría, la cárcel podía ser el precio a

pagar por ejercer los derechos consagrados en la Primera Enmienda. Los diez declinaron responder a las preguntas de la HUAC acogiéndose a ella, pero la mayoría de los testigos desafectos posteriores, ya escarmentados por la experiencia de los Diez, apelaron a la cláusula de la Quinta Enmienda contra la autoinculpación y lograron librarse de la cárcel, aunque no de la lista negra.

   El capítulo final de este libro se titula «Único superviviente», y Lardner fue, de hecho, el último superviviente de una familia de cuatro hermanos y un padre famoso, y también de los diez represalia-dos de Hollywood; además es de los pocos supervivientes de una época en que las personas dispuestas a ir a la cárcel por sus creencias fueron barridas de la vida social, cultural y política (y, en cierto sentido, de nuestra historia). Se ha escrito ampliamente sobre la «generación perdida», el cortejo de seguidores que emigró a Europa en la década de los veinte tras la estela de Hemingway y Fitzgerald, pero las memorias de Lardner deberían recordarnos que él y sus compañeros, los directores, guionistas y otros profesionales de Hollywood, y también los bibliotecarios, maestros, científicos, diplomáticos, sindicalistas o abogados perseguidos durante la gran purga anticomunista de los años cuarenta y cincuenta, fueron nuestra auténtica generación perdida.

   Los costes culturales del macartismo nunca fueron, y quizá no puedan ser, calculados. ¿Cómo se puede no ya contar sino valorar el mérito político, cultural o incluso comercial de obras y guiones no escritos, carreras no realizadas o segadas nada más gestarse, familias y mentes machacadas por las presiones de la incertidumbre sumadas a la realidad del desempleo? ¿Cómo cuantificar el coste de inventos no inventados, ideas sin explorar, hipótesis sin verificar? La televisión

misma nació, se desarrolló y maduró en un contexto social dominado por el macartismo, cuando un tendero desquiciado de Syracuse, Nueva York, dedicado a registrar los nombres de presuntos rojos, podía imponer sus criterios de empleo a los directivos de las cadenas. ¿Quién sabe hasta que punto contribuyó aquella atmósfera de miedo a la cultura televisiva pacata y conservadora que sigue imperando hoy día?

   Aunque éstas tal vez no sean las cuestiones que preocupaban a Ring Lardner en sus memorias, con ellas nos proporciona un instrumento notablemente personal para revivirlas. J. Parnell Thomas impidió que Lardner finalizara su declaración ante la HUAC. Aunque ésta, aquí recogida, resulta elocuente, es el propio libro, trayectoria vital de un comunista hollywoodiense, la verdadera respuesta a la pregunta de la comisión. Es esa trayectoria lo que rememora un hombre que ni pide perdón ni alberga grandes ilusiones.

   Lardner deja claro que, lejos de resultar fascinante, la vida de un camarada hollywoodiense era a menudo tediosa y repetitiva. La ideología sólo aparecía en escena ocasionalmente. Como cuando Lardner aconsejó a David O. Selznick que no adquiriera los derechos de Lo que el viento se llevó porque tenía «objeciones políticas a la exaltación de los negreros y el Ku Klux Klan». Dada la presente escasez de marxistas en Estados Unidos, parece sin duda curioso que este relato sobre la vida antes, durante y después de la histeria anticomunista dominante en la cultura política de los años cuarenta y cincuenta tenga tantas resonancias en la actualidad. Se diría que, acabada la Guerra Fría y ante la ausencia de una amenaza comunista en el siglo XXI, una nueva generación de aspirantes a cazarrojos hubiera decidido rehabilitar a la anterior. Estos anti-anti-anticomunistas (citando tanto

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unos cables ahora públicos que Moscú envió a sus agentes en Estados Unidos y que fueron interceptados durante la guerra mundial como ciertos informes del KGB que salieron a luz recientemente) parecen en efecto sostener que McCarthy y compañía siempre tuvieron razón, que esos nuevos documentos confirman la existencia de una auténtica amenaza roja dentro del país, que Washington era un nido de espías, que quienes consideraron la investigación del Congreso una caza de brujas (como hizo el antiguo director de The Nation, Carey McWilliams) eran unos ingenuos o unos sinvergüenzas que esgrimían una metáfora imprecisa o insidiosa. Jamás hubo brujas en Salem pero hubo sin duda comunistas en Washington.

   Parece no importar que haya numerosos interrogantes en torno a esos cables que, tal como fueron descifrados, resultan incompletos y fragmentarios, incluyen identificaciones falsas, anacronismos e incongruencias y no distinguen entre fuentes voluntarias e involuntarias, por mencionar sólo algunos de los problemas; que la interpretación dada a muchos de los documentos exhumados en los archivos del KGB sea una versión actualizada de la vieja ecuación macar-tista: los liberales son izquierdistas y por lo tanto comunistas y por lo tanto espías; que cualquier lectura razonable de las nuevas pruebas apunta en más de un dirección y que, aun así, se sigue juzgando al Partido Comunista estadounidense por su relación con el espionaje soviético. Tampoco importa que sólo una parte infinitesimal de los comunistas que, efectivamente, había en el país mereciera la etiqueta de espía o traidor. (Por cierto, Lardner deja bien claro que indudablemente existía espionaje por ambas partes; de hecho, trató de servir en la OSS y escribió un guión para una película en tiempos de guerra protagonizada por Gary Cooper como agente de aquella CIA en ciernes). El frenesí irrazonable y ahistórico de la renovada condena contra la izquierda americana a partir de pruebas medio amañadas sugiere la debilidad de los que han vuelto a picar en el anzuelo de una histeria roja de nuevo cuño y nos recuerda la demencia política de un pasado tan distante como para parecer antiguo.

   Finalmente, la HUAC fue derribada por la historia –con cierto concurso del movimiento yippie–, y esta caída se apoyó en la tradición de Lardner y Trumbo, fiel a lo que Mark Twain llamó en su momento «el asalto de la risa». Jerry Rubin apareció ante la comisión ataviado de Santa Claus y Abbie Hoffman lo hizo con una camiseta roja, blanca y azul debidamente desgarrada por la policía y por manifestantes alborotados deseosos de un recuerdo de época. Cuando el juez le preguntó si tenía algo que declarar en su favor replicó: «Sí señoría. Lamento no tener más que esta camiseta para entregar a mi país». Por entonces, 1968, ya era posible reírse de la HUAC y del circo que había montado.

   En estas memorias tragicómicas, envueltas tanto en un fabuloso encanto hollywoodiense como en un desencanto político algo resignado, Lardner subraya que se le preguntaba con frecuencia si aquello podría volver a suceder. Su respuesta era: «Sí, pero no del mismo modo». Estoy de acuerdo. Entre otras razones porque Lardner, su amigo Trumbo y una reducida hueste de resistentes cimentaron durante largos años esa inviabilidad.

VICTOR NAVASKY octubre de 2000