Capítulo 1: Oveja negra

Edward John Pratt miró fijamente al tigre y le pareció un colosal escalofrío amarillo, fugaz y de tonelaje indescifrable. Suponemos que, al tiempo que temblaba discretamente, maldecía haberse enrolado en la graciosa Marina británica quien, por simple cartografía colonialista, le designó en ese rincón del gran tablero de damas inglés llamado Bengala. Aquel era un día sin espíritu de mediados de octubre de 1815 y Edward, primer teniente del buque Tenate, a pesar de todo, se sentía orgulloso de servir a la reina y al progreso. Por ello, tal y como haría su nieto Billy siglo y medio más tarde, Pratt clavó sus ojos en el mal acechante y, sencillamente, lo aplacó.

Los Pratt resolvían los problemas con flema del Antiguo Continente mezclada con unas gotas de destilado licor romántico. Su arbol genealógico, donde no faltaba, como en las mejores familias, filibusteros y herejes de Dios, fue convenientemente podado para que sus más vigorosas ramas crecieran y se multiplicaran por los cuatro costados del Imperio británico. Edward John era una de ellas y, aunque sus raíces fueran transplantadas a tierra hindú, no tardaron más de lo programado en dar frutos.

Exactamente, tres años y seis meses, tiempo suficiente para conocer, casarse y germinar a Miss Margaret Sheals, una damita encantadora de buena cuna y mejores rizos. El 6 de abril de 1819 nacía Margaret Caroline, primogénita del teniente. Pero la viudedad que caracteriza a los antepasados de Boris Karloff  se enseñoreó del matrimonio, pues la joven madre murió al lustro de engendrar a Margaret. Tenía veinticuatro años. Ni siquiera las esquelas de los periódicos de Bombay registraron el obituario. Edward guardó el luto lo justo y, enarbolando sus ideales de mestizaje, se casó de nuevo con una hermosa nativa hindú, quien le dió, al fin, un hijo varón, Edward, Jr., que nació exactamente nueve años después de que el arrogante marino hipnotizara a un tigre de bengala.

Ed Jr., taciturno y con destellos bohemios que fracasaban estrepitosamente en medio del diplomático ambiente familiar, se vió obligado a agachar la cabeza y aceptar el típico empleo en el Servicio Civil reservado para mestizos  en la India (en Londres era otra cosa) sin título académico. Burocracia rancia a cambio de unas míseras cincuenta rupias al mes sin pensión ni derechos laborales, por lo que podía ser despedido, saqueado o estafado casi impunemente. Al menos, las posibilidades de promoción eran lentas pero seguras: en 1853 ya ganaba 116 rupias y, del 56 al 58, cuatrocientas.

Lo peor de todo fue que Edward continuó la funesta tradición conyugal de los Pratt: su hermosa mujer falleció siendo una adolescente -a los diecinueve años- dejándole, antes de irse a la tumba, una hija (Emma) y el pequeño Ed, tercero de la saga que, solamente disfrutó de veinticuatro horas de existencia. Pero como otro rasgo distintintivo de la familia era su capacidad de recuperación, el joven viudo de veintidós años contrajo otros tres matrimonios más: con la misteriosa Charlotte (que le dio a una hija, Eliza), con una mujer aún más misteriosa de cuyo nombre nadie quiere acordarse (que le dio un hijo, Charles Rary) y, al fin, en 1864 -coincidiendo con su ascenso a Assistant Commissioner of Costums, con Eliza Sarah Millard, la genuina madre del Monstruo de Frankenstein (y de siete embajadores más).

 

 

«Nací en 1887... un año antes de que en el Soho, Jack el Destripador se dedicara a desventrar mujeres. ¿No es una curiosa premonición?».

(Boris Karloff)

 

 

Recapitulemos. Algunos piensan que Boris Karloff era nieto o bisnieto de Jack el Destripador. Algunos creen que la aburrida biografía de Karloff podría (o hasta debería) trufarse con unas gotas de leyenda. Algunos sueltan la pluma y la lengua y, quizá como divertimento de medianoche para casinos provincianos, se inventan un pasado oscuro con el que, tal vez, contraatacar con futuros bombazos (¿extraños asesinatos durante el rodaje de La momia? ¿Putas muertas en el teatro Fulton antes de representarse Arsénico por compasión?). No puede ser que el mejor actor de terror de todos los tiempos tuviera como única extravagancia leer a Hans Christian Andersen, cultivar tulipanes o casarse cinco veces. No es muy... psicotrónico.

Por eso, la sarta de cuentos de hadas vertidas por Feldman, Shirley Harrison y demás «ripperólogos» acerca de que un pobre cincuentón adicto al arsénico y a los matrimonios difíciles llamado Jack Maybrick fuera el sajatripas londinense sólo sirven para animar ciertos foros de Internet y poco más. Los árboles genealógicos de los Pratt y los Mayback nada tienen de común. Mientras los segundos entroncan sus raíces en Liverpool (donde nació James un 24 de octubre de 1838), los primeros gustan de desperdigarlas allende los mares.

El único punto oscuro es, como ya se ha dicho, la identidad de la abuela paterna de Karloff, sobre la cual circulan varias hipótesis: que se trataba de una nativa hindú; que en realidad era una tal «Mrs. Bellasis», ocultada por la familia Pratt al conocer sus relaciones ilícitas con el ejemplar Edward John o que, simplemente, nunca existió (igual que el primer matrimonio fantasma de Boris Karloff a bordo del barco Empress of Britain). De todas formas, results complicado que fuera un familiar (o, incluso, la madre secreta) de Mayback y su sedentaria familia.

Para zanjar la discreta polémica, decir que las principales biografías de Karloff no dedican una línea al contencioso y que la mismísima Jane Karloff, inquirida expresamente sobre el tema, respondió:

 

«Nunca he oído hablar de tales teorías respecto de mi padre».

 

Caso resuelto.

O... ¿quién sabe?

 

 

Según una antigua e ignota leyenda hindú, seguramente manipulada por los colonialistas británicos, las barbas de los Skih eran la representación humana del pecado original cristiano. Su tupido y erizado pelo negro encarnaría a un paraíso igualmente negro tras la expulsión de Adán y Eva por el Sumo Hacedor. Tal vez en eso pensaba el capitán Thomas Maxwell Crawford, comandante de las tropas británicas en Lahore, en 1841 antes de que las hordas barbadas se avalanzaran sobre él sin darle tiempo a comprobar si el ataque era humano, animal o sobenatural (tal vez los llamados «duendes de los templos»). Los Millard Crawford, a diferencia de los Pratt, eran más prolíficos en viudedades femeninas. Selina Crawford, la bisabuela del Monstruo de Frankenstein, tuvo que cuidar de sus dos hijas, Eliza y Anna con el apoyo moral de las condecoraciones chatarreras que el gracioso ejército británico le había donado por el heroico comportamiento de su marido. Algo es algo.

Anna, la hija menor, en doble homenaje secreto a su padre, se casó con Thomas Leonowens, oficial de la Armada británica en 1849. Para redondear la jugada, la fecha elegida fue el día de Navidad. Sin embargo, la felicidad de la pareja tampoco iba a ser plena, ya que, sus dos hijos nacidos bajo el sol azafrán hindú murieron nada más ver la luz. Tras el trauma, Anna y su marido se mudaron a Londres y rehicieron matemáticamente su vida: otros dos hijos, de salud débil pero, al fin y al cabo, vivos. A mediados de siglo, Londres era, como dijo el poeta, «el resplandor de un faro persiguiendo la niebla». Durante tres años, Anna Crawford intentó que la niebla no le atrapara de nuevo. No lo consiguió. En 1858, Thomas murió de una apoplejía producto de una insolación tras una jornada de caza del tigre en Malasia. Curiosa maldición felina la que perseguía a los ancestros de Karloff. Tigre tras tigre. Amenazas amarillas.

Cuentan las crónicas que Anna sólo acertó a suspirar con toda la tristeza del mundo posándose en sus hombros como un cuervo. Pero atinó a cambiar su vida radicalmente y, de rebote, pasar a la Historia por ello. Tras fundar una pequeña escuela para los hijos de los oficiales británicos, Anna trazó una diagonal en el mapamundi y aterrizó en Thailandia tras un viaje tormentoso y tardíamente iniciático. El 15 de marzo de 1862, Anna y el pequeño Louis, de siete años de edad, llegaron a la Corte del rey Mongkut para enseñar inglés, ciencia y literatura a los Príncipes Infantes.

Así que Mrs. Crawford, viuda de Leonowens, tía abuela de Boris Karloff, es la mismísima Anna que Margaret Landon inmoralizó en su novela “Anna y el rey de Siam”, obra llevada al cine en 1946, luego a Broadway y nuevamente a las pantallas en 1956 con el título que la ha hecho famosa: El rey y yo. Así que Anna Crawford fue Irene Dunne, Deborah Kerr y, más recientemente, Jodie Foster. Y su jefe y amor platónico (o aristotélico) fue, respectivamente, Rex Harrison, Yul Brynner y, ejem, Chow Yun-Fat. Todo ello, aderezado con música de Rodgers y Hammerstein II, una pantera negra llamada Rama, un elefante ario llamado Tusker y un monito saltarín llamado Moonshee. Precioso. No es de extrañar que hasta se hicieran dibujos animados con tal material.

Sin embargo, la aventura siamesa de la viuda Anna careció de cualquier toque Disney. El bárbaro monarca trató a su criada como a una auténtica perra y, tras cinco años de servidumbre y pesadumbre, Anna abandonó la corte de sus penitencias, escribiendo dos escalofriantes relatos de su experiencia con el excéntrico y bestial Mongkut. Casi un siglo más tarde, Charles Rary Pratt, uno de los hermanos de Karloff, rememoraba y echaba más drama al fuego de su famosa, aunque desdichada, tía abuela en una carta fechada en 1948 y dirigida a otro de sus hermanos, Edward:

 

«Te suplico algo más de información de nuestra tía abuela Mrs. Leon Owens (curiosa forma de referirse a Anna, bifurcando el apellido de su marido Thomas Leonowens), que fue la primera mujer inglesa que vivió en Siam. Hace muchos años, Mrs. Leon Owens escribió un libro llamado, creo “Una institutriz en la corte del rey de Siam” (error. El libro referido se llama “The Romance of Siamese Harem Life”, y fue publicado en 1837), y hace un par de años o tres, como tú podrá recordar, una tal Mrs. Landon, dama conocida de la familia, publicó un libro titulado “Anna y el rey de Siam”, que recientemente se llevó al cine. Ella misma anda buscando algo de información para completar nuestro árbol genealógico.

Hace cien años, había dos hermanas apellidadas Crawford que vivían en Bombay; una se casó con James Millard (nuestra abuela paterna) y la otra con Louis Leon Owens (en realidad, Thomas). Y hace cincuenta años, yo mismo conocí a una dama canadiense que sabía que la hija de Mrs. Leon Owens se había casado con un banquero de Montreal llamado Fyshe. Escribí a Madre sobre esto y ella me contestó que Mrs. Leon Owens había tenido muchos problemas y todo tipo de desgracias e infelicidad. Por ello, cuando su marido murió, dejó Bombay y cortó todo tipo de comunicación con su familia. Diez años después de esto, nuestra abuela, Mrs. Millard, conoció a un tal capitán Baldwin, quien se había cruzado con su hermana Anna Leon Owens en Siam. Mrs. Millard escribió a su hermana y recibió respuesta, evidentemente redactada bajo una emoción muy intensa, y expresó que iba a emprender un viaje muy largo para encontrarse con alguien muy querido a quien necesitaba ver urgentemente.

En 1899, escribí a Mrs. Fyshe comunicándole toda esta información. Recibí una carta muy amable como respuesta, pero daba la impresión de que no deseaba por nada del mundo recordar lo que le sucedió a su madre en Bombay, que toda aquella desgracia y dolor saliera otra vez a la luz».

 

¿Qué cantidad de desgracia, dolor e infelicidad tuvo que padecer Anna en las ordenadas y coloniales avenidas de tierra de Bombay para huir despavorida al otro confín del globo? ¿Quién era ese «alguien muy querido» que le esperaba en Siam y a quien necesitaba ver urgentemente? ¿Sería el mismísimo monarca tirano y calvo? ¿Por qué se convirtió un presunto viaje de placer en un infierno?

Qui sait?

 

 

Altura: cinco pies y siete pulgadas y cuarto. Complexión: delgada. Pelo: oscuro. Ojos: oscuros. Profesión: panadero. Rostro: saludable.

 

El capitán del Duchess of Atholl leyó rutinariamente la descripción del espigado marinero de Great Marlow, Backinghamshire, Inglaterra y apuntó su destino y la fecha de llegada: Bombay, India; junio de 1826. Estábamos en febrero. El futuro sargento James Millard aún no había cumplido la veintena y no tardó en caer bajo el resplandor de la joya de la Corona. Literalmente, había puesto su alma a disposición de la Marina inglesa que, una vez más, disparaba sus jóvenes cachorros a la tierra de Visnú. James Millard, abuelo del Monstruo de Frankenstein, sirvió a la patria en una serena bahía moldeada por el sagrado Ganges y salpicada de palmeras egipcias y cereales permanentemente fértiles. En 1845, se casó con Eliza Julia Crawford, la hermana de la amante/mártir del rey de Siam. Al año siguiente nació el primogénito James Edward y, en junio de 1848, nacía en Poona, una aldea de la provincia de Bombay, la madre de Karloff, Eliza Sarah. Aún llegaría un hijo más, Henry Pennikett.

La joven Eliza, robusta, de cuello amplio, ojos somnolientos y boca férrea (según daguerrotipo de la época), conoció al doblemente viudo Edward Pratt en las calles de Bombay. Ella tenía dieciséis años. Él, casi cuarenta años. La madre Eliza y la tía Anna desaprobaron el matrimonio por activa o por pasiva. James, recién jubilado anticipadamente, miró primero por la felicidad de su única hija. La nueva unión, visiblemente desequilibrada aunque muy en la línea conyugal de la época –la diferencia de edad era moneda corriente en la sociedad inglesa–, empezaba con paso renqueante y humilde. Sin embargo, Edward Jr. imprimió un matemático amor a su esposa a razón de un embarazo encadenado con otro:

Edward Millard Pratt (29/8/1865); George Marlow Pratt (13/4/1867); Frederick Grenville Pratt (4/12/1869); David Cameron Pratt (a principios de los 70); Julia Honoria Pratt (1874); John Thomas Pratt (13/1/1876), Richard Septimus Pratt (11/10/1882) y, por último, William Henry Pratt (23/11/1887), el mismísimo Monstruo de Frankenstein.

 

 

El caballo se movía de verdad. Tenía vida propia. Alguien, algún mago desconocido y, tal vez, siamés, se la había insuflado mediante algún hechizo. Ahora, Billy Pratt repetía continuamente el pequeño milagro con sus manitas infantiles. Tan sólo hacía falta colocar el dedo pulgar sobre la primera de las fotos y, lentamente, ir deslizándolo hasta el final. Entonces, las patas del caballo cobraban vida y el animal comenzaba un breve trote. Billy no se cansaba de repetir una y otra vez, con el mismo asombro, la operación. Una y otra vez. Era mucho mejor que el caballo de cartón piedra que le había regalado su hermano mayor Ted antes de partir a la dichosa India. Mucho mejor que los juguetes exóticos que heredaba de sus hermanos antes de que murieran en el desván. No. Aquello parecía la mismísima resurrección, el hálito vital y hereje del que habló Mary Wollstonecraft Shelley hacía más de seis décadas, aunque eso, por supuesto, aún se le quedaba grande a un mocoso de cinco años.

A Billy le constaba que su padre tenía otro libro mágico de la serie de Eadweard Muybridge, aunque éste trataba más de anatomía femenina que de locomoción animal. A su padre le gustaba recordar que su último hijo había nacido, mes arriba, mes abajo, en el mismo año que la invención de la electricidad, tal vez dotando así a su alumbramiento de una aureola mágica y abracadabrante. Aunque, tal vez, esa coincidencia le servía para torturarle aún más.

 

«Era un niño muy tímido. Y nada especial. Era más bien, según creo yo, un pobre crío solitario. Ni siquiera cuando vivió con nosotros en nuestra casa enorme y llena de chicos de su edad correteando por todos los lados, se sentía bien. Solamente le gustaba estar allí porque sabía que siempre sería bienvenido. Sus hermanos ya nunca le visitaban, su madre estaba muy enferma y su padre era un hombre muy severo con él. Creo que con nosotros se sentía más a gusto que con nadie. Era un niño muy curioso, muy despierto a pesar de todo. Y le encantaba jugar. Su deporte favorito era una mezcla de hockey y ciclismo que él mismo se inventó. Era un juego condenadamente complicado, y más para alguien de cinco años. Pero a él le encantaba. Y a nosotros nos encantaba verle feliz».

 

Winifred Cummins, una prima lejana que volvió de la India a mediados de los ochenta fue una de las «madres adoptivas» de Billy. La biológica, Eliza Sarah Millard, murió cuando su último hijo tenía seis años. Su tiránico marido, viudo por tercera vez, no dedicó ni una lágrima a la mujer que le había dado ocho hijos. Billy lo hizo por él y por sus siete hermanos.

A Billy le gustaba pasar las horas muertas en el desván de Winifred, otro refugio mágico ideal para abstraerse de la estúpida realidad. Allí se probaba las fantasmagóricas y brillantes ropas que su prima Winnie había traído de Bombay. Magníficas telas púrpuras, verdes, amarillas. Turbantes, chilabas, sandalias... A pesar de que genéticamente le correspondían los rasgos hindúes que, a menudo, desataban burlas entre los compañeros del colegio Enfield, Billy nunca conoció las calles telúricas de la India. Él había nacido en la vieja Inglaterra, en el 15 de Forest Hill Road, Camberwell. Sus hermanos mayores seguían los pasos nómadas de la familia Pratt. Edward III (o Ted) y Frederick marcharon al servicio civil de la India; Charles se enroló en la compañía francesa del cable y viajó hasta Brasil; John Thomas transladó su prestigio consular a Shanghai y China; Richard Septimus optó por la India y luego China. No es de extrañar que, como diría el benjamín muchos años después, con su deje irónico característico:

 

«Toda mi familia era muy brillante. Yo era el único que no tenía cerebro».

 

Mientras, el patriarca Edward, desde su laberinto, elevaba una carta solemne a la Oficina Hindú proclamando oficiosamente el Gran Imperio Eurasiático:

 

«Eurasia está a punto de ser descubierta por los geógrafos. ¡Y yo estaré allí para verlo! Seré el rey de la nueva Atlántida»...

 

Pocos meses después, dejó el 15 de Forest Hill Road para no volver jamás. Nadie le volvió a ver. Al cabo de los años, la familia se enteró de que había muerto en París, tras vivir como un alucinado errático y feroz.

 

 

Así que Billy cogió sus caballos de la suerte y se fue a vivir con su hermanastra Emma Caroline, un poco más joven que su difunta madre. Enfield, Middlesex, justo al norte de Londres. Antes, en el 1909 de Chaseview, en Chase Green Avenue. También en Willows, Slade Hill y el 38 de Uplands Park Road. Continuos vaivenes, ir y venir constante que, a su manera, reproducía a pequeña escala el nomadismo innato de su familia. Billy llamaba la atención en cualquier barriada en la que su numerosa familia dejase caer su residencia. Su tez aceitunada, su mandíbula borbónica y su pelo ensortijado no podían ocultar el legado de su ADN. Por supuesto, los colegios donde recibía educación prestigiosa no tenían a mal la discriminación ni la xenofobia, pero...

El jovencito Pratt paseaba junto a los muros de la prisión de Wormwood Scrubs. A veces se detenía y podía escuchar los lamentos y alaridos provenientes de los presos. Billy se estremecía pero no podía apartarse de allí. Por primera vez, sintió la electricidad estática que producía el terror en estado puro, el terror imaginario, el desconocido. La adolescencia de Karloff transcurrió de la misma forma que su infancia. Estudiaba en la Enfield Grammar School, institución fundada en 1588 para «alumnos complicados» y especializada en la feliz aleación de pedagogía, atletismo, artes y religión. Allí, el grumete aprendió la disciplina que su padre fue incapaz de inculcarle nunca. Emma, mientras, intentaba que su hermanastro menor visitara de vez en cuando a sus hermanos mayores, pero él prefería jugar al rubgy y al cricket, sus dos nuevos deportes preferidos y sus dos filosofías vitales que, a partir de entonces, empezó a practicar.

 

 

Los teatros de colegio siempre huelen a cerrado, a entarimado húmedo y a acuario con agua estancada y peces en estado de mínima putrefacción. Billy descubrió que el teatro del colegio Endfield se parecía a los viejos baúles de retorno de su tía Winifred. Así que se vestía de leyenda en cada Navidad para que sus compañeros vieran en él a un jeque árabe, un filibustero inglés o un chino mandarín. En 1896, el nombre de William Henry Pratt aparecía por primera vez en el cartel (nada luminoso) de una obra de teatro. Y nada menos que interpretando al Rey Diablo de Cenicienta. Billy, que en ese momento ya era Boris Karloff sin saberlo, paladeó cada instante glorioso de su debut. Su educación le impedía tener mariposas en el estómago. Él era ahora el primero de la clase, el primero de la familia, del clan. Ya no había castigos corporales ni severas reprimendas. Todo empezaba a ir bien. Hasta que a los hermanos les dio por ponerse a incordiar.

«¿Actor? El arte es una profesión hueca, banal, estúpida», dijeron al unísono desde diversos puntos del mapamundi. Así que Billy se vio obligado a posponer sus cualidades actorales unos años más. Exactamente, hasta 1899, año en el que se matricula en el Merchant Taylor’s School, prestigiosa institución enclavada en el londinense Charterhouse Square. Su hermano Richard estudió allí tres años antes, por lo que tal elección gozó del beneplácito de todo el clan Pratt.

 

«Me enseñaron a memorizar pasajes enteros de Shakespeare: sonetos, el Rey Lear, Hamlet... Ah, aquello era teatro».

Aquello sí. El resto, corazón vacío.

Bueno, también se salvaban de la quema romances trasnochados como The Royal Divorce, al que acudía Billy del brazo de su hermano George, que, bajo el seudónimo de George Marlowe, interpretaba al joven galán, al lado de la guapa Fanny Ward. Era el único hijo de Edward Pratt (aparte del menor, por supuesto) interesado en las candilejas; perteneció activamente a la compañía sueca Elverstein y Cía. antes de sentar la cabeza, licenciarse en medicina y trabajar de interino en el hospital de St. Bartholomew. El pasatiempo de juventud, en el baúl de la juventud.

Billy no recibió muy bien la renegada noticia. Aparte de ser el único hermano con el que podía compartir confidencias, era el verdadero bastión artístico al que agarrarse para librarse de las garras de sus otros hermanos, quienes no cesaban de repetirle lo de siempre, que el dinero no brota de entre las tablas del teatro (ni mucho menos entre las barracas del cinematógrafo) sino en los chiscones de los consulados y embajadas. Qué le vamos a hacer.

A Billy sólo le quedaba ya refugiarse entre las faldas de otra mujer de la familia: su hermana Julia, casada con el vicario de Suffolk Arthur Donkin. En la bella residencia del matrimonio, entre la campiña de Semer Church, jugaba con su primita Dorothea y soñaba con la magia que salía de los ojos locos de un francés llamado Georges Melies, creador de fábulas y abracadabras. Al fin y al cabo, la anatomía mágica y prohibida de Eadweard Muybridge, a la que al fin pudo tener acceso como postrera herencia paterna, tampoco era nada del otro mundo. Nada, al menos, comparada con esta que llamaban cine.

1903 fue un año importante para el joven Billy Pratt (que en ese momento apenas ya era Boris Karloff). Entró en Uppingham, uno de los bastiones de la Marina Mercante de la Gran Bretaña. Sus hermanos se frotaban las manos pensando en que la oveja descarriada volvía al manso redil. Allí vivía en una recia habitación de madera gris y suelo blanco semejante a un bunker de cinco estrellas. En este caso, la fórmula de la aleación perfecta la estableció el gran educador victoriano Edward Thring en 1853: «Estudio, deporte, praxis y música». Bello.

El campus rebosaba clorofila. El lago donde hacían las prácticas de navegación brillaba como un astro. Sus compañeros de clase, peinados con la raya a la izquierda y la corbata al centro, eran carne de triunfo social. Pero él no acababa de encajar en el sueño. Dentro de su habitación, lujosamente equipada con zona de estudio, de recreo y de descanso, Billy leía a los clásicos, a Hans Christian Andersen y a Edgar Allan Poe. Esperaba algo distinto. Su monitor, Robert N. Douglas, se percató de ello e intentó ayudarle, pero fue inútil. Ni él ni los educadores que le sucedieron consiguieron sacar algo de interés naval de aquel muchacho reservado y cetrino que apenas tenía amigos (solo un chico bajito llamado J. G. Geoffrey Taylor, del equipo de hockey). Sin embargo, en deportes era un as. Boxeo, cricket, atletismo... Y en música. Piano y voz solista. Viendo de qué pie cojeaba el chico, su profesor de música, Mr. Paul David, le recomendó las clases de drama y dicción. Animado otra vez, Billy llegó a participar en alguna obra de teatro en la sala académica, que no olía a desván ni a cretona. Era otoño de 1905. En julio de 1906, ganó un premio de interpretación. Dicción perfecta en lengua alemana. Otra vez Pratt era Karloff.

 

«Con la perspectiva de los años puedo asegurar que fui un niño tranquilo y un adolescente educado. Ningún episodio de crueldad paterna y ninguna institutriz sádica me leyó cuentos de terror a la luz temblorosa de las velas. Mi infancia como William Henry Pratt en un sereno suburbio de Londres llamado Enfield fue extraordinariamente serena. Fui criado con amor por mi hermanastra Emma, por mis siete hermanos y por toda mi familia en general, quienes sabían exactamente lo que tenía que hacer, siguiendo la tradición familiar. Sin embargo, durante mis años en Uppingham –de 1902 a 1906–, (aunque en realidad abarcaron de 1903 a 1907), me desencanté bastante con los estudios y me interesé mucho más en otras actividades.

Cuando tenía nueve años me ofrecieron el papel de príncipe azul en una versión navideña de Cenicienta. Cuando me vi con leotardos busqué otra opción y me dieron el papel de Rey Diablo. Aquello era otra cosa. Cuando me vestí con aquella capa negra como el ala de un cuervo supe que quería ser actor y supe qué clase de actor quería ser. Actualmente, mi carrera macabra se haya bastante asentada gracias a ese curioso episodio».

 

Imposible disimular la buena cuna, el pedigrí exquisito que se imponía a los oscuros recuerdos del jarabe de palo paterno. Ante todo, la discreción. Los buenos modales. El olvido exquisito. El perdón.

 

 

«Este chico necesita disciplina». Tal era el comentario que más repetían los siete Pratt ante las veleidades artísticas del benjamín. La estancia en Uppingham, que estaba forjando el carácter roqueño, solidario (a pesar de su tendencia a la introspección) y algo misógino de Billy, tocaba a su fin. Un día de otoño de 1906 se despidió de su compañero, camarada y cómplice Geoffrey («gracias por ganarme deportivamente al cricket y al boxeo») y, por mediación familiar, emigró al King’s College de la Universidad de Londres. Una vez más, la intención era básicamente diplomática: los exámenes para acceder al consulado británico. Pero las cartas esaban marcadas de antemano:

 

–Aquella vez sentí el fuego en la sangre. Ahora quiero volver a sentirlo. Una y otra vez.

 

El teatro era un canto de sirenas demasiado poderoso para Billy. Sinceramente, prefería asistir al magisterio impartido por Sir Herbert Beerbohm Tree en el marco imcomparable de His Majesty’s Theatre a las clases carpetovetónicas de los catedráticos con caspa y alcanfor en la peluca. Cuestión de preferencias. El embajador frustrado conocía de memoria los desvelos de Ricardo III, las miradas cómplices entre Marco Antonio y Cleopatra, las turbulencias de La tempestad. Autógrafos y dedicatorias de Lyn Harding, Constance Collier, Cyril Maude, George Alexander o Lewis Waller llenaban las hojas destinadas a tomar apuntes. Pero aún quedaba lo mejor. Tras dos años de vida «bohemia» entre los salones de los teatros, un inesperado giro del destino iba a cambiar la vida de William.

 

–Esto es para ti, Billy. Tu madre y tu hermana Emma siempre te tuvieron en mente.

 

Billy recibió como dos martillazos la noticia de la muerte de su querida hermanastra Emma y el regalo póstumo por su veintiún cumpleaños. Era una herencia por valor de ciento cincuenta dólares que su madre le había dejado a su hijastra para su hijo pequeño cuando llegara el momento. Quince años después de la muerte de su madre, Billy encontró la manera perfecta de homenajearla: seguir sus consejos y hacer lo que el corazón le dictase. Por eso, zarpó rumbo hacia donde nadie pudiese manejarle ni moldearle ni criticarle ni imponerle. Echó una ojeada al mapamundi, descartó destinos familiares (India, China, Siam).... y sacó del bolsillo una moneda de penique. Canadá, cara; Australia, cruz. Cogió aire y la echó al viento. Tras lanzar un par de escupitajos de plata entre la niebla, cayó al adoquinado. Billy se agachó y la rescató. La miró. Salió cara.

 

 

El Empress of Britain era un paquebote impresionante de muchos metros de eslora y bastante más polizones en las bodegas. Los ciento cincuenta dólares llegaban justitos para un pasaje a Toronto y el alquiler de una parcelita en la frondosa tierra canadiense. Billy quería ser actor y granjero.

 

«Bueno, estaba determinado a ser actor y sabía muy poco sobre teatro o cualquier cosa concerniente al arte. Así que emigré a Canadá».

 

Bien mirado, Australia aún no tenía Teatro de la Ópera. William Henry Pratt dejó la vieja Inglaterra el 7 de mayo de 1909 y, de paso, algo más. Entre los documentos del Empress of Britain del 7 de mayo consta un certificado de matrimonio. En la línea reservada para el marido se puede leer:

 

Nombre cristiano u otros sobrenombres: William Henry.

Apellido: Pratt.

En la línea reservada para la esposa se puede leer:

Nombre: -------------------.

Nada. En blanco. Vacío.

 

Otro pequeño misterio, éste de carácter doméstico. Que se sepa, ninguna novia llenó o vació la vida de Karloff durante sus dos primeras décadas. A diferencia de Lugosi, no era su estilo proclamar a los cuatro vientos la fecha de su pérdida de virginidad. Por favor...

Así que, ¿qué pasó realmente? ¿Habría otro William Henry Pratt en el pasaje? ¿Realmente se casó por primera vez antes de que el Empress of Britain zarpara de Liverpool? ¿Quién sería la misteriosa mujer? ¿O, simplemente, todo era una broma misógina o un lapsus del penúltimo de a bordo? Ni siquiera Karloff sabe a ciencia cierta qué sucedió:

 

«Creo que el certificado de matrimonio fue conservado en una grabación discográfica. Ni que decir tiene que la calidad de grabación a comienzos de siglo era precaria. Así que no hay manera de saber si mi padre estaba casado o no cuando embarcó en el Empress of Britain».

 

Bueno, en realidad solo tuvo que esperar cuatro años para pasar por el altar de forma oficial.

 

 

«Una maldita tierra». Tras diez días de penosísimo y mareante trayecto transatlántico, Billy no recibió con flemático entusiasmo su nuevo hogar. Por aquellos años, Canadá era poco más que un inmenso bosque maderero con rebaños de ovejas de Terranova campando a su albedrío. Lana y corteza. Eso es todo. Así que el emigrante suspiró, leyó las indicaciones del mapa que le habían facilitado en las oficinas londinense de la Canada Company y encaminó sus pasos hacia la granja de Terence O’Reilly, un lugar dejado de la mano de Dios a ocho kilómetros de Hamilton, Ontario. Por lo visto, un vecino llevó al acobardado forastero en un carro tirado por un par de caballos. Al llegar, lo que se encontró fue algo parecido a una fanfarria rural:

 

«Todo eran rostros sonrientes y exultantes –recordaba años después–. Aunque nadie esperaba mi llegada y ni siquiera necesitaban a un inglés de ciudad que les ayudase en la granja. Miré a O’Really y él me devolvió la mirada con gesto de pocos amigos. Por suerte, era primavera y el trabajo duro estaba empezando. Necesitaban manos».

–De acuerdo, puedes quedarte. Ganarás diez dólares al mes. Durante toda la estación y el verano. Con derecho a cama y comida. Y un par de botas de regalo, aunque no te durarán mucho.

–...

–Ah, y un irlandés te despertará todas las mañanas a las cuatro. Bienvenido a Canadá.

 

Y Billy, que sólo había visto a un caballo en las cacerías del zorro, tuvo que encargarse de las cuadras y las caballerizas.

 

«Aprendí pronto. Qué remedio».

 

Al menos, la ardua experiencia, aparte de para añadir algún fornido deporte local a la lista, sirvió para que las retinas de Billy se empaparan de paisaje, de «ruda belleza» e «impresionante grandeza». Las montañas canadienses y la fértil región de Banff surtieron un efecto vital, poderoso, inolvidable para alguien acostumbrado a los invernaderos y terrarios artificiales y falsos. Después de dejar las cuadras como una patena, O’Really confinó a su empleado a Vancouver. Esta vez, tareas de drenaje y excavación. 25 centavos a la hora. 10 horas al día. Un día, mientras paseaba por la fría ciudad tratando de sacudir el agotamiento, escuchó una voz al final de la calle:

 

–¡Eh, Pratt!. ¿Eres un Pratt?

Se volvió y reconoció a un viejo amigo de su hermano Jack, Hayman Claudet. Un tipo campechano.

 

–Claro, Billy. Te he reconocido por tu cabeza. No hay nadie en el mundo que no sea un Pratt que tenga un corte de cabeza así.

–...

–¿Y qué haces por este maldito país, chico?

–Sobrevivir.

–Ya. Mala cosa la vida granjera. Oye, ¿te interesaría un empleo en la compañía de Ferrocarriles de la Columnia Británica? Conozco a gente por ahí y te podría recomendar. También sería un trabajo duro, cargar con raíles y todo lo demás, pero seguro que te llevas al bolsillo algo más que calderilla rural.

 

Exactamente, 16.80 $ a la semana. Aunque las diez horas de tajo diario permanecían inalterables. Karloff recordó el episodio en una carta a la viuda de Claudet en 1955:

 

«Nunca pude olvidar lo buen amigo que fue y lo mucho que me ayudó los primeros y duros días que pasé en Vancouver. Estaba completamente perdido y bastante desesperado y Hayman me guió exactamente por donde debía seguir. Y no solo eso, también me vigiló para que todo saliera bien. Siempre pensé que la verdadera inmortalidad se consigue en la memoria y en los corazones de la gente que te ha conocido en vida. Y, si por mí fuera, la inmortalidad de Hayman está completamente asegurada».

 

Una curiosidad revestida de un cierto escalofrío: cuando Karloff murió algunos años después, su viuda, Evie, enmarcó su recuerdo justamente con esas palabras: «Vivir en los corazones de quienes dejas atrás es ser inmortal». Justamente.

 

 

1910. El inquieto Thomas Alva Edison insufla vida por primera vez al Monstruo del doctor Frankenstein. El terror mudo pocas veces casa mejor que con la tragedia del moderno Prometeo, condenado al mismo silencio de la resurrección que ya sintió en la tumba. La primera criatura, poco solidarizada con la causa histórica, parecía un gigantesco muñeco de trapo con ojos estrábicos y ademanes granguiñolescos. Poca cosa pero, al menos, un principio como otro cualquiera. El público se sobrecogió de igual manera que lo había hecho al ver una locomotora acercarse vertiginosamente a diez millas por hora. Los caminos del terror son inexcrutables.

Mientras, en la otra esquina del mundo, Billy Pratt fichaba religiosamente en la oficina de la British Columbia Railroad Company al romper el alba. Dejaba en el perchero su americana de tweed y comenzaba a descargar, transportar y almacenar. Tampoco era una tarea que «glorificara a un muchacho oficinista», como le prometió Claudet (ni siquiera ganaba 16.80 sino diez pavos), por lo que Billy, como el doctor Frankenstein, orientó sus pasos hacia las excelencias de la energía eléctrica. Sin embargo, su nuevo empleo en la British Columbia Electric Company tampoco era para tirar cohetes: abrir zanjas, acarrear carbón, cablear Vancouver... y eso que la nueva fábrica estaba situada a setenta millas de la ciudad, cerca de los lagos, un locus amenus que le traía reminiscencias de su viejo internado de Uppingham. Algo es algo.

Para los que dicen que la ilusión viaja en tranvía había que puntualizarles que, históricamente, el ferrocarril podría llevarse tal título honorífico. Fundamentalmente, para el pasajero de la línea Vancouver-Compañía Eléctrica Billy Pratt quien, realizando cierto trayecto con la idea de progresar en la empresa, vio cómo, procedente de la nada, entró volando por la ventanilla del vagón un ejemplar de la revista “Billboard”. Pura magia. Billy lo rescató de su regazo y leyó un pequeño anuncio de rinconera:

 

«Se necesitan actores para la compañía de Jean Russell en Kamloops, Columbia Británica».

 

Kamloops. Kamloops. Billy rebuscó en la memoria y encontró. De pequeño solía pescar en Inglaterra con su hermano John o con algún profesor de algún colegio de salón. Recordaba una historia acerca de un salmón gigante y legendario, tan esquivo y mítico como Moby Dick o el maldito monstruo del Lago Ness. Medía casi dos metros y el valiente que quisiera echarle el lazo tenía que desembolsar grandes cantidades de paciencia, dinero y liturgia. La gente le llamaba Kamloops, aunque nadie le había visto las agallas.

Billy sonrió al reavivar ese fogonazo de la memoria. Al fin y al cabo, tampoco lo había pasado tan mal en la infancia. Como todas las infancias, más o menos. Así que Billy se guardó el anuncio, bajó del tren, cogió otro y se dispuso a lanzar otra moneda al aire.

 

«Estaba aburrido de trabajar en cualquier fábrica de Vancouver, daba igual ferrocarriles o electricidad. Así que contacté con la dirección del anuncio de “Billboard”. Resulta que el tipo de la compañía era uno al que yo ya había llamado desde Seattle hacía algún tiempo –creo que se llamaba Walter Kelly o algo parecido–. Yo le había contado que era un actor británico con experiencia en el teatro que se encontraba de gira por Canadá, etcétera. Seguro que no se lo tragó, pero, en fin, a los actores siempre nos gusta ver las cosas desde nuestro prisma idílico. De todas formas, el buen hombre se volvió a interesar por mí y me recomendó a la compañía de Jean Russell en Kamloops, una pequeña ciudad en algún lugar de la Columbia Británica. Dejé mi hacha en mitad de un árbol y cogí el primer tren hacia Kamloops».

 

Allí y solamente allí, mientras Billy volvía a sentir «el fuego en la sangre» que una vez le ardiera hacía ya demasiado tiempo, mientras contaba cada metro de las 250 millas que le separaban de la tierra prometida, nació Boris Karloff.

Parece ser que aquel día el aire canadiense soplaba más frío que nunca. Billy decidió inmortalizarlo y acuñar su nombre como el suyo propio: «Boris». También parece ser que pensó en su pobre madre nada más coger el tren hacia Kamloops. No podía olvidar que, gracias a ella y su humilde herencia, su aventura canadiense empezaba a tomar carne de sueño. Una vez más, rebuscó entre la hojarasca de su árbol genealógico y le saltó a la mente «Lazarus Kholoff», un viejo conocido de Bombay de la abuela materna de Billy.

Boris Lazarus Kholoff.

Boris Kholoff.

Boris Karloff.

Sonaba bien. No muy británico, pero, ¡qué diablos!

Lázaro salía de la tumba dispuesto a pescar a ese maldito pez de mil cabezas llamado Kamloops.

Nada más entrar en aquel sitio, Boris supo que ya ningún teatro olería como el cofre encantado de su prima Winifred. La compañía de Jean Russell rebosaba polvo sedimentado, alquitrán para maquillaje, pelucas donde anidaban las ratas y muchas prisas. Por si fuera poco, quedaba lo mejor para su debut:

 

–Chico, ¿cuántos años tienes?

–Veintidós.

–Muy bien. Te toca interpretar a un banquero de sesenta.

 

Boris se quedó de piedra y apenas tuvo tiempo de pedir explicaciones formales. Por suerte, otro colega algo mayor que pasaba por ahí y que había puesto la oreja de refilón le dio la clave:

 

–No te preocupes, muchacho. Es más fácil de lo que parece. ¿Has oido hablar de un tipo de Colorado llamado Alonso Chaney?

–...

–¡Maquillaje! ¡El maquillaje es el truco!

 

Eureka.

Sin embargo, y a pesar de las arrugas pintadas al carboncillos, los algodones en las encías y el talco en el pelo, el papel de Hoffman en The Devil no fue todo lo memorable que cabía esperar. Resultado: el novato ganaba treinta dólares al levantarse el telón. Al cerrarse, sólo quince.

«En aquellos tiempos, los actores éramos bichos raros. Sólo necesitábamos para conseguir contratos dos piernas y una cabeza», declaró Boris años después.

Bueno, parece ser que había algún que otro requisito más. Tras el traspiés, la lección quedó aprendida. Contra pronóstico, el debutante no perdió el puesto y comenzó a rotar sus maneras entre las dieciocho obras del repertorio de la «Jean Russell» (o «The Ray Brandon Players»). El chico se esforzaba, aprendiéndose los diálogos de todos sus compañeros, cargando con las bambalinas, barriendo las tablas gastadas...

Los periódicos de la época incluso se hacían eco de las giras provinciales de la compañía (aunque al joven Boris sólo le metían en el saco de «The Jane Russell Players» o «The Ray Brandon Players»). Hasta que, repentinamente, el nombre de la compañía saltó como una exhalación a los periódicos, aunque el titular tenía nombre femenino.

 

 

Regina era un pueblo diseccionado de la comarca de Saskatchewan que hacía linde entre Winnipeg y Calgary.  Mientras una parte de la población era adicta a la rancia Liga Reformista Social y Moral, la otra mitad lo era al opio. Unos admiraban a personajes de la tesitura de Sophie Tucker, Buffalo Bill y su circo o Barney Oldfield y su Coche de Carreras y otros preferían viajar sin escalas a Toldees, Mondath, Arizin, el país del Yann, Bethmora y otros regiones salidas de la pipa púrpura del opiómano de moda, Lord Dunsany. Ambos quedaron igualados bajo los escombros provocados por un tornado que decidió darse una vuelta por el pueblo el 31 de julio de 1912.

El balance de bajas fue de veintiocho reginenses, según algunas fuentes, o cuarenta y uno según otras (no hay datos de cuántos morales y cuántos toxicómanos componían el total). Por suerte, Boris y sus compañeros pescaban en el lago Wascana mientras, a pocas millas, un huracán echaba las redes a un pueblo con nombre de huracán.

Boris, todo corazón, propuso realizar una función benéfica de la comedia The Real Thing para las víctimas de la tragedia, pero ni los pueblerinos tenían ganas de teatro ni, sobre todo, el Regina Theatre se encontraba en otras condiciones que la de servir para aprovisionar el tiro de una buena chimenea. Tras dieciocho meses con los chicos de Russell, y contemplando con el alma en los zapatos el teatro hecho ruinas, Boris recibió el finiquito del jefe. El tornado también había hecho trizas las arcas de la compañía. Adiós teatro y bienvenido trabajo suicio. Antes, un último gesto caballeroso: ayudar a recoger la basura y la desolación de Regina. Al menos, él no era uno de los tres mil homeless que vagaban por las calles con las pupilas hechas gelatina de fresa.

Los músculos dorados al hockey venían bien para descargar equipaje de la Dominion Express Company, aunque, la verdad, aquello sonaba a desagradable deja vú. Pero la penitencia duró poco. Otro anuncio reclamaba actores para la compañía de Harry St. Clair.  Prometía una gira por Canadá y el norteste de Estados Unidos. Estados Unidos. Boris dejó el carrito de las maletas y escribió. Y en menos de un día ya estaba nuevamente en la carretera.

 

«¿Que si pagaba? Honestamente, cuando tenía dinero, nos pagaba. Cuando no, no».

 

Lo malo es que St. Clair estaba en estado de bancarrota ténica permanente, por lo que, una vez más, la diplomacia de Karloff oculta poco más o menos la miserable superviviencia. La situación era más dramática para Charlie y Connie Jackson, un matrimonio que congenió con Boris y al que la penuria económica obligaba a corregir y aumentar el dicho popular «contigo, pan, (teatro) y cebolla». Lejos de desanimarse, el hambre aguzó la memoria y el talento del joven actor, que aprendía sin dificultad y con sumo arte piezas del repertorio como Charley’s Aunt, East Lynne, Paid in Full, Way Down East y otras bagatelas de temporada.

Aparte de las tareas múltiples y adicionales que le exigía su contrato con la compañía, Boris aprendió otras artes como la culinaria o la sastrería. Dos oficios más que apropiados para una época en la que los remiendos (de estómago o de imagen) estaban a la orden del día. Sin embargo, la tierra prometida se acercaba.

El 12 de octubre de 1913, la compañía de Harry St. Clair cruzó la frontera e hizo parada y fonda en Portal, Dakota del Norte. Boris hizo dos cosas: hacerse «americano» y «casarse». Ambas entre comillas, ya que ambas posiblemente nunca cristalizaran o fraguaran con consistencia. Respecto a la primera, se sabe que fue admitido en los Estados Unidos merced a un permiso de «residencia permanente para inmigrantes. Extendido por el Departamento de Justicia, Inmigración y Servicio Social de Estados Unidos. Tarjeta número 2-064-509».

William Henry Pratt nunca fue ciudadano americano. Ni siquiera registró el nombre de Boris Karloff. En su certificado de defunción puede leerse: «William Henry Pratt también conocido como Boris Karloff». El personaje nunca anuló a la persona.

Respecto a la segunda, había una chica pálida y morena a la vez, la chica «más delicada del mundo», que tocaba el piano, apenas usaba maquillaje, se vestía de trapillo y era actriz de telón de la compañía –como él–, llamada Olive de Wilton. Según contaba ella años más tarde, su tarjeta de presentación constaba de la frase «esposa de Boris Karloff». Por supuesto, no hay documentos oficiales ni acreditaciones ni certificados que lo demuestren. Ni siquiera el propio Karloff hablaba de ello al referirse a estos años de juventud. ¿Se casó por segunda vez algún día entre el 12 de octubre de 1909 y el 12 de octubre de 1913 o aún era soltero? Qui sait... De nuevo.

Así que Boris, el discreto y misterioso Boris, seguía de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, de barraca en barraca, «odiando la clase de funciones que a veces nos tocaba representar pero haciéndolas porque ese era mi trabajo», ganando cuatro dólares a la semana, viendo que ni siquiera podía cambiar de vida alistándose en algo tan prometedor como la Primera Guerra Mundial, porque un maldito médico del ejército le había diagnosticado un soplo en el corazón, embadurnándose de maquillaje, sin un mísero campo de cricket que echarse a la boca... Eran los años «de la amarga duda». Sin embargo, el futuro iba aclarándose en el horizonte. El destino no tenía nombre de teatro rancio, teatro mohoso o teatro en ruinas. El destino era una madera sagrada con un nombre de nueve letras grabado a fuego en la raíz.

 

Hollywood.