La pregunta era: ¿dónde iban a vivir? La respuesta les llegó en forma de emisión radiofónica de la reina Guillermina, que había regresado a Holanda en vísperas de la liberación y enseguida solicitó voluntarios para atender a los veteranos heridos. Uno de cada cincuenta ciudadanos holandeses había muerto o resultado herido durante la guerra, y había miles de enfermos o impedidos. Antes de que finalizara el verano Audrey y su madre se habían instalado en dos habitaciones de un hospital de Amsterdam, donde realizaron toda clase de tareas, desde atender las necesidades físicas de los pacientes hasta leerles y escribirles cartas.

Uno de los pacientes de Audrey era un paracaidista inglés de treinta años, postrado en cama, que se llamaba Terence Young y que había participado en la batalla de Arnhem. Tras su recuperación, un año más tarde, él y varios de sus antiguos camaradas regresaron a la ciudad, donde rodaron una película sobre los sucesos de 1944. El resultado, Men of Arnhem, era en parte un documental y en parte una dramatización de los hechos, y la primera película de las muchas dirigidas por Terence Young.

Audrey y su madre dieron por terminadas sus labores de enfermeras a principios de 1946. Sin perder tiempo, Ella aceptó un puesto de cocinera para poder pagar el alquiler del pequeño apartamento de Amsterdam y apuntar de nuevo a Audrey a clases de ballet. La maestra de la joven era la innovadora Sonia Gaskell, que había estudiado y trabajado con Diaghilev y posteriormente formó el Ballet Nacional Holandés. Gaskell quedó encantada con la vitalidad de su nueva alumna, su encanto y su ambición, pero al mismo tiempo le alarmaron los efectos que la guerra había tenido en su delgada constitución. La escasa energía y el bajo tono muscular de la joven no auguraban una feliz carrera; tampoco su edad: en el mundo del ballet se empieza mucho antes de los diecisiete años.

Aquel verano, la larga serie de penalidades que había vivido Audrey le pasaron factura y sufrió la primera de las profundas depresiones emocionales que la afectarían a lo largo de su vida. Los síntomas fueron los típicos: aparte de las pocas horas diarias de clase, se pasaba el tiempo durmiendo; se mostraba melancólica y taciturna, y empezó a comer en exceso.

Desde los seis años Audrey había tenido que hacer frente a una sorprendente serie de desafíos y obstáculos. Después de que su padre la abandonara, había tenido que acostumbrarse a la soledad de un internado en el extranjero; educada por su madre para no quejarse nunca, ponía buena cara ante cualquier contratiempo por su constante deseo de sentirse querida y aceptada. El ballet, a pesar de que le entusiasmaba, le proporcionaba más motivos para ser disciplinada, y volcó en él toda la ambición y entrega que una joven sensible es capaz de reunir. Sin embargo, su aprendizaje artístico, por muy gratificante que resultara en esos momentos, tenía un futuro incierto, y sus profesores eran demasiado honrados para prometer nada a nadie.

El miedo había sido su constante compañero, y desde 1940 las privaciones habían estado a punto de quebrantar su salud para siempre. Al mismo tiempo, la guerra había tenido una curiosa consecuencia: al igual que muchos otros, Audrey había encontrado una comunión de objetivos al trabajar junto a su familia y amigos para la resistencia. Todo el mundo había sufrido las mismas tribulaciones, todos las habían sobrellevado alimentadas por una esperanza inquebrantable y por fin aquella larga noche de sufrimiento había acabado. Sus hermanos habían regresado a casa, los Aliados habían llevado ayuda, y ella y su madre habían encontrado algo valioso que hacer a favor de los heridos y necesitados.

Sin embargo, en esos momentos todo había vuelto a cambiar: Alexander e Ian se habían marchado y el tenso drama de la supervivencia cotidiana, que convierte la vida en lo más importante y hace que todo lo demás carezca de sentido, dio paso a la realidad cotidiana de que todos debían rehacer su propio mundo. Los gobiernos intentaban reconstruir Europa, pero Audrey tenía que renovar, redescubrir y plantearse su joven existencia y para esa tarea no contaba con la sensación de formar parte de un equipo ni con ayuda internacional alguna.

 A sus diecisiete años ya no era una niña, pero tampoco una mujer hecha y derecha. Tenía a su madre como ejemplo de coraje y valentía, pero en la vida de Audrey faltaba el componente afectivo y emocional.

Como a menudo les sucede a las personas que entran en crisis, Audrey transformó su confusión en insatisfacción consigo misma, como explicaría más tarde: «A menudo me he sentido deprimida y descontenta conmigo misma. Incluso podría decirse que durante algunas épocas me odiaba bastante. Me veía demasiado gorda, demasiado alta o demasiado fea. Me sentía incapaz de afrontar mis problemas y de tratar con la gente con la que me encontraba.» Justo entonces, el 3 de abril, el diario Het Parool, de Amsterdam, informó de un extraordinario descubrimiento. «Leí el Diario de Anna Frank            cuando salió y quedé destrozada. ¡Me sentí muy identificada con aquella pobre niña que tenía mi misma edad!», comentó posteriormente.

En realidad, lo raro habría sido que en 1946 Audrey no se sintiera deprimida. Lo preocupante hubiera sido que pudiéramos escribir que había capeado con valentía todas las tormentas que se le habían presentado y que había llegado con toda tranquilidad a las playas de la vida adulta. En realidad, si hubiera pasado de un episodio a otro sin que ninguno le afectara profundamente y sin intentar integrar esas amargas experiencias en su vida posterior, el resultado habría sido una herida permanente y puede que un bloqueo emocional de por vida. Sin la depresión y la fuerza interior necesaria para superarla, podría haberse convertido en una mujer glacial y emocionalmente desvalida. Y, desde luego, no se habría convertido en una actriz cinematográfica capaz de transmitir un nada frecuente mundo interior.

«Había pasado los años de guerra privada de alimentos, dinero, libros, música y vestidos —comentó hablando de aquella época—, y empecé a compensarlo comiendo todo cuanto veía, en especial chocolate. Me puse gorda y fea como un globo.» La evaluación que hacía de su cuerpo era exagerada, pero el caso es que en otoño Audrey había alcanzado los sesenta y ocho kilos. De ninguna manera podía decirse que estuviera gorda (como más tarde aseguró). Seguía teniendo el rostro, el cuello, los brazos y el torso delgados, pero se le habían ensanchado las caderas y los muslos. Si de verdad deseaba abrirse camino en el mundo del ballet, tendría que adelgazar. No tardó en alcanzar su meta de cincuenta y cinco kilos, que mantuvo toda su vida; incluso cuando estuvo embarazada, no engordó más de cinco o siete kilos, que perdió rápidamente después.

La razón de aquella rápida pérdida de peso en 1946 fue sencilla: Sonia Gaskell le había dicho a Ella que Audrey podría tener la oportunidad de cursar estudios avanzados de danza en una famosa escuela de Londres. Si la joven quería tomarse en serio su carrera, era vital que adelgazara.

En Londres madre e hija encontraron un ambiente muy distinto del de Folkestone en 1939. Durante la posguerra Gran Bretaña seguía sufriendo graves privaciones. El cese de los bombardeos había supuesto el fin del temor constante a la muerte, pero para la mayoría de la gente no había mejorado la calidad de vida en ningún otro sentido.

A pesar de todo, la indomable Ella van Heemstra estaba tan entregada a la carrera de su hija que aceptó valientemente un empleo como portera en un edificio de apartamentos de Mayfair, cerca de Hyde Park y Grosvenor Square. La aristocrática dama, que a la sazón contaba cuarenta y siete años, recogía la basura y limpiaba las escaleras del número 65 de South Audley Street. El modesto edificio, situado enfrente de Grosvenor Chapel, era de ladrillo rojo con columnas de mármol. Albergaba una docena de apartamentos y unas dependencias para la portera y su hija. Todas la mañanas Ella cumplía con sus tareas de asistenta, mientras su hija salía corriendo para asistir a sus clases de baile.

 

Capítulo 3 1947-1951