PETRÓLEO UPTON SINCLAIR Edhasa, 2008 Impreso en España Las cartas ya están barajadas y está a punto de empezar una nueva partida. Difiere esta partida de la anterior, a pesar de que se trata de la misma baraja y hasta del mismo juego, a pesar de que se juega con el mismo espíritu. Una nube de tabaco envuelve a los jugadores, que permanecen graves y silenciosos. Algo parecido ocurre con esta novela, que reproduce la civilización del sur de California observada por el autor en once años de residencia en aquel país. La reproducción es auténtica, y la mayor parte de los detalles existen actualmente, pero se han barajado los naipes. Nombres, lugares, fechas, detalles característicos, episodios, todo aparece mezclado. Las únicas personalidades de fácil identificación son tres presidentes de Estados Unidos. Sus nombres no pueden barajarse sin destruir todo sentido de realidad, pero el lector que trate de identificar magnates del petróleo y estrellas de la pantalla perderá el tiempo; tal vez sea injusto con alguien que puede haber fingido un accidente para cobrar el seguro, pero que no ha intervenido en el secuestro de ninguna señora ni ha sobornado a un ministerio. CAPÍTULO I LA EXCURSIÓN I La carretera, lisa y perfectamente asfaltada, tenía catorce pies de ancho exactamente; los bordes parecían cortados a tijera y limitaban aquella cinta de hormigón gris tendida sobre el valle por una mano gigante. El terreno presentaba amplias ondulaciones; tras la lenta pendiente que ascendía, un súbito descenso. Se llegaba a la cima corriendo a toda velocidad y sin temor alguno, porque se sabía que la mágica cinta se prolongaba, indefinidamente, sin obstáculos, favoreciendo la suave presión de las ruedas de caucho, que giraban siete veces por segundo. El frío viento mañanero silbaba por los costados como un torbellino de fases variables que rugían y se completaban incansablemente. Parapetándose tras el parabrisas, se desviaban las corrientes y se resguardaba la cabeza. A veces, apetecía tender la mano hacia arriba para sentir el frío choque del aire, o bien asomar la cabeza a un lado buscando el azote del viento que encrespa los cabellos. La mayor parte del tiempo, sin embargo, lo correcto era permanecer en una postura digna, tal como hacía papá. Las actitudes de papá constituían la ética de la conducción. Llevaba un abrigo de color tostado, género suave, soberbio de corte y cruzado por delante, con gran cuello, amplias sola pas y enormes bolsillos de cartera. Había derroche de tela; se requería hacer ostentación, y el sastre lo comprendió perfectamente. El abrigo del niño, igualmente suave, tenía la misma procedencia y amplitud. Llevaba papá guantes de chófer. En el mismo comercio habían facilitado otros guantes de calidad semejante para el niño. Las gafas de papá tenían montura de concha. El jovencito, que nunca necesitó la asistencia del oculista, encontró en una farmacia otras gafas color ámbar con montura de concha. Papá iba sin sombrero; creía que el viento y el sol retrasaban la caída del cabello. Por razones parecidas, la cabeza del niño aparecía al descubierto. La única diferencia entre ellos, aparte de la edad, era que papá llevaba un grueso cigarro negro en la comisura de la boca, reminiscencia de los duros tiempos pasados, cuando guiaba una yunta y mascaba tabaco. Ochenta kilómetros por hora marcaba el indicador de velocidad; era la norma de papá en las carreteras de campo abierto; nunca variaba la velocidad más que en tiempo lluvioso; no tenía en cuenta la disposición del terreno para acompasar la marcha; obediente a una ligera presión del pie derecho, el coche se lanzaba raudo hasta la cima para descender poco después por la vertiente del valle sin desviarse del centro de la carretera. Al aumentar la velocidad en el descenso, papá disminuía un poco la presión del pie y dejaba que la resistencia del motor moderase la marcha. Ochenta kilómetros por hora ya era bastante. Papá se tenía por hombre metódico. Sobre una cima lejana se dibujaba otro coche, pequeño punto negro que se perdía de vista en ciertos intervalos y aumentaba de volumen al reaparecer. Momentos después, rápido y con fuerza como un proyectil disparado por un cañón, se acercaba la endiablada máquina. Era el momento de poner a prueba el nervio de un conductor. La cinta mágica que era la carretera no tenía el poder de ensancharse. El terreno inmediato a la pista parecía estar destinado a favorecer alguna salida forzosa. A ochenta kilómetros por hora, las ruedas podían patinar de manera desagradable, y el desnivel excesivo exigía, a veces, salir de la carretera en un paraje poco conveniente para reanudar el viaje sobre el hormigón. Podía ocurrir también que la arena movediza de la tierra inmediata obligase al zigzag o que la arcilla húmeda atascara el coche. Las reglas del buen conductor le prohíben salir de la carretera sin grave necesidad, y el pequeño viraje a la derecha no evita que la distancia entre los coches, al cruzarse, deje de ser comprometida. Tales trances parecen peligrosos cuando se explican, pero la mecánica celeste se rige por leyes semejantes, y aunque los astros pueden chocar, entre choque y choque hay un largo intervalo suficiente, en el sistema planetario, para la formación de nuevos cuerpos, y en la tierra, para que los hombres de negocios olviden el accidente anterior y organicen grandes demostraciones deportivas. El coche que venía en sentido contrario pasó como una exhalación, con un chasquido seco. Iba al volante otro hombre con gafas de concha; crispaba las manos, asidas al volante, y tenía idéntica fijeza cataléptica en la mirada. No había que volver la vista atrás, porque a ochenta kilómetros por hora es preciso tener en cuenta lo que hay delante, y aquellos que ya han pasado no pueden estorbar. Podía aparcar otro coche y sería preciso dejar el centro de la carretera y colocarse a un lado, calculando el espacio disponible. La vida está a merced de la destreza del conductor que va a cruzarse y de la propia competencia. En el momento culminante, si se comprende que no ha cumplido el contrincante con su deber, hay que habérselas con el más peligroso de los mamíferos bípedos. Podía ser una mujer o un ebrio. No había tiempo de comprobar nada. Sólo hay una milésima de segundo para desplazar el volante, y unos pocos centímetros para desviar el coche al margen, hacia la tierra movediza. El incidente puede sobrevenir una o dos veces en el curso de un día, y papá tenía una fórmula invariable: movía el cigarro, ladeándolo un poco, y decía con vigor: «¡Idiota!». Era la única imprecación que el carretero de otros tiempos se permitía delante del niño. Con aquellas palabras, especie de término científico, apostrofaba a los conductores ineptos, a los ebrios y a las mujeres que iban al volante; se servía de ella para insultar a los que guiaban el tiro de una carga de heno, a los que conducían carretas y obstruían un camino con la carga enorme y oscilante. Se indignaba contra los carromatos mexicanos que hacen incursiones en la carretera cuando el automóvil llega en dirección opuesta, obligando a pedalear y a frenar para detener la marcha rápidamente. Si hay algo que un conductor considera humillante es la repentina necesidad de frenar. Papá tenía la convicción de que se promulgaría una ley reguladora de la circulación, ley que diría, poco más o menos: «Se prohíbe correr a menos de sesenta y cuatro kilómetros por hora por las carreteras del Estado. Los carreteros que andan por el mundo con esos farolillos en trémolo, que vayan a campo traviesa o que se queden en casa». II A cada lado de la carretera se alzaba una barrera de montañas. A lo lejos parecían teñidas de azul, con las cimas entre brumas. Las montañas yacían en masas irregulares, y se veían unas crestas misteriosas en los términos sucesivos, precedidas por otras, algo confusas también. Se sabía que era necesario escalar aquellas montañas, y era de gran interés saber de qué manera la carretera iba dominando las cimas. Las grandes masas cambiaban de color a medida que se veían más cerca, y aparecían verdes, grises, amarillas, cobrizas... No se veían árboles, sino arbustos y matas de distintas coloraciones. De tanto en tanto sobresalían yucas negras, blancas, pardas o rojas. Entre los arbustos se veía la pálida llama de la yuca, que alzaba su grueso tronco de diez pies o más de altura, salpicado de pequeñas flores como llamas inmóviles de bujía. Se acentuaba la pendiente de la carretera, que ascendía torciéndose por el flanco de unas colinas y siguiendo como en espiral. Desfiladero de Guadalupe. Un rótulo en letra roja indicaba a los que pasaban: «Velocidad máxima: veinticuatro kilómetros por hora». Papá no hizo el menor esfuerzo para demostrar que sabía leer, y se mostró tan inalterable como el indicador de velocidad. Tenía el criterio de que los rótulos se escriben para uso de las gentes que no saben conducir. La regla era, para la minoría competente: «A cualquier velocidad, manténgase el vehículo en el centro de la carretera». La carretera pasaba por el flanco derecho del desfiladero. En el balanceo de las curvas, la montaña por un lado y el precipicio por otro, eran como tumbas abiertas para los conductores que circulaban en los dos sentidos. Otra concesión que hacía papá: cada vez que era preciso girar a la derecha, bordeando la mole montañosa, hacía sonar la bocina. Era una gran bocina, ronca, disimulada, en parte, por la amplia capota del coche; instrumento apropiado para un hombre cuyos negocios le hacen ser imperioso y usar la velocidad y la prisa atravesando un territorio tan grande como un antiguo imperio. Viajes de negociante que sigue derecho su camino de día o de noche, tanto en la tempestad como en la calma. El sonido de la bocina era breve y militar, sin el más leve matiz de efecto o cortesía. No hay lugar para tales delicadezas a ochenta kilómetros por hora. Lo que importa es que las gentes dejen paso franco y que no se entretengan; para ello está la bocina. El ronquido se oía en las curvas rápidas, cerca de los pro motorios, en los virajes... Siempre aquel «¡Uuang!» gangoso a través del paisaje. ¡Arriba, arriba! Los rocosos muros de Guadalupe reproducían el extraño sonido, mientras las bandadas de pájaros giraban en un gran movimiento de alarma. Las ardillas se metían en sus guaridas. Se cruzaban con el orgulloso coche los colonos de los ranchos guiando desvencijados Fords. Los turistas se dirigían a California meridional en compañía de la chiquillería, con variadas aves de corral, colchones y sartenes atadas a los estribos. Los turistas se apartaban hasta el último centímetro disponible de su lado. El magnífico coche de papá, pequeño y rápido, seguía su carrera triunfal. Los chiquillos se entusiasman hasta el delirio mirando el rayo mecánico que pasa. ¡Llegar allá arriba, cerca de las nubes, con una potente máquina, que es también juguete de carrocería, un mecanismo que trepida, sensible a la más ligera presión del pie! ¡Es admirable! Suponed que tenéis noventa caballos, cuarenta y cinco pares, y que galopan alrededor de los flancos de una montaña. ¿No es emocionante? Pues la mágica cinta de hormigón tiene el destino maravilloso de desarrollarse sin interrupción y ser escenario de carreras desenfrenadas. Se desprende de la cúspide de una montaña y va recta a la cima de otra para penetrar en las negras entrañas de una tercera; se tuerce, gira y se inclina. El conductor ha de seguir las incidencias de la marcha en continuo balanceo, aunque seguro, observando el centro de la carretera, una línea blanca continua y salvadora. ¿Qué arte de magia habrá creado todo aquello? Papá daba la explicación terminante: el dinero. Quienes lo poseen, tienen suficiente poder. Acudieron ingenieros y peritos con indios y mexicanos de piel bronceada, peones con picos y palas; se pidieron máquinas excavadoras y niveladoras. Las grúas tendieron sus brazos inmensos, las perforadoras de acero y los petardos de dinamita, las trituradoras, las máquinas que devoraban sacos de cemento por millares y engullían el agua, que llegaba por un conducto enorme, entraron en juego. En un año o dos se trabajó con fatiga, metro a metro, para extender la cinta mágica. Jamás, desde que el mundo es mundo, habían existido hombres tan poderosos como los que creaban aquella magnificencia. Papá era uno de esos poderosos, muy capaz de realizar proyectos como aquél. Por cierto que trataba de llevar a cabo algún plan parecido. A las siete de la tarde, en el vestíbulo del hotel Imperial, de Beach City, le esperaba Ben Skutt, su apoderado, una especie de sabueso que espiaba para agenciarse negocios. Tendría preparada una gran proposición y los documentos dispuestos y en regla para la firma. Por lo mismo, tenía derecho papá a que le dejasen el camino libre, y bien podía la bocina extremar sus demostraciones: «¡Uang, uang! ¡Que viene papá!». El niño permanecía sentado con los ojos ávidos y el espíritu alerta. Como los hombres habían soñado el mundo en tiempo de Haroun al Raschid, así lo veía Bun: desde un caballo mágico, galopando entre nubes que formaban una alfombra de ensueño. El panorama favorecía el delirio del infante. El paisaje era realmente gigantesco. Cada curva descubría nuevas y tentadoras perspectivas: valles que se abrían, cimas altísimas, cruces de cordilleras, vertientes... Al llegar al corazón de la montaña, se veían árboles en las gargantas profundas; pinos majestuosos, torcidos y encorvados por las tempestades, hendidos por el rayo, copas de encinas verdes formando encantadores rincones que recordaban las bóvedas floridas de los parques ingleses. En las cimas de las montañas sólo había hojarasca, verde tan sólo en la efímera primavera: salvia, mezquites y plantas de monte que lograban florecer rápidamente para sufrir después la más ardiente sequía. Entre la fauna montañesa se entremezclaban flores de cuscuta color naranja, que crece en largos filamentos parecidos a estigmas de maíz y teje como un velo sobre las otras plantas, matándolas. Ciertas colinas eran completamente rocosas, con infinita variedad de colorido. Se divisaban superficies moteadas, tacho nadas como la piel de los leopardos tostados o bien semejaban monstruos grises, rojos, negros y blancos, de nombres desconocidos. Había colinas cubiertas de enormes guijarros, esparcidos como proyectiles de una batalla de gigantes; bloques apilados como si los hijos de los gigantes los hubieran abandonado cansados de jugar. Grandes rocas avanzaban hacia el camino como bóvedas de catedral que desembocan al borde de una garganta; ésta se abre bajo los pies, aunque una sólida muralla blanca protege la curva. Un gran pájaro surgió en lo alto; las alas se replegaron como si hubiese recibido un tiro, y cayó en el abismo. –¿Es un águila? –preguntó el niño. –Un búho –respondió papá, que no era precisamente un hombre fantasioso. ¡Siempre hacia arriba! Subían, trepando al runrún sordo del motor. Bajo el parabrisas había un conjunto complicado de esferas, agujas y contadores; el indicador de velocidad, con un pequeño trazo rojo; un reloj; un nivel de aceite; otro de gasolina; un amperómetro; un termómetro, que sufría las naturales alteraciones al ascender. Aquellos artefactos estaban en la cabeza de papá, máquina más complicada todavía. Después de todo, ¿qué era una potencia de noventa caballos, comparada con la de un millón de dólares? Un motor puede fallar, pero el cerebro de papá tenía la precisión de un eclipse de sol. Debían estar en lo alto de la cuesta a las diez. La actitud del niño era la del campesino viejo que teniendo un reloj de oro completamente nuevo, se colocase desde las primeras horas del día en el umbral de su puerta, diciendo: «Si el sol no asoma por la colina dentro de tres minutos, llega con retraso, no es puntual». III Falló el horario. Los viajeros penetraron en las regiones de la niebla. Capas blancas y frías azotaban los rostros. La niebla ocultaba el suelo y aparecía éste brillante, fangoso, a trechos, resbaladizo. La mirada vigilante de papá se dio cuenta del peligro y disminuyó la marcha a tiempo, y muy afortunadamente, porque el coche empezó a patinar y estuvo a punto de chocar contra el parapeto de madera pintada de blanco que protegía el borde exterior de la carretera. Llevaban la marcha más corta para poder detener el vehículo rápidamente en caso necesario. Ocho kilómetros indicó el contador, y luego fue bajando a cinco. El coche patinó de nuevo. Papá profirió una exclamación. No podían seguir así mucho tiempo. El niño lo sabía. «Las cadenas», pensó, y su padre se dirigió hacia una especie de pared empotrada en una colina. Desde aquel paraje podía ser visto por los conductores de los coches que llegaran en las dos direcciones. Abrió el niño la puerta del coche y saltó; el padre se apeó gravemente, se quitó el gabán y lo puso sobre el asiento. Luego se desprendió de la americana y la dejó en el mismo sitio, cuidando que no se arrugara, porque el traje forma parte de la dignidad de un hombre, es el exponente de su posición social y nunca debe arrugarse ni mancharse. Se remangó. Cada movimiento fue repetido con exactitud por el niño. En la parte trasera del coche había un compartimiento, con tapa en pendiente, que papá abrió con una llave elegida entre muchas que le eran perfectamente conocidas y representaban el método y el orden. Momentos después de proteger las ruedas para prevenir el patinaje, frotó papá sus manos en la hierba; el niño hizo lo mismo, complaciéndose en la sensación de frialdad de los brillantes globitos de agua. Se secaron las manos, volvieron a abrigarse, ocuparon los asientos y emprendieron de nuevo la marcha a una velocidad algo mayor, aunque prudente, alejada del promedio calculado. Hallaron un rótulo que decía: «Desfiladero de Guadalupe. Punto culminante. ¡Precaución! Veinticuatro kilómetros por hora en las curvas». Descendían con la primera marcha puesta, conteniendo el coche, que trepidaba. Papá se había quitado las gafas, empañadas por la humedad. Tenía mojados los cabellos, y el agua caía sobre la frente. Era divertido pasar entre la niebla, alargar la mano y hacer sonar la bocina. Parecía dispuesto, papá, a permitirlo todo, a tolerarlo todo. Surgió un coche de entre la niebla y se dirigió a ellos penosamente, haciendo sonar la bocina. Era un Ford, con el radiador humeante, que apenas corría. Se aclaró un poco la niebla, y a los pocos momentos avanzaban ya en libertad. ¡Qué magnífica vista, qué espléndido paisaje! Se desea, ante un espectáculo semejante, que nazcan alas a nuestros flancos para poder sumergirnos en la belleza de llanuras y montes hasta el infinito. «Limpia mis gafas», dijo papá, prosaicamente. ¿Para qué pensar en las bellezas del paisaje, si hay que tener en cuenta los cambios de marcha, los giros, los frenos, mirar incesantemente a la línea blanca de la carretera? La bocina avisaba con su bronca voz en los momentos delicados. Poco a poco, el paisaje fue diluyéndose. Los viajeros eran unos vulgares mortales que volvían a la tierra, dejando atrás los parajes encantados. Las curvas se fueron haciendo cada vez más amplias, y, después de una colina, la última, se vieron en el principio de una recta larguísima. El viento rugía con estruendo y los números del contador desfilaban rápidamente ante el trazo rojo. Trataban de ganar el tiempo perdido. Los árboles y los postes pasaban como balas. ¡Cien kilómetros por hora! ¿Era momento de alarmarse? De ninguna manera. Las personas razonables no podían tener miedo cuando era papá el que iba al volante. El coche fue perdiendo velocidad y el índice del contador fue señalando cincuenta por hora, cuarenta, treinta. A pesar de que no se veía ningún vehículo en la carretera, el pie de papá se mantenía en el pedal del freno. El niño dirigió una mirada interrogante a su padre, que contestó: –No te muevas, chiquillo... Una «ratonera»... ¡Qué aventura tan emocionante para un muchacho! Hubiera querido mirar para hacerse cargo, pero comprendió que le convenía estar rígido, sentado, con la mirada en la lejanía y el aire absolutamente despreocupado. Nunca, al parecer, se habían excedido en la velocidad, y si algún policía creía haberlos visto descender la cuesta a mayor marcha que la reglamentaria, era pura ilusión óptica, error natural en un hombre cuya profesión se alimenta de suspicacia. Debe ser cosa terrible la profesión policíaca, que tiene por enemigo al género humano. ¡Rebajarse un hombre a ejecutar actos tan poco gallardos como el de ocultarse entre la maleza con un reloj en la mano, mientras un poco más lejos le imita un colega y una línea telefónica les permite comprobar la velocidad! Incluso se había inventado un juego de espejos que colocaban al borde de la carretera, de manera que un solo hombre pudiera observar la imagen proyectada por el coche y registrar la velocidad. Era un contratiempo que exigía la vigilancia exquisita del conductor para disminuir la marcha ante la menor sospecha, como quien se da cuenta de que ha sobrepasado los límites de la prudencia. –Este tipo va a seguirnos –dijo papá. Tenía ante los ojos un espejo dispuesto de manera que pudiese vigilar a los enemigos de la raza humana. El niño no veía el espejo y estaba en vilo, sin poder darse cuenta de lo que ocurría. –¿Distingues algo? –preguntó el pequeño. –No, pero todo se arreglará. Sabe que íbamos con exceso de velocidad. Se ha puesto en esta recta larga porque todos corren por ella a sus anchas. Date cuenta, hijo mío, de la depravación que se requiere para ser policía. Elige el agente un observatorio en parajes donde se puede ir deprisa, y lo convierte en un cazadero. Es muy natural que queramos desquitarnos aquí de las curvas y de los virajes difíciles. Si se ocuparan los policías con el mismo celo en impedir el juego... Siguieron a cincuenta kilómetros. Era la velocidad legal en aquellos calamitosos tiempos de 1912, lo que destruía el encanto del automóvil, obligando a estar pendiente de los reglamentos y del horario. El niño pensaba en Ben Skutt, el sabueso de su padre, que estaría sentado en aquel momento en el vestíbulo del hotel Imperial, de Beach City. Por cierto que no esperaría solo. Siempre había grupos de hombres que estaban aguardando allí para tratar negocios en gran escala. Se imaginaba el niño a papá en el teléfono, consultando el reloj, calculando el tiempo preciso que requerían las entrevistas y el número de kilómetros que tenían que recorrer. Era, pues, preciso, que nada ni nadie pudiera estorbar al magnate. Si el coche tenía averías, sacaría las maletas, pararía el motor y rogaría al primer automovilista que pasara que le llevase al pueblo próximo, donde alquilaría el mejor vehículo disponible o lo compraría, si fuese necesario, para continuar la marcha. Nada podía detener a papá... Y he aquí que, de repente, disminuía la marcha, circulando a cincuenta kilómetros. –Pues ¿qué pasa? –preguntó el niño. –El juez Larkey... Estaban en el condado de San Jerónimo, donde el terrible juez Larkey enviaba a la cárcel a los infractores. Nunca olvidaría el niño la fecha en que papá se vio obligado a dejar de lado sus asuntos y acudir a San Jerónimo, comparecer en juicio y sufrir la reprensión de aquel autócrata anciano. En otros sitios no eran precisas tales indignidades. Bastaba con mostrar el carnet del Club del Automóvil. Los agentes se inclinaban cortésmente y entregaban una ficha con la cuantía de la multa correspondiente al exceso de velocidad. Con enviar un cheque, asunto terminado. Pero en el condado de San Jerónimo, eran insoportables. Ya le dijo papá al juez Larkey lo que pensaba del sistema de trampas y de los policías ocultos en la maleza para espiar a los ciudadanos. Era, sencillamente, indigno y obligaba a los conductores a considerar como enemigos a los representantes de la ley. El juez quiso entonces demostrar su agudeza de ingenio, y preguntó a papá si había reflexionado sobre la posibilidad de que los apaches llegasen a mirar como enemigos a los agentes de policía. Todos los periódicos del país relataron el caso en primera página: «Un magnate del petróleo reprueba los reglamentos sobre velocidad. J. Arnold Ross declara que debe cambiar el sistema ». Los amigos de papá le hicieron bromas a propósito del incidente, pero el magnate se mantuvo en sus trece. Tarde o temprano llegaría a hacer modificar la ley. Algo consiguió, desde luego. A él se debía el hecho de que ya no se tendieran celadas desde una ratonera y que los agentes transitaran con uniforme por las carreteras, de manera que fuera posible distinguir su figura reflejada en el espejo del coche.