Para Laurie

 

La esperanza es en sí misma una forma de felicidad, tal vez la mayor que nos puede ofrecer este mundo.

SAMUEL JOHNSON

25 de agosto de 1971

26 de agosto de 1971

27 de agosto de 1971

Querida hermana:

Me llamo Olivia Hunt. Soy tu hermana. Estás dentro de mamá. Nuestro hermano se llama Jim. Para ser chico, no está mal.

He soñado contigo. Yo iba en una canoa. Llevaba el pelo recogido en una trenza, pero también era una serpiente. Tú surgías del lago. Trepabas por mi trenza serpiente. Entrabas en la canoa. Te parecías a mí. La canoa se volcaba, pero podíamos hablar debajo del agua.

Jim y yo estamos en casa de la tía Louise. Es bastante bonita.

Nos vamos a bañar. Recogemos arándanos. Jugamos en

el bosque. Si eres niña, yo escogeré el nombre. Papá dice que

te llamemos Martini. Mamá dice que es horrible. No me gusta ese nombre. Me gusta Madeline. Es mi libro favorito. Algún día te lo leeré.

Otras cosas que podemos hacer:

1.  Jugar en la cabaña del bosque.

2.  Disfrazarnos en el desván.

3.  Hacer ver que somos princesas. Yo tengo una corona.

Papá te comprará una. Papá te compra todo lo que quieres.

4.  Hacer ver que somos novias.

5.  Muchas más cosas divertidas.

Me encanta escribirte esta carta. Es como si estuvieras aquí. Sólo que eres invisible.

Ya te quiero,

Olivia


 

28 de agosto de 1998

A 35.000 pies por encima de Nevada

Tina Burns

12 188 Westborne Park Road

Portland, Oregón 97211

Querida Tina:

 Ayer estaba sentada en casa (¿dónde, si no?), revisando el cuarto borrador de mi nota de suicidio cuando recibí la llamada.

Me molestó la interrupción y estuve a punto de no

contestar al teléfono. Me estaba costando mucho encontrar

el tono adecuado y, tal como hemos comentado, el tono lo es

todo en la correspondencia. Eso parece especialmente cierto

cuando se trata de tus últimas, ultimísimas palabras. (Aunque

ahora me pregunto: ¿una nota de suicidio se considera

correspondencia?) En el primer borrador había demasiada

rabia, sobre todo contra Michael, a quien en realidad no

guardo rencor por haberme abandonado. ¿Por qué habría de

guardárselo? Me hizo un favor al sacarme de la miseria, porque

vivir con él no era otra cosa. No, la ira rabiosa y el odio

 odio odio iban mal encaminados en ese borrador; en realidad se dirigían a mi antiguo jefe, el presidente de Universal Pictures, señor Josh Miller.

Como tal vez recuerdes de nuestras conversaciones anteriores, ese tipo es un auténtico gilipollas. ¿Te acuerdas? Ése que tuerce los labios hacia la derecha para hablar con su irregular acento británico, un acento del que parece incapaz de desprenderse desde que pasó un año en el extranjero antes de empezar la universidad, hace veinte años. Su gran orgullo y su máxima felicidad no es su hijo de cinco años, sino su Rolls-Royce hecho a medida, de color amarillo mantequilla. Josh, cuyo rostro carnoso recuerda al de un rinoceronte, con esos ojos redonditos que pestañean por encima del hocico; o tal vez sea su personalidad lo que me hace pensar en alguna bestia peligrosa y estúpida. Ése cuya lengua encontré bien metida en mi garganta en la fiesta de Navidad de la empresa... (Ya lo sé, lo tenía que haber denunciado, tal como me aconsejaste, pero me daba miedo que me pusieran en la lista negra). Fue Josh Miller —de la dinastía Miller de Hollywood— quien, después de haber sido mi jefe durante tres años, todavía me echaba unas miradas que significaban:

«¿Quién la habrá dejado entrar aquí?» El mismo que me metió en aquel proyecto que se llamaba Lloyd, el hámster, pensado para aprovechar el éxito del cerdito Babe, y luego me despidió el día en que fracasó en la taquilla, tal como yo le había advertido. Sin duda, Josh era el verdadero villano de la historia de mi vida y merecía todo el odio de mi corazón agonizante, no mi querido Michael. Pero no podía darle a ese charlatán la satisfacción de saber que me había empujado al suicidio, ¿verdad? Tras un análisis me di cuenta de que, por supuesto, había más gente a la que también odiaba profundamente de verdad. Así que ayer por la tarde, mientras el conserje pegaba el aviso de desahucio en la puerta de mi piso vacío, me enfrasqué en un nuevo borrador.

Bueno, quiero a mi madre. Todas queremos a nuestras madres, ¿no? Vale, a papá también; más o menos. Pero seamos sinceras. Las dos sabemos que ellos destruyeron todas mis oportunidades en este mundo. No me hables de terapias, Tina; ya sabes que el doctor Schteinlegger hizo todo lo que pudo durante dos años antes de renunciar profesionalmente. Ya sé que esa querida gente de cuyas ignorantes entrañas procedo tiene mucho que ver con mi fracaso absoluto, pero eso parecía demasiado común. ¿Quién no culpa a sus padres? Ese borrador estaba lleno de tópicos y de autoindulgencia y si hay algo que yo no sea es autoindulgente.

Al fin, la azafata me trae mi maldito Bloody Mary. De

hecho, me acaba de decir: «Bébaselo despacito porque es el

último.» Llevo tres, tampoco hay para tanto. ¿Me habré portado

mal? Lo he pedido con educación. Ha hecho un puchero

con sus labios de culo de gata mientras se alejaba. (La hu14

millación de viajar en turista. ¿Qué mejor prueba de mi

caída en desgracia? Y ahora están calentando las galletitas de chocolate y me llegan las vaharadas desde la primera clase para atormentarme, para recordarme todo lo que he perdido...) Tal vez te preguntes por qué había decidido poner fin a mi vida. Me he adelantado con el problema de la nota de suicidio. Bueno, Tina, es una pura cuestión de majestuosidad.

Mi carrera estaba arruinada. Hollywood tuvo la gentileza

de dejarme entrar en el reino mágico —a mí, una gentil

de Shawnee Falls, Ohio, sin ninguna credencial—, y yo la

cagué. Tres años en la Universal y sólo hice una película sobre

un hámster que recaudó menos de lo que se había gastado

en catering. Y luego me encontré en la calle, sin un solo

éxito, sin tener siquiera amigos que me dieran de cenar. Todos

los estudios de la ciudad acababan de rechazar un guión

para Don Quijote, en cuya opción de compra me había gastado

mis últimos diez de los grandes. No tenía novio gracias

a la misteriosa partida de Michael, y... ¿qué opciones tenía de conocer a un hombre maravilloso de verdad, casarme con él y tener un hijo antes de que se me pasara la hora? Más o menos las mismas que mi padre de ganar la Loto Megamillonaria de Ohio. O sea, ninguna familia por la que vivir. Ninguna carrera. Nada de dinero. Ninguna esperanza. Más todavía. Ya no soy la rubia que fui. Los reflejos no cuelan; necesito por lo menos tres tintes cada ocho semanas para que no me pillen y aun así me salvo por los pelos (perdón por el juego de palabras), porque me está saliendo un nuevo vello púbico, bien tozudo, sobre la comisura derecha de la boca, un presagio verdaderamente horrendo del bigote que crecerá a continuación. ¡Un bigote! Las cosas ya estaban jodidas antes de esa llamada telefónica, y creo que no estoy exagerando. Me parece que no puedes decir que sea demasiado negativa. (¡Bigote!) Cuando Jimmy Stewart intentó quitarse la vida en Qué bello es vivir, tenía muchas más razones que yo para seguir luchando. Lo increíble, teniendo en cuenta lo declaradamente patéticas que son las vidas de la mayoría de la gente, es que no sean más los que lo intentan. Mataría por un cigarrillo. Cuando estás atrapada en una lata de veinte toneladas, a kilómetros de altura, rodeada de apestosa humanidad y volando hacia el escenario del delito, también conocido como el hogar de tu infancia, sencillamente necesitas un cigarrillo. He aquí otra buena razón para morir. Ya no se puede fumar en ningún lado. El Reino de la Virtud está triunfando, Tina. Fíjate. Un día de estos te despertarás y descubrirás que han conseguido quitarle toda la gracia a la vida.

Ya sé lo que estás pensando. Claro. Al final, habría conseguido

otro trabajo normalito e insatisfactorio, acompañado

por un matrimonio normalito e insatisfactorio; con la

ayuda de la ciencia, quizá también unos hijos normalitos e

insatisfactorios que, cuando me convirtiera en una ejecutiva

 normalita y fracasada del mundo del cine, me odiarían por no haber sido famosa, ni siquiera buena madre... Claro, todo eso podía ser mío, pero la pregunta es: ¿qué pasa con la majestuosidad? Hay gente que la siente cuando consigue una operación brillante en la Bolsa, o cuando les dan un ascenso, o ven a sus hijos marcar un touchdown; otros cuando ganan un Oscar o corren una maratón, y si no eres uno de esos cabrones con suerte puedes incluso sentir la majestuosidad una mañana cualquiera al ver salir el sol, o una mariposa que se posa en un girasol, bla, bla, bla. Como me conozco bien, supe que no habría la menor majestuosidad en la vida que me esperaba entre bostezos, y entonces me llamó la atención una idea, como una de esas almohadas bordaditas: si no puedes tener una vida majestuosa, ten una muerte majestuosa.

Idealmente, sería algo relacionado con una ONG de Áfri16

ca, o de la India. Ametrallada por una guerrilla justo mientras

daba una cucharada de arroz a un niño, con su boca

hambrienta pero esplendorosamente marroncita. O algo

más (aparentemente) espontáneo y heroico: tras salvar a un

hijo de Steven Spielberg a punto de ahogarse, o tal vez a su

chihuahua, mi cadáver sería arrastrado hasta el mar. Eso sí

sería majestuoso. O podía eliminar a la escoria del mundo

·        cargarme a unos cuantos supremacistas blancos, a un poli corrupto, a algún pedófilo— antes de apuntar el arma contra mi propio cuerpo. Me apetecía hacer algo noble, pero estaba demasiado desesperada para organizar esa clase de azar. Matarme directamente era más simple y rápido, y me divertí imaginando que todos mis amigos y enemigos leían la noticia de mi muerte y se sentían verdaderamente mal por lo que me hubieran hecho, o dejado de hacer, según el caso. Lo único que me detenía era la nota, y por eso seguía viva ayer cuando sonó el teléfono y cambiaron mis planes.

¿Olivia? Soy tu padre. Después de todos estos años, sigue

 presentándose como mi padre. Estaba hecha polvo. Casi le cuelgo.

Ay, por Dios... cariño... Es tu hermana. Él también lloraba.

¿Qué? ¿Qué ha pasado?

Maddie tiene...

Te pasas la vida entera tratando de imaginar cómo suenan las malas noticias, pero cuando las oyes de verdad, sencillamente no tienen sentido. Es como cuando un físico te explica qué es un agujero negro, un habitante de una ciudad te cuenta cómo llegar a un sitio o un cura te explica las pruebas de la existencia de Dios. Primero dices:

¿Qué?

Luego te lo repiten:

Leucemia.

Y entonces dices:

No.

Olivia