Los Angeles, Downtown, calle 1 Oeste,  agosto de 2005 . Volver a poner la cinta a cero. Empezar de nuevo con toda la historia. Repasar la última sesión de Marilyn. Las cosas siempre empiezan por el final. Me encantan las películas que se abren con una voz en off. En la imagen no hay casi nada: una piscina en la que flota un cuerpo, la copa de las palmeras agitadas por un temblor, una mujer desnuda bajo una sábana azul, destellos de cristal en la penumbra. Y alguien que habla. Consigo mismo. Para no sentirse solo. Un hombre que huye, un detective privado, un médico —o un psicoanalista, ¿por qué no?— que cuenta su vida desde el otro mundo. Hablando de lo que le ha llevado a la muerte, evoca aquello por lo que ha vivido. Su voz parece decir: «Escúchame porque yo soy tú». Es la voz la que crea la historia, no lo que se nos cuenta.

Voy a intentar explicar esta historia. Nuestra historia. Mi historia. Sería de lo más triste aunque pudiéramos suprimir el final. Una mujer, ya un poco muerta, arrastra de la manita a una niña triste. La lleva a ver al médico de la cabeza, al médico de las palabras. Él la toma y la deja. Con amor y dedicación, la escucha, durante dos años y medio. No oye nada y la pierde. Sería una historia triste y siniestra a la que nadie le arrancaría la melancolía: ni siquiera esa sonrisa con la que Marilyn parece disculparse por ser tan guapa.

 

Bajo el título REWIND, subrayado tres veces, podía  leerse este breve fragmento de un relato inacabado. Escritas  a mano en fecha desconocida, estas líneas fueron encontradas  entre los papeles del difunto doctor Ralph Greenson, último psicoanalista de Marilyn Monroe. Fue su voz la que escuchó el agente de policía Jack Clemmons, de guardia en la comisaría de West Los Angeles durante la noche del 4 al 5 de agosto de 1962, cuando una llamada procedente del barrio de Brentwood sonó a las cuatro y veinticinco de la mañana. «Marilyn Monroe ha muerto de una sobredosis», declaró una apagada voz masculina. Y cuando el policía, pasmado, preguntó: «¿Qué?», la misma voz, forzada y casi enfática, repitió: «Marilyn Monroe ha muerto. Se ha suicidado».

 

En agosto, la ciudad suda un poco más que en primavera. La polución tiende un velo rosado y las calles adoptan en pleno día un aire vaporoso que recuerda la tonalidad sepia de las películas antiguas. Los Angeles es aún más irreal en 2005 que hace cuarenta años. Más metálica. Más desnuda. Más inútil. El efluvio denso y opresivo del Downtown fatiga la vista. En la redacción del Los Angeles Times, en el 202 de la calle 1 Oeste, John Miner entra en el despacho del periodista Forger W. Backwright. Alto y encorvado, mira constantemente a su alrededor como si estuviera perdido. Es un viejo (tiene ochenta y seis años) que ha venido a explicar una vieja historia.

Como adjunto al jefe del departamento de medicina  legal del fiscal del distrito, estaba presente cuando  tuvo lugar la autopsia que realizó del cuerpo de Marilyn  Monroe el doctor Thomas Noguchi. Ese día, asistió a la  extracción de mucosas bucales, vaginales y anales. Seis  años después, ese mismo forense realizaría la autopsia de  Robert Kennedy, muerto también en Los Angeles y del  que se había sospechado que podía haber sido uno de los  organizadores del asesinato de Marilyn. La principal conclusión  fue la enigmática presencia en la sangre de la actriz  de un 4,5% de cierto barbitúrico, el Nembutal, del  que no se encontró el menor rastro de inyección o de in- gesta oral. El informe acababa con una frase a la que Miner no había dejado de darle vueltas durante todos esos años: probable suicidio. Ésos eran los términos del atestado proceso verbal de investigación. Los primeros apuntes hablaban de suicidio, a secas, o de posible suicidio. Más bien probable, en efecto, si nos ateníamos al aspecto psicológico de las cosas, pensaba Miner desde ese día. Y eso no excluía que la estrella hubiera tardado treinta y seis años en llevarlo a cabo, ni que se hubiera servido de la ayuda de una mano criminal. Buscaba otras expresiones para definir lo que había ocurrido: a foul play, un juego sucio; o, como había dicho el doctor Litman, miembro del «equipo de prevención de suicidios», a gamble with death, una jugada mortal.

A John Miner, que llevaba mucho tiempo jubilado, le hubiera gustado poder apretar la tecla de un magnetófono en el que hubiera alguna de las cintas que Marilyn había grabado para su psicoanalista a finales de julio o comienzos de agosto de 1962. Sobre esas cintas Ralph Greenson había pegado una etiqueta: MARILYN ÚLTIMAS SESIONES. Miner las había escuchado y transcrito cuarenta y tres años antes, pero nunca se las había quedado ni las había vuelto a oír. Habían desaparecido en vida del analista. O después de su muerte, ¿quién sabe? No quedaba de ellas más que lo que Miner había resumido con su minuciosa letra de leguleyo.

Mientras saludaba al periodista, el viejo sostenía en una mano temblorosa un fajo de papeles amarillentos y arrugados. Backwright le rogó que tomara asiento y le alcanzó un vaso de agua helada.

¿Qué es lo que le lleva a dirigirse a la prensa después de tantos años?  Ralph Greenson era un buen hombre. Le conocí bien antes de la muerte de su paciente. Cuando yo estudiaba medicina, antes de consagrarme al derecho penal, asistí a sus clases de psiquiatría en la UCLA (University of California, Los Angeles). Le respetaba y sigo haciéndolo. Me fascinaba. Dos días después de la muerte de Marilyn Monroe, me pidió que le interrogara porque quería corregir sus primeras declaraciones a la policía. Le preocupaba mucho aparecer en los periódicos como «el extraño psiquiatra» o «el último hombre que vio viva a Marilyn Monroe y el primero que la vio muerta». Insistía en hacerme escuchar dos cintas magnéticas que ella le había enviado el último día, el sábado 4 de agosto de 1962. Me las dejó para que las transcribiera, con la condición de no divulgar su contenido ni al fiscal del distrito ni al forense.

Después de la autopsia, yo almacenaba demasiadas preguntas sin respuesta como para rechazar ese testimonio, por difícil que se me antojara mantenerlo en secreto.

¿Cómo quedó con él? ¿Cuándo?  Pasé unas horas con el psiquiatra el miércoles  8 de agosto, día del funeral de la actriz, de donde él acababa de venir.

¿Nunca ha hablado de esa entrevista?  Recuerdo su declaración cuando se convirtió en el centro de los rumores —dijo Miner con voz temblorosa—. «No puedo explicarme o defenderme sin evocar asuntos que no quiero revelar. Me resulta de lo más molesto decir que no puedo hablar, pero me es totalmente imposible explicar toda la historia.» Yo no revelé el contenido de esas cintas por respeto a ese secreto. Pero cuando algunos biógrafos empezaron a acusarle de conducta violenta o, incluso, de asesinato, me decidí a hablar. Primero con un periodista inglés, Matthew Smith, que ha escrito un libro. Pero contuve mis deseos de contar toda la verdad. Quise obtener el permiso de la viuda, Hildi Greenson, antes de retomar mis notas de antaño y traérselas a usted.

Forger Backwright le recordó que Hildegarde  Greenson le había asegurado a Los Angeles Times que nunca  había oído hablar a su marido de esas cintas, cuya existencia ella ignoraba. Miner repuso que Greenson mantenía una estricta deontología en cuanto hacía referencia a lo que sus pacientes declaraban bajo secreto médico.

Fue por Greenson por lo que mantuve el secreto.

Si hoy lo rompo es porque lleva muerto más de veinticinco años y porque le prometí a su viuda que no dejaría sin respuesta a gente como James Hall, Robert Slatzer, Don Wolfe o Marvin Bergman, todos esos que han cuestionado al último analista de Marilyn Monroe. Los hay que, como Donald Spoto, llegaron a hablar de «negligencia criminal». Es para responder a esas acusaciones que ensucian la memoria de un hombre al que apreciaba por lo que he decidido hacer público el contenido de esas cintas.

 

En la humedad agobiante del verano californiano, durante otro mes de agosto, ante otro magnetófono. Miner, con una voz que une la duda a la vehemencia, le explicó al periodista su visita al doctor Greenson en el verano de 1962. En su consulta de la planta baja de su mansión frente al Pacífico, había visto a un hombre atormentado y mal afeitado que se expresaba libremente, como si estuviera ante un interlocutor de confianza. El psicoanalista le rogó que tomara asiento y, sin más dilación, le hizo escuchar una casete de cuarenta minutos. Marilyn hablaba. Su voz en la cinta. Nada más. Ni rastro de alguien que la estuviera escuchando ni de diálogo. Ella y sólo ella. Su voz como al borde de las palabras, sin fragilidad, solamente con discreción; dejando que se las apañaran solas para ser oídas, o no. Esa voz del más allá que te penetraba con la presencia incalculable de las voces oídas en sueños.

No se trataba de una sesión de terapia, precisó Miner, ya que el psiquiatra no grababa a sus pacientes. Era Marilyn la que había comprado un magnetófono unas semanas antes para transmitirle a su analista una palabra libre captada por la máquina fuera de las sesiones.

Ese día, Miner había tomado notas textuales muy detalladas. Y había salido del despacho de Greenson convencido de que era altamente improbable que Marilyn se hubiera suicidado.

Entre otras cosas —dijo—, era evidente que tenía proyectos de futuro, así como la esperanza de que las cosas se arreglaran a corto plazo.

¿Y el doctor Greenson? —preguntó Backwright—.

¿Se inclinaba por la tesis del suicidio o por la del  asesinato?  Ése es un aspecto sobre el que no puedo pronunciarme.

Todo lo que puedo decir es que, en el informe que tuve que hacerle a mi superior a continuación, yo afirmaba que el psiquiatra no creía que su paciente se hubiese matado. Lo que escribí fue, más o menos, pues hablo de memoria: «Siguiendo sus indicaciones, he estado hablando con el doctor Greenson del fallecimiento de una antigua paciente suya, Marilyn Monroe. Tratamos esa cuestión durante varias horas y, como conclusión de lo que el doctor Greenson me confió y de lo que revelan las grabaciones que me hizo escuchar, creo poder afirmar que no se trató de un suicidio». Envié esa nota, pero no provocó la menor reacción. Diez días después, el 17 de agosto, el caso fue archivado. Y mi nota desapareció sin que a día de hoy haya sido encontrada.

Tras un segundo vaso de agua helada, Miner retomó su relato:  Me queda una pregunta a la que el doctor Greenson no respondió de manera precisa ese día: ¿por qué había hablado de suicidio al principio si estaba convencido de que no se trataba de eso? La respuesta es sencilla, pero me ha costado años dar con ella: porque había hablado de suicidio por teléfono, desde el apartamento de la muerta, y sabía que todas las habitaciones estaban plagadas de micrófonos.

 Seguro que Greenson no fue ni un asesino ni un cómplice —siguió Backwright—, pero ¿es posible que contribuyera a disfrazar un crimen de suicidio por motivos que ignoramos?  Miner no dijo nada.

Si Marilyn no se suicidó, ¿quién la mató? —insistió el periodista.

No es ésa la pregunta que yo me hago. No me  pregunto quién. Lo que me pregunto es: ¿qué mató a Marilyn? ¿El cine, la enfermedad mental, el psicoanálisis, el dinero, la política?  Miner se despidió del periodista. Mientras lo hacía, dejó sobre su escritorio dos sobres acolchados, ya amarillentos.

No puedo dejarle pruebas de nada. Sus palabras, yo las escuché. Su voz, ¿cómo se lo diría?, la he perdido. Toda huella es un borrador o una mentira que cubre otra huella. Pero hay algo que sí puedo dejarle, aunque tampoco pruebe nada. Unas imágenes.

Backwright esperó a estar solo ante su ordenador para abrir los sobres. Esa misma noche debía escribir un artículo en el que precisara las condiciones en que le había llegado el texto de las cintas publicado en la edición del día siguiente. El primer sobre contenía una única foto, tomada en un depósito de cadáveres. Sobre una mesa, blanco sobre blanco, una mujer desnuda, marcada, rubia. El rostro es irreconocible. El segundo albergaba seis imágenes tomadas unos días antes en el Cal-Neva Lodge, un hotel de lujo en la frontera entre California y Nevada. Marilyn, a cuatro patas, poseída por un hombre que ríe contemplando la cámara y tira de la masa de cabello que oculta el lado izquierdo del rostro.

 Miner, encorvado, descendía por las escaleras  de Los Angeles Times y, al no encontrar la salida, se  perdió durante unos instantes en un sótano que olía a tinta vieja. Hoy día, cuarenta y tres años después de la muerte de Marilyn, veintitrés años después de que el fiscal del distrito del condado de Los Angeles —pese a un nuevo examen de hechos y archivos— hubiera confirmado la versión del informe de la investigación de la época, Miner se resistía a dejar el recuerdo de la actriz en manos de los fans del mundo entero que se reunían a diario ante la placa y la cripta del Westwood Village Memorial Park. Nunca había creído que Marilyn se hubiera eliminado a sí misma, pero tampoco había dicho nunca lo contrario. Tras tanta amargura y tanta frustración, ahora que los años habían pasado, no quería morir sin reparar algo. Ese algo era la imagen que las cintas le habían revelado. La imagen de una mujer llena de vida, de humor y de deseos, de alguien que podía ser cualquier cosa menos una depresiva o una suicida. Miner sabía por experiencia, eso sí, que a menudo personas que parecían llenas de energía y de esperanza eran capaces, en un momento dado, de quitarse de en medio con decisión y eficacia. Se puede pretender dejar de vivir sin desear la muerte. A veces, querer morir sólo es intentar acabar con el dolor de vivir, más que con la vida en sí misma. Pero no quería creer en esta contradicción en el caso de Marilyn. Algo en esas cintas le decía que ella sólo había podido ser asesinada.

Aunque no era eso lo que más le afectaba. Las diversas hipótesis del crimen le habían convencido de que nunca se sabría con exactitud quiénes eran los autores y a qué móviles obedecieron a la hora de llevar a cabo lo que Miner consideraba desde hacía mucho tiempo una ejecución. Lo que le llevaba a hablar, y a dejar hablar a las grabaciones, era el papel de Greenson la noche del crimen.

Asaeteado por preguntas que no osaba formularse, Miner seguía hechizado por el silencio del psicoanalista, por su rostro aterrorizado y su mirada desviada hacia la cristalera y la piscina de su casa de Santa Monica aquella tarde de un púrpura fluorescente, cuando le hizo esta pregunta:  Me disculpará, pero... ¿qué era ella para usted?  ¿Una simple paciente? Y usted ¿qué era para ella?  Se había convertido en mi hija, en mi pena, en  mi hermana, en mi locura —había respondido Greenson en un susurro, como si se tratara de una cita que le acababa de venir a la cabeza.

 Miner no había ido a ver a Forger Backwright para entregarle la clave de un complot y darle la respuesta a esa pregunta que atormenta al agente del FBI Dale Cooper en la serie de David Lynch Twin Peaks:  «¿Quién mató a Marilyn Monroe?». Había ido para acallar otra pregunta: «¿Qué había ocurrido durante esos treinta meses en los que Greenson y Marilyn habían quedado atrapados en la locura pasional de un psicoanálisis que se les había ido de las manos?».

 

 

Los Angeles, West Sunset Boulevard,  enero de 1960

 

 Hacia el final de su vida, el doctor Greenson aún se  acordaba del día en que Marilyn Monroe le hizo acudir con  urgencia. «Al principio, nos mirábamos como si fuésemos  dos animales tan distintos que se vieran obligados a darse  la espalda de inmediato tras constatar que no tenían nada  que hacer juntos. Ella, tan hermosa; yo, más bien poco  agraciado. La rubia vaporosa y el doctor de las angustias,  menuda pareja... Pero hoy observo que eso era sólo una  apariencia: yo era un animal escénico que utilizaba el psicoanálisis  para satisfacer mi necesidad de agradar, y ella era  una intelectual que se protegía del sufrimiento de pensar  con una voz de niña y una estupidez impostada.»  Marilyn se dirigió a quien iba a ser su último psicoanalista cuando estaba a punto de rodar Let’s Make Love (El multimillonario) bajo la dirección de George Cukor. Tenía a Yves Montand como compañero de reparto y como amante. Las dificultades que estaba atravesando no eran más que un nuevo episodio del penoso cumplimiento de su trabajo como actriz de Hollywood. El diván del psicoanalista se le antojaba un recurso obligado ante las crisis de cada rodaje. Para superar los problemas, inhibiciones y angustias que la paralizaban en el plató, había iniciado su primera terapia cinco años antes, en Nueva York. De manera sucesiva, había recurrido a los cuidados de dos psicoanalistas, Margaret Hohenberg y Marianne Kris. En el otoño de 1956, durante el rodaje de El príncipe y la corista, dirigida por Laurence Olivier, había tenido incluso algunas sesiones en Londres con Anna, la hija de Sigmund Freud.

A principios de 1960, la depresión le había vuelto ante las cámaras de la 20th Century Fox, que la había maltratado y mal pagado. Por contrato, le debía una última película a la productora. El rodaje de El multimillonario no acababa de despegar. A Marilyn le costaba interpretar el personaje de Amanda Dell, bailarina y cantante que se enamora de un millonario sin saber que lo es y que se ríe del dinero y de la fama. Mientras el equipo esperaba que se despertara, vencida por los barbitúricos, y llegara finalmente al rodaje con varias horas de retraso, su doble de luces, Evelyn Moriarty, interpretaba su papel. Ocupaba su espacio en el plató para que se hicieran arreglos, pruebas de cámara e, incluso, las primeras lecturas del guión con los demás actores. Al principio del rodaje, Montand le había confiado a Marilyn su propio temor a no estar a la altura, y esa angustia compartida los unió rápidamente. La película no avanzaba, bloqueada por las reescrituras del guión y las dudas de la productora. Una atmósfera de catástrofe planeaba sobre el estudio paralizado por la excesiva tolerancia, tan elegante como distraída, del director. Aunque no fuera ella la única responsable de los retrasos, la productora exigió a Marilyn que hiciera algo para no poner en peligro el desarrollo del film.

Marilyn no conocía a ningún analista en Los Angeles. Le pidió ayuda a la doctora Marianne Kris, que la trataba en Nueva York desde hacía tres años. Kris le dio el nombre de Ralph R. Greenson, uno de los terapeutas más conocidos de Hollywood, no sin antes preguntarle a éste si se haría cargo de un caso difícil. «Una mujer en crisis total, con peligro de autodestrucción por el abuso de drogas y medicamentos. Bajo una ansiedad paroxística, revela una personalidad frágil», había precisado Kris. El doctor Greenson aceptó convertirse en el cuarto psicoanalista de Marilyn Monroe.

La primera sesión tuvo lugar en el Beverly Hills Hotel.

Por motivos de discreción y del estado físico de la actriz,  la entrevista se desarrolló en el bungalow tapizado con una moqueta de color verde manzana que ella ocupaba. El psicoanalista no había conseguido hacerla acudir a su consulta.

El primer contacto fue breve. Tras algunas preguntas que guardaban más relación con su historial clínico que con su pasado psíquico, Greenson le propuso recibirla a partir de entonces en su consulta, que no quedaba lejos del hotel. Durante los cerca de seis meses de rodaje, Marilyn abandonará cada tarde el plató para visitar a su analista en Beverly Hills. Concretamente, en North Roxbury Drive, a medio camino entre el estudio de la Fox en Pico Boulevard y el hotel en Sunset.

La arquitectura del Beverly Hills Hotel es como sus clientes. Fachada rosa, afable, falsa. Estructura deteriorada, neo-algo, sin criterio. Colores chillones de película coloreada. Marilyn compartía con su marido, Arthur Miller, el bungalow número 21. Yves Montand ocupaba el número 20 con su esposa, Simone Signoret. La Fox pagaba las cuentas de los actores alojados en esa residencia estilo Mediterranean revival de las películas de antes de la guerra. Marilyn se reía de esa palabra: revival. Como si hubiera algo que pudiera volver a la vida. Como si se pudiera reconstruir lo que no había existido. A pesar de eso, hacía venir de manera regular desde San Diego, en avión, a una señora mayor que, treinta años atrás, en los platós de la MGM, había decolorado el cabello a Jean Harlow, la estrella de los Años Locos. Marilyn hacía que una limusina recogiera a Pearl Porterfield y la agasajaba con champán y caviar. La colorista empleaba la vieja técnica del agua oxigenada, y Marilyn no aceptaba ninguna otra. Lo que más le gustaba era escuchar sus historias sobre la estrella, sobre su vida ardiente y su muerte gélida. Puede que esas historias fueran tan falsas como el platino de su pelo y la propia peluquera. Estábamos en el cine y Marilyn se contemplaba en la pantalla de los recuerdos.

 

Hollywood, Sunset Boulevard, 1960

 

 Los Angeles, la ciudad de los ángeles, se había convertido en la fábrica de sueños. El encuentro entre Romeo Greenschpoon, que se hacía llamar Ralph Greenson, y Norma Jeane Baker, alias Marilyn Monroe, sólo podía tener lugar en Hollywood. Dos personas tan distintas en sus respectivas trayectorias sólo podían llegar a cruzarse en Tinseltown, la ciudad de los focos, de la purpurina, de las guirnaldas, en torno a los Estudios de platós bien iluminados en los que los actores exhibían la penumbra de sus almas.

Ahí fue donde el psicoanálisis y el cine vivieron su relación fatal. Su encuentro fue el de dos extraños que descubren mutuamente, más que sus afinidades, unas pulsiones semejantes, y que sólo se mantienen unidos por un malentendido. Los psiquiatras intentaban interpretar las películas —y a veces lo lograban—, los cineastas retrataban a terapeutas que interpretaban el inconsciente. Ricos, vulnerables, neuróticos, inseguros, unos y otros estaban enfermos y se cuidaban con fuertes dosis de «curación a través de la palabra». Ben Hecht —guionista de Spellbound (Recuerda), de Alfred Hitchcock, y que diez años después le serviría de negro a Marilyn Monroe para escribir su autobiografía— publicó en 1944 una novela:  Los actores son un asco. En ella muestra a la gente del cine  de la Edad de Oro bajo todos los ángulos de la patología  mental: psicosis, neurosis, perversiones. «Hay algo de lo  que nadie se libra en Hollywood: ser víctima, un día u  otro, de una depresión nerviosa. He conocido a productores  que no habían tenido ni una idea en diez años, pero que, a pesar de eso, un buen día se hundieron como si fueran  genios sometidos a una tensión excesiva. Probablemente,  es entre los actores donde el porcentaje de deprimidos  resulta más espeluznante.»  Pero cuando Marilyn y Ralph se encontraron, a principios de 1960, Hollywood iniciaba su decadencia. La fábrica de películas había conocido el apogeo treinta y tres años antes, justo cuando Marilyn nacía en un pueblo dejado de la mano de Dios. Hoy día, los grandes Estudios de cine son desiertos hechizados por los fantasmas de unos actores a los que los turistas que bajan del autobús y se internan por calles de cartón ya no recuerdan. Hoy día, por Sunset Boulevard sólo deambulan esas prostitutas hispanas que se recuestan sobre colmados coreanos con las vitrinas rayadas por los intentos de robo. Hoy día, el psicoanálisis ya no es «una opción» para quienes pretenden sintonizar su receptor de vibraciones con la «nueva era». Hoy día, cuesta imaginar lo que fue la boda del psicoanálisis y el cine en los años dorados. Bodas entre el pensamiento y el artificio, teñidas siempre de dinero, a menudo también de gloria, a veces de sangre: la gente de la imagen y la gente de la palabra se habían unido para lo bueno y para lo malo. El psicoanálisis no sólo curó las almas de la comunidad de Hollywood, sino que construyó en celuloide la ciudad de los sueños.

El encuentro de Romeo y Marilyn fue una réplica del que tuvo lugar entre el psicoanálisis y el cine: cada uno había compartido la locura del otro. Como todos los encuentros perfectos y todas las uniones duraderas, ésta se basaba en un error: los psiquiatras buscaban captar lo invisible; los cineastas ponían en la pantalla lo que las palabras no pueden expresar. El cine había sacado al psicoanálisis de sí mismo. Esta historia duró unos veinte años. Acabó con Hollywood, pero los fantasmas sobrevivieron; y el cine, como los pacientes analizados, sufrió durante mucho tiempo de reminiscencias.

 

Los Angeles, Madison Avenue,  septiembre de 1988

 

 En la fachada de la sala de fiestas de la célebre  agencia de publicidad Chiat-Day de Los Angeles, en letras  de neón: MUCHOS PROFESIONALES ESTÁN LOCOS. En forma  de caverna, la bóveda de madera exótica y acero tallado  está decorada con globos inflados con helio, las mesas  se ven invadidas por chismes chillones que parecen proceder  de la Calle Mayor de Disneylandia. Sólo gente guapa  en el comité organizador de la gala: Candice Bergen, Jack  Lemmon, Sophia Loren, Walter Matthau o Milton Rudin,  que fue el abogado de Marilyn y el cuñado de Ralph  Greenson. Frank Gehry, célebre arquitecto a quien se  debe la reestructuración de esta vieja fábrica textil, conversa  con la élite de los cirujanos plásticos de California ante  un carrito de perritos calientes. Patty Davis, hija del actual  presidente y antiguo actor Ronald Reagan, se aburre a  morir. El rockero Jackson Browne charla con el actor Peter  Falk y los músicos Henry Mancini y Quincy Jones intercambian  banalidades mundanas con los directores Sydney  Pollack y Mark Rydell. Junto a su mujer, la actriz  Julie Andrews, el cineasta Blake Edwards, con chupa de cuero, se aburre como todo el mundo y se calla. Este guateque le recuerda aquella película en la que mostraba una recepción semejante a todas las del mundo del cine. Desde entonces, ha rodado dos películas con guión de Milton Wexler, que es su analista desde hace años: The Man Who Loved Women (Mis problemas con las mujeres) y That’s Life (Así es la vida).

La gente sólo tiene ojos para Jennifer Jones, la estrella  sin edad que busca un lugar no demasiado iluminado por los flashes para seguir discutiendo con su hijo, Robert Walker Jr. En 1962, le había prestado su rostro a la paciente esquizofrénica del psicoanalista Dick Diver en una película basada en la novela de Scott Fitzgerald Suave es la noche. Tras haber distribuido algunos besos, acordándose de aquella Nicole subyugada por Dick, Jennifer se acerca al héroe de la noche, un hombre alto de cabello plateado que viste jersey y pantalones blancos y luce una corbata de color rojo intenso. Milton Wexler no es una estrella de cine ni un productor de relumbrón. No se celebra ni una película ni a una estrella, sino el ochenta cumpleaños de uno de los psiquiatras más famosos de Hollywood. El analista de las estrellas y la estrella de los analistas, como le llaman.

Aunque no todos los presentes estén locos y algunos chiflados notorios de Hollywood brillen por su ausencia, lo cierto es que la mayoría de los invitados, aunque sólo fuera durante algunas sesiones, han sido pacientes de Wexler. Jennifer Jones ostenta el récord: lleva casi cincuenta años analizándose y hasta se ha puesto a tratar a algunos pacientes con la curación a través de la palabra. Durante los últimos años de su vida, trabajará como terapeuta en el Southern California Counselling Center de Beverly Hills. Trece años antes se casó, pero no con uno de sus analistas, sino con su productor, David O. Selznick, con quien ya compartía el diván de su terapeuta, May Romm.

En 1951, el primer marido de Jennifer Jones, el actor Robert Walker, murió a los treinta y dos años de edad.

Las circunstancias presagiaban extrañamente las de la muerte  de Marilyn. Misma zona de Brentwood, mismo mes de  agosto, misma defunción causada por una sobredosis de medicamentos  y alcohol. De hecho, Walker murió de una inyección  de Amytal de sodio practicada por su psicoanalista,  Frederick Hacker, quien había acudido en su ayuda en plena  noche. La propia Jennifer fue, posteriormente, cuidada  29      29  29  por Milton Wexler a raíz de un intento de suicidio. Se había lanzado al vacío al norte de la playa de Malibu. Tras haberse registrado en un hotel a nombre de Phyllis Walker, se tragó un puñado de comprimidos de Seconal, llamó a su médico y le dijo que quería morirse. Colgó el teléfono, se arrastró hasta una loma desierta que dominaba Point Dume, dio un salto y aterrizó en la playa. El médico, tras haber alertado a la policía de Malibu, la encontró inconsciente sobre la arena gris. Era su tercer intento de suicidio. Se convirtió en una de las mujeres más conocidas de Hollywood y más activas en el negocio del cine. El psiquiatra siguió cuidando de ella cuando atravesó nuevas crisis; entre otras, el suicidio de su hija de veintiún años, Mary Jennifer Selznick, que se lanzó desde lo alto de un rascacielos de Los Angeles en 1976.

Tal como había hecho con sus pacientes esquizofrénicos en la clínica Menninger de Topeka, Wexler adoptaba un papel muy activo en sus terapias de Hollywood, y no se contentaba con sentarse detrás de ellos para escucharles en silencio según el estilo freudiano convencional. Tanto en el amor como en los negocios, no dudaba en ordenarles lo que tenían que hacer. Este tipo de acercamiento era precisamente el que parecían desear personalidades frágiles como Jennifer.

El amo del lugar guía el recorrido visual por las fotos  que resumen su carrera: Wexler, siempre Wexler, al  lado de artistas y escritores: todos los que pintan algo en  Los Angeles durante los años sesenta. Una foto le hace arquear  una ceja: la guionista Lillian Hellman ovillada en su  diván. No hay ninguna de Ralph Greenson. Un joven colega  le pregunta por qué. «Yo —responde Wexler— hice  una película cómica sobre el amor entre psiquiatra y paciente,  Mis problemas con las mujeres. Romi, por su parte,  interpretó sin saberlo el papel de Mis problemas con las  mujeres. A fuerza de amor, y por su bien, entiéndame. No sé si debo darle detalles, pero... ¿sabe usted que otra paciente de Romi murió también en circunstancias misteriosas, unos años después que Marilyn? ¿Mimetismo entre mujeres o actor que repite su papel de terapeuta fatal? Ya se lo contaré otro día. Esta noche es mi fiesta». Y luego se da la vuelta.

El gigantesco pastel de cumpleaños llega por fin, precedido por Elaine May, antigua actriz cómica que se había convertido en la comidilla de la crónica psicoanalítica neoyorquina al casarse con su terapeuta, David Rubinfine.

«Algunos de vosotros sabéis que Milton no es tan  sólo un guionista respetado, sino también un psicoanalista », dice May. Respetado tenía un punto halagador. Las  dos películas que había escrito Wexler habían sido sendos  fracasos espectaculares. «Puede que alguno de vosotros no  sea paciente de Milton, pero ninguno de los que lo han  tratado se ha arrepentido.»  Ante esta última frase, Wexler se crispó. Volvía a pensar en ese mes de mayo de 1962 en el que, unas semanas antes de morir, Marilyn le había sido confiada por su colega Greenson como si se tratara de un animal doméstico al que dejas en casa del vecino para marcharte tranquilamente de vacaciones. «A veces me pregunto si voy a poder seguir con ella —había dicho Ralph, desamparado—. Me he convertido en prisionero de este tratamiento. Pensé que mi método le sentaría bien. Pero es ella la que no me sienta bien a mí». Vaya con Romeo. Ya puede despedirse de su Julieta, pensó Wexler. A continuación, tras un breve lapso de duda y bajo un estruendo de aplausos y de ritmos afrocubanos, el fogoso octogenario se decidió a cortar esa inmensa lionesa que había diseñado especialmente para él el artista Claes Oldenburg.

 

Hollywood, Beverly Hills, North Roxbury Drive,  enero de 1960

 

 Norma Jeane y Ralph. Nada tenían en común la chica pobre y sin estudios de Los Angeles y el intelectual acomodado de la costa este. Él, un burgués educado a través de los libros; ella, una hija de proletarios que creció entre imágenes. Sin embargo, se reconocieron a primera vista. Cada uno contempló al otro como si fuera un amigo perdido cuya sonrisa conservaba su atractivo. Pero había algo que proyectaba una sombra, algo que cada uno de ellos se negaba a ver en el otro. Un mensaje del destino: aquí hace su aparición tu muerte.

En su primera cita en la consulta de su último psicoanalista, tras una jornada de rodaje laborioso, Marilyn llegó con media hora de retraso. El doctor Greenson observó que llevaba un pantalón holgado. En el sillón que él le mostró, se mantenía muy erguida, como si estuviera esperando a alguien en la recepción de un hotel.

Llega usted tarde —le dijo el médico.

Aficionado al ajedrez, le gustaban las aperturas que desequilibran al oponente.

Llego tarde porque llego tarde a todas mis citas, con todo el mundo. No es usted el único al que hago esperar  repuso Marilyn claramente ofendida.

Más tarde, rememorando esas palabras, Greenson pensaba: siempre hay que considerar la primera sesión como si fuera la última. Todo lo que luego será importante ya se ha dicho ahí, aunque sea entre líneas. Seguía la actriz, con una voz en la que la cólera se mezclaba con la tristeza:  Desde el comienzo del rodaje, George Cukor lleva contabilizadas treinta y nueve horas perdidas para la  producción. Yo siempre llego tarde. La gente cree que es por arrogancia. Pero se trata justamente de lo contrario. Conozco a un montón de gente que es perfectamente capaz de llegar a la hora, pero lo único que hacen es sentarse a hablar de su vida o de todo tipo de tonterías. ¿Es eso lo que espera de mí?  El analista, que ya había tratado a actrices locas, se quedó pasmado ante esa manera de hablar, inarticulada y monótona, así como por la ausencia de sentimientos. Esa mujer decía cosas dolorosas sin ningún dolor. Debía de haberse atiborrado de calmantes, pues tenía poca capacidad de reacción. Parecía distante, no entendía el menor atisbo de ingenio y decía incoherencias. Quiso tumbarse enseguida en el diván para una sesión de análisis freudiano como a las que estaba acostumbrada en Nueva York. Alarmado por su estado, el analista le desaconsejó el diván y le propuso una terapia de apoyo cara a cara.

Como usted quiera —dijo ella—. Le diré lo que pueda. ¿Cómo responder a lo que se te traga?  Durante esta sesión, el analista se interesó por los acontecimientos de su vida cotidiana. Marilyn se quejó del papel que le hacían interpretar en esa película que detestaba. De Paula Strasberg, la mujer de su profesor de teatro en Nueva York, a la que ella había impuesto como coach durante el rodaje aunque el maestro hubiese preferido a su hija, Susan. De Cukor, que era evidente que no la apreciaba y que la regañaba.

—«La gente se cree muy original», me dijo, todo amabilidad. «Creemos que todo es singular y diferente en nosotros. Pero resulta increíble hasta qué punto llegamos a ser el eco de los demás, de la familia y del modo en que la infancia nos ha dado forma y entorno.» ¡Forma y entorno, no te joroba! ¿Qué sabrá ese viejo marica del cuerpo en el que me hace vivir?  Tras un largo silencio, Marilyn citó su insomnio  crónico para justificar el consumo de drogas. Reveló que cambiaba de médico con frecuencia y que consultaba a unos sin informar a otros. Mostró unos conocimientos impresionantes de psicofarmacología. Greenson descubrió que tomaba regularmente Demerol, un analgésico narcótico similar a la morfina; Pentotal de sodio, un depresor del sistema nervioso utilizado también como anestésico;  Fenobarbital, un barbitúrico; y, asimismo, Amytal, otro barbitúrico. A menudo, se los administraba por vía intravenosa. Greenson se indignó ante el comportamiento de los médicos y le aconsejó al instante que, a partir de ahora, se limitara a uno solo, Hyman Engelberg, a quien él le confiaría los aspectos físicos de su enfermedad.

Ambos son personalidades narcisistas, así que seguro que se entienden.

Al final, le recomendó no volver a tomar ningún medicamento por vía intravenosa y que renunciara al Demerol, que podía tener consecuencias catastróficas en caso de abuso.

Déjeme que sea yo quien haga y decida lo que usted necesita.

Decididamente, ese médico la desconcertaba: la escuchaba, pero se resistía a sus peticiones de ser calmada, querida, satisfecha. Se despidieron.

De regreso a casa, por la noche, Marilyn volvió a  pensar en el hombre tranquilo y amable que la había examinado  con cierta frialdad. Sus ojos ocultaban bajo el desafío  una dulzura fatal. Cuando ella le había preguntado si  le iba a hacer un auténtico análisis, tumbada en el diván  como en la consulta de la doctora Kris, él le había respondido  que más valía que no. «Hay que ser modesto. No podemos  aspirar a cambios profundos, teniendo en cuenta  que usted volverá pronto a Nueva York para verse con su  marido y reemprender allí el tratamiento.» La palabra modesto  la había ofendido. Se había echado a llorar. El analista  adujo que no le estaba haciendo reproches, sino que se  estaba imponiendo un objetivo a sí mismo. Es extraño, de todos modos, se decía Marilyn, es extraño que no me haya dicho que me tumbara. Siempre me sorprende que un hombre no quiera verme en posición horizontal. O mirarme el culo cuando le doy la espalda. Con un vaso en la mano, contemplando el blanco de la pared y el negro de la espesura que ocultaba su bungalow, continuó rememorando la sesión. El doctor Greenson no tiene segundas intenciones, creo. Menos mal que no me ha propuesto que me tendiera. Igual tenía miedo. ¿De mí? ¿De sí mismo? Mejor así. Yo sí que tenía miedo. Pero no de él. No era un miedo sexual. Let’s Make Love (Hagamos el amor) no es tan sólo el título de una película. Con Yves me he tomado ese título al pie de la letra. Con el médico no se tratará de amor. De hecho, a ella no le gustaba que le pidieran que se acostara, la noche le daba miedo, miedo de que empezara, miedo de que no terminara. A menudo hacía el amor de pie y en pleno día.