En 1931, gracias a sus estrellas y a una depurada política empresarial, Metro-Goldwyn-Mayer había pasado a ocupar el primer puesto en el escalafón de los grandes estudios de Hollywood. Con un beneficio neto de 12 millones de dólares, se colocaba por delante de su eterna competidora, ya que Paramount se quedaba justamente en la mitad. Y, por supuesto, también miraba por encima al resto de productoras que, debido a la depresión económica, habían cosechado cuantiosas pérdidas. Concretamente, Warner Brothers había dilapidado ocho millones; RKO y Fox perdieron una cantidad similar que rondaba los seis millones; y, por último, Universal, que sólo durante 1930 perdió dos millones y medio de dólares.

Coincidiendo con el estreno de Susan Lenox, el gran éxito de la temporada y una de las principales fuentes de ingreso de su saneada economía, MGM puso en circulación un contundente eslogan: . En ese momento, la personalidad de la “inconmovible Garbo” ya no necesitaba ser exaltada, pero sí el “irresistible Gable”, que luchaba por afianzarse en el estrellato. La importancia de esa promoción queda demostrada al revisar los anuarios de la productora, ya que, en efecto, 1931 quedó señalado con letras doradas como el año en que despuntó ese actor de grandes orejas llamado a ser la gran estrella masculina que la Metro necesitaba para emprender con garantías la aventura sonora de la recién iniciada década de los treinta.

Al éxito de esta película le sucedieron otros muchos dentro de la misma temporada, que contribuirían a fraguar la aureola de conquistador insuperable de la pantalla que mantuvo Gable durante tantos años. Películas como De pura sangre (Sporting Blood), de Charles Brabin; Salvada (Laughing Sinners), de Harry Beaumont; Titanes del cielo (Hell Divers), de George Hill; y Amor en venta (Possessed), de Clarence Brown –sobre todo esta última, con Joan Crawford como protagonista femenina–, le proporcionaron definitivamente la fama internacional. Pero no debemos olvidar que el actor había empezado el año 1931 interpretando, para MGM, papeles tan secundarios como el de lechero en La pecadora (The Easiest Way), de Jack Conway; el de gángster despiadado en Danzad, locos, danzad (Dance, Fools, Dance), de Harry Beaumont, o el de joven periodista en Los seis misteriosos (The Secret Six), de George Hill.

Si el caso de Clark Gable es el perfecto ejemplo del fulgurante estrellato que nace a la par que el sonido en el cine, y el de Greta Garbo es el del mito nacido en la década de los veinte a quien, lejos de afectarle negativamente, el advenimiento del sonoro potencia y favorece en su carrera, la tercera posibilidad está representada por Ramón Novarro y John Gilbert.

Se puede decir que ambos simbolizan al actor que lo fue todo al amparo del cine mudo, y que pese a esas credenciales y el hecho de haber sido protagonistas indiscutibles de algunos de los mayores éxitos de la época, tuvieron que asistir al irremisible debilitamiento y extinción definitiva de su condición de estrella, al mismo tiempo que se implantaba la película hablada en todo el mundo.

Las especulaciones sobre las causas de la desintegración de tan brillantes carreras han sido muchas. Y afirmaciones como la de que, en lo referente a John Gilbert, la culpa de todo residió en el agudo y elevado tono de su voz no han podido ser confirmadas. Lo cierto es que detrás de todo ello se cernía la sombra de Louis B. Mayer que, como es sabido, profesaba una especial animadversión por Gilbert. En cualquier caso, la prematura muerte de este actor en 1936 le libró de vivir la larga "agonía" que tuvo que padecer Ramón Novarro, quien, aun dotado de una magnífica voz de cantante, tuvo la desgracia de experimentar, película tras película, cómo su estilo romántico de interpretar se iba quedando desfasado. De forma paralela, el prestigio y la fama de antaño se desvanecían. Pese a todo, y en un alarde de constancia y pundonor, continuó ejerciendo su profesión hasta 1960, muriendo el 31 de octubre de 1968 en trágicas circunstancias e inmerso en el más completo olvido.

Cuatro años después de la llegada del sonido a Hollywood, en 1931, John Gilbert intervino en el rodaje de cuatro producciones MGM: The Phantom of Paris –cuya versión en habla castellana se tituló Cheri-Bibi–; El destino de un caballero (Gentleman´s Fate), de Mervyn LeRoy; Lejos de Broadway (West of Broadway), de Harry Beaumont, y Los de abajo (Downstairs), de Monta Bell, que fue estrenada al año siguiente. Mientras, en los mismos estudios, Ramón Novarro participaba en otras tres películas: El hijo del destino (Son of India), Al despertar (Daybreak), ambas dirigidas por Jacques Feyder, y Mata Hari (Mata Hari), de George Fitzmaurice.

A principios de la década –tal como sostiene el profesor Gubern– se produjo una peculiar e importante emigración profesional en el seno de la industria del cine. Se trataba de ocupar el vacío de los mercados hispanos y reemplazar sus precarios métodos de producción nacionales; para ello, con los profesionales de habla castellana en paro, se producirían una gran cantidad de filmes en ese idioma. Esta maniobra de carácter netamente imperialista, ideada por las empresas norteamericanas, se llevó a cabo sobre todo en los estudios de Hollywood y en los Paramount de Joinville, utilizando muchos profesionales latinoamericanos, lo que dio lugar a una "guerra de acentos" y a una controversia lingüística en la prensa. Esta política conoció dos modalidades: las versiones castellanas de filmes angloamericanos, que fue la opción preferida por MGM, y las versiones únicas de guiones originales hispanos, alternativa iniciada por la Fox con Mamá, de Benito Perojo, sobre una comedia de Gregorio Martínez Sierra, lo que permitió a esta empresa mejor aceptación comercial de sus productos y prolongar esta actividad hasta 1936.

Según relata Juan Heinink –uno de los más importantes especialistas en versiones de películas norteamericanas en habla castellana–, era una época en la que el hecho de contener un par de frases en español bastaba para transformar una película mediocre en el estreno extraordinario de la temporada, extremo que avivó las aspiraciones mercantilistas de las grandes compañías norteamericanas, incrementándose, en consecuencia, la producción de películas en habla española.

La producción norteamericana en español, que constituyó la más voluminosa de toda la producción multilingüe, declinó primero a causa de la llegada de los subtítulos y, más tarde, por la implantación del doblaje. Así, si en 1931 Metro-Goldwyn-Mayer produjo –hasta el otoño, fecha en la que se dio por terminada la producción en castellano, tanto en Hollywood como en Europa– una docena de versiones españolas de sus películas, ya en 1932, tras haber caído en desuso esta opción, se impuso, aunque de forma efímera, la práctica del subtitulado. Pese a que se intentó la implantación de las obras originales acompañadas del pertinente subtítulo, la alta tasa de analfabetismo en España en esos años hizo que resultara más funcional el doblaje, que empezó a practicarse desde 1933 en Barcelona (Metro-Goldwyn-Mayer y Estudios Trilla-La Riva), mientras en Madrid, Hugo Donarelli, procedente de Fono-Roma, equipó los Estudios Fono España S.A.

En 1931, de las quinientas películas estrenadas en Madrid, solamente tres fueron producciones españolas, mientras que hubo 260 norteamericanas (en versión original) y 43 norteamericanas habladas en español, de las que casi una tercera parte eran versiones castellanas de películas MGM (La mujer X y Cheri-Bibi de Carlos Borcosque, De bote en bote, Monerías y La señorita de Chicago de James Parrott, La fruta amarga de Arthur Gregor, En cada puerto un amor de Marcel Silver, El alma de la fiesta, Politiquerías y Los calaveras de James W. Horne, Su última noche de Chester Franklin y El proceso de Mary Dugan de Marcel De Sano). Justamente la mitad de éstas corresponden a obras de alguien que sería durante muchos años ejemplo indiscutible de la prodigiosa generación de cineastas de 1892: el director y productor Hal Roach.

Este genial fabricante de carcajadas había fundado en 1919 un pequeño estudio en unos terrenos de Culver City, junto a donde iba a quedar emplazada la gran factoría Metro-Goldwyn-Mayer. Y, años más tarde, estableció con esta compañía un acuerdo de distribución de sus películas cómicas.

Roach desarrolló una peculiar y creativa fórmula de trabajo en equipo, captando para sus estudios un inigualable plantel de actores llamados a ser los protagonistas de sus comedias. Para él trabajaron cómicos de la máxima categoría, como Harold Lloyd o Stan Laurel y Oliver Hardy (“El Gordo y el Flaco”), y bajo su dirección perfeccionaron sus carreras gran número de actores y actrices como Charley Chase (“Carlitos”), Mickey Rooney o ZaSu Pitts, y directores de la talla de George Stevens, Norman Z. McLeod y Leo McCarey.

Según la documentación de Bob Dickson, en el otoño de 1929 Roach citó en su despacho a Laurel y Hardy –la, unánimemente considerada, mejor y más famosa pareja cómica de la historia del cine– para comunicarles su intención de hacer múltiples versiones de una misma película, que serían habladas en inglés, francés, alemán, italiano y español. Para facilitar las cosas, se nombró a un supervisor, Robert O´Connor, que no sólo velaría por la corrección idiomática sino que evitaría trabajo a los actores, que, en este caso, no tendrían que dominar a la perfección el castellano. O´Connor, que llevaba cinco años trabajando en las comedias del estudio, era hijo de madre española y, además, había nacido y crecido en México. No obstante, la genialidad de Laurel y Hardy transformó el desconocimiento del español en un ingrediente cómico insustituible e insuperable. Buena prueba de ello es que, años más tarde, cuando se estableció definitivamente el doblaje en España, fue muy difícil encontrar voces que pudieran imitarlos.

No fue casualidad el hecho de que el pequeño estudio de Hal Roach quedara emplazado al lado de los terrenos de la MGM en Culver City y en éste se rodaran muchas de las películas antes citadas: Monerías, La señorita de Chicago, De bote en bote, Politiquerías, Los calaveras y El alma de la fiesta.

En este año de transición, el del despertar de unas estrellas legendarias y del ocaso de otras, también salieron de los estudios Metro-Goldwyn-Mayer una serie de películas que, con mayor o menor aceptación, fueron estrenadas en nuestro país: Inspiración (Inspiration), de Clarence Brown; El campeón (The Champ), de King Vidor; El prófugo (The Squaw Man), de Cecil B. De Mille; Compañeros (Shipmates) y El hijo pródigo (The Prodigal), de Harry Pollard; Prohibido (Never the Twain Shall Meet) y Bajo el cielo de Cuba (Cuban Love Song), de W. S. van Dyke; Nada más que un gigoló (Just a Gigolo), de Jack Conway; Esta edad moderna (This Modern Age), de Nick Grinde; Con el frac de otro (A Tailor-Made Man), Con el agua al cuello (The Man in Possession) y Hazte rico pronto (The New Adventures of Get-Rich-Quick Wallingford), de Sam Wood; El eterno Don Juan (The Great Lover), de Harry Beaumont; Gordos y flacos (Reducing), De parranda (Stepping Out) y La alcaldesa (Politics), de Charles F. Reisner; El pecado de Madelon Claudet (The Sin of Madelon Claudet), de Edgar Selwyn, y Las calles de Nueva York (Sidewalks of New York), dirigida conjuntamente por Jules White y Zion Myers.

La Metro rompía moldes. Los éxitos eran renovados de forma continua. Pero el período de exhibición más rentable y brillante, con diferencia, iba a ser el siguiente: la triunfante temporada 32-33. Tal como sustenta John Douglas Eames, esta sucesión de éxitos le reportaría a Metro-Goldwyn-Mayer nada menos que ocho millones de dólares de beneficio, una cantidad que parecería francamente indecente si se comparara con el desplome generalizado del resto de productoras: Paramount tendría dieciséis millones de pérdidas, a lo que seguiría la bancarrota de la empresa; Warner Brothers descendería hasta los catorce millones de números rojos y la Fox tocaría fondo con diecisiete millones en pérdidas.

 

 

 

 

ÉXITO, RENTABILIDAD Y PRESTIGIO

 

Podría afirmarse que 1932, sin lugar a dudas, fue el “año Metro”, aserción que se puede constatar simplemente con observar el lema o consigna que lucía casi toda la publicidad de esa temporada. Y esto, lejos de ser una simple maniobra publicitaria, era el fiel reflejo de la ventajosa situación económica de la compañía respecto a sus inmediatas competidoras.

Si, ocho años antes, MGM desafiaba de forma temeraria al entonces estudio reinante, Paramount, con El que recibe el bofetón (He Who Gets Slapped), de Victor Sjöström, y le ganaba la partida en el campo de la iluminación, que brillantemente recogía la gama del blanco y negro –y registraba esa apariencia impresionable tan característica del estudio–, a estas alturas ya no se molestaba en retar a sus rivales. Ya no los tenía.

También podría decirse que éste fue el año de una película que pasará a la historia por ser la primera vez que Hollywood empleaba la fórmula de unir a muchas estrellas en una misma obra o, como afirma Mordden, por ser el primer intento de una “ensalada carismática” de este tipo. Basada en la novela “Menschen im Hotel” de Vicki Baum y dirigida por el británico Edmund Goulding, Gran Hotel (Grand Hotel) reunió un impresionante plantel artístico encabezado por la primera actriz del estudio, Greta Garbo, en el papel de la solitaria bailarina Grusinskaya, junto a los hermanos John y Lionel Barrymore, Wallace Beery, Joan Crawford, Lewis Stone y Jean Hersholt. Con todo ello, MGM demostró que las palabras que pronunciara el personaje del doctor Otternschlag, al principio y al final de la obra, asegurando que dentro de las puertas del famoso Hotel Berlín , no eran ciertas.

 

 

Gran Hotel

 

Gran Hotel es un melodrama que entró por derecho propio en la historia del cine al acreditarse como la película que popularizó y extendió los grandes repartos. En Hollywood, hasta la fecha, se habían hecho muy pocas películas de estas características, capaces de aglutinar elencos multiestelares, que en ningún caso alcanzaban la categoría de Greta Garbo, Joan Crawford, Wallace Beery y los hermanos Barrymore. Con su estreno, Metro-Goldwyn-Mayer hacía justicia a su grandilocuente lema –“Más estrellas que en el firmamento”– y se vanagloriaba de ello lanzando a los cuatro vientos frases publicitarias como: .

O estas otras: .

Se demuestra con estos enfáticos enunciados que los publicistas de la MGM, haciendo gala de atinada premonición, acertaban en la enorme repercusión que tendría esta obra cinematográfica en tiempos futuros, al crear un antecedente con la aglutinación de tantas estrellas en una misma película. Pero se equivocaban estrepitosamente cuando decían que este hecho no se volvería a repetir, ya que, muy por el contrario, esta película inauguraría un nuevo subgénero cinematográfico –las superproducciones multiestelares– y se convertiría desde un principio en referente inevitable de venideros proyectos.

La respuesta del público fue tan favorable que, con un coste total de 695.000 dólares, se obtuvieron casi 2.600.000 de beneficios, durante el primer año en cartel. Y, con estas prometedoras cifras de recaudación, sólo se tardaría un año en repetir una fórmula idéntica con Cena a las ocho. Una película en la que iban a actuar, también, cuatro de las estrellas de Gran Hotel: John y Lionel Barrymore, Jean Hersholt y Wallace Beery.

El conjunto de técnicos que la Metro convocó para esta superproducción no fue menos importante que el de actores y actrices. Junto al director Edmund Goulding, reconocido por su buen gusto y especialización en dramas, y el guionista William A. Drake, estuvieron algunos de los más brillantes profesionales del estudio, como el diseñador artístico Cedric Gibbons, el director de fotografía William H. Daniels y el diseñador de vestuario Gilbert A. Adrian. Y, cómo no, tanto el apartado artístico como el técnico supervisados por el genial Irving Thalberg, quien recibiría el reconocimiento a su trabajo por parte de la Academia de Artes Cinematográficas, otorgándole el Oscar a la Mejor Película de ese año.

Cedric Gibbons seguía siendo el pez gordo del departamento de arte de la Metro y un auténtico maestro del Art Déco, el estilo que, por esa época, había embobado a la industria cinematográfica. Su principal trabajo en esta película consistió en diseñar el hotel, cuidando hasta el último detalle de sus accesorios. Un arduo y complejo cometido que supo llevar magistralmente a cabo, rozando casi la perfección. Gibbons había trabajado como jefe del departamento artístico, decorador o diseñador de producción para la Metro prácticamente desde su constitución como compañía en 1924, y dejó el sello de su profesionalidad en nada menos que 951 películas a lo largo de toda su carrera. A él se debió también el diseño de la famosa estatuilla del Oscar, un galardón que ganaría en una docena de ocasiones.

Pero, quizá, dentro de esa brillante y dilatada carrera, la obra cumbre sea Gran Hotel, donde, más que un simple establecimiento de hostelería más o menos ostentoso, diseñó un auténtico palacio que glorificaba el Art Déco. Con esa verdadera obra de arte, perfilaba las bases estéticas de futuras producciones del estudio, favorecía el mayor lucimiento de las estrellas de la película y, por supuesto, provocaba el inevitable deleite visual del espectador.

La novela en la que se basa la obra, original de la escritora Vicki Baum, había visto la luz por primera vez en 1929 y obtuvo un éxito inmediato. Previamente, para inspirarse en hechos reales, su autora había estado trabajando como doncella en un hotel de Berlín durante seis semanas.

Durante el año siguiente a su publicación, se llevó a cabo una adaptación teatral que se representó en los escenarios de Berlín, pero sin lograr las cotas de popularidad de la novela. El salto a los Estados Unidos se debió a que un fabricante de ropa interior femenina, Harry Moses, presenció la obra en Alemania y la consideró ideal para lanzar en Broadway la carrera teatral de su mujer. Así, tras asociarse con el agente independiente Edmund Parker, compró los derechos a Vicki Baum por cuatro mil dólares. Paralelamente y ajena a estos acontecimientos, Kate Corbeley, una empleada de Metro-Goldwyn-Mayer especializada en localizar buenas historias para guiones de películas, había leído un breve artículo periodístico sobre la obra y solicitó una copia. Otras fuentes le restan protagonismo a Corbeley y aseguran que Gran Hotel había estado en la mente de Thalberg desde mucho antes de que lo produjera. Concretamente desde 1930, en el preciso instante en que cayó en sus manos el best-seller de Baum.

A Paul Fejos, un director recién llegado a los estudios MGM, se le atribuye el mérito de haber pedido a su empresa que adquiriese los derechos para el cine. Pero cuando esto se intentó, descubrieron que ya estaban vendidos; Parker y Moses acababan de llegar a Nueva York para coproducir el montaje teatral en los escenarios de Broadway.

La venta anticipada de los derechos supuso tan sólo un pequeño contratiempo para la Metro. En aquella época, cuando los altos jefes de la productora querían algo era excepcional que no lo consiguieran; y a golpe de talonario, trece mil quinientos dólares para Moses y otra cantidad similar para financiar la producción teatral, adquirieron la titularidad de los derechos cinematográficos de Gran Hotel. La MGM impuso entonces a Herman Shumlin, un experimentado productor de Broadway que más tarde se convertiría en productor, director y guionista cinematográfico, el cual determinó que la película no debía filmarse hasta que hubiesen terminado las representaciones de la obra, o hasta quince meses después de su estreno en noviembre de 1930. Este plazo era suficientemente amplio y permitía a Metro-Goldwyn-Mayer trabajar a conciencia, y sin prisas, en la elaboración del guión, la selección de las estrellas que iban a configurar el reparto y, por descontado, en la puesta en marcha de una agresiva campaña publicitaria.

El joven director que había propuesto la adquisición de los derechos no vio recompensada su acertada sugerencia porque Irving Thalberg no consideró que fuera la persona idónea tras someterlo a prueba en 1931, durante el rodaje de una película de segunda categoría, The Great Lover. El poder del productor era tal que este rechazo supuso el fin de su incipiente carrera cinematográfica. La siguiente opción de Thalberg fue contratar a Lewis Milestone, que acababa de obtener un gran éxito con Sin novedad en el frente (All Quiet On the Western Front), pero su agudizado instinto le decía que este tampoco sería el director adecuado para imponer su autoridad sobre el heterogéneo grupo de caprichosas estrellas que iba a tener delante de las cámaras. La decisión final –extraordinariamente acertada por los factores antes apuntados– fue a favor de Edmund Goulding, un director de origen inglés y anterior guionista que había rodado varias películas para la MGM de segundo orden, pero especialmente capacitado para dirigir una película de estas características. Thalberg lo buscó intencionadamente porque tenía una reputación de manejar actores y actrices difíciles con sumo tacto, cuidado y discreción, por lo que se le llegó a conocer por el sobrenombre de “el domador de leones”.

Goulding demostró su valía, evitando ingeniosamente enfrentamientos entre las estrellas, sobre todo entre Garbo y Crawford, visceralmente enfrentadas. De hecho, las dos divas nunca aparecieron juntas en escena e hicieron sólo una aparición juntas en una foto publicitaria de grupo, que además fue claramente manipulada. En cualquier caso, fue tanta la importancia de este delicado arbitraje que se llegó a afirmar que la mayor parte del mérito por el éxito de Gran Hotel se debió al director, que logró todo un milagro al evitar que el enfrentamiento de egos de las actrices destruyera la película y a ellas mismas.

Aparte de sus variados e indiscutibles encantos, Gran Hotel destaca por ser, más que cualquier otra, una película de frases memorables. Desde la primera que pronuncia Greta Garbo, I have never been so tired in my life (Nunca he estado tan cansada en mi vida), hasta la más famosa de todas, I want to be alone (Quiero estar sola). Una soledad que se convertiría en una constante en su vida, sobre todo tras su retirada. Como afirmaba Terenci Moix, esta frase estaba llamada a ser, si no la divisa existencial de la Garbo, sí aquélla cuyo propio mito le ha atribuido con mayor frecuencia, persistiendo aún tras haber abandonado las pantallas, cuando se escondía bajo sombreros y paseaba sus recuerdos por los lugares más insospechados.

La Garbo no fue la única en hacer historia con sus célebres sentencias, también los personajes de Lewis Stone, los hermanos Barrymore y Morgan Wallace, en el papel del chófer de Grusinskaya, tienen algunas imborrables.

Es difícil de olvidar la forma en la que John Barrymore, como el Barón Felix von Geigern, presintiendo que le quedaba poco tiempo de vida, le revela a su hermano en el papel de Otto Kringelein la filosofía de su existencia. That´s my creed, Kringelein: A short life and a gay one (Este es mi credo, Kringelein: una vida corta y una vida feliz). Una confesión que contrasta con la que el mismo personaje de Kringelein hace a sus compañeros de juego: Life is wonderful, but it´s very dangerous. If you have the courage to live it, it´s marvellous! (La vida es maravillosa, pero es muy peligrosa. Si tienes el valor de vivirla, ¡es maravillosa!).

Es también magnífico el resumen que le hace el doctor Otternschlag, Lewis Stone, a Kringelein acerca de la vida en el hotel: What do you do in the Grand Hotel? Eat. Sleep. Loaf around. Flirt a little. Dance a little... A hundred doors leading to one hall, and no one knows anything about the person next to them. And when you leave, someone occupies your room, lies in your bed, and that’s the end (¿Qué hace usted en el Gran Hotel? Comer, dormir, gandulear, flirtear un poco, bailar otro poco... Cien puertas llevan a un salón, y nadie sabe nada de la persona que está junto a ella. Y cuando usted se va, alguien ocupa su habitación, se acuesta en su cama y eso es todo).

Como broche final, la famosa e inolvidable reflexión de Otternschlag, a modo de epitafio: Grand Hotel. Always the same. People come. People go. Nothing ever happens (Gran Hotel. Siempre lo mismo. Gente viene, gente va. Nunca pasa nada). Y, por último, la escueta frase final que pronuncia el chófer de Grusinskaya, , que resume en dos palabras no sólo el título de la película y de la obra literaria, sino la grandeza del hotel ironizada por el tono de la pronunciación.

Faltaba, únicamente, colocar al inicio de la cinta unos títulos de crédito que recalcaran el reparto multiestelar. De forma atrayente y novedosa, se creó un modelo que combinaba texto e imagen, primero estática y después en movimiento. Así, tras los imprescindibles tres rugidos, se hizo sonar una fanfarria de trompetas que daba paso a la presentación de los personajes, uno por uno, mostrando sus respectivas figuras sobre un fondo que mostraba un firmamento de múltiples estrellas, envueltas por una especie de galáctica aureola, hasta la llegada del título de la película, el momento en el que la constelación de estrellas empezaba a girar.

Para la clausura, una vez pronunciadas las lapidarias palabras de Otternschlag, se ideó algo similar, acorde con la simetría de la obra. Se hacían sonar los acordes del vals más universal, “An der schönen blauen Donau” –el Danubio azul–, al tiempo que la cámara se centraba en la puerta central giratoria dando vueltas, mientras la gente entraba y salía del Gran Hotel.

El rodaje duró 49 días, y detrás de los muros del estudio de filmación ocurrió prácticamente de todo, aunque el departamento de publicidad de la Metro se encargó de hacer llegar al público una historia de hadas muy alejada de los verdaderos acontecimientos.

Con motivo del preestreno de la película en Hollywood, se difundió una especie de novela rosa en la que se aseguraba que Greta Garbo tras interpretar su primera escena de amor con John Barrymore le dijo al oído: . Y, más tarde, devolviéndole el cumplido, Barrymore se le acercó, cogió su mano, la besó y dijo: .

Siempre citando como fuente aquellos almibarados reportajes publicitarios de la MGM, la actuación de Wallace Beery también había sido alabada por Barrymore, cuando le dedicó un comentario de rendida admiración: . A su vez, Beery dedicaría piropos a Greta Garbo y le cedería las llaves de su refugio en el parque forestal de Yosemite para que pudiera descansar los fines de semana, tras las agotadoras sesiones de trabajo, y estar  como ella había pedido –una promoción directa de la frase más célebre de la película: I want to be alone–.

Ante ese variado repertorio de lisonjas, flores y elogios mutuos, Joan Crawford no se podía quedar atrás. Ella misma convocó y se dirigió a los reporteros, afirmando: . Seguidamente, en una demostración de falsa modestia, añadiría: .

Después del preestreno en Hollywood, la Metro retrasó astutamente el lanzamiento general durante varios meses. Esta dilación permitiría desplegar una agresiva campaña publicitaria que, con toda probabilidad, avivaría la expectación del público y de la crítica.

Por fin, el 12 de abril de 1932 tuvo lugar el estreno mundial en el Astor Theater de Nueva York, y se cumplieron los más optimistas pronósticos. Días más tarde, se preparó una representación aún más pomposa para el estreno de la película en la Costa Oeste, que no podía llevarse a cabo en otro lugar que no fuera el emblemático Teatro Chino de Grauman, en el ya mítico Hollywood Boulevard.

Todo el equipo publicitario de MGM en Los Ángeles asumía la difícil tarea, y casi la obligación, de superar el éxito del montaje de sus colegas en la ciudad de los rascacielos. Según Mayer, la fiesta en casa tenía que ser, siempre, la mejor de todas. Idearon reproducir el vestíbulo del famoso hotel, con un mostrador circular a los pies de la acostumbrada alfombra roja, de modo que todos los invitados al estreno tuvieran que estampar su firma al llegar, como si simbólicamente se registraran y solicitaran una habitación. Y como maestro de ceremonias eligieron a uno de los actores de confianza de la casa, Conrad Nagel, que había sido fundador y posterior presidente de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, y en ese momento se encontraba en la cima de su carrera.

Como dijo un comentarista radiofónico destacado en el lugar, cualquier intento de describir con exactitud el ambiente daría necesariamente sólo una idea muy limitada. Celebridades de todo el país asistían al espectáculo y miles de personas abarrotaban las calles colindantes sólo para ver pasar a las estrellas. Allí se concentraba casi todo el mundo del cine. Empezó el desfile y Conrad Nagel presentó primeramente a Eddie (Edward G.) Robinson; Lew Ayres y su esposa Lola Lane; Lionel Barrymore; Jean Hersholt –anunciado, no por su personaje en el filme, sino como el representante de Dinamarca en los Juegos Olímpicos–; Ben Lyon y su esposa la actriz Bebe Daniels, así como a varios directivos de MGM. Tras ellos, Nagel presenta a Wally (Wallace) Beery, bromeando con el hecho de que le había visto en la película Titanes del cielo (Hells Divers), en la que él también participaba.

Y, casi de forma inesperada –paradójicamente lo más preparado de la noche–, irrumpe uno de los máximos protagonistas del espectáculo, Louis B. Mayer. Nagel, con voz temblorosa, dice que es un duro momento porque le toca presentar a su jefe. Al llegar éste, lo mismo que había hecho con el resto de invitados, le ofrece el libro de registro para que estampe su firma, pero Mayer, marcando las distancias, pasa la página y dice que quiere estrenar una nueva hoja. Completamente cohibido, Nagel no sabe qué hacer y le cede la palabra a su jefe por si quería manifestarse. Y Mayer aprovecha para proferir uno de sus grandilocuentes discursos: «Es una gran noche, desde luego. Sólo siento que todos mis amigos del Este, nuestro presidente el Sr. Nicholas Schenck, mi socio el Sr. Reuben, no puedan estar aquí para verlo. Estoy orgulloso de dirigir una organización que puede entregar los productos que hemos entregado. Nuestros fans se merecen lo mejor y agradezco que podamos ofrecer lo que considero buenas películas. Estoy orgulloso de mi socio Irving Thalberg, que fue capaz de hacer esta película. Y espero que os guste a todos, ya que ha sido un placer hacerla».

Tras la interrupción que supuso la intervención de Mayer, continua la presentación de personalidades con el director de la película, Eddie (Edmund) Goulding; el actor Walter Huston, que acababa de ser fichado por MGM; el actor Edmund Lowe, y el director Fred Niblo que –en difícil situación profesional– aprovechó para hacer unas declaraciones que no eran sino mera adulación. Le preguntó a Nagel: «¿Te has fijado en el león que aparece al principio de tantas películas en los cines? Creo que ese león es el mejor crítico del mundo, porque sólo ve las mejores películas. No lo ves en otro sitio. Si la película no es buena, no está allí. Si es buena, ruge. Si no lo es, es el público quien ruge. Y cuando ruge, esto es lo que intenta decir: ¡Metro-Goldwyn-Mayer, menudo león!».