MONTGOMERY CLIFT

 

Un Rolls Royce Silver Cloud se detuvo frente al cine New Yorker una tarde sobre las cuatro, y de él salió una mujer alta y majestuosa, seguida de un hombrecillo frágil y delgado al que inmediatamente reconocí como Montgomery Clift. Ambos estaban como en una especie de trance (la mujer, según nos enteramos más tarde, era la esposa de Walter Huston), y entraron en la sala, donde estábamos proyectando un par de películas de Hitchcock. Una de ellas era Yo confieso (1953), protagonizada por Clift, y creo que esa era la razón por la que habían venido nada menos que hasta el cruce de la calle 89 con Broadway aquel gris día de primavera de 1961.

Yo llevaba trabajando allí desde hacía un año aproximadamente. Empecé poco después de que Dan Talbot comprase la sala, le pusiera otro nombre y cambiase su política de proyección. Bajo la dirección de Talbot, se convirtió en la sala más importante en la ciudad de Nueva York (y se situó entre las primeras en todo Estados Unidos) que reponía regularmente buen cine estadounidense. Yo tenía solo veintiún años por aquel entonces, y había dirigido una obra de teatro, y lo que no sabíamos, mientras Clift y la señora Huston entraban para ver Yo confieso, era que Monty Clift había llegado casi al límite.

Clift había sido una suerte de líder no reconocido. Sus actuaciones en Río rojo, de Howard Hawks (su primera película, aunque Los ángeles perdidos de Zinnemann se estrenó antes), La heredera de Wyler, y Un lugar en el Sol de Stevens anunciaban una nueva forma de actuar. Llegó a conocerse, de manera más precisa, como el Método. Después de Clift llegó Brando, y después de Brando, James Dean. Clift era el más puro, el menos manierista de estos actores, quizá el más sensible, y sin duda el más poético. Era también notablemente apuesto. En ocho años apareció en ocho películas, se convirtió en un ídolo de quinceañeras además de en una estrella popular entre el público más adulto. Fue candidato al Oscar al Mejor Actor tres veces en seis años y debería haber ganado todas ellas. Realizó al menos cuatro interpretaciones (En Río rojo, Un lugar en el sol, en Yo confieso y en De aquí a la eternidad de Zinnemann) que permanecen entre las mejores que nadie haya visto en el cine. Hawks me dijo: «Trabajaba; realmente trabajaba duro».

Durante el rodaje de su novena película (El árbol de la vida), estaba volviendo a casa en coche una noche tras una fiesta en la casa de Elizabeth Taylor en Hollywood Hills cuando perdió el control de su coche en una de esas estrechas y absurdamente retorcidas carreteras y se estrelló. Se destrozó la cara contra el parabrisas. La cirugía plástica hizo lo que pudo, pero esos ojos de rompecorazones ahora miraban desde una máscara que sólo podía aproximarse a lo que había sido su auténtico rostro. Terminó la película que había empezado (ver ambas caras en la misma película resulta una experiencia estremecedora) e hizo otras ocho, sin dejar nunca de interpretar con la misma apasionante intensidad y la misma integridad salida del alma, pero el misterio se había roto y aquella mágica perfección a la hora de obtener el tono adecuado había desaparecido.

Nuestra proyección de Yo confieso tuvo lugar ocho años después de que Clift hubiera actuado en ella. La película estaba en la pantalla y yo estaba viéndola de pie en la parte de atrás de la sala. Hacia la mitad de la misma, vi a Clift levantarse, salir al pasillo y tambalearse, andando un poco en zigzag. Se fue hasta la parte de atrás, encendió un cigarrillo y volvió a mirar la pantalla. Me acerqué y le dije que trabajaba allí. Estuvo educado. Le dije que la película me gustaba y le pregunté si a él también.

La enorme imagen que aparecía entonces en la pantalla, de su belleza anterior al accidente, debía haberle dado la impresión de estar burlándose de él. Se volvió y me miró con tristeza. «Es... duro, sabes». Lo dio lentamente, dudando, arrastrando un poco las palabras. «Es muy... duro», dijo. Yo asentí. Volvió a mirar hacia la pantalla.

Allí cerca había un «libro de sugerencias» que Talbot había puesto para sus clientes. Era como un gran libro de contabilidad, a rayas, en el que se animaba al público a escribir (además de su firma y una pequeña sinopsis) las películas que les gustaría ver. Yo le hablé a Clift de aquel libro y le dije que quería enseñarle algo. Él me siguió hasta allí, dando caladas a su cigarrillo, con la mente en otra parte. Pasé rápidamente las páginas del libro y encontré aquella en la que me había fijado un par de días antes, en la que alguien había garabateado en grandes caracteres rojos: «¡CUALQUIERA DE MONTGOMERY CLIFT!»

El actor se quedó mirando la página durante bastante rato. «Eso está muy...bien», dijo, y siguió mirándolo. «Está muy...bien», volvió a decir, y me di cuenta de que estaba llorando. Me rodeó, tembloroso, con su brazo y me dio las gracias por enseñarle aquello. Entonces se dio la vuelta y volvió por el pasillo hasta su asiento.

Cuando terminó la película, él y la señora Huston salieron de la sala. Yo estaba fuera. Él me saludó suavemente con la mano y volvieron a su Rolls Royce, que se alejó de allí. Solo hizo dos películas más antes de morir cinco años después a la edad de cuarenta y seis años; un poeta perdido de Omaha, Nebraska, el actor más romántico y conmovedor de su generación.