Capítulo 1

 

Una archiduquesa pequeña

 

 

Su majestad ha dado a luz felizmente a una

archiduquesa pequeña, pero completamente sana.

Conde Khevenhüller, chambelán de la corte, 1755

 

El 2 de noviembre de 1755, la reina emperatriz estuvo de parto todo el día por decimoquinta vez. Dado que la experiencia de alumbrar no era algo novedoso, María Teresa, reina de Hungría por sucesión y emperatriz del Sacro Imperio Romano Germánico como consorte de Fernando Esteban, y una mujer incansable que detestaba perder el tiempo, no se desentendió de sus documentos. Y es que, como ella misma dijo, no podía olvidar las responsabilidades de Estado a la ligera: «Mis súbditos son mis hijos principales». Finalmente, en torno a las ocho y media de la tarde, en sus aposentos del palacio Hofburg de Viena, María Teresa alumbró a una niña. O como describió el chambelán de la corte en su diario: «Su majestad ha dado a luz felizmente a una archiduquesa pequeña, pero completamente sana». En cuanto fue posible, María Teresa reanudó sus funciones firmando documentos en la cama.1

El emperador Francisco Esteban anunció el nacimiento. Salió de la cámara de su esposa tras los tedeum y la bendición de costumbre. Enfrente, en la sala de los espejos, esperaban las damas y los caballeros de la corte que tenían derecho de acceso. María Teresa había puesto fin a la usanza que permitía la presencia de esos cortesanos en la sala de partos, usanza además muy desagradable para la parturienta que aún existía en la corte de Versalles. Por tanto, debían conformarse con dar la enhorabuena al feliz padre. Según dictaba el protocolo, hasta que no hubieran pasado cuatro días, esas mismas cortesanas no podían besar a la emperatriz. A otros cortesanos, entre ellos Khevenhüller, se les permitió tal privilegio el 8 de noviembre, y a otro grupo, al día siguiente. Quizá fuera el tamaño de la niña, o tal vez el efecto terapéutico de entretenerse firmando documentos durante todo el día, pero María Teresa nunca había tenido tan buen aspecto tras un parto.2

Las dependencias de la emperatriz estaban en la primera planta del ala leopoldina de Hofburg, un conjunto de edificios palaciegos.* Los Habsburgo habían vivido en el palacio imperial de Hofburg desde finales del siglo xiii, pero el ala había sido construida originalmente bajo el emperador Leopoldo i en 1660. Tras un incendio fue reconstruida y, más adelante, la propia María Teresa la restauró con suntuosidad. Se extendía al suroeste del patio interior conocido como In der Burg. La Guardia Suiza, el aguerrido cuerpo internacional que protege a la realeza, dio el nombre al patio y la puerta adyacentes, el Schweizerhof y la Schweizertor.

La siguiente etapa de la nueva vida infantil fue rutinaria. Se la entregó a un ama de cría oficial. Las grandes damas no criaban a sus propios hijos, porque se consideraba que dar el pecho estropeaba la forma del busto, muy visible en la moda del siglo xviii. El mujeriego Luis xv abominaba dicha práctica por este motivo. Es posible que la tradición que prohibía a los hombres dormir con sus mujeres durante este período se notara más en el caso de María Teresa, entusiasta de la cama de matrimonio y de concebir más niños, aunque contraria a dar el pecho.3

María Antonieta quedó al cuidado de Constance Weber, la esposa de un juez municipal. Según contaría su hijo Joseph Weber en sus memorias, Constance era famosa por la belleza de su figura y por una mayor belleza interior. Hacía tres meses que amamantaba al pequeño Joseph cuando le entregaron a la pequeña archiduquesa, y la familia estimó que esta nodriza había sido una elección venturosa. Ser hermanastro de una archiduquesa benefició a Joseph a lo largo de su vida, y Constance siempre percibió pensiones, como los demás hermanos y hermanas de Joseph. María Teresa solía llevar a María Antonieta de visita a casa de los Weber, donde colmaba de regalos a los niños y, según cuenta Joseph, en una ocasión amonestó a Constance, diciendo: «Querida Weber, vele por su hijo».4

María Teresa tenía treinta y ocho años y, desde que se casara casi veinte años antes, había parido a cuatro archiduques y a diez archiduquesas (siete de las cuales seguían con vida en 1755). Gracias al alto índice de supervivencia de la familia imperial, extraordinario con respecto al nivel de mortalidad infantil de la época, no era necesario que la reina emperatriz tuviera un quinto hijo. Fuera como fuere, María Teresa esperaba una niña. Un cortesano, el conde Dietrichstein, apostó con ella a que el siguiente hijo sería varón. Al nacer la niña –igual a la madre, según decían–, el conde perdió la apuesta y mandó realizar una figura de porcelana de sí mismo postrado de hinojos, recitando versos de Metastasio a María Teresa. Pese a haber perdido la apuesta, si la recién nacida augusta figlia era como su madre, todo el mundo habría salido ganando.5

Aunque una octava hija no supuso una decepción, acaso la fecha de su nacimiento, el 2 de noviembre, sí fuera un mal augurio. En el solemne día de Difuntos se recordaba a los ausentes con misas de réquiem, e iglesias y capillas se cubrían de crespones. Por eso, María Antonieta solía celebrar su aniversario la víspera, el día de Todos los Santos, en que imperaban los colores blancos y dorados. Además, el 13 de junio, día de su santo, era un día especial de celebración para ella, así como el de Santa Teresa de Ávila, el 15 de octubre, para su madre.6

Puestos a buscar influencias, si la niña nació en el lúgubre día de Difuntos, debió de haber sido concebida en torno a una fecha mucho más alegre (si no esa misma fecha), el 2 de febrero, la Purificación de la Virgen María, que tradicionalmente se celebraba encendiendo cirios. Un incidente ocurrido durante la gestación también podría haber sido un elemento significativo. En abril, María Teresa contrató a Christoph Willibald Gluck para que compusiera «música de teatro y cámara» a cambio de un sueldo oficial, lo cual le valió un gran éxito en Italia e Inglaterra, así como en Viena. Debutó como compositor de la corte en un baile celebrado en el palacio de Laxenburg, a unos veinticuatro kilómetros de Viena, el 5 de mayo de 1755.7 Podría decirse que literalmente desde el vientre de su madre se inculcaron a María Antonieta dos gustos: su predilección por el palacio «de vacaciones» de Laxenburg y por la música de Gluck.

En cambio, el colosal terremoto que sacudió Lisboa el 2 de noviembre de ese mismo año, en el cual murieron treinta mil personas, no fue un hecho significativo en la época. En esos tiempos Europa estaba mal comunicada, y las noticias del desastre tardaron en llegar a Viena. El rey de Portugal y su esposa se habían comprometido a ser los padrinos del futuro niño, pero la desdichada pareja de soberanos se vio obligada a huir de la capital portuguesa sobre las fechas en que nació María Antonieta. Esto también tardó en saberse. Pese a la tragedia, tampoco se esperaba que los miembros de la realeza asistieran al nacimiento; de acuerdo con la costumbre, en su ausencia se nombraba a representantes, que en este caso fueron el hermano mayor y la hermana mayor de la niña, José y Mariana, de catorce y diecisiete años respectivamente.

La niña fue bautizada el 3 de noviembre al mediodía (los bautizos siempre se celebraban con prontitud y en ausencia de la madre, a la que se permitía descansar para recuperarse del gran esfuerzo). El emperador, acompañado de un cortejo, acudió a la iglesia de los Frailes Agustinos, la iglesia que la corte utilizaba tradicionalmente, y oyó la misa, incluido el sermón. A continuación, a las doce en punto, como anotó el conde Khevenhüller con meticulosi-
dad en su diario (importante documento para conocer la vida desde el seno de la familia de María Teresa), se celebró el bautizo en «la nueva y preciosa antesala» y lo ofició «nuestro arzobispo», pues el nuevo nuncio apostólico aún no había hecho su presentación oficial en la corte.
8 La familia imperial estaba sentada en fila en un mismo banco. Para la ocasión se organizaron dos fiestas: la principal, el día del bautizo, y otra menos importante, el día después. Los días 5 y 6 de noviembre se celebraron otros dos espectáculos de acceso gratuito al público, al que tampoco se cobró la entrada a las puertas de la ciudad. Se trataba de un ritual muy arraigado.

La homenajeada recibió el nombre de María Antonia Josefa Juana. La tradición de poner «María» a todas las princesas de la familia Habsburgo se remontaba a la época del bisabuelo de la recién nacida, el emperador Leopoldo, y su tercera esposa, Leonor de Neoburgo, y expresaba la veneración de esta casta por la Virgen María.9 Obviamente, en un grupo de ocho hermanas (y una madre) con el mismo nombre sagrado, no se las llamaba a todas del mismo modo, así que la recién nacida sería Antonia.

 

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El diminutivo francés del nombre de pila, Antonia, era algo muy significativo. La sociedad vienesa era plurilingüe y sus miembros se expresaban con facilidad tanto en italiano y español, como en alemán y francés. No obstante, este último estaba considerado la lengua de la civilización, la lengua universal de las cortes europeas. Y Federico ii de Prusia, el gran rival de María Teresa, prefería el francés al alemán. En los despachos diplomáticos enviados a los Habsburgo se empleaba el francés. María Teresa hablaba francés, aunque con fuerte acento alemán (también hablaba el dialecto vienés), pero el emperador Francisco Esteban habló francés toda su vida sin preocuparse de aprender alemán. De este modo, tanto en el círculo familiar como en círculos externos, María Antonia pasó a ser Antonia, nombre con el que luego firmaba las cartas. Entre los cortesanos, la nueva archiduquesa era conocida como madame Antonia.

Encantador, sofisticado, perezoso y amante de los placeres, Francisco Esteban de Lorena, mujeriego empedernido y amoroso padre y esposo, transmitió a María Antonieta un buen porcentaje de sangre francesa. Su madre, Isabel Carlota de Orleans, había sido princesa real francesa y nieta de Luis xiii. Su hermano, el duque de Orleans, había sido regente de Luis xv. En cuanto a Francisco Esteban, pese a tener lazos de sangre con los Habsburgo por vía paterna y haber sido adoptado a los catorce años por la corte de Viena en 1723, el hecho de ser hijo de una lorenesa era para él importante. A la muerte de su padre, en 1729, heredó el título de duque de Lorena, dignidad que venía de la época de Carlomagno. Aun cuando Francisco Esteban fue obligado a entregar el ducado en 1735, la herencia lorenesa influiría en la conciencia de María Antonieta. La cesión del territorio fue parte de un complejo acuerdo europeo por el cual el suegro de Luis xv, a quien se había desposeído del título de rey de Polonia, estaría en posesión del ducado de Lorena mientras viviera, para luego pasar a formar parte del reino de Francia. A cambio, se concedió a Francisco Esteban el ducado de Toscana.

La renuncia a la herencia familiar para complacer a Francia se presentó a Francisco Esteban como parte de una serie de circunstancias que le permitirían contraer matrimonio con María Teresa. Para ella, fue un apasionado enlace por amor. El embajador británico de Viena informó de que la joven archiduquesa «suspira y sufre todas las noches por su duque de Lorena. Si duerme, sólo sueña con él. Si está despierta, sólo habla de él a su dama de honor».10 En contra de los preceptos que tanto predicaría a sus hijas, María Teresa rechazó a un pretendiente mucho más egregio, el heredero de la corona española. En la medalla que se acuñó para las nupcias, la inscripción decía (en latín): al final nuestros deseos han dado su fruto.

Sin embargo, los deseos en cuestión no incluían el disfrute permanente por parte del novio de las posesiones hereditarias, como había asegurado Carlos vi, el futuro suegro: «Si no hay renuncia, no hay archiduquesa».11 María Teresa, claro está, creía (por lo menos en teoría) en la absoluta sumisión conyugal, otra doctrina que imbuiría a sus hijas, así que encontró la solución en tolerar, e incluso propiciar, las relaciones lorenesas de su esposo en la corte, así como la presencia de multitud de adláteres.

El matrimonio de su hermana Mariana con Carlos de Lorena, el hermano pequeño de Francisco Esteban, estrechó estos lazos, pues la temprana muerte de Mariana hizo despertar en María Teresa una devoción sentimental por el viudo. Por otra parte, Francisco Esteban mantenía una buena relación con la princesa Carlota, su hermana soltera y abadesa de Remiremont, que lo visitaba a menudo. Compartía con él la afición a la caza, en la que participaba personalmente. El año en que nació María Antonieta, una partida de veintitrés personas, de las cuales tres eran damas, mataron unas cincuenta mil piezas de caza y venado. La princesa Carlota disparó unos nueve mil tiros, casi tantos como el emperador. Tal era la devoción de esta mujer decidida por Lorena, su tierra natal, que en una ocasión dijo que estaría dispuesta a andar descalza hasta allí.12

Así pues, María Antonieta creció considerándose tanto «de Lorraine» como «d’Autriche et d’Hongrie». Lorena se había convertido en un principado extranjero vinculado a Francia, de modo que los príncipes de Lorena que vivían en Francia adquirieron la única condición de «príncipes extranjeros», y se les privó del respeto que poseían los soberanos extranjeros o los duques franceses. Los príncipes extranjeros siempre trataron de eludir esta ambigua categoría, mientras que los franceses de linaje superior siempre procuraron mantenerla, aspecto del protocolo francés en apariencia insignificante –al menos para los ajenos a la situación– que sería de importancia considerable en el futuro de la hija de Francisco Esteban.

En esta época abundaban los matrimonios endogámicos entre las casas reales. Sólo teniendo en cuenta a sus cuatro abuelos, María Antonieta tenía sangre de los Borbón (rama de Orleans) y de Lorena por la parte de su padre. Entre sus antepasados, una bisabuela de Orleans, princesa palatina conocida como Liselotte, le aportó la sangre de María Estuardo, reina de Escocia, a través de Isabel de Bohemia, doscientos años antes. Por parte materna, María Antonieta heredó sangre alemana de su abuela Isabel Cristina de Brunswick-Wolfbüttel, a la que en una ocasión se describió como «la reina más hermosa de la tierra». Su buen aspecto a los cuarenta fascinó a su esposo Carlos vi: «Ahora que la he visto, cuanto se ha dicho de ella son sólo sombras que el resplandor del sol devora».13 No obstante, así como la belleza excepcional formaba parte del conjunto de genes que María Antonieta debió de heredar, también es cierto que con los años la encantadora emperatriz engordaría mucho y sufriría hidropesía.

En último lugar, María Antonieta heredó sangre de los Habsburgo, tanto austríaca como española, por su abuelo, el emperador Carlos vi. Estas dos ramas de la familia Habsburgo, que en teoría se dividieron en el siglo xvi, dieron lugar a constantes matrimonios endogámicos, como grandes ríos cuyos afluentes llegan a cruzarse tantas veces, que las aguas confluyen de un modo inextricable. El fracaso de la línea directa española de los Habsburgo en el año 1700 hizo que subiera al trono español un príncipe Borbón francés, nieto de Luis xiv, a través de su abuela Habsburgo española, a pesar de los esfuerzos del entonces archiduque Carlos, el pretendiente rival.

Sin embargo, al morir el emperador José i en 1711, dejando sólo dos hijas, Carlos heredaría los dominios austríacos como hermano pequeño de aquél. Poco después, fue elegido Sacro Emperador Romano. Aunque no podía reclamar el trono imperial, las hijas de José contrajeron matrimonio con los electores de Baviera y Sajonia respectivamente a fin de proporcionar una plétora de descendientes con la que tejer una red de alianzas e intrigas por toda Europa a lo largo del siglo xviii. Entretanto, por una de esas iro­nías históricas, el propio Carlos vi no consiguió engendrar un heredero. Al igual que su hermano, tuvo dos hijas, la mayor de las cuales, María Teresa, sería elegida su heredera.

Los intentos de Carlos vi de afianzar la herencia de María Teresa sobornando a otras potencias europeas para que respetaran el acuerdo se conoció como la Sanción Pragmática. Dados los esfuerzos, su muerte en 1740 sencillamente desató un nuevo enfrentamiento dinástico, la Guerra de Sucesión austríaca, que duró ocho años. El rey de Prusia conquistó Silesia, la región más próspera bajo dominio Habsburgo. Esta pérdida hirió en lo más profundo a María Teresa, que entonces tenía veintitrés años. Parecía que estuviera sentenciada a asistir al desmembramiento de lo que fuera el gran imperio de los Habsburgo. Como ella misma dijo: «No sería nada fácil hallar en la historia el ejemplo de una cabeza coronada que asume el gobierno en circunstancias menos favorables que las
que yo viví».
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Como muestra de la grandeza que la caracterizó, quince años después, al nacer María Antonieta, fue laureada y admirada en toda Europa como «esplendor de su sexo y modelo de reyes». A pesar de perder tantos territorios en la guerra –con la Paz de Aquisgrán, firmada en 1748, María Teresa no pudo recuperar Silesia–, se aseguró sus propias posesiones hereditarias. Aparte de la Alta y la Baja Austria, incluían Bohemia y Moravia (la actual República Checa), Hungría, buena parte de lo que hoy es Rumanía, una zona de la antigua Yugoslavia, los Países Bajos austríacos (aproximadamente Bélgica)* y los ducados de Milán y Toscana en Italia. Durante este tiempo, Francisco Esteban fue elegido emperador.

En 1755 el país vivía en paz, y el recuerdo de la Guerra de Sucesión empezaba a desvanecerse; el ejército estaba satisfecho, y se habían realizado una serie de reformas internas gracias al canciller de María Teresa, Haugwitz. Por ello, además de ser admirada en el exterior, la emperatriz gozaba de popularidad en su propio país. Para el vigésimo aniversario de boda con Francisco Esteban, en febrero de 1756, María Teresa organizó una fiesta sorpresa infantil en la que todos sus hijos, incluida «la pequeña María Antonieta», aparecieron con máscaras y disfraces.15 Aquello resumía la felicidad doméstica de la emperatriz. De todos los hijos de María Teresa, María Antonieta fue la única que nació en el apogeo de la gloria de su madre.

 

* * *

 

Seis meses después de nacer María Antonieta, un cambio radical en las alianzas nacionales europeas puso fin a esta tranquilidad aparente. Con el Tratado de Versalles, firmado en mayo de 1756, Austria se alió con Francia, su enemigo tradicional, en un pacto defensivo contra Prusia. Si uno de los dos países era atacado, el otro acudiría en su ayuda con un ejército de veinticinco mil hombres. Ningún acontecimiento de la infancia de María Antonieta tendría más influencia en el curso de su vida como lo tuvo esta alianza, que se forjaría cuando aún estaba en la cuna.

Es fácil explicar la hostilidad de Austria hacia Prusia: María Teresa no había olvidado ni perdonado la usurpación de Silesia cuando ascendió al trono, y no pocas veces se refería a Federi-
co ii como «el malévolo animal» o «el monstruo». Él respondía de la misma manera, como en una ocasión en que mandó pronunciar un sermón basado a conciencia en el texto de san Pablo: «Que la mujer aprenda en silencio, con plena sumisión».
16 Sin embargo, pese a que Prusia siempre había considerado su buena relación con Francia la piedra angular de su política exterior, ésta se había erosionado en una compleja serie de maniobras en las que Prusia empezó a inclinarse por Inglaterra. Francia e Inglaterra (poderes coloniales rivales) ha­bían iniciado las hostilidades en las Américas en el año 1754, pero, además, Francia veía a Inglaterra como un enemigo en Europa. Como Austria, otrora aliada de Inglaterra, también se sintió traicionada por ésta debido a su nueva relación con Prusia, y se abrieron las puertas para un cambio radical en la política diplomática.

Cuando surgió la voluntad, o más bien la necesidad, cada figura desempeñó su correspondiente función. El rey francés Luis xv favoreció la alianza aun cuando su único hijo y heredero (el delfín Luis Fernando), su nuera María Josefa (princesa sajona) y el formidable conjunto de hijas adultas que seguían viviendo en la corte eran firmes oponentes de Austria. Pero el nombramiento de un ministro de Asuntos Exteriores favorable a Austria, el duque de Choiseul, dio a entender que los prejuicios familiares estaban en segundo plano, al menos por el momento. Mientras tanto, el leal servidor de María Teresa, el príncipe Kaunitz, la convenció de que el apoyo de Francia le permitiría reconquistar Silesia, y ella lo en-
vió como embajador a Versalles en 1750. A raíz de esto, se acusó (falsamente) a María Teresa, pilar de la virtud conyugal, de enviar mensajes a la marquesa de Pompadour, la todopoderosa amante de Luis xv; corría el mezquino rumor de que la emperatriz se había dirigido a la amante como «prima». Posteriormente, María Teresa lo negaría con indignación a la princesa electora María Antonia de Baviera, una de las hijas desheredadas de José i: «Esa conducta no habría sido propia de mí».
17 Fuera como fuere, lo cierto es que hubo oportunismo por ambos lados, y sin duda a María Teresa no le faltó su parte.

La voluntad imperial de Austria era firme, así como la voluntad real de Francia.* Así lo expresó con ingenio Voltaire: «Hay quien ha dicho que la unión de Francia y Austria es una aberración antinatural, pero, dada la necesidad, ha resultado ser bastante natural».18 No obstante, ni se convenció, ni se ganó el cariño de ninguno de los dos países. Como se verá más adelante, Austria y María Teresa siguieron admirando a Francia como ejemplo de estilo, del mismo modo que siguieron empleando el francés. También solían acusar a los franceses de frívolos, superficiales, inconstantes y demás, frente a la «firmeza y franqueza» de los alemanes (palabras que la emperatriz y los suyos usaban para describirse a sí mismos). Era un tópico negativo, fácil de inculcar a una niña –a una archiduquesa– criada en la corte de Viena.

Por su parte, los franceses, que tenían muy presente su papel en la civilización, no les iban a la zaga en cuanto a burlarse de costumbres distintas de las suyas. Una alianza no eliminaría de la noche a la mañana los prejuicios que habían prevalecido durante tanto tiempo, sobre todo la sospecha de que Austria pudiera intentar manipular y controlar a Francia para beneficiarse. Esta perspectiva haría mella en otro joven, el príncipe francés Luis Augusto, hijo del delfín, que crecería y sería educado en la corte francesa.

La cuestión de una alianza entre una archiduquesa y un príncipe no era un asunto puramente teórico. Europa empezaba a dividirse en dos grupos poderosos, cuya competencia tanto en el Viejo Mundo como en el Nuevo Mundo no tardaría en provocar una guerra que duraría siete años. Prusia, Inglaterra y Portugal se enfrentaron a una alianza entre Austria, Francia, Suecia y Sajonia, a la cual Rusia se uniría en poco tiempo; España, la monarquía Borbón, allegada a Francia, también acabaría implicándose para apoyarla. Estos aliados tratarían de expresar la voluntad de una futura cooperación a la usanza de la época, con matrimonios endogámicos entre miembros de la realeza.

Y es que en las décadas de 1740 y 1750 nacieron una multitud de niños y niñas en el seno de las familias reales europeas. Austria ya no carecía de herederos varones, como había sucedido con dos reinados seguidos, el de José i y el de Carlos vi. Atrás quedaban los días en que la descendencia directa de la monarquía francesa pendía de la frágil persona de un solo niño, el bisnieto de Luis xiv (el futuro Luis xv). En Europa no faltaban, desde luego, pequeños títeres que utilizar en el gran juego de las alianzas diplomáticas.

En la rama emparentada de la familia Borbón española, había una serie de príncipes y princesas disponibles. Por ejemplo, Isabel, María Luisa y don Fernando de Parma, nietos de Luis xv, e hijos de su hija predilecta, conocida como «madame Infanta»; o los hijos del rey de España: su heredero, el príncipe de Asturias, otra María Luisa y el pequeño, Fernando, que asumió el trono de Nápoles. Por otra parte estaban los príncipes y princesas de Saboya, una casa real ligada a Francia por diversos vínculos históricos –la madre de Luis xv había sido princesa saboyana–, y sobre todo por la posición geográfica del país, el actual norte de Italia, que representaba una excelente barrera frente Austria. Por último, entre los actores más importantes, se contaban los príncipes y princesas de Versalles, los hijos de Francia, como se enorgullecían de ser llamados. Eran los
nietos de Luis xv, la familia del único hijo que había tenido.

En conjunto, el destino o la naturaleza habían provisto suficiente material para que la generación anterior pudiera tejer las intrigas dinásticas, ya fueran Luis xv, María Teresa, Carlos iii de España o el rey de Cerdeña, Carlos Manuel iii, abuelo de la familia saboyana. El Pacto de Familia de 1761, mediante el cual el heredero de María Teresa, el archiduque José, contrajo matrimonio con su prima hermana, heredera del trono de España, fue una afirmación exterior de este propósito. Los Borbones franceses, los Borbones españoles y los Habsburgo se unían para hacer frente a Prusia e Inglaterra.

¿Qué sucedería entonces con todas aquellas archiduquesas Habsburgo que habían nacido a lo largo de esos diez años y a las que ahora se unía una nueva hermana? ¿Qué sería de María Cristina, Isabel, Amalia, Josefa, Juana y Carlota? (Mariana, la mayor, no contaba como candidata al casamiento por ser discapacitada.) Sin barajarse ningún nombre en concreto –ya que daba lo mismo una princesa que otra en cuanto a alianzas dinásticas–, se suponía que tres de las archiduquesas podrían estar destinadas, sin ningún orden particular, a desposarse con don Fernando de Parma, el joven rey Fernando de Nápoles y, quizás, un príncipe francés.

La recién nacida, a la que Constance Weber crió con ilusión, era una criatura adorable. Pero esto poco importaba con miras a forjar una alianza. Desde el primer día de vida, madame Antonia tenía un valor no como persona, sino como una pieza en el tablero de su madre.