Titulo: “Moteros tranquilos, toros salvajes. La  generación que cambió Hollywood”.

Autor: Peter Biskind

Editorial: Anagrama.

 

(Nota de la Redacción: Tal y como dice el autor de este libro que  acaba de ser traducido y puesto en las librerías, no existía un trabajo como este sobre el cine de Hollywood en los años 70. Está hecho con ese sentido de la amenidad y el rigor documental que practican muchos periodistas en Estados Unidos y que te sumergen en el mundo del que hablan con mucha facilidad,  sin tener que recurrir a la superficialidad y la anécdota sin contrastar. Para los aficionados será un placer ir  reconociendo a muchas estrellas, ejecutivos y películas. Creemos que basta con proponer el primer capítulo y  asegurar que gustará a los que tengan tiempo para disfrutarlo.

 

1. –Antes  de la revolución 1967

 

• De cómo Warren Beatty armó un escándalo con Bonnie y Clyde, mientras Pauline Kael hacía de los Estados Unidos un lugar seguro para el Nuevo Hollywood, Francis Coppola abría el camino a los niños mimados del cine y Peter Fonda se buscaba problemas.

 

“Estamos en la guerra de Vietnam. Esta película no puede ser inmaculada, esterilizada. Nada de un par de tiros y caer muerto, ¡tiene que haber sangre, ca­rajo!”

Arthur Penn

 

 

Es muy probable que Warren Beatty fuese el primer hombre que le besó los pies a Jack Warner; de lo que no cabe duda es de que fue el último. Según dicen, Beatty estaba intentando que Warner le financiara Bonnie y Clyde, una película a la que la productora no le veía mucho sentido. En lo que respecta a Warner, Beatty era simplemente un chico guapo más abriéndose camino con ímpetu, labrándose una carrera prometedora con un puñado de pretenciosas películas «de arte y ensayo». Ni siquiera Esplendor en la hierba, de Elia Kazan, su primera película, la que lo dio a conocer, dio realmente dinero. Bill Orr, el yerno de Warner, tenía razón: se había quedado dormido en un pase. En realidad, Beatty nunca había tenido un éxito digno de este nombre. El actor se creía demasiado bueno para las películas que le ofrecían, y hasta se dio el lujo de rechazar al pre-
sidente de los Estados Unidos. John F. Kennedy quería que los estudios filmasen John F. Kennedy and PT-109, el libro de John Tregaskis, y quería que Fred Zinnemann fuese el director y Beatty el protagonista. No contento con negarse a interpretar el papel de John F. Kennedy, Beatty le dijo a Pierre Salinger que abandonase el proyecto porque era literalmente «una mierda». Warner no estaba acostumbrado a que le dijesen algo así de sus guiones, y echó a Beatty a patadas, gritándole: «Nunca volverás a trabajar en esta ciudad» o algo por el estilo.

«Siempre me odió», recuerda Beatty. «Decía que le daba miedo reunirse conmigo a solas porque creía que yo recurriría a algún tipo de violencia física.» Pero utilizar la fuerza no era el estilo de Beatty. Al fin y al cabo, era un actor. Un día acorraló a Warner en su despacho, se tiró al suelo, se abrazó a sus rodillas y gritó: «¡Coronel!» –todo el mundo lo llamaba así–. «Estoy dispuesto a lamerle los zapatos aquí mismo!»

«Ya, ya. Levántate, Warren.»

«Tengo a Arthur Penn, tengo un guión formidable, puedo hacer esta película por un millón seiscientos; siempre será una gran película de gángsters.»

«¡Levántate, levántate!»

Warner, entre nervioso y avergonzado, ladró: «¿Pero qué coño haces? ¡levántate del suelo de una puta vez

«No me levantaré hasta que acepte hacer esta película.»

«¡La respuesta es no!» Warner hizo una pausa, recobró el aliento. Un millón seiscientos mil dólares no era un verdadero riesgo para él, comparado, pongamos por caso, con los quince que se estaba gastando en Camelot, su proyecto favorito. Además, ya estaba pensando en vender en cualquier momento su parte en el estudio. Con un poco de suerte, cuando la película se estrenara él estaría muy lejos, en su palacio de la Costa Azul, mucho más rico de lo que ya era. ¿Por qué no darle el gusto a ese chiflado? Warner le pidió al actor que le pusiera por escrito el presupuesto y que se lo mandase por correo. Nunca lo recibió, pero Beatty se salió con la suya.

Beatty insiste en que nada de esto ocurrió nunca, pero es una historia que cuentan y vuelven a contar personas que juran haber estado en el despacho del «coronel» y haberlo visto con sus propios ojos. Es uno de esos momentos que, en todo caso, habrían debido ocurrir, porque desborda ironía y significado: una genuflexión, a los pies del Viejo Hollywood, hecha por un símbolo del nuevo, en un momento –mediados de los años sesenta– en que nadie sospechaba siquiera que un día se establecería esa distinción.

 

 

Beatty necesitaba hacer Bonnie y Clyde. Tras el estrepitoso fracaso de Esplendor en la hierba en 1961, su carrera se había tambaleado como resultado de sus malas elecciones y una cínica actitud juvenil con respecto a Hollywood, combinada con ciertas ideas románticas acerca de las mujeres que poblaban su vida, y que, tal vez, le    absorbían más tiempo del debido, algo sólo excusable simplemente por el hecho de no vivir en una época gloriosa de la industria. Los hombres a los que Beatty admiraba –Kazan, George Stevens, Jean Renoir, Billy Wilder– estaban en decadencia. El viejo orden se extinguía, pero el nuevo aún no había nacido. Beatty se había pasado los tres últimos años con Leslie Caron, a la que había conocido a principios de 1963 en una cena organizada en Le Bistro, un popular restaurante de Beverly Hills, por Freddie Fields, representante de la actriz y director de Creative Management Associates (CMA), para respaldar las perspectivas de Caron de ganar un Oscar por La habitación en forma de L. Beatty había visto todas sus películas –Un americano en París, Lili, Gigi– y, embobado con ella como un auténtico fan, le había preguntado si podía ir a verla a su casa. En esa época, Caron estaba casada con Peter Hall, director de la Royal Shakespeare Company, pero los maridos nunca habían sido un verdadero estorbo en Hollywood, y ella se embarcó en un amorío discreto, si bien apasionado, con el carismático y joven actor.

Beatty acababa de terminar el rodaje de Acosado, un opaco y pretencioso filme americano de «arte y ensayo» con sabor europeo, dirigido por Arthur Penn. Cuando la película terminó, cogió el primer avión a Jamaica y se fue a visitar a Caron, que estaba en la isla filmando Operación Whisky, con Cary Grant. Por la noche, en el bungalow de Caron, ella y Beatty comentaron los problemas laborales del actor. Beatty, que se consideraba un heredero de James Dean, de Marlon Brando y de Montgomery Clift, no podía comprender por qué a ellos los tomaban en serio mientras a él lo trataban como a un playboy.

Beatty empezó a concebir una película que al final llevó el título ¿Qué tal, Pussycat? –así saludaba por teléfono a sus amiguitas–. «Quería hacer una comedia sobre la crisis del Don Juan compulsivo», cuenta Beatty. Y se metió en el negocio con un amigo suyo, Charles Feldman, un agente reciclado en productor. Feldman, guapo y desenvuelto, había fundado Famous Artists y representaba a estrellas como Greta Garbo, Marlene Dietrich y John Wayne. «Charlie le enseñó a Warren un montón de cosas, a no poner nada por escrito, a no firmar contratos para poder largarse cuando le diera la gana», afirma Richard Sylbert, de quien Feldman también fue mentor. Sylbert era un joven director artístico que, como Beatty, había comenzado su carrera con Kazan; había trabajado en Esplendor en la hierba, Baby Doll y Un rostro en la multitud, sin contar muchas de las películas más importantes del momento, incluidas El mensajero del miedo y El prestamista. «No se puede negar que Charlie tenía razón. Era un seductor, igual que Warren, que siempre decía: “Aquí no se tienen amigos; se hace el mejor trato posible y punto.”»

La intención de Beatty era ser el protagonista de ¿Qué tal, Pussycat?, y quería que Feldman la produjera, pero puso una condición. Feldman era conocido por poner siempre en sus películas a su amiguita de turno; en ese momento, su novia era la actriz francesa Capucine. Beatty quería que le garantizase que en el guión no se colaría ningún personaje parecido a Capucine. «Vete a la mierda», le contestó Feldman, al que no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer, pero al final accedió y el trabajo en el guión siguió adelante.

Al regresar a Nueva York, Beatty y Feldman se dieron cuenta de que necesitaban un buen humorista, alguien que supiera escribir chistes, y una noche se acercaron hasta el Bitter End, un club nocturno del Village, propiedad de Fred Weintraub, para ver a un comediante que, según habían oído decir, era muy gracioso: Woody Allen. Les gustó lo que vieron, y Feldman le ofreció a Allen treinta mil dólares para que trabajara en el guión. «Quiero cuarenta», dijo Allen. «Olvídalo», fue la respuesta de Feldman. «De acuerdo», dijo Allen. «Acepto los treinta si me dejas actuar en la película.» Feldman cedió. Así, una película en principio protagonizada por Warren Beatty, pasó a tener a Warren Beatty y Woody Allen como actores principales. Allen puso manos a la obra; pero, borrador tras borrador, Beatty empezó a observar que el personaje de «la chica» iba adquiriendo un toque europeo, francés, para ser más exactos; ya veía a Capucine apareciendo por el horizonte. Lo peor fue que también notó que su papel se iba acortando, a medida que el de Allen crecía.

Feldman y Sylbert, que era el productor asociado, se alojaban en el Dorchester de Londres cuando Beatty llegó para celebrar una reunión. El actor le plantó cara a Feldman y lo acusó de violar el pacto inicial, o sea, de crear un papel para Capucine mientras Allen iba eliminándolo a él poco a poco del guión. Sylbert recuerda: «Warren dijo: “Charlie, no pienso hacerlo.” Y Charlie, claro, visiblemente disgustado, hecho una furia. A él no se le hacían esas cosas así como así.» Beatty añade: «Al final me marché de morros, o fingiendo que estaba de morros, porque en el fondo creía que no iban a dejar que me fuera. Pero la verdad es que se alegraron cuando vieron que me iba.» Prosigue Sylbert: «Warren volvió a rodar otra película con alguna chica guapa y tonta para Universal. Yo le dije: “¿Me estás tomando el pelo?” ¡Cuando seas mayor vas a ser como George Hamilton!”»

¿Qué tal, Pussycat? fue un increíble éxito de taquilla, y un momento decisivo tanto para Beatty como para Allen. «Woody no quedó nada satisfecho con la película», prosigue Beatty. «Y yo me sentí aún peor, porque si me hubiera quedado me habría hecho millonario. Después de Pussycat, Woody siempre controló todo lo que hizo. Y yo también.»

Cuando le faltaba un año para cumplir treinta, Beatty se puso a buscar un proyecto que diera un giro a su carrera. Una noche, Caron y él cenaron con François Truffaut en París. Caron quería que Truffaut la dirigiese en el papel de Edith Piaf. A Truffaut el proyecto no le interesaba, pero mencionó que había recibido un guión muy bueno llamado Bonnie y Clyde, en el que había un gran papel para Beatty. También le dijo al actor que no le vendría mal ponerse en contacto con los guionistas, Robert Benton y David Newman.

 

La bombilla de Bonnie y Clyde se había encendido en la cabeza de Benton y Newman dos años antes, en 1963, cuando los dos trabajaban en la revista Esquire. Como a cualquier joven que estuviese «en la onda» a principios de los años sesenta, les interesaban menos las revistas que el cine. «Todo el tiempo, fuéramos a donde fuésemos, de lo único que hablábamos era de cine», recuerda Benton. Él y Newman habían visto Al final de la escapada de Jean-Luc Godard, y no se la podían quitar de la cabeza; sin embargo, era a Truffaut a quien amaban más que a nadie. «Vi Jules y Jim doce veces en dos meses», recuerda Benton. «Es imposible ver una película tantas veces sin empezar a advertir ciertas cosas en la estructura, la forma y el estilo.»

A principios de los sesenta, prácticamente aún no existían las escuelas de cine. Benton y Newman se formaron solos, viendo películas en los cines de arte y ensayo (el Thalia de la calle Noventa y cinco y el Dan Talbot de Broadway, entre la Ochenta y ocho y la Ochenta y nueve), en el nuevo Festival de Cine de Nueva York, que irrumpió con fuerza en 1963, y en el Museo de Arte Moderno (MOMA), donde un chico llamado Peter Bogdanovich programaba retrospectivas de directores de Hollywood. «Bogdanovich escribió dos monografías brillantes, una sobre Hitchcock y otra sobre Hawks», prosigue Benton. «Eso era lo más parecido que teníamos a un libro de texto.»

Un día, Benton y Newman encontraron por casualidad un libro de John Toland llamado Últimos cien días, sobre las aventuras de Bonnie Parker y Clyde Barrow, célebres por sus asaltos a bancos y delitos de sangre en todo el Medio Oeste y el Sur a principios de los años treinta. Benton, que había crecido en el este de Texas, no desconocía la leyenda de esta pareja de forajidos. «Todo el mundo conocía a alguien que los había conocido o visto alguna vez, y muchas veces los críos se disfrazaban de Bonnie y Clyde en Halloween», recuerda. «Eran grandes héroes populares.» Mejor aún: tenían algo que decirle a la generación contraria a la guerra. Dice Newman: «Entonces valía la pena querer ser un bandido, ya fuera uno Clyde Barrow o Abbie Hoffman. Todo lo que escribimos pretendía épater le bourgeois, hacer temblar los cimientos de la sociedad, gritar a los cuatro vientos: “No queremos eso, hombre; nosotros vamos a lo nuestro.” Pero lo que en el fondo nos gustaba de Bonnie y Clyde no era que se dedicasen a asaltar bancos, porque la verdad es que como ladrones fueron un desastre. Lo que los hacía tan atractivos y tan amenazadores para la sociedad era el hecho de ser unos revolucionarios desde el punto de vista estético. Para nosotros, lo que destruyó a Bonnie y Clyde no fue que violaran la ley, porque a nadie le gustaban los malditos bancos, sino que le hicieran un tatuaje a C. W. Moss. Dice el padre de Moss: “No puedo creer que dejaras que esa gente te hiciera dibujos en la piel.” Eso es lo que al final fueron los años sesenta.»

Benton y Newman se decidieron a escribir un borrador, por las noches, a los acordes del banjo de «Foggy Mountain Breakdown», de Lester Flatt y Earl Scrugg, que sonaba en un disco de Mercury bastante rayado. Con la bravuconería propia de los novatos que no tienen nada que perder, echaron el ojo a su santo patrón, Truffaut, para que la dirigiera. Después de todo, sentían que habían escrito una película europea. «La nouvelle vague francesa nos permitió escribir con una moral más compleja, con personajes más ambiguos y relaciones menos planas», dice Benton. Truffaut tuvo a los dos guionistas en vilo, sin decirles nada claro sobre sus otros compromisos. Tras enviarlos a ver a Godard, con quien tuvieron un breve coqueteo, Truffaut finalmente les dijo que dirigiría la película. El guión, con director ­incorporado, empezó a pasar de estudio en estudio, pero a las productoras les preocupaba que los protagonistas –asesinos, al fin y
al cabo– fuesen poco o nada atractivos, y que Truffaut no fuese el ­director más apropiado para ese material. En nada contribuyó que el guión incluyera un ménage à trois: Bonnie estaba enamorada de Clyde, y Clyde de Bonnie, pero él necesitaba el estímulo de C. W. Moss para despegar. Este triángulo era uno de los aspectos del estilo transgresor de la pareja, y también un reflejo de la experimentación que ya estaba volviéndose una característica definitoria de la revolución sexual de los sesenta. Benton y Newman sólo recibieron negativas, y empezaron a temer que llegarían a viejos y morirían promocionando el guión.

Un sábado frío y deprimente de febrero de 1966, sonó el teléfono en casa de Benton. El guionista contestó. Una voz dijo: «Soy Warren Beatty.» Benton, creyendo que era una broma, dijo: «Ahora en serio, ¿quién es?» La voz respondió: «No bromeo, soy Warren Beatty.»
Beatty le dijo que quería leer el guión, y que iba a pasar a recoger-
lo. Benton pensó que Beatty se pasaría cuando le viniera bien, dos días más tarde tal vez, una semana después, acaso nunca; pero a los veinte minutos sonó el timbre. Sally, su mujer, fue a abrir la puerta y ahí estaba Beatty, que cogió el guión y se marchó. Una media hora más tarde, el actor volvió a llamar y dijo: «Quiero hacer esta película.»

Benton, preocupado por el ménage à trois, le dijo: «Warren, ¿hasta qué página has llegado?»

«Estoy en la veinticinco.»

«Vuelve a llamarme cuando llegues a la cuarenta.» Beatty llamó aproximadamente una hora más tarde y pronunció las palabras que Benton llevaba años esperando oír: «Lo he leído hasta el final. Ya sé a qué te refieres, pero sigo queriéndolo hacer.»

Beatty ofreció siete mil quinientos dólares para reservar el guión. Más tarde, Tatira, su compañía (a su madre, Kathlyn, la llamaban «Tat» de pequeña, y el nombre del padre de Beatty era Ira), les pagó a Benton y Newman unos honorarios de setenta y cinco mil dóla-
res. Beatty no estaba seguro de si también quería actuar en la película. El Clyde histórico era más bien un alfeñique, y él se imaginaba a Bob Dylan en ese papel.

Tras actuar siguiendo un impulso, Beatty empezó a preguntarse si no habría metido la pata –esa historia ya se había contado en cine, el género estaba muerto, etc.–, y decidió volver a Los Ángeles, donde vivía en el ático del Beverly Wilshire Hotel. «Iba de un lado a otro diciendo: “¿Debo hacerlo?”», cuenta el escritor y guionista Robert Towne, entonces amigo íntimo de Beatty. «Se lo preguntaba a todo el mundo, incluido el personal del Beverly Wilshire.» Towne le dijo: «Adelante.»

En 1966, producir una película era el único medio de controlarla. Tras su experiencia con Feldman, Beatty estaba decidido a hacer exactamente eso, aunque sabía que no había ningún precedente, o muy escasos, de un actor que produjera una película. Pero en esto, como en otras cosas, fue él quien sentó el precedente. El 14 de marzo de 1966 les envió una nota a los guionistas rogándoles que acortaran el guión para poder enviarlo a los estudios. «Puede que algunos de esos payasos hayan olvidado que ya lo han leído», les escribió. «Por favor, tenéis que sufrir, de verdad. Cortad brazos, piernas, todo lo que se os ocurra. Pensad en algún ejecutivo sobre el que pueda haber escrito Lillian Ross y tratad de dejarlo contento.»

Pero fue en vano: director tras director, todos rechazaron el guión. Cauteloso en extremo, Beatty no se sentía preparado para dirigir la película, y mucho menos si iba a actuar en ella. Necesitaba a alguien listo y talentoso, pero también a alguien con el que pudiera trabajar. Al final, Benton y Newman le sugirieron a Arthur Penn, de quien les había impresionado Acosado, pues habían sabido apreciar que se trataba de una tentativa de hacer una «película europeo-americana». Según Towne: «Penn era una especie de último recurso. Warren pensaba que Acosado era sumamente afectada y pretenciosa, pero también, y con mucha razón, que Arthur era un hombre de gran talento y muy inteligente.» Beatty fue a ver a Penn no una vez, sino dos. A Benton y Newman les dijo: «No sé si Arthur querrá volver a trabajar conmigo, pero yo voy a encerrarme con llave en una habitación con él, y no lo dejaré salir hasta que diga que sí.»

 

Arthur Penn estaba prácticamente escondido cuando Beatty lo llamó. Era un hombre de cuarenta y tres años, de complexión ligera y expresión seria, que había hecho sus pinitos en la televisión en directo de los cincuenta y conseguido un éxito notable en teatro. Llegó a Hollywood por primera vez en 1956, a los estudios Warner, donde rodó El zurdo, una historia sobre Billy el Niño con Paul Newman y un toque freudiano. Fue, para él, una experiencia terrible. Recuerda Penn: «Terminé de rodar y me dijeron: “¡Adiós!”» El director le pasó lo que había filmado al montador, y transcurrieron unos meses hasta que Penn volvió a ver la película, en la primera mitad de un programa doble en un cine de Nueva York.

Después del fracaso de Acosado en 1965, la carrera de Penn comenzó a caer en picado. Hollywood no era un lugar para intelectuales, al margen del talento que poseyeran, y Penn sufrió las humillaciones que eran el pan de cada día de muchos directores. Primero, Burt Lancaster, el protagonista de El tren, lo echó del rodaje. Después, el productor Sam Spiegel le quitó La jauría humana en la posproducción y la volvió a montar.

Penn tocó fondo, se pasó un año y medio sin hacer nada y fue en ese momento cuando apareció Beatty con Bonnie y Clyde. Como el actor, Penn estaba hambriento. «Beatty y yo teníamos la sensación de que éramos mejores de lo que habíamos podido demostrar», dijo Penn. Así y todo, el guión no le gustó mucho. No obstante, a Beatty no le gustaba que le dijeran que no, y, aunque a regañadientes, Penn terminó aceptando.

Mientras Benton, Newman y Penn trabajaban en el guión, Beat­ty llegó a un acuerdo con el director de producción de Warner Bros., Walter MacEwen. «Mire, déme doscientos mil y yo me quedo con un tanto por ciento del bruto.»1

«¿Con qué tanto por ciento?»

«Bueno, el cuarenta.»

«De acuerdo.»

Aunque el trato resultó desastroso para los estudios, no parecía tan malo en ese momento. Las películas de presupuesto modesto como Bonnie y Clyde recuperaban más o menos el doble del coste de producción; Warner no esperaba que Bonnie y Clyde fuera muy bien y, según el trato, Beatty no vería un céntimo hasta que la película aportara casi tres veces el coste negativo,2 dejando un pequeño colchón de beneficios para la productora.

Benton y Newman, contentos como niños en una juguetería, fueron a Los Ángeles en julio de 1966 a trabajar diez días en el guión. Se instalaron en el ático de Beatty en el Beverly Wilshire, acertadamente llamado El Escondido, donde Beatty vivía solo. El lugar era pequeño: dos habitaciones atestadas de libros, guiones, discos, sándwiches dejados a medias y un montón de bandejas del servicio de habitaciones apiladas junto a la puerta o enterradas bajo montones de mensajes telefónicos y folios arrugados. Y un piano. Fuera, una terraza nada despreciable cubierta de césped artificial, en la cual Beatty se tumbaba a tomar el sol o a contemplar el distrito comercial de Beverly Hills, y en los días despejados, también las casas que se elevaban en la distancia por encima de Sunset Boulevard. Beatty los llevó a dar una vuelta por Hollywood en su descapotable, un Lincoln Continental negro con tapicería de piel roja, uno de los cuatro coches que la Ford Motor Company le regalaba todos los años. Siempre que encendían la radio, sonaba «Guantanamera». En aquellos días, Beatty salía con Maia Plisiétskaia, la bailarina rusa. Maia, mayor que él, e increíblemente hermosa, tenía un cuerpo espléndido, no usaba maquillaje ni joyas y vestía con sencillez, por lo general blusas y pantalones deportivos. Se cuenta que Stella Adler, ex profesora de interpretación de Beatty, dijo una vez: «Estaban locamente enamorados, pero, por supuesto, ninguno entendía una sola palabra de lo que decía el otro.»

Beatty guió a Benton y Newman en sus encuentros con Mac-
Ewen. «Warren dijo: “Os dirá tal y tal cosa, después os dirá lo otro y Arthur dirá lo contrario”», recuerda Newman. «Entramos, y pasó exactamente lo que Warren nos había dicho. Me pareció estar en la Dimensión Desconocida.» Sin embargo, Warner intentó dar marcha atrás en el último minuto, pues no le gustaba nada que Penn y Beatty llenaran el reparto con desconocidos. El «coronel» le envió a Mac-Ewen esta nota: «¿A quién le interesa la ascensión y caída de una pareja de ratas? Lo siento, no leí el guión antes de decir que sí... Esa época terminó con Cagney.» Más o menos un mes antes de comenzar el rodaje, también Penn intentó echarse atrás. Pensaba que los problemas del guión no se habían resuelto, y que era imposible resolverlos. Beatty se negó a dejarlo marchar, y trajo a Towne para que puliera el guión.

 

Robert Towne, nacido en 1934 –tres años mayor que Beatty–, se llamaba en realidad Robert Schwartz. Towne había crecido en San Pedro, pocos kilómetros al sur de Los Ángeles, donde Lou, su padre, tenía una pequeña tienda de ropa para señoras llamada Towne Smart Shop. Helen, la madre, era una mujer de gran belleza y una auténtica esposa modelo. Robert tenía un hermano, Roger, unos seis años menor que él. San Pedro, puerto pesquero de la clase obrera, era un lugar romántico para alguien como Towne; años más tarde, en sus entrevistas, siempre intentaba dar la impresión de haber crecido en ese ambiente, aunque su padre, que se puso el apellido Towne tras introducirse en el negocio inmobiliario, se reinventó a sí mismo hasta llegar a ser un próspero promotor. La familia se instaló luego en Rolling Hills, una urbanización vallada en la parte más próspera del próspero Palos Verdes, donde todo el mundo tenía caballos. Towne estudió en Chadwick, un exclusivo colegio privado; después, ya en la adolescencia, se pasó a Brentwood. Alto y atlético, tardó, sin embargo, en encontrar su imagen. En los años sesenta, el pelo ya comenzaba a ralearle; se lo dejó crecer, y se lo cepillaba hacia un lado para esconder las imparables entradas. Su expresión melancólica y abatida, sus pálidos ojos febriles y la judaica inclinación de los hombros le daban un toque rabínico que nunca pudo quitarse completamente de encima.

Towne tenía una personalidad muy atractiva: era delicado, cortés, abnegado. En una ciudad llena de gente que había abandonado los estudios, donde muy pocos leían libros, era un hombre excepcionalmente culto. Tenía un olfato especial para los puntos sutiles de un argumento, los matices del diálogo, y sabía explicar y contextualizar el séptimo arte o una película dada en el corpus de la literatura y el teatro occidental.

Antes de los años setenta, los guionistas eran descartables. Si un proyecto iba mal, el estudio arrojaba a las llamas a un guionista detrás de otro. Ni ellos mismos se tomaban en serio. Towne formó parte de la primera generación de guionistas de Hollywood para quienes los guiones eran un fin en sí mismos, no meras estaciones en el camino hacia la gran novela americana. El fuerte de Towne eran los diálogos: «Tenía la capacidad de dejar cierto vaho en cada página que escribía y reescribía, como si respirase encima de las páginas», dice el productor Gerald Ayres, que lo contrató para el guión de El último deber. «Siempre había algo que tocaba tu sensibilidad, que hacía que leer una página de su guión no se limitase a un simple contacto con la trama; daba la sensación de que ahí había ocurrido algo accidental y auténtico en la vida de un ser humano.»

Towne era un gran conversador, pero podía ponerse didáctico y muy prolijo, y a muchos les parecía un hombre demasiado preocupado por sí mismo. Dice David Geffen, que llegó a conocerlo muy bien: «Bob era un guionista de gran talento, aunque como hombre era terriblemente aburrido. Siempre hablaba de sí mismo. Solía ir a escribir a Catalina, y cuando volvía te describía con todo lujo de detalle cómo cagaban las vacas.»

Towne comenzó escribiendo para televisión; después, empezó a escribir para Roger Corman, que producía películas comerciales para American International Pictures (AIP) y que se hizo famoso por permitir que muchos de los «niños mimados» del cine pasaran por su academia de películas de bajo presupuesto cuyo lema era «ruede hoy, monte mañana». Towne afirma que él y Beatty, que entonces aún no habían cumplido los treinta, se conocieron cuando uno entraba y el otro salía de la consulta del doctor Martin Grotjahn, el psicoanalista de ambos. Towne tenía un guión, un western llamado The Long Ride Home, que Corman quería dirigir. A Beatty, tras leerlo, se le ocurrió interpretar al protagonista. Recuerda Towne: «Fijó una cita con Roger, lo cual era algo fuera de lo común porque Roger hacía sus peliculitas con calendarios de producción de cinco días y Warren había trabajado con Kazan. Pidió ver un ejemplo del trabajo de Corman. Roger le enseñó La tumba de Ligeia, que yo le había escrito. No era algo que a ojos de Warren pudiera causar buena impresión de Roger como director. Warren dijo: «Mira, es como si fuera a casarme con una chica hermosa pero, de repente, me entero de que lleva ocho años haciendo la calle.» Beatty rechazó la película, pero Towne le había caído bien y no tardaron en hacerse amigos. Se llamaban por teléfono como mínimo una vez al día.

Tanto Towne como Beatty eran excelentes estudiantes de medicina, y Towne no tardó en ser un gran conocedor del PDR (Physicians’ Desk Reference), la Biblia de los fármacos. Hubo una época en que, junto con Jack Nicholson, concibieron, medio en serio y medio en broma, la idea de buscar a un estudiante del curso de preparación de la carrera, un estudiante de los mejores, y ayudarlo (o mejor, ayudarla) a terminar los estudios para mantenerlo después como médico de cabecera, siempre a su disposición.

Más tarde famoso por su hipocondría, Towne ya se preocupaba por su salud en aquellos años. Tenía constantes dolores de espalda y alergias. La mayor parte de los mortales, cuando pillan un resfriado, no le hacen caso; pero Towne iba enseguida a ver al médico, antes de que la flema apareciese siquiera en el fondo de su garganta. Le preocupaba que sus estornudos presagiaran algo peor, que fueran un instrumento del turbio nimbo de enfermedad que él imaginaba que lo rodeaba. Sus alergias lo debilitaban tanto que, según él mismo, lo mantenían «remendando guiones ajenos», demasiado débil para escribir sus propios originales. Alérgico a varias cosas en distintos momentos, un día tenía alergia al moho y las esporas; otro, a la soja, a las alfombras de su casa y a una acacia del jardín trasero. Él insistió hasta que la talaron. También creía tener algún problema de tiroides. Era alérgico al vino y al queso, y hasta al tiempo húmedo. Más tarde se compró un filtro de aire especial, de los que se usan en las unidades de quemados de los hospitales para que no entren bacterias.

Towne empezó a trabajar en Bonnie y Clyde, y le dedicó muchas horas durante tres semanas en la fase anterior al rodaje. «Tanto Warren como Arthur pensaban que el guión tenía problemas. Tenían objeciones al ménage à trois. Beatty, pese a que le gustaba interpretar papeles opuestos a su imagen, dijo: «Os diré una cosa ahora mismo: no pienso interpretar a un maricón.» El actor creía que el público no iba a aceptarlo. «Se me van a mear encima», dijo, utilizando una de sus expresiones favoritas. Benton y Newman no lo entendían. «Lo que queríamos era hacer una película francesa, y ésos eran problemas que a François Truffaut nunca le molestaron», dice Benton. Pero Penn les dijo: «Estáis cometiendo un error, chicos, porque estos personajes ya están metidos en bastantes líos. Matan, asaltan bancos. Si queréis que el público se identifique con ellos, no lo conseguiréis nunca si decís que este tío es homosexual. Vais a destruir la película.» Benton y Newman cambiaron al homosexual por un impotente. Towne estuvo de acuerdo: «Nadie pensó que teníamos que evitar un tabú. Simplemente vimos que no podíamos resolver relaciones tan complejas desde el punto de vista dramático y seguir robando bancos y matando gente. Se te acaba antes la película. Mira Jules y Jim, por ejemplo; tardan toda la película en ir de Tinker a Evers y Chance.
Y eso sin toda la acción y la violencia.»

El aporte fundamental de Towne consistió en cambiar el orden de algunas escenas. Hay un momento crucial en el que la banda recoge a un sepulturero (Gene Wilder). Están todos en el coche, diciendo paridas, muy excitados con la idea de asaltar algún banco, hasta que alguien le pregunta al hombre a qué se dedica. Wilder se lo dice. La revelación ensombrece palpablemente la atmósfera, un cambio subrayado por la frase de Bonnie: «Sacadlo de aquí.» Inicialmente la escena aparecía hacia el final, después de la visita de Bonnie a su madre. Towne la adelantó y la colocó antes de la visita, para destacar el oscuro nubarrón de fatalidad que se cierne sobre la banda, y así convirtió la siguiente reunión familiar en una ocasión agridulce, no feliz como la habían imaginado Benton y Newman. Towne también escribió una coletilla para la madre de Bonnie, una ducha de agua fría sobre el sentimentalismo de la secuencia. Después de que Bonnie expresa su deseo de instalarse cerca de la casa de su madre, Mama Parker dice: «Si intentas vivir a menos de cinco kilómetros de esta casa, no vivirás mucho, cariño.»

«Cuando era niño», cuenta Towne, «me llamaban la atención cuatro cosas de las películas: que los personajes siempre encontraban un lugar donde aparcar a cualquier hora del día y de la noche; que nunca les daban el cambio en los restaurantes; que maridos y muje-
res nunca dormían en la misma cama, y que la mujer se iba a dormir sin quitarse el maquillaje y se despertaba con el maquillaje intacto. Y pensaba: nunca voy a hacer lo mismo. En Bonnie y Clyde –aunque no creo que fuera idea mía–, Bonnie cuenta hasta el último céntimo del cambio, y C. W. se queda sin poder salir de un aparcamiento y pasa un gran apuro al intentar escapar.»

Cuando ya estaban listos para ir a filmar en exteriores, con el guión revisado y el trabajo de Towne terminado, Beatty le preguntó al guionista si tenía alguna idea para nuevos proyectos. Desde que ¿Qué tal, Pussycat? se le escapara de las manos, Beatty quería volver al mismo territorio, la historia del Don Juan compulsivo. Towne había estado pensando en poner al día una comedia de la Restauración titulada The Country Wife, de William Wycherley,* sobre un hombre que convence a sus amigos de que su médico lo ha dejado impotente para que no desconfíen de él cuando se quede a solas con sus esposas. Towne había conocido a un amigo de un amigo, un peluquero heterosexual, que había echado por tierra todas sus ideas acerca de los peluqueros. ¿Qué mejor manera de poner al día la pieza de Wycherley que con el personaje de un peluquero al que todo el mundo supone homosexual? A Beatty le gustó la idea, y contrató a Towne para que le escribiera el guión por veinticinco mil dólares. Towne lo acompañó al plató de Bonnie y Clyde en Dallas, y allí lo escribió. El título original del guión fue Hair; más tarde, Shampoo.

Bonnie y Clyde se filmó con actores traídos de Nueva York, sede de una revolución en la selección de actores que se debió casi exclusivamente a Marion Dougherty. Cuando Dougherty empezó a trabajar al principio de los años sesenta, el casting todavía estaba en la Edad Media. «Era como encargar comida china», dice Dougherty. «Tenían un montón de gente contratada, así que sólo había que ir seleccionando, uno de la columna A y uno de la columna B.» A finales de los sesenta, las cosas no habían mejorado mucho. Cuenta Nessa Hyams, que se formó con Dougherty: «La mayoría de la gente de casting estaba en Los Ángeles. Ya eran maduritos; ex militares, funcionarios. Para ellos un casting consistía en llamar a los representantes, que
tra­ían a todos sus chicos, todos muy parecidos en aspecto y estilo: sosos, rubios, ojos azules. Marion iba al teatro, así que siempre sabía quiénes eran las nuevas promesas. Había cientos de jóvenes actores dando vueltas por Nueva York, y aún sin descubrir.»

Penn y Beatty no necesitaban a Dougherty porque los dos habían trabajado en teatro y en la televisión en directo, que se convirtieron en el banco genético del Nuevo Hollywood. El reparto se formó en su mayor parte con actores de ese medio: Gene Hackman, Michael J. Pollard y Estelle Parsons. Además de Beatty y Faye Dunaway, contratada para el papel de Bonnie, nadie en el reparto se parecía ni remotamente a una estrella de cine. Hackman era un tipo común y corriente del Medio Oeste; Parsons era sencilla; y, según los criterios convencionales, Pollard, con su cara redonda y sus labios carnosos, se parecía más a una atracción de barraca de feria. En una palabra, parecían gente real.

También en lo que atañe al reparto, el otro fenómeno decisivo, gestándose más o menos en las mismas fechas, fue El graduado. En el libro, los Braddock y sus amigos, incluida la famosa señora Robinson, eran blancos, anglosajones y protestantes. Mike Nichols, el director, había intentado respetar esa pauta, y le había ofrecido el papel de la señora Robinson a Doris Day, que lo rechazó diciendo: «Ofende mi sentido de los valores.» Después les hizo una prueba a Robert Redford y Candice Bergen, pero el instinto le decía que les faltaba algo. «Cuando vi la prueba de Redford, le dije que no podía, en ese momento de su vida, interpretar a un perdedor como Benjamin, porque nadie se lo creería. Redford dijo: “No lo entiendo”, y yo le dije: “Bueno, déjame que te lo explique de otra manera: ¿Alguna vez te ha ido mal con una chica?” Y él me respondió: “¿Qué quieres decir?” Eso era precisamente lo que le quería decir.» Nichols convirtió a las familias en judíos de Beverly Hills, y le dio el papel a Dustin Hoffman. Elegir a Hoffman en lugar de Redford fue, sin duda, un paso muy audaz. El gran éxito de la película lanzó a Hoffman al estrellato, un hecho que, a su vez, abrió las puertas de Hollywood a los actores étnicos de Nueva York.

Lo más curioso de Bonnie y Clyde fue que se rodó en exteriores en Texas, lejos del estricto control de los estudios; no obstante, Beatty tuvo que luchar para que se lo permitieran. Él quería saber el porqué y el para qué de todo lo que hacía Penn, y también tenía un montón de ideas propias. Cuenta Parsons: «Warren y Arthur discutían por cada toma. Nosotros nos metíamos en los vestuarios y esperábamos, esperábamos.» Towne se había hecho íntimo de los dos. «Yo era una especie de parachoques entre ellos. Por ejemplo, Arthur quería una escena en la que Bonnie y Clyde fingían que estaban muertos. Warren vino y me dijo: “No puedes escribir esa jodida escena porque es una mierda.” Yo pensé: Bueno, a lo mejor puedo hacer que funcione, de momento sólo es papel. Intenté varias veces hacer que funcionara, y nunca me pareció especialmente buena. Warren no paraba de gritarme: “¡No podemos mimarlo! ¿Cómo puedes hacer eso?”

»Mi teoría se basaba en aquel chiste sobre un tipo que se pesca una venérea en la guerra de Corea. El médico norteamericano le dice: “Esta forma particular de enfermedad venérea no tiene tratamiento; lo único que podemos hacer es amputártela, porque se te va a gangrenar.” El tipo dice: “No puede hacer eso.” Después se entera de que en las colinas vive un curandero, un bicho raro. Va a verlo y le enseña su problema. El curandero le dice: “¿Médicos americanos decir cortar?” “Sí, eso mismo. ¿No cortar?”, le dice el tipo. Y el curandero le responde: “No, no, esperar dos días, caer sola.” Lo que yo intuía era que en dos semanas la escena se caería solita. Cuando Arthur viera los copiones y se sintiera más seguro, ya no querría filmar la escena. Y no la filmó.»

Cuando Beatty no estaba actuando, produciendo o discutiendo con Penn, estaba en su Winnebago. Las chicas entraban y salían a cualquier hora del día y de la noche. Los actores y el equipo observaban cómo la caravana se bamboleaba como un barco en alta mar.

A pesar de todas las discrepancias, Beatty, Penn, Benton y Newman estaban de acuerdo en una cosa: la violencia tenía que sacudir al espectador. Las balas tenían que herir no sólo a los personajes, sino también al público. «No era habitual matar a alguien a balazos y verlo caer en el mismo fotograma; tenía que haber un corte», explica Penn. «Nosotros dijimos: “No repitamos lo que los estudios llevan años y años haciendo. Tiene que ser una bofetada en plena cara.”»

Sin embargo, al final Penn quiso un efecto diferente. Fue suya la idea del polémico clímax, en el que Bonnie y Clyde caen a cámara lenta bajo una lluvia de balas, como marionetas que se tambalean grotescamente. Cuenta el director: «No olvidemos que eran los tiempos de Marshall McLuhan. La idea era utilizar el medio como recurso narrativo. Yo quería que la película se desprendiera del fondo relativamente sórdido de la historia, hacer algo un poco más tipo ballet, Quería un gran final.» Con la bala que hace volar en pedazos una parte de la cabeza de Clyde, Penn quiso recordar al público el asesinato de John F. Kennedy.

Equipo y actores regresaron de Texas en la primavera de 1967. En junio, el montaje estaba casi terminado. Beatty organizó un pase para Warner en la sala de proyecciones de la palaciega casa del magnate en Angelo Drive. A Warner no le gustaba sentarse en sillas o butacas previamente ocupadas, por eso, si la sala se había utilizado antes, su silla estaba en zona prohibida. Además, su débil vejiga era tan célebre como él. «Te diré una cosa, y espero que no la olvides», dijo Warner, volviéndose hacia Penn. «Si tengo que ir a mear es porque la película es una mierda.» La película duraba casi dos horas y diez minutos; aún tendrían que quitarle más o menos quince minutos. Empezó la proyección, y a los cinco o seis minutos, Warner se disculpó. Regresó a su asiento para el siguiente carrete, y un poco más tarde volvió a ir al lavabo. Y tuvo que ir una tercera vez. Al final de la proyección, las luces se encendieron, bañando de un tenue resplandor los Monets y los Renoirs que colgaban en las paredes. Silencio absoluto «¿Qué coño es esto?», preguntó Warner. Silencio. «¿Cuánto ha durado esta película?» Bill Orr, su yerno, le dijo: «Dos horas y diez minutos, coronel.» Warner replicó: «Han sido las dos horas y diez minutos más largas de mi vida. Esta película da para tres meadas.»
Beatty y Penn no sabían si reír o llorar. Beatty intentó explicarle la película a Warner. Habló con dolorosa determinación, mientras el ominoso silencio que reinaba en la sala se tragaba sus palabras. Al final, aferrándose desesperadamente a su objetivo, dijo: «¿Sabe una cosa, Jack? En el fondo, esta película es una especie de homenaje a las películas de gánsters de Warner Brothers de los años treinta.» «¿Qué coño va a ser un homenaje?», dijo Warner.

Días después le pasaron la película al padre Sullivan, de la Legión de la Decencia Católica, quien juró y rejuró que Dunaway no llevaba bragas en la escena inicial, cuando baja corriendo la escalera. Recuerda Beatty: «Hizo que le pasaran la escena no sé cuántas veces, mientras decía: “¡Oh, no, le he visto un pecho!” Y nosotros le decíamos: “No, padre, sólo es el vestido, es seda.” Y él insistía: “¡No, no, le he visto un pecho! ¡Esperen, creo que le he visto un pezón!” Y nosotros le decíamos: “No, padre, sólo es un botón.”»

Pocas semanas más tarde, Warner fue a Nueva York y anunció la venta de su parte a Seven Arts Productions, una pequeña productora de televisión, por 183.942.000 dólares, una historia en la que el pez chico se come al grande. Warner personalmente se embolsó treinta y dos millones. Eliot Hyman pasó a ser el nuevo presidente; Kenny, su hijo, productor de The Hill y Doce del patíbulo para MGM, fue el nuevo jefe de producción, con un contrato de tres años. Los nuevos propietarios mantuvieron a Benny Kalmenson, el número dos de Warner, a Richard Lederer, el ejecutivo de márketing, y a Joe Hyams, que trabajaba para Lederer. Kenny Hyman anunció inmediatamente que su intención era ganarse la benevolencia de los directores cediéndoles más control artístico, y contrató a Sam Peckinpah para dos películas –Grupo salvaje y La balada de Cable Hogue–, después de que a Peckinpah le hicieran virtualmente el vacío por su alcoholismo, su falta de respeto y otros delitos   contra   el sistema de los estudios. Y también le dio un espaldarazo a un joven guionista de la casa, al que contrató para que dirigiera un musical con Fred Astaire: El valle del arco iris.

 

Si Bonnie y Clyde fue una de las últimas películas del régimen del viejo Warner, El valle del arco iris fue una de las primeras del nuevo régimen liderado por Hyman. Justo cuando Beatty estaba a punto de terminar, empezó su trabajo Francis Ford Coppola, que había estudiado en la escuela de cine de la Universidad de California-Los Ángeles (UCLA). El año anterior, Coppola había dirigido su primera película seria, Ya eres un gran chico, con guión propio, adaptación de la novela de David Benedictus. Cuenta John Ptak, que también estudió en la UCLA y luego se convirtió en agente: «El noventa por ciento de los directores empezaba como guionistas porque no había otra manera de llegar a director. Ninguna. Lo único que esos chicos en rea­lidad tenían era la capacidad de contar una historia.» Ya eres un gran chico fue considerada prácticamente un milagro. «En esos años, era inaudito que un tipo joven hiciera un largometraje», recuerda Coppola. «¡Yo fui el primero!» Sus seguidores lo adoraban. «Francis era nuestro ídolo», dice la actriz Margot Kidder. «Conocer a Francis
era lo más cerca de Dios que se podía estar.»

Cuando Coppola ingresó en la UCLA en 1963, las facultades de cine eran guetos para vagos y colgados; la de la USC funcionaba en un viejo establo; la de la UCLA, en unos barracones prefabricados, vestigios de la Segunda Guerra Mundial. «No se consideraba una carrera seria», recuerda el guionista Willard Huyck, que ingresó en la USC en 1965. «Pasabas delante de la facultad de cine, te agarraban por el brazo y te decían: “¿Quieres ser cineasta?” Era muy fácil entrar.» El otro factor de motivación, por supuesto, fue la guerra de Vietnam. Según cuenta el diseñador de sonido Walter Murch: «Todos nos pusimos a estudiar cine porque nos interesaba el cine, pero también era una especie de burbuja, de refugio, para librarnos del reclutamiento.»

A los veintiocho años, Coppola era un tío macizo de un metro noventa, barbudo, con gafas de culo de botella y gruesa montura de concha; iba siempre con la ropa arrugada, como si hubiese dormido vestido. Ésa fue su fase Fidel Castro: uniforme de faena, botas y gorra. Aceptó El valle del arco iris, que tenía un presupuesto bajísimo para un musical, con un reparto ya montado y un productor fuerte, convencido de que cometía un error. «La comedia musical era algo que yo había mamado en familia y, francamente, pensé que mi padre quedaría impresionado.»

Un día del verano de 1967, Coppola reparó en un joven de veintitrés años, menudo y reservado, también barbudo, que merodeaba por el plató y observaba al veterano equipo que a duras penas hacía su trabajo. El chico llevaba todos los días el mismo atuendo: tejanos y una camisa blanca con las puntas del cuello abotonadas a la pechera, los faldones por fuera de los pantalones. George Lucas era la estrella de la USC; su corto estudiantil, THX:1138:4EB/Electronic Labyrinth, había conseguido el primer premio en el tercer National Student Film Festival en 1968, y su período de prácticas en Warner le permitía básicamente hacer lo que quería en el estudio durante seis meses. Lucas se proponía estar de aprendiz en el legendario departamento de animación de Warner –Tex Avery, Chuck Jones– pero, como casi todo lo demás, el departamento había sido cerrado; ésa fue una de las razones por las cuales fue a parar al plató de Coppola, el único lugar del estudio donde había señales de vida.

Lucas era casi patológicamente tímido, en particular con los adultos. Cuando empezó a salir con Marcia Griffin, la chica con la que terminó casándose, pasaron meses antes de que ella consiguie-
ra que le dijese dónde había nacido. «Era muy difícil hacerlo hablar», recuerda Marcia. «Yo solía decirle: “Y tú, George, ¿de dónde eres?”»

«Mmm, California.»

«Oh, bien, ¿de qué parte de California?»

«Eh... el norte de California.»

«¿De dónde del norte de California?»

«Del norte... de la zona de San Francisco.» Nunca hablaba sobre sí mismo motu proprio, era muy reservado, muy callado. Pero con Coppola, Lucas podía hablar de cine, y Francis reconoció en él un alma gemela. Lucas era el único «barbudo» del estudio, el único que había estudiado cine y, el único casi, menor de sesenta.

Lucas estaba fascinado con Coppola, que ya entonces era una leyenda entre los estudiantes de cine de la USC. Dice Murch: «Gracias a su personalidad, puso la mano en el picaporte y las puertas se le abrieron de par en par. De repente, entró un haz de luz; vimos que uno de nosotros, un estudiante de cine sin ningún enchufe en la industria, había dado el paso; de ser un estudiante pasó a ser alguien que hizo un largometraje financiado por un estudio.»

Sin embargo, tras dos semanas de ver luchar a Coppola con El valle del arco iris, Lucas decidió que ya había visto demasiado. Coppola se molestó: «¿Qué quiere decir que te vas? ¿No soy lo bastante entretenido para ti? ¿Ya has aprendido todo lo que tenías que aprender observándome dirigir?» Y le ofreció un puesto en la producción. También Lucas cayó bajo el hechizo de Coppola.

Sin embargo, no hay que olvidar que Coppola trabajaba controlado por el productor Joe Landon. El joven director odiaba la idea de rodar en el estudio, quería hacerlo en exteriores, en Kentucky, donde estaba ambientada la historia; pero, por supuesto, los estudios le dijeron que no, y él, a diferencia de Beatty, no tenía influencia suficiente para salirse con la suya. Hacia el final del rodaje, se decidió y se fue a Bay Area con algunos actores y el equipo mínimo, y filmó al estilo guerrilla.

Los métodos de Coppola eran tan poco ortodoxos que él vivía pensando que tenía los días contados. Recuerda Milius: «Francis tenía un armario en el edificio del productor; robaba material y equipo y lo iba metiendo allí. Decía que algún día, cuando por fin lo echasen, con eso tendríamos bastante para hacer otra película.»

 

Bonnie y Clyde estuvo lista a principios del verano de 1967. Los ejecutivos del estudio habían ido marchándose disimuladamente durante la proyección de la copia provisional, y Lederer sabía que iban a enterrarla: ni siquiera figuraba en el calendario de estrenos. El jefe de distribución era un hombre llamado Morey «Razz» Goldstein. Sin haber visto la película, Goldstein decidió estrenarla el 22 de septiembre en un autocine de Denton, Texas. «En esos días, septiembre era la peor época del año para lanzar una película», cuenta Lederer. «Era lo mismo que tirarla a la basura.» Un día, Lederer recibió en Nueva York una llamada de un tipo que trabajaba en el estudio y que hacía tráilers para él. El hombre le dijo: «Acabo de ver una copia de Bonnie y Clyde; es pura dinamita, una película especial.» Lederer fue a ver a Kalmenson y le dijo: «Escucha, Benny. No descartes Bonnie y Clyde todavía. Veámosla otra vez antes de tomar una decisión. Tenemos una primera versión. Warren pondrá el grito en el cielo, pero puedo hacer que la vuelvan a traer por la mañana sin que nadie se dé cuenta.»

Al día siguiente por la tarde, Lederer organizó un pase para él y su equipo. Quedó anonadado. Fue al despacho de Goldstein y encontró a los cuatro jefes de división reunidos. Goldstein dijo: «Nick, hemos visto la película, y mantenemos el calendario original, pero te diré lo que nos gustaría hacer: uno de esos grandes estrenos en el campo, en Denton. Sacamos los coches viejos y la armamos, chico. Llevamos a Warren, a Arthur, a Faye, todos nos lo pasaremos en grande.» Lederer se puso furioso; dirigiéndose a los jefes de división dijo: «Oídme bien. Lo de los coches viejos no es ningún problema, pero eso es todo lo que te puedo conseguir. Lo único que hará Warren cuando se entere de lo que estás haciendo será venir a este despacho con un cuchillo a cortarte las pelotas.» Dicho lo cual se levantó y salió.

Mientras tanto, la primera proyección pública tuvo lugar en el viejo edificio del gremio de directores en Sunset Boulevard. Beatty invitó a los gigantes de Hollywood, los hombres cuya amistad había cultivado: Charlie Feldman, Sam Spiegel, Jean Renoir, George Stevens, Billy Wilder, Fred Zinnemann, Sam Goldwyn, Bill Goetz, etc. Fue un paso muy valiente; sus amigos le dijeron que estaba loco porque a esos tipos nada les gustaba más que cargarse a un pobre infeliz que protagonizaba una película producida por él mismo: debía de ser algún producto de la vanidad. El día anterior había aparecido en el Esquire el desagradable artículo de Rex Reed titulado «Por favor, que se calle de una vez el verdadero Warren Beatty». Y Beatty, que, humillado, seguía deprimido, se pasó toda la proyección con cara de no sentirse bien; apenas prestó atención a la película. Bonnie y Clyde terminaba con la coreográfica emboscada. «En aquellos tiempos, a la gente no le volaban la cabeza en pedazos ni explotaban cientos de miles de petardos en cada escena», dice Beatty. «Era una de las películas más violentas que jamás se habían visto.» Al finalizar la sesión, se hizo un largo silencio que a él le pareció una eternidad. Después, toda la sala estalló en aplausos. Diez filas detrás de él, alguien se puso de pie y dijo: «Señores, Warren Beatty acaba de darnos a todos por
el culo.»

A partir de esta y otras proyecciones, Beatty se puso a luchar para conseguir mejores fechas de estreno. Goldstein, empecinado, dijo: «Estáis todos locos con esta película; ya es hora de que la dejéis». Pero Beatty no se dio por vencido. Joe Hyams convenció a Beatty y a Penn de que el Festival de Cine de Montreal era el lugar apropiado para el estreno. «Recordé una película titulada Acosado, una mierda, y que el único lugar del mundo en que le había ido bien había sido en Canadá», recuerda Hyams. «Les dije: “¡Si esa película triunfó en Canadá, a ésta también puede irle bien en Canadá.» El estreno mundial de Bonnie y Clyde tuvo lugar el viernes 4 de agosto de 1967, en la Expo ’67 del Festival Internacional de Cine de Montreal.

«¡Qué reacción! Fue increíble», recuerda Lederer. «Los artistas tuvieron que salir catorce veces, la ovación no cesaba. Cuando todo terminó, Warren se metió en la cama de su suite con una chica a cada lado, vestidas, acurrucadas contra él. Una era una bonita francesa, una de las azafatas del festival. Warren le dijo: “Oye, cielo, ¿cuál es el lugar más marchoso de Montreal? Quiero que me lleves ahí esta noche.” La chica le dijo: “Señor Beatty: ¡éste es el lugar más marchoso de Montreal!”»

En Nueva York, Bonnie y Clyde se estrenó en los cines Murray Hill y Forum, en la calle Cuarenta y siete y en Broadway, el 13 de agosto, en pleno Verano del Amor, pocas semanas después de que los célebres disturbios arrasaran los guetos de Detroit y Newark. Bosley Crowther, que acababa de ver la película en Montreal, y al que no le había gustado nada, publicó en el New York Times una crítica demoledora en la que la tildó de «payasada barata y descarada sobre las horrendas barbaridades de esa sórdida pareja de imbéciles como si se tratase de una juerga, igual que las bufonadas de la era del jazz de Millie, una chica moderna».

Los críticos de los periódicos tenían entonces una influencia muchísimo mayor que ahora. Las películas se estrenaban poco a poco, primero en Nueva York y Los Ángeles, y de allí pasaban al interior a un ritmo pausado, como ondas en un estanque; por lo tanto, su éxito dependía de las críticas y del boca a boca, así como de la publicidad en la prensa. No obstante, la crítica de cine no era algo que se tomara en serio; era un deporte de caballeros, dominado por el gusto medianamente intelectual de Crowther. Una mala crítica de Crowther, que en esos días vivía clamando contra la violencia en el cine, podía hundir una película; ya había puesto por los suelos no sólo a Doce del
patíbulo,
de Robert Aldrich, sino también A quemarropa, de John Boorman, por la ausencia de un valor social que las redimiera. Crowther repitió su ataque a Bonnie y Clyde dos fines de semana consecutivos en la sección de espectáculos del domingo. «Me aterrorizaban su poder y el hecho de que en su crítica me dejara tan mal», dice Lederer. «Confieso que me dolió.»

Benton, Newman y sus respectivas familias habían alquilado una casa de veraneo en Bridgehampton. Benton le dijo a Sally: «Mira, sólo es una película más. Ha sido un gran momento de nuestra vida, pero no se puede esperar nada.» Entonces leyó el ataque de Crowther y pensó: «Nova a durar ni dos semanas en cartel.» El resto de las críticas –especialmente las de las influyentes Time y Newsweek– fue casi tan cruel como la de Crowther. Joe Morgenstern, de Newsweek, la calificó de «sórdido filme de tiros y mamporros para idiotas». Sin embargo, en The Times comenzaron a recibir cartas de gente a la que le había gustado la película y, lo que es más importante aún, a Pauline Kael le encantó Bonnie y Clyde.

Kael era una mujer diminuta, con aspecto de pajarillo, que habría podido ser la secretaria de una pequeña universidad femenina de Nueva Inglaterra. Bajo su apariencia poco interesante se ocultaba una gran pasión por la polémica y un auténtico genio para la invectiva. Sus escritos vibraban de amor al cine mezclado con la emoción que a la crítica le producía descubrir buenas películas. Tras surgir, ya madurita, de las sombras de las salas de arte y ensayo de Berkeley, donde escribía notas mimeografiadas para un círculo de pálidos cinéfilos, Kael brilló un tiempo en el mundo de los medios de Nueva York y después se puso a trabajar en serio. Rehuía la política, pero en sus críticas siempre había un pequeño lugar para la Nueva Izquierda. Su versión del odio antisistema propio del movimiento pacifista se expresaba en una profunda desconfianza en las productoras y un bien desarrollado sentido de «Nosotros contra Ellos». Escribía sobre el choque entre directores y ejecutivos de los estudios con la misma pasión con la que Marx había escrito sobre la lucha de clases.

Kael era una defensora de los cineastas y, a la vez, activista. Como Sarris, no sólo escribía artículos de rutina en los que indicaba a los lectores la mejor manera de pasar la noche del sábado. Los dos críticos habían declarado la guerra al «crowtherismo», como ellos lo llamaban; eran soldados librando una batalla contra la ignorancia. Al mismo tiempo, convencían a la intelectualidad de que las películas de Hollywood, que siempre habían sido consideradas inferiores –William Faulkner y F. Scott Fitzgerald se habían rebajado cuando fueron a Hollywood–, también podían ser arte.

Lo que Kael decía era, en el fondo, sensato, pero sus simpatías la hacían vulnerable a la balada del artista desamparado, la triste canción que más de un director estaba dispuesto a entonar con tal de que le escribieran una buena crítica. Cuenta el guionista y actor Buck Henry: «Todos sabíamos que a Kael se la podía “comprar”, que si te la llevabas a un bar, la emborrachabas y le contabas algún chisme, podías conseguir que repitiera de alguna forma lo que le decías.»

Kael no tardó en ver que Warner Bros. era un estudio demasiado retrógrado para comprender el valor de Bonnie y Clyde. Era una situación hecha a medida para su talento, y ella contribuyó con una crítica de nueve mil palabras que The New Republic, revista para la que escribía en esa época, se negó a publicar. El artículo terminó en The New Yorker, y le aseguró una columna habitual en esta revista. En su crítica, Kael decía: «Bonnie y Clyde es la película auténticamente americana más emocionante desde El mensajero del miedo y el público lo sabe.» No contenta con esta defensa, encabezó una campaña para rehabilitar la película. Kael tenía acólitos –críticos que seguían su ejemplo, más tarde apodados «paulettes»–, y movilizó a sus tropas. Corre el rumor de que convenció a Morgenstern para que volviera a ver la película. Una semana más tarde, Morgenstern publicó una retractación sin precedentes.

«La crítica de Pauline Kael fue lo mejor que jamás nos ocurrió a Benton y a mí», recuerda Newman. «Nos puso en el mapa. La nuestra era, a grandes rasgos, una gran película de gánsters, un género no muy respetado. Lo que ella hizo fue decirle a la gente: “Pueden ver esta película seriamente; no es obligatorio que sea una película de Antonioni sobre personajes alienados caminando por una playa, y en blanco y negro, para que sea una obra de arte.”» Y Towne añade: «Sin ella, Bonnie y Clyde habría muerto como un perro.» Otorgando a los guionistas una parte importante del mérito, Kael desairó a Beatty y lo trató de actor mediocre. Pero Beatty llamó a Kael, y la sedujo. Cuenta Kael que cuando finalmente lo conoció, en un pase de un documental sobre Penn, «Beatty conectó muy bien con mi hija, que en esa época era una adolescente».

Benny Kalmenson, una reliquia del régimen de Warner, era un ex obrero siderúrgico, un hombre achaparrado y macizo que, al igual que muchos ejecutivos de Warner, vestía como un mafioso sacado de una de las famosas películas de gánsters del estudio. «No paraba de decir: “El cabrón de Warner esto, el cabrón de Warner lo otro”, cada dos palabras soltaba un taco», recuerda Lederer. «Era un matón.» Cuando Kalmenson por fin vio la película, su reacción fue clarísima: «¡Es una mierda!» Furioso, Beatty lo siguió a su despacho y le dijo: «Déjame que te pague este negativo y te daré una parte de los beneficios». Kalmenson lo miró como si Beatty fuera una hormiga y replicó: «¡Lárgate ahora mismo de aquí, Warren! ¿De dónde diablos vas a sacar dos millones de dólares?» Beatty le dijo: «Puedo conseguirlos, no te preocupes.» Más tarde, Beatty pensó: Están empezando a tomarme en serio. Saben que pueden librarse de esto si quieren.

Pero nada de eso importó. Bonnie y Clyde se estrenó en Denton, Texas, el 13 de septiembre; al día siguiente recorrió todo el sur y suroeste. Tras dos semanas, la sustituyeron con una producción importante de Seven Arts, Reflejos en un ojo dorado, con Marlon Brando, una película para la que Seven Arts había reservado los cines antes de comprar Warner Bros. (Coppola había trabajado en el guión.) «En efecto», dice Beatty, «mantener Bonnie y Clyde en cartel les habría hecho perder las salas reservadas para Reflejos.»

Puede decirse que, en Nueva York, a Bonnie y Clyde sólo le fue regular. Lederer fue a ver a Kalmenson y le imploró que consiguiera el resto de las fechas de septiembre para dar tiempo a que se corriera la voz. «La verdad es que creo que ese hombre empezaba a presentir que el negocio estaba pasándole por delante de sus mismas narices», recuerda Lederer. «Para él, Bonnie y Clyde era una película decisiva, porque sabía que la reventaría. Pero era testarudo, un hombre con una voluntad de hierro. Creí que iba a matarme. Me maldijo –“No quiero oír una sola palabra más sobre esa mierda de Bonnie y Clyde, no voy a anular ninguna fecha de estreno, tengo que lanzar dieciocho películas y Bonnie y Clyde se va a quedar donde está, ¡coño!”–. Y así fue, y la película murió. A fines de octubre ya estaba muerta. A mí me desmoralizó el estreno de septiembre, después de rompernos tanto el culo, así que me di por vencido. Había hecho todo lo posible, sentía que ya era imposible resucitarla. Y es cierto, no lo hice.»

 

En esos días, Peter Fonda estaba en Toronto en una convención de exhibidores canadienses, haciendo lo que podía para colocar su última película para AIP, The Trip, rodada a partir de un guión de Jack Nicholson. En aquel entonces, Fonda era el John Wayne de las pelis de moteros, tras protagonizar el mayor éxito de taquilla de AIP, The Wild Angels (Los ángeles del infierno),* que había recaudado unos muy bonitos diez millones de dólares brutos con un presupuesto de tan sólo 360.000. Peter Fonda, muy elegante con un traje cruzado hecho a medida, pese a la manifiesta ausencia de calcetines y zapatos, se sentó al lado de Jacqueline Bisset. «Siempre quise follármela», dice el actor. «Jacqueline me preguntó, con esa sonrisa devastadora: “Peter, ¿cómo es que no te has puesto zapatos ni calcetines?” Yo le respondí, también con una sonrisa: “Para poder meterte el pie por debajo del vestido, Jackie”, mientras mi pie ya empezaba a trepar por la pierna de ella. “¡No!”, gritó Jacqueline. Entonces oí que alguien decía: “Caballeros, el señor Peter Fonda.” “Perdón, Jackie. Me llaman.”» Fonda se dirigió hacia el podio, hizo unos cuantos comentarios poco entusiastas, aceptó un Zippo de oro grabado, y volvió a retirarse a su habitación del Lakeshore Motel –las paredes revestidas de terciopelo rojo– a firmar cientos de fotos para las esposas, los hijos y los amigos de los exhibidores.

«Yo estaba un poquito borracho y vi una... sí, una fotografía de Los ángeles del infierno en la que aparecíamos Bruce Dern y yo en una moto», recordó después. «Y de repente pensé: Sí, señor, ése es el western moderno, dos tipos atravesando el país en moto... A lo mejor han dado un buen golpe y tienen mucho dinero. Y piensan cruzar el país y después retirarse a Florida... Pero entonces aparece un par de cazadores furtivos en un camión y los matan a tiros porque no les gusta la pinta que tienen.»

Eran la cuatro y media de la mañana, y la única persona bastante loca para captar la idea era Dennis Hopper. Aunque las discusiones entre ambos eran frecuentes, Fonda y Hopper eran muy buenos amigos. Era la una y media en Los Ángeles cuando Fonda llamó a Hopper y lo despertó.

«Oye, Hopper, escucha bien lo que voy a contarte...»

«Vaya, es una historia estupenda. ¿Qué piensas hacer?»

«Bueno, creo que la dirigirás tú, yo seré el productor, la escribimos entre los dos y nos quedamos con los protagonistas. Podríamos hacer un poco de dinero.»

«¿Dejarías que la dirigiera yo?»

«Claro, yo no estoy preparado para dirigirla y tú quieres dirigir, ¿verdad? A mí me gusta tu energía, Dennis. Sí, quiero que la dirijas.»

Según Hopper, Peter y él se habían prometido mutuamente no convertirse en estrellas de películas de moteros, pues se creían destinados a cosas mejores; fiel a sí mismo, no se mostró demasiado entusiasmado. Sin embargo, hasta ese momento no se le había presentado ningún proyecto mejor, y esa película era un éxito seguro porque Fonda tenía un acuerdo para hacer tres películas con AIP. La respuesta de Dennis fue:

«Peter, ¿de verdad te dijeron que te darían la pasta?»

«Claro.»

«¡Entonces creo que es una idea cojonuda!» Y así fue como se pusieron a discutir con qué droga se harían ricos los dos personajes. Hopper dijo: «En esas motos no podríamos llevar marihuana suficiente para venderla y retirarnos. No se lo tragaría nadie, tiene que ser otra cosa.»

«¿Heroína?»

«No, tiene connotaciones desagradables. No es una idea muy buena. ¿Por qué no cocaína?» Y fue cocaína. «Elegí la cocaína porque era la droga de los reyes», recuerda Hopper. «Me la había hecho probar Benny Shapiro, el promotor musical, al que se la había hecho probar Duke Ellington.» En aquellos días, nadie se imaginaba siquiera que la cocaína crease adicción. Como no se conseguía en la calle y, además, era muy cara, circulaba poco (en la película utilizaron levadura en polvo).

La llamada de Fonda no podía llegar en un momento mejor para Hopper, que había tocado fondo. Actor ocasional, rebelde y caótico, fotógrafo de talento y uno de los primeros coleccionistas de arte pop, antiguo amiguete y acólito de James Dean, al que había conocido durante el rodaje de Rebelde sin causa, a Hopper le habían hecho el vacío porque había osado plantarle cara al director Henry Hathaway. Tenía la costumbre de acorralar a los tipos de los estudios en las fiestas para intimidarlos con sus ataques contra la industria cinematográfica: que estaba pudriéndose por dentro, que estaba muerta... Era el «viejo marinero» en un viaje de ácido.* No paraba de decir: «Van a rodar cabezas, el viejo orden va a caer y todos vosotros vais a morir, dinosaurios.» Hopper afirmaba que en Hollywood tenían que imperar los principios del socialismo, que lo que se necesitaba era una inyección de dinero para la gente joven como él. Y recuerda: «Estaba desesperado. A veces arrinconaba a un productor y le preguntaba, le exigía que me dijera por qué yo no dirigía, por qué no me daban ningún papel. “Claro, nadie quiere trabajar con un loco así, ¿verdad?” Los tipos sonreían con burla, se apartaban. Nueva York y Hollywood son lugares duros para mí, hay que ir a las fiestas y sentarse en las rodillas de un productor», confesó Hopper. «Trato de ser cortés, educado, y después, lo más seguro es que me cabree y meta la pata. Seré sincero, no puedo portarme bien mucho tiempo, no tengo el don de gentes que hay que tener para eso, ni capacidad para disfrutarlo.»

Hopper vivía en Los Ángeles con su esposa, Brooke Hayward, hija del representante y productor Leland Hayward y la actriz Margaret Sullavan, quien había estado casada con Henry Fonda. Brooke fue lo más cerca que Hopper llegó a estar de la aristocracia del Viejo Hollywood. Ella estaba liada con el escenógrafo Richard Sylbert cuando conoció a Hopper en 1961, mientras los dos actuaban juntos en un espectáculo del off-Broadway llamado Mandingo. En esos días, su madrastra, Pamela Churchill Hayward –luego Pamela Harriman–, haciendo siempre de casamentera, trataba de encontrarle un buen partido, «el hijo del general Pershing o algún otro mierda por el estilo», cuenta Bill, el hermano de Brooke. «Creo que Brooke trajo a Dennis a casa simplemente para escandalizarla.» Pero no, ella estaba enamorada. «En aquellos días, Dennis era un personaje increíblemente original», recuerda Brooke; «un amor.»

Ese mismo año, la bella y la bestia se casaron y se mudaron a Los Ángeles. Brooke tenía dos hijos de un matrimonio anterior, y en abril de 1962 tuvieron una niña a la que bautizaron Marin. Pero la luna de miel no duró mucho. Hopper había sido un precoz bebedor empedernido que había desarrollado su afición por la cerveza a la tierna edad de doce años, cuando se iba a cosechar trigo en la granja de su abuelo en Kansas. Durante los sesenta, la cosa empeoró. Recuerda Brooke: «No teníamos mucho alcohol en casa, porque de lo contrario Dennis se lo terminaba en minutos. Si hasta se bebía el jerez para cocinar...»

Brooke atribuye el comienzo de la decadencia de la pareja al primer love-in, el celebrado en San Francisco en 1966, donde Hopper tomó ácido en grandes cantidades. Cuando volvió, prosigue Brooke, «llevaba barba de tres días, estaba mugriento, tenía el pelo todo sucio –había empezado a dejarse coleta– y llevaba al cuello uno de esos espantosos mandalas... Tenía los ojos rojos. Dennis quedó trastornado para siempre.»

Fue justo después del love-in cuando Dennis le rompió la nariz a Brooke, la primera vez que la golpeó. «No me pegó muy fuerte, pero me hizo reflexionar sobre la conveniencia de no volver a discutir con él», dice Brooke. «Tras esa primera vez, fue como abrir las compuertas.» Una noche, Brooke fue de su casa de North Crescent Heights hasta un teatro de La Cienega en su Checker amarillo para ver a Dennis, que ensayaba una pieza de Michael McClure, The Beard. Hopper interpretaba a Billy el Niño, personaje que, en palabras de Peter Fonda, «le arranca las bragas a Jean Harlow y se la come cruda: en el cielo». A Hopper le ponía muy nervioso la perspectiva de actuar con público. «Estaba totalmente alterado», recuerda Brooke. «Después del ensayo le dije: “He dejado a los niños solos, tengo que volver a casa.” Y él dijo: “No, no quiero que te vayas.” Volví al coche y Dennis saltó encima del capó y rompió el parabrisas de una patada, delante de unas diez personas. Me asusté y tuve que volver a casa sin parabrisas.» (Hopper dice que no recuerda el incidente.)

Con tendencias paranoicas, Hopper fue empeorando por influencia del alcohol y los fármacos. Se creía perseguido, como Jesucristo, y que moriría a los treinta y tres años. Hasta sus amigos le tenían miedo; pensaban que le faltaba un tornillo.

Huelga decir que no era ninguna alegría vivir con Dennis, un tipo patológicamente celoso, sobre todo de Sylbert; pero Brooke era fiel, en parte porque, como ella dice, «Dennis me daba miedo; engañarlo habría sido un acto suicida, me habría estrangulado», y en parte porque ya tenía bastante trabajo con los tres niños. Él a menudo se quedaba dormido, borracho y con un cigarrillo encendido entre los dedos, lo cual provocó algún que otro incendio. «Una vez me desperté y la habitación estaba llena de humo. Vi a Dennis tumbado en la cama, las llamas ya se alzaban por todas partes», recuerda Brooke. «Lo saqué de la cama para que no se quemara vivo. A veces lo he lamentado, y más de una vez me pregunto qué habría pasado si hubiera dejado que siguiese durmiendo.»

El whisky y las drogas eran parte del programa artístico de Hopper, que se consideraba heredero de esa larga tradición de actores alcohólicos que se remonta a los primeros días de la historia del cine: John Barrymore y W. C. Fields. A Dennis le gustaba citar a Van Gogh, quien afirmó haber pasado un verano entero bebiendo antes de descubrir su famoso pigmento amarillo.

Hopper afirma que Hayward era maníaco-depresiva. «Era duro. Podía ponerse a hablar en una fiesta, a interpretar su papel a las mil maravillas y, en cuanto se marchaba el último invitado, tenía un terrible ataque de pánico. Yo trataba de hablarle, pero ella cerraba la habitación de un portazo. Se encerraba con llave y no salía, a veces se pasaba días enteros sin salir. Era una pesadilla. Y no se drogaba ni bebía. Tenía un problema serio, recuerdo que una vez cogió un puñado de pastillas y... sí, trató de hacerlo un par de veces. Terminó ingresada en Cedars.» (Hayward niega que intentara suicidarse.)

De ningún modo puede decirse que Brooke fuese una persona comprensiva; tenía una lengua viperina y se cebaba en Dennis, se burlaba de él, lo desdeñaba y se aseguraba de que supiera que pensaba que nunca llegaría a nada. Brooke había crecido con Fonda, y lo había visto todo: el suicidio de la madre de Peter, a Peter disparándose un tiro en el estómago a los diez años, el desfile incesante de madrastras. Para ella, Peter y Dennis eran una confederación de perdedores. «Nadie se tomó verdaderamente en serio Easy Rider (En busca de mi destino)», recuerda Brooke. «¿De verdad iban a hacer alguna vez esa película? Y si la hacían, ¿la vería alguien?» Dennis se queja: «El día que empecé la película, Brooke dijo: “Vas detrás de una quimera, Dennis.” A mí que no me dijera eso de algo que llevaba quince años esperando... No, quince años no, toda la vida.»

Dice Fonda: «Mi mujer también despreciaba la película, pero no por eso le rompí la nariz.»

Hopper estaba desesperado por dirigir, y comprendió que ésa podía ser la única película que consiguiera en toda la vida. Fonda y Hopper llamaron a Terry Southern, en esa época un guionista muy cotizado –¿Teléfono rojo?, El rey del juego, Los seres queridos–, para que convirtiera el esbozo de la historia y sus notas en un guión en toda regla, y para que produjera la película, que entonces todavía se llamaba The Loners. Pero, de repente, Sam Arkoff, el director de AIP, empezó a poner pegas. No le gustaba nada la idea de dos héroes traficantes de droga dura. «El público nunca lo tolerará», les dijo, y Fonda le respondió: «Lo que queremos hacer es reírnos de las normas. No tendría que haber normas, tío. Somos sinceros con nosotros mismos.» Más tarde, el estudio estipuló que si la película se retrasaba, se reservaban el derecho a retirarla. Fonda dijo: «No, no podéis hacer eso.» Ni él ni Hopper estaban contentos con AIP, pero no tenían ningún otro lugar adonde ir.

 

 

Bonnie y Clyde se estrenó en Londres el 15 de septiembre. Fue un éxito; mejor dicho, más que un éxito: un fenómeno. La boina de Bonnie hizo furor, pero la acogida que la película tuvo en Europa llegó demasiado tarde para afectar a las reservas de salas en Estados Unidos.

El 8 de diciembre, semanas después de que la quitaran de cartel, la revista Time la sacó en portada –una ilustración de Robert Rauschenberg, todavía– como el pretexto para tratar más ampliamente el tema en un artículo titulado: «El New Cinema: Violencia... Sexo... Arte», firmado por Stefan Kanfer. En su artículo, Kanfer citaba las escenas de lesbianas de La zorra, los impactantes cortes del montaje de A quemarropa, la violencia de Bonnie y Clyde y la experimentación vista en películas como Blow-Up y La batalla de Argel para fundamentar que la innovación europea estaba marcando la tendencia dominante del cine americano. Asimismo, definía las características del «nuevo cine»: poco o ningún respeto a lo consagrado por la tradición, la cronología y la motivación; un promiscuo revoltijo de comedia y tragedia; héroes y villanos por igual, osadía sexual y una nueva e irónica distancia que se abstenía de emitir juicios morales obvios. Time calificó Bonnie y Clyde de mejor película del año, un «filme crucial», y lo equiparó a películas pioneras como El nacimiento de una nación y Ciudadano Kane. Kanfer llegó a comparar la emboscada del final con la tragedia griega.

Cuando Time llegó a los quioscos, Beatty se fue a ver a Eliot Hyman. «Tenemos que volver a hablar de este asunto. La película no recibió el trato que merecía. Quiero que vuelvas a estrenarla.» Hyman puso los ojos en blanco; nadie volvía a estrenar películas. «Hay un conflicto de intereses en reservar salas para Reflejos en un ojo dorado, que es una película de Seven Arts, y para Bonnie y Clyde», prosiguió Beatty. «Te voy a crear problemas.» Hyman volvió a negarse; el ejecutivo se había quedado horrorizado cuando se enteró de la magnitud del porcentaje de Beatty en los beneficios. De hecho, la tajada del actor era tan enorme que Hyman pensó que no le sería rentable volver a estrenar la película; el estudio no haría dinero aunque Bonnie y Clyde fuera bien. Al final, Hyman dijo: «Volveré a estrenarla si aceptas reducir tu parte.»

Ahora le tocaba a Beatty decir que no, y lo hizo: «Te voy a llevar a juicio, Eliot.» Hyman lo miró fríamente, calculando las probabilidades, mientras, nervioso, tiraba el lápiz al aire, lo cogía al vuelo y lo iba pasando entre los dedos.

«¿Por qué demonios piensas llevarme a juicio?»

Beatty, por supuesto, estaba marcándose un farol, y no tenía la menor idea del motivo por el cual podría llevarlo a juicio, pero, puesto que conocía vagamente el pasado de Hyman –un pasado que, por todo lo que sabía, incluía algunas asociaciones muy dudosas–, pensó: Eliot sabe más de lo que yo jamás podría imaginar. Entonces, lo miró a los ojos y le dijo: «Creo que lo sabes.» Al cabo de dos semanas, Hyman puso otra vez la película en cartel. «Con un hombre como Eliot, aquello fue, naturalmente, lo mejor que pude responderle, porque, fuera lo que fuese lo que sabía, le aterrorizaba», dice Beatty. La película volvió a estrenarse el día en que se anunciaron las nominaciones de la Academia. Bonnie y Clyde obtuvo diez.

Bonnie y Clyde regresó a bombo y platillos a veinticinco salas, también a muchas de aquellas en las que se había estrenado el año anterior. El mar de fondo había sido tal que los mismos exhibidores que habían pasado la película, y que en el momento de su estreno se la habían tenido que tragar, de pronto pidieron a gritos que les permitieran volver a proyectarla. El 21 de febrero, Warner lanzó la película en trescientos cuarenta cines. En septiembre, la recaudación había sido de dos mil seiscientos dólares por semana en una sala de Cleveland; en febrero, en el mismo cine, recaudó veintiséis mil. «Cuando regresó a los cines, el estudio no pudo conseguir condiciones muy buenas porque, claro, ellos mismos habían boicoteado el lanzamiento», dice Beatty. Con todo, las cifras superaron todas las expectativas: a finales de 1967 había recaudado dos millones y medio de dólares limpios. En 1968, cuando volvieron a estrenarla, la suma ascendió a dieciséis millones y medio. La película se convirtió en una de las veinte más taquilleras de todos los tiempos.

Beatty había comenzado a salir con Julie Christie, actriz a la que había conocido en Londres en 1965 en una función organizada para la reina. «Julie era la mujer más hermosa y, al mismo tiempo, la más nerviosa que yo había conocido nunca», dice el actor y director. «Era profunda y auténticamente de izquierdas, y no le divertía nada hacer todo ese aspaviento para la monarquía. No podía esconder su antipatía por esa clase de ceremonias.» Christie había crecido pobre, en una granja de Gales, y no la impresionaba en lo más mínimo que Beatty fuera una estrella de cine; de hecho, se lo reprochaba. Ella toleraba su profesión sólo porque le permitía apoyar sus miles de causas.

No obstante, iniciaron una relación seria, y la mantuvieron unos cuatro años. A Christie no le costó mucho encajar en los círculos politícos «progres» de Los Ángeles. Cuando estaba en la ciudad, se instalaba en la suite de Beatty, y atravesaba como una exhalación el vestíbulo del Beverly Wilshire vestida con un diáfano sari de algodón blanco y poco o nada debajo. «Si alguna vez existió una estrella para la cual el estrellato no significara absolutamente nada, ésa fue Julie», dice Towne. «Los convencionalismos le importaban un rábano.» Cheques de cinco cifras se le caían del bolso en el vestíbulo del hotel mientras rebuscaba las llaves, y un día dejó atónito a Beatty al perder un cheque de mil dólares en la calle. Pero Christie era clara e inflexible en lo tocante a sus prioridades, nunca se quedaba en Hollywood más tiempo del necesario y, cuando sintió que ya había ganado bastante dinero, dejó de actuar. No obstante, en marzo de 1967, por más que despreciara el estrellato, se había convertido en una actriz muy cotizada y ganado un Oscar por Darling.

Cuando Christie no estaba en Los Ángeles, Beatty retomaba su particular manera de ocupar el tiempo libre. Se pasaba el día al teléfono, hablando siempre con alguna mujer. Rara vez se identificaba, hablaba con voz suave, un susurro, adulaba a su interlocutora dando por supuesta la intimidad; sus titubeos y su torpeza eran increíblemente seductores. Y le decía que sí a quien fuera, que estaba enamorado de Julie Christie pero que, de todos modos, quería verla. Sin molestarse en absoluto, a las chicas les parecía tranquilizador que estuviera comprometido, y él explicaba así su modus operandi: «Te dan muchas bofetadas, pero también follas mucho.»

 

Bonnie y Clyde obtuvo los premios de la New York Society of Film Critics, de la National Society of Film Critics y del Writers Guild. La entrega de los Oscars estaba prevista para el 8 de abril. El
4 de abril asesinaron a Martin Luther King, Jr. Los vecinos de Beverly Hills respondieron a este hecho circulando con los faros encendidos. El funeral, fijado para el 9 de abril, dio lugar a que cinco miembros de la Academia –cuatro de ellos negros: Louis Armstrong, Diahann Carroll, Sammy Davis Jr. y Sidney Poitier, secundados por Rod Steiger– amenazaran con retirarse si no se aplazaba la ceremonia. Aunque a regañadientes, la Academia aceptó aplazarla hasta el 10 de abril. Esta entrega de los Oscars tenía todas a su favor para ser una especie de combate entre el Viejo y el Nuevo Hollywood: Bonnie y Clyde y El graduado contra dos moderadas películas liberales, En el calor de la noche y Adivina quién viene esta noche, y contra una gran comedia musical, Doctor Dolittle, que había reventado las taquillas y rematado el trabajo que Cleopatra había comenzado para 20th Century Fox. Martha Raye leyó una carta del general William Westmoreland en la que el militar daba las gracias a Hollywood por elevar la moral de las tropas americanas en Vietnam por intermedio de las USO.* Bob Hope, que hizo de presentador, bromeó acerca de la reciente decisión de Johnson de no presentarse a las elecciones. El Viejo Hollywood rió. El Nuevo, incluidos Beatty y Christie, Dustin Hoffman y su acompañante, Ellen, hija de Eugene McCarthy, y Mike Nichols, escuchó con cara de piedra todo el discursito de Hope. El equipo de Bonnie y Clyde estaba muy seguro de que la película iba a barrer. «Estábamos convencidos de que íbamos a ganar los Oscars», recuerda Newman. «Ken Hyman se nos acercó en el vestíbulo y dijo: “¿Ya tenéis preparado el discurso, chicos?”»

Benton y Newman perdieron. Y también Penn, a favor de Mike Nichols, director de El graduado. Bonnie y Clyde tampoco obtuvo el Oscar a la mejor película, que fue para En el calor de la noche. A pesar del revuelo que había armado, sólo se llevó dos estatuillas: una fue para Estelle Parsons, mejor actriz de reparto, y la otra para Burnett Guffey, a la mejor fotografía, lo cual no deja de ser una ironía, porque Guffey había estado totalmente en contra de la manera como lo forzaron a fotografiar la película y hasta se le formó una úlcera durante el rodaje. «Todos estamos decepcionados», dijo Dunaway. «Como atracadores de bancos que somos, podemos decir que nos robaron.»

«En Hollywood había gente que odiaba la película», recuerda Benton. «A Crowther le fastidiaba que se oyera un banjo mientras matábamos gente, era algo que percibía como una actitud irreverente, una burla a la moral, pura arrogancia, porque nadie en esa película decía nunca: “Lamento haber matado a un ser humano.”»

Bonnie y Clyde fue una película fundamental para lo que vendría. «No sabíamos con qué estábamos conectando», dijo Penn. «Después de Bonnie y Clyde, las paredes se vinieron abajo; todo lo que parecía construido con hormigón armado empezó a derrumbarse.»

Si los años cincuenta habían visto cómo la cultura americana se apartaba de Marx para acercarse a Freud, Bonnie y Clyde no significó tanto en cuanto regreso a Marx, sino como huida de la insistencia psicologizante y ensimismada de Tennessee Williams y William Inge, como un resurgir del interés por las relaciones sociales. «El carácter freudiano de su relación me da sueño», dijo Beatty refiriéndose a la desesperada pareja. «De eso ya he visto bastante.» Freud había muerto, ¡viva Wilhelm Reich! Casi como Esplendor en la hierba, Bonnie y Clyde transmitía un mensaje de liberación sexual. En la economía emocional algo burda de la película, el revólver de Clyde hace lo que su polla no puede, y cuando la polla puede, el revólver ya no tiene nada que hacer y Clyde muere. Todo aparece resumido en la omnipresente pegatina pacifista: «Haz el amor, no la guerra.»

Bonnie y Clyde se estrenó en plena revolución sexual, y su auténtica originalidad reside en reconocer que, en Estados Unidos, la fama y el glamour son más potentes que el sexo. «Andy Warhol daba fiestas en la Factory, con Viva, Edie, Cherry Vanilla. Todos tenían sus quince minutos de fama», dice Newman. «De ahí nuestra manera de ver a la pareja como dos personas que querían ser famosas. Cada uno veía reflejada en el otro su propia ambición, y aunque los dos estaban hundidos en la mierda, veían en el otro a alguien que daba validez a la imagen de lo que podría ser. Él crea para ella una visión de Bonnie estrella de cine y, a partir de ese momento, aunque Clyde no puede follársela, la tiene en sus manos.»

Además, a partir del momento en que Clyde se presenta a sí mismo y a su socia diciendo: «Soy Clyde Barrow y ésta es la señorita Bonnie Parker. Asaltamos bancos», la película empieza a idealizar descaradamente a todos los malhechores, asaltantes de bancos y asesinos. En la encrucijada de la guerra de Vietnam, y cuando el antiguo código de producción ya no servía para mantener a raya a los directores, la línea que separaba a los buenos de los malos se había vuelto más tenue. En 1962, James Bond, con su licencia para matar, ejecutaba con absoluta frialdad a un obrero metalúrgico corrupto en Agente 007 contra el doctor No, aunque sabía que el hombre tenía el arma descargada, pero Bonnie y Clyde iba muchísimo más lejos, pues invertía los extremos morales convencionales: los malos eran los padres, los sheriffs, las figuras tradicionales de la autoridad.

No obstante, no es sólo la violencia de la pareja protagonista, ni su negativa a arrepentirse de sus fechorías, lo que fastidiaba al sistema, sino el estilo y la energía con los que la película aborda lo nuevo, lo progresista, lo que está «en onda», y lo enfrenta a lo viejo, rígido y acartonado. Bonnie y Clyde manda directamente a la mierda no sólo a una generación de americanos que estaban del lado malo de la brecha generacional y de la guerra de Vietnam, sino también a toda una generación de miembros de la Academia que habían esperado retirarse en silencio y con toda dignidad. Bonnie y Clyde hizo que eso fuera imposible: los sacó de sus sillones a patadas y la gente de su generación lo entendió perfectamente. En cierto modo, Crowther debió de reconocerse a sí mismo en el sheriff Hammer, y eso probablemente lo puso furioso. Al hacer una película de un modo diferente y, en la mayoría de los aspectos, mejor, Beatty, Penn, Benton y Newman se burlaron de quienes los habían precedido. Si las películas de Bond legitimizaron la violencia gubernamental, y las películas de Leone la violencia parapolicial, Bonnie y Clyde legitimizó la violencia contra el establishment, la misma violencia que hervía en el corazón y la mente de cientos de miles de personas contrarias a la guerra de Vietnam. Newman tenía razón: Bonnie y Clyde, más que una película, fue un movimiento; como había ocurrido con El graduado, el público joven la reconoció como «suya».

 

A raíz de Bonnie y Clyde, Beatty se convirtió si no necesariamente en un auteur, sí en una de las figuras con más poder en la industria cinematográfica. De pronto empezaron a enviarle todos los guiones. Alquiló una segunda suite en el Beverly Wilshire y contrató a una secretaria, Susanna Moore, modelo ocasional de veintinueve años que había crecido en Hawai y que más tarde fue novelista. Susanna fue a verlo, nerviosa; el teléfono de Beatty no paraba de sonar. Él, muy seductor, al finalizar la entrevista, cuando ella estaba a punto de marcharse, la detuvo, se le acercó y le dijo: «Hay una cosa que todavía no he comprobado. Tengo que ver tus piernas. ¿Puedes levantarte la falda?» Moore, obediente, se alzó la falda. «Perfecto, el puesto es tuyo.»

Beatty era un habitual de las fiestas del Château Marmont, donde tenían sus suites Roman Polanski y su novia Sharon Tate, Dick Sylbert y Paul, su hermano gemelo –dos gotas de agua–, con su esposa, Anthea. A Polanski, personaje raro, hombrecillo menudo, le encantaba ser el centro de atención; contaba historias que duraban veinte o treinta minutos, que nunca acababan. «Era imposible decir una palabra mientras él hablaba», recuerda Dick, que firmó la escenografía de La semilla del diablo, la película que acababan de terminar. Polanski «era como esos niños que, en mitad de un bar-mitzvá se levantan y se ponen a cantar y bailar. Nos volvía locos. Además era muy competitivo. Si alguien contaba un chiste, él tenía que contar otro. Pero era un buen chico».

Con las mujeres Polanski tenía una actitud bastante europea. A Sharon siempre le hablaba como si fuese una pobre cría, le insistía en que ella tenía que servirle, y rara vez levantaba un dedo para hacerlo él mismo. Decía: «Shaaaron, sírvele un poco más de whisky a Diiick», recuerda Sharmagne Leland-St. John, actriz ocasional y conejita de Playboy que más tarde se casó con Dick. «Sharon era la criatura más dulce que conocí en toda mi vida, muy lista, pero también muy tonta. Una vez me la encontré sentada en una silla, estaba regando una planta. Tras vaciar una jarra se fue buscar más agua, y siguió regando mientras todos nos preguntábamos cuándo se daría cuenta de que el agua ya había rebasado el tiesto y que estaba mojando la alfombra.»

Leland-St. John vivía entonces en el Château Marmont con Harry Falk, ex marido de Patty Duke. «Sharon le dijo un día a Harry: “Roman quiere casarse conmigo y no sé que hacer.” Harry le dio algunos consejos paternales y Sharon le dijo: “Gracias. Me has ayudado mucho, de verdad, me has salvado la vida, no voy a tirar mi vida a la basura para irme a vivir con ese polaco.” Pero una semana más tarde se casó con Roman en Londres.» No obstante, según la escritora Fiona Lewis, que los conocía bien: «Estaban locamente enamorados. Roman la adoraba.»

 

Bonnie y Clyde pasaría a la historia como el primer guión «salvado» por Towne, el primer tanto que se apuntó el célebre guionista. Towne dijo una vez: «No sé qué habría pasado si no hubiera intervenido», dando a entender que podría haber figurado en los créditos si lo hubiera intentado. Pero, según él, nunca lo pidió, porque Beatty le rogó que no lo hiciera. En privado, Towne le dijo al menos a una persona que él había escrito la película, y con todo cuidado se fue labrando una reputación de «remendón» de guiones. Trabajaba entre bastidores, como una sombra, y con mucha cautela, para no dejar huellas. Lo que hacía no era, en ningún sentido, producto del cálculo; él era un observador nato, el que observa la partida de naipes y puede, ocasionalmente, ofrecer consejo. Guionista vocacional, y generoso, Towne fue el mentor de Jeremy Larner, que luego ganó un Oscar por el guión de El candidato. «No habría podido escribirlo sin él», dice Larner.

Pese     a todo el revuelo que se armó en torno a Bonnie y Clyde,
Beatty y Towne encontraron tiempo para ir preparando el guión de Shampoo. No fue ésta una colaboración muy afortunada. En 1968 y 1969 fueron varias veces a almorzar juntos, por lo general al Source o al Aware Inn, donde consumían tazas y tazas de manzanilla. Tras estas sesiones, Towne se iba a casa a escribir. Pero Beatty pronto se dio cuenta de que algo fallaba; el guión terminado no aparecía. Towne sufría el bloqueo del escritor. «A Bob le encantaba trabajar por dinero y reescribir guiones en los que no figuraba en los créditos, y lo hacía rápido», dice el productor Jerry Ayres. «En tres semanas tenía listo otro guión, un guión totalmente nuevo; pero, si algo iba a llevar su nombre, entraba en acción su neurosis de perfeccionismo y de fracaso, y podía tardar siglos.» El jefe de producción de Paramount, Robert Evans, que más tarde lo contrató para el guión de Chinatown, dijo: «Towne era capaz de hablarte de un guión que iba a escribir y contarte hasta la última página, pero nunca lo veías por escrito. Nunca.»

Towne tenía dos defectos: por un lado, la estructura de sus guiones era floja, un serio problema para un guionista que se haría célebre por sus pomposos guiones de doscientas cincuenta páginas; por el otro, pese a su gran facilidad de palabra, no era un narrador nato, tenía dificultades a la hora de imaginar la más sencilla de las tramas, la secuencia más rudimentaria, y le angustiaba esa sensación, que para él era sinónimo de falta de imaginación. «Robert había escrito un guión que tenía un clima muy bueno, y diálogos excelentes también, pero con una historia muy pobre, y cada día que pasaba, la historia tomaba un rumbo distinto, según soplara el viento», cuenta Beat­ty. «Nunca le ponía el punto final a nada.»

Desde el punto de vista de Towne, Beatty era demasiado lineal. «No dejaba que me parase a pensar en el sexo de los ángeles», dice. «Nietzsche, o Blake tal vez, dijo que los caminos rectos son los caminos del progreso, y los caminos sinuosos, los del genio. Y Warren nunca se metía a sabiendas por un camino sinuoso.»

Al final, Beatty perdió la paciencia, se hartó de ir a restaurantes a comer bastoncitos de zanahoria y a barajar ideas que no desembocaban en nada. Y le dijo a Towne: «Mira, no quiero seguir esperando. Termínalo antes del treinta y uno de diciembre y enséñamelo. Si no lo tienes para esa fecha,        olvídalo. Lo escribiré yo mismo.» El 31 de diciembre pasó, y no hubo guión. Beatty se enfadó, y los dos amigos pasaron meses sin hablarse. Towne creía que Shampoo nunca se rodaría. Cansado de esperar, Beatty decidió hacer otra película: Los vividores.