No es necesario ser especialista en cine clásico para reconocer a ese jinete en movimiento, porque él constituye uno de los más recurrentes motivos visuales que dan sustancia a un género que pertenece a la mejor ficción universal y que es patrimonio común de los espectadores. Este género, el western, regaló al siglo XX la posibilidad de un inesperado reencuentro visual con la épica y con la tragedia, y ensambló la historia nacional de un país (los Estados Unidos de América) con un espíritu legendario que encuentra sus raíces en las mitologías heroicas de todos los tiempos. Con un límite espacio-temporal muy preciso (el Oeste americano en la época de su conquista y pacificación), su capacidad de convocar ante el público los conflictos esenciales de la vida individual y colectiva es, hoy, tan visible como la que ostentaron, en sus respectivas épocas, el teatro griego o el drama isabelino. Como sucede con estos ilustres precedentes, el contado repertorio de temas y situaciones del western es impúdicamente reiterado por sus mejores recreadores: las historias de venganza, los conflictos entre granjeros y ganaderos, las guerras con los indios, las caravanas de colonos, las ciudades sin ley, la difícil regeneración de un pistolero, constituyen situaciones arquetípicas sobre las que cada autor particular imprime una mirada personal, hace evolucionar una poética, propone un matiz nuevo, reelabora una imagen o revisa con sentido crítico el triunfalismo sospechoso de tiempos anteriores.

El western, como género, es único e indivisible. Y, sin embargo, aunque reconocemos a la perfección sus rasgos generales, nos gusta recordar la particular belleza de cada película, su capacidad de singularizarse en el conjunto. Los lectores de este libro tienen ante sí la síntesis perfecta de un cosmos expresivo completo, pero pueden y deben detenerse en cada uno de los títulos que, con sus características específicas, han hecho posible su historia, y en las concretas personalidades (actores, guionistas, directores) que han cimentado los detalles.

Para adentrarse con seguridad en los inagotables recovecos de esa mitología hacía falta, desde luego, un buen guía. No se puede hoy dudar de que, entre todos los representantes de la crítica cinematográfica de este país, Quim Casas es, por derecho propio, nuestro más genuino Hombre del Oeste. Sus anteriores estudios dedicados al género y a tantos de sus autores emblemáticos (Walsh, Ford, Lang, Hawks o Eastwood, entre otros), han hecho de él un excelente rastreador de historias y de rasgos estilísticos, un cazador de planos emblemáticos y un relator fiable de los acontecimientos e incidencias que, en la trastienda de la producción, fueron jalonando el día a día de los rodajes. La selección de títulos que forma el núcleo del libro supone un recorrido subyugante por las mejores obras del género, pero también permite el puntual descubrimiento de obras más desconocidas, cuyo interés está tan razonado que el lector se sentirá impelido a localizarlas inmediatamente. En la explicación de cada filme se corroboran los datos conocidos y, al tiempo, se descubren los rasgos que mejor los distinguen. Además, su ordenación cronológica trasciende su condición de imprescindible diccionario de consulta, y permite que el conjunto pueda ser leído de un tirón, como la biografía completa de un género: desde su nacimiento pródigo en premoniciones de buen

cine (los hallazgos de Porter o de Ince) hasta un longevo ocaso que, en manos de maestros como Eastwood o Jim Jarmusch, brilla con la sabiduría de la experiencia acumulada.

El peso visual y el valor emotivo de las películas no puede ser restituido plenamente si no es en su contemplación directa, en las pantallas. Pero las palabras, cuando tienen el calibre necesario, son capaces de inyectarnos la belleza de la rememoración. Ése es el perenne territorio que explora y conquista este libro.

 

Xavier Pérez