NO HAY COSA MÁS TRISTE QUE UNA CABEZA DESPERDICIADA Prácticas de cirugía en cadáveres U U na cabeza humana tiene el volumen y el peso aproximado de un pollo para asar. Nunca se me había ocurrido esta comparación, posiblemente porque hasta hoy nunca había visto una cabeza en una fuente para el horno. Pero aquí la tengo, y no es una sino cuarenta, cuarenta cabezas boca arriba sobre una bandeja que se parece mucho a un cuenco de comida para perros. Las cabezas son para las prácticas de cirugía plástica y hay dos por cirujano. Estoy aquí en calidad de observadora, en un curso de reciclaje de anatomía y estiramiento facial subvencionado por el centro médico de una universidad sureña y dirigido por seis de los cirujanos plásticos más solicitados de Estados Unidos. Las cabezas han sido colocadas sobre fuentes para el horno —las clásicas fuentes de aluminio de usar y tirar— por la misma razón por la que los pollos se asan sobre este tipo de fuentes: para contener los jugos y la grasa que sueltan. La cirugía, aunque se practique en muertos, es un ejercicio pulcro y ordenado. Las cuarenta mesas plegables están cubiertas con una tela plastificada de color azul lavanda sobre la que se ha situado, bien centrada, la fuente para el horno. A su lado se ordenan los separadores y los ganchos con la graciosa simetría de una cubertería de restaurante de lujo. En general, la sala se parece mucho a la de una recepción con cena de gala. Le comento a Teresa, la mujer que se ha encargado de organizar el seminario esta mañana, que el azul lavanda le da a la sala el tono festivo de un convite de Pascua. Me dice que han elegido ese color por su efecto relajante. Me sorprende que unos individuos que se pasan la vida recortando párpados y succionando grasa necesiten relajarse, pero el hecho es que una cabeza cortada puede poner nervioso al más frío de los profesionales. Sobre todo si está fresca (es decir, si no está embalsamada). Los portadores de las cuarenta cabezas han muerto en los últimos días y éstas tienen una pinta muy similar a la que debían de tener cuando estaban vivas. (El embalsamamiento endurece los tejidos, vuelve menos maleables las estructuras y convierte la práctica quirúrgica en un pálido reflejo de las operaciones reales.) Aún no les he visto las caras. Están cubiertas con un paño blanco a la espera de que lleguen los cirujanos. Al entrar en la sala, lo único que se ve son las coronillas rapadas en las que una punta de pelo aún puja por salir. Desde esta perspectiva, bien podrían ser cuarenta viejecitos con una toalla caliente en la cara y recostados en sendos sillones de barbero dispuestos en filas. Si uno se aventura a pasear entre las filas, la situación toma visos más siniestros, pues desde el otro lado se ven los muñones, y los muñones no están cubiertos. Son rugosos, sanguinolentos. ¡Y yo que me había imaginado unos cortes limpios, como los de un jamón en la charcutería! Miro alternativamente las cabezas y el paño azul lavanda. Me horrorizo, me relajo, me horrorizo, me relajo. Además, estos muñones son muy cortos. Si fuera yo la encargada de cortarles las cabezas, les dejaría parte del cuello y me las arreglaría para disimular la degollina. Parece que las hayan cortado justo por debajo de la barbilla, como si todos los cadáveres llevaran un jersey de cuello alto y el decapitador no hubiera querido dañar el género. Me pregunto quién será el responsable de semejante trabajito. —¿Teresa…? —la llamo, mientras ella se pasea entre las mesas tarareando una cancioncilla y distribuyendo las guías de disección. —¿Sí? —¿Quién corta las cabezas? Las cabezas —me cuenta— se cortan con una sierra en una habitación al otro lado del pasillo, y la encargada se llama Ivonne. Me pregunto en voz alta si a la tal Ivonne le molestará este aspecto particular de su trabajo. O a Teresa, porque fue ella quien trajo las cabezas a la sala de disección y las dispuso en sus mesitas. Se lo pregunto. —Lo que hago es imaginarme que son de cera —me responde. Teresa ha escogido uno de los mecanismos de más larga tradición para sobrellevar el trato con los muertos: la cosificación. Para aquellos que tratan cotidianamente con cadáveres es más fácil —y más riguroso, supongo— pensar que no se trata de seres humanos sino de cosas. La mayoría de los médicos llegan a dominar el mecanismo de cosificación durante su primer año de carrera, mientras realizan sus prácticas en el laboratorio de anatomía general, también conocido como «la cámara de los horrores». Para despersonalizar las formas humanas, los estudiantes deben hincar sus cuchillos en los muertos y eviscerarlos. El personal del laboratorio suele envolver los cadáveres con una gasa y animan a los estudiantes a que los vayan desenvolviendo por partes a medida que avanzan. El problema de los cadáveres es que se parecen mucho a las personas. Esa es también la razón por la que cierta gente prefiere las costillas de cerdo al cochinillo asado y por la que solemos decir «criadillas» o «callos» en lugar de «testículos» y «estómago». La disección y la instrucción quirúrgica, como los platos de carne, necesitan de una buena ración de engaño y autosugestión. Los médicos y los estudiantes de anatomía tienen que aprender a desligar los cadáveres de las personas que esos cadáveres fueron en vida. «La disección», como dice la historiadora Ruth Richardson en su libro Death, Dissection and the Destitute, «exige de sus practicantes la suspensión o supresión efectiva de muchas de las respuestas fisiológicas y emocionales naturales ante la mutilación deliberada del cuerpo de otro ser humano». Las cabezas —o para ser más concretos, las caras— de los muertos son especialmente inquietantes. En la Facultad de Medicina de la Universidad de California, en cuyo laboratorio de anatomía tengo previsto pasar la tarde un día de estos, las cabezas y las manos permanecen envueltas hasta que llega su hora en el calendario de prácticas. «Así no es tan duro —me dirá más tarde uno de los estudiantes—, porque esas son las partes del cuerpo más familiares, las que se ven más a menudo entre los vivos.» Los cirujanos empiezan a congregarse en el pasillo que conduce al laboratorio y se les oye charlar animadamente mientras rellenan unos formularios. Salgo al pasillo a mirar. O a dejar de mirar las cabezas, no sabría decirlo. Nadie me presta demasiada atención, nadie salvo una mujer menuda de pelo oscuro que se ha separado del resto y me mira de hito en hito. Por la forma en que lo hace, supongo que mi amistad le trae sin cuidado. Trato de imaginarme que es de cera y me pongo a charlar con el resto de cirujanos, gran parte de los cuales parece tomarme por una de las organizadoras de las prácticas. Un hombre con una mata de pelo blanco impresionante que le sale del escote de su bata de cirujano me dice: «¿Les has inyectado el agua?». Su acento tejano convierte cada sílaba en caramelo. «¿Las pusiste en remojo o no?» La mayor parte de las cabezas de hoy llevan unos cuantos días en la cámara y, como pasa con la carne refrigerada, están un poco resecas. Para refrescarlas se les inyecta una solución salina, me explica el cirujano de pelo en pecho. De pronto descubro a mi lado a la mujer de cera de la mirada torva, que me encara y exige saber quién soy. Le explico que el cirujano responsable del simposio me ha invitado en calidad de observadora. Esta explicación no es una interpretación del todo veraz de los hechos: una interpretación veraz incluiría las palabras «engatusar », «suplicar» e «intento de soborno». —¿Los de publicaciones lo saben? Si no te han dado el visto bueno en el departamento de publicaciones me temo que tendrás que marcharte. Sin darme tiempo a responder entra en su despacho, marca un

 número y se pone a hablar por teléfono sin quitarme los ojos de encima. Parece el guarda de seguridad de una película de acción de serie B justo antes de que entre Steven Seagal y le dé un buen mamporro en la cabeza. Uno de los organizadores del seminario se me acerca. —¿Te está dando mucha guerra Ivonne? ¡Ivonne! ¡Mi Némesis no es otra que la decapitadora de cadá veres! Al parecer, también es la encargada del laboratorio, la responsable en caso de que algo vaya mal, como, por ejemplo, que a una escritora le dé un soponcio o se le revuelva el estómago, y luego vuelva a casa y escriba un libro en el que tache a las encargadas del laboratorio de anatomía de «decapitadoras». Ivonne ya ha colgado el auricular y se dispone a airear sus recelos. El organizador del seminario logra tranquilizarla después de una breve conversación, cuya conclusión tiene lugar exclusivamente dentro de mi cabeza y consiste en la repetición de una sola frase: «Te dedicas a cortar cabezas. Te dedicas a cortar cabezas. Te dedicas a cortar cabezas». Entretanto, me he perdido el develamiento de las caras. Los cirujanos ya han puesto manos a la obra y se inclinan sobre sus ejemplares como si los fueran a besar o miran hacia el monitor que han situado sobre cada estación de trabajo. En la pantalla se ven las manos de un narrador sin rostro, que demuestra cuál es el procedimiento correcto con otra cabecita. La toma es un primer plano tan cerrado que, si uno no supiera por dónde van los tiros, no podría adivinar de qué carne se trata. Podría ser el cocinero de turno que despelleja un pollo ante el público de un estudio de televisión. El seminario comienza con un repaso de la anatomía facial. «Plieguen la piel del lateral al medial en el plano subcutáneo», declama el narrador. Con presteza, los cirujanos clavan los bisturís en las caras. La carne no opone resistencia, ni siquiera sangra. —Aíslen la ceja como un islote cutáneo. —La voz monocorde del narrador se arrastra lentamente por las sílabas. Acierto a entender que la idea es no sonar demasiado consternado, pero tampoco excitado o complacido ante la perspectiva de aislar retales de piel en un rostro. El efecto global es el de una voz narcotizada, impresión que por lo demás me resulta perfectamente adecuada. Me paseo de arriba abajo entre las mesas. Las cabezas parecen máscaras de carnaval. También parecen cabezas humanas, pero en mi cerebro no existe precedente alguno de cabezas humanas reposando sobre mesas o fuentes para el horno o en cualquier otro soporte que no sean unos hombros humanos, y creo que ha preferido interpretar la visión de un modo más alentador. Estás en una fábrica de máscaras de carnaval. Mira qué bien trabajan la goma los simpáticos operarios. De pequeña tenía una máscara de carnaval que representaba la cara de un viejo desdentado con los labios caídos sobre las encías. Aquí hay unos cuantos que se le parecen mucho. Hay un Jorobado de Notre Dame con nariz de murciélago y los dientes inferiores a la vista y otro que es clavadito a Ross Perot.

 En la expresión de los cirujanos no hay traza de mareo o de repulsión. Teresa me dijo más tarde, sin embargo, que uno de ellos tuvo que abandonar la sala. «Es algo que detestan», me dice. El «algo» va por las prácticas con cabezas. Yo no percibo en ellos más que una leve incomodidad. Cuando me paro en las mesas para observar sus tejemanejes, se vuelven hacia mí con una expresión entre molesta y azorada, una expresión que conoce bien cualquiera que tenga por costumbre entrar en los baños sin llamar a la puerta y que podría traducirse por un «déjame hacer tranquilo, por favor». A los cirujanos no les hace ni pizca de gracia diseccionar cabezas de muerto, pero es evidente que agradecen la oportunidad de explorar y practicar en la cabeza de alguien que difícilmente va a despertarse y mirarse en el espejo después de la operación. «Hay estructuras que ves siempre (durante las intervenciones quirúrgicas) y que no sabes muy bien qué son, de modo que nunca te atreves a cortarlas», dice uno de los cirujanos. «Yo he venido aquí con cuatro dudas.» Si logra resolverlas, podrá dar los 500 dólares por bien empleados. El cirujano levanta la cabeza y la vuelve a colocar en la fuente, ajustando su posición como una costurera que va corriendo la tela a medida que va cosiendo. Me explica que las cabezas no se han cortado para darle morbo al asunto; se han cortado para que otros puedan hacer uso del resto del cadáver, de los brazos, las piernas y los órganos. En el mundo de la donación de cuerpos no hay desperdicio. Antes de pasar por el laboratorio de estiramiento facial, a las cabezas de hoy les reconstruyeron la nariz en el seminario de rinoplastia de los lunes. Lo de la reconstrucción de nariz es algo que no acabo de entender. No puedo dejar de pensar en los sureños que antes de morir donaron gentilmente sus cuerpos para el progreso de la ciencia y que han acabado como cobayas en operaciones de reconstrucción nasal. Acaso resta importancia al engaño del que han sido víctimas el hecho de que estos gentiles sureños, siendo como son gentiles sureños muertos, no sepan lo que pasa? ¿No podría considerarse este engaño como una agravante? Más tarde pude hablar de todo esto con Art Dalley, director del Programa de Anatomía Médica en la Vanderbilt University de Nashville y una autoridad en la historia de la donación de cuerpos. «Creo que te sorprenderías de la cantidad de donantes a los que no les importa en absoluto lo que pase con sus cadáveres», me dijo. «Para ellos es sólo una manera práctica de deshacerse de un cuerpo, una manera práctica que afortunadamente para todos tiene cierta aura de altruismo.» En principio, las prácticas de reconstrucción nasal en cadáveres podrían parecer menos justificables que las prácticas de operaciones de bypass en las arterias coronarias, pero también tienen su razón de ser. El caso es que, para bien o para mal, la cirugía estética existe, y es importante, por el bien de los que pasarán por una intervención de este tipo, que los cirujanos que les operen conozcan su oficio. De todos modos, tal vez debería haber en el formulario de donación una casilla opcional que rezara: Accedo a que usen mi cuerpo con fines cosméticos.* Me siento junto al puesto de trabajo número 13, donde trabaja Marilena Marignani, una cirujana canadiense. Marilena es morena, tiene los ojos grandes y los pómulos marcados. Su cabeza (la que está *A pesar de ser una ferviente partidaria de la donación de órganos y tejidos (cartílagos, piel, huesos), para mí fue una sorpresa enterarme de que la piel donada que no se utiliza como injerto en pacientes con graves quemaduras, por poner un ejemplo, puede procesarse y usarse en operaciones de estiramiento facial o de alargamiento de pene. No es que yo tenga ninguna noción preconcebida de la otra vida, pero si de algo estoy segura es de que no quiero convertirme en la entrepierna de nadie. Sobre su mesa) es delgada y adusta, y deja adivinar una estructura ósea similar a la de Marilena. La forma en que han coincidido las vidas de ambas mujeres no deja de ser curiosa, pues la cabeza no necesita ningún estiramiento facial y Marilena tampoco los suele practicar. Su especialidad es la cirugía plástica reconstructiva. Hasta hoy no ha hecho más que dos estiramientos faciales y quiere poner a punto su técnica antes de hacerle uno a una amiga suya. Marilena lleva una máscara que le cubre la boca y la nariz, un detalle que no deja de ser curioso, ya que las cabezas cortadas no corren demasiado peligro de infección. Le pregunto si la lleva más bien para protegerse a sí misma, a modo de barrera psicológica. Marilenta me asegura que las cabezas muertas no le incomodan. «A mí lo que me cuesta son las manos.» Aparta la mirada de su labor y se vuelve hacia mí. «Se hace raro estrechar una mano amputada, porque de algún modo ella también te estrecha la tuya.» A veces los cadáveres adoptan una suerte de humanidad accidental que pilla desprevenido al más pintado de los profesionales. Una estudiante de anatomía me contó que una vez, mientras realizaba sus prácticas, se dio cuenta de que el brazo de un cadáver le estaba rodeando la cintura. En tales circunstancias a uno se le hace difícil mantener la debida compostura clínica. Marilena examina con cautela el tejido descubierto de la mujer. Básicamente lo que hace es tratar de situarse, de aprender —de un modo práctico y concienzudo— qué es qué, y dónde ubicarlo en la complicada superposición de piel, grasa, músculo y fascia que constituye la mejilla humana. Los primeros estiramientos faciales consistían meramente en estirar la piel, tensarla y suturarla en el lugar adecuado. Hoy día, un estiramiento facial conlleva el tratamiento de las cuatro capas anatómicas por separado. Esto significa que hay que saber identificarlas para luego separarlas quirúrgicamente de las capas adyacentes, recolocarlas una por una y coserlas de nuevo, cuidando en todo momento de no dañar ningún nervio vital de la cara. Por otra parte, cada vez se realizan más operaciones de cirugía estética con técnicas endoscópicas —introduciendo instrumentos minúsculos por incisiones apenas invasivas—, con lo que una buena orientación anatómica resulta indispensable. «Con la técnica antigua levantaban las capas una a una y lo tenían todo a la vista», me cuenta Ronn Wade, director del Departamento de Servicios Anatómicos de la Facultad de Medicina de la Universidad de Maryland. «Ahora, el cirujano introduce la cámara, ve por el monitor que está encima de algún tejido y lo más normal es que se sienta un poco perdido.»