Notorious. La vida de Ingrid Bergman

 

 

(Te ofrecemos un fragmento de una de las biografías escritas por Donald Spoto, uno de los biógrafos cinematográficos más respetados en el mundo por su capacidad para investigar y para dibujar no solo la vida de sus personajes sino el entorno y los tiempos que vivieron actores, actrices y directores que se ven sometidos a las luces abrasadoras de la popularidad, el éxito y el fracaso. Rescatamos un capítulo con la confianza de que lo disfrutarás igual que hemos hecho nosotros)

 

Notorious

La vida de Ingrid Bergman

 

Autor: Donald Spoto

Editorial TB Editores.

 

 

Agradecimientos

 

Mi primer agradecimiento es para Ingrid Bergman, a la que conocí durante los últimos siete años de su vida. Aunque nos habíamos conocido brevemente antes de la primavera de 1975, fue entonces cuando aceptó realizar una serie de entrevistas grabadas mientras yo preparaba el manuscrito de mi primer libro, “El arte de Alfred Hitchcock”. Resultó que nuestras conversaciones no se limitaron a su trabajo con Hitchcock. A mi juicio, se mostró sorprendentemente comunicativa sobre una amplia variedad de temas, como lo sería más tarde, durante nuestros posteriores encuentros en otras ciudades, en diversas ocasiones sociales y profesionales.

         Pero no había pensado en escribir su biografía. Más de una década después de su muerte, mis cintas de nuestras conversaciones estaban convenientemente guardadas y mis notas archivadas..., para siempre, creía. Pero cuanto más hablaba con los que la conocieron y trabajaron con ella, más claro me resultaba que había una notable historia que contar acerca de su vida. Y así me puse a trabajar…

 

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Capítulo 4

1939

 

«Mañana descubriré Sunset Boulevard»

 

Henry Miller, “Soirée en Hollywood”

 

 

El jueves 20 de abril de 1939 por la mañana, el Queen Mary atracó en Nueva York; a bordo iban Ingrid y Kay, que había hecho otro viaje al extranjero para ayudar a su nueva amiga a prepararse para ir a Norteamérica. Instalada, a expensas de Selznick, en una habitación del hotel Chatham, Ingrid le dijo a Kay que no tenía intención de perder el tiempo y quería dedicarse inmediatamente a perfeccionar su inglés y familiarizarse con la vida norteamericana. Deseaba comer y cenar en cafeterías y restaurantes típicos, deseaba leer los periódicos, escuchar la radio y leer los cómics; y sobre todo deseaba ir al teatro.

         Sus primeras comidas fueron monótonas: una copa de vino y un bistec o una hamburguesa, rematada inevitablemente con un café fuerte y con su primer excitante descubrimiento, el helado típico norteamericano, el sundae. A partir de entonces se dejaría caer con frecuencia por Schrafft’s, Child’s, Louis Sherry o el Automat para tomar dos bolas de vainilla, una ración doble de chocolate caliente y un generoso remate de crema batida («¡Nunca me puse enferma, sólo gorda!»). Desde ese momento los helados se convirtieron en su principal capricho, prohibido tan sólo cuando iba a empezar una nueva producción y tenía que perder rápidamente kilos.

         También se familiarizó con el cóctel norteamericano, y en un abrir y cerrar de ojos desarrolló una debilidad hacia los martinis con ginebra, las bebidas a base de ron, el whisky sour (con gotas amargas, azúcar, zumo de limón y hielo picado), virtualmente cualquier cosa que le ofrecieran. «Cuando vine a Estados Unidos y vi todos los nombres: stingers, daiquiris..., ¡simplemente empecé con la “A” y seguí hacia abajo toda la lista!» Afortunadamente, Ingrid tenía una constitución fuerte y soportaba bien el alcohol; bebedora liberal durante toda su vida, podía dejar de beber para una dieta, y nunca fue nada parecido a una alcohólica. La disciplina y el orgullo nunca le hubieran permitido ser controlada por ningún vicio.

         En cuanto a mejorar su inglés, Ingrid era demasiado inquieta para conformarse con los periódicos, que en cualquier caso raramente estudiaba, y Kay estuvo de acuerdo en que el cine era el mejor lugar donde ir. Al cabo de una semana había visto Abe Lincoln in Illinois, La loba (The Little Foxes), Historias de Filadelfia (The Philadelphia Story) y No Time for Comedy..., pero no estaba más cerca de comprender el habla normal norteamericano. Cuando Kay hablaba lentamente, de forma clara y utilizando sólo frases elementales, todo iba bien. Pero Ingrid se veía superada por el ritmo del diálogo dramático, por el dialecto y por cualquier cosa más complicada que una simple frase declarativa. Kay admitió que la situación requería un remedio inmediato, puesto que estaba previsto que el rodaje de Intermezzo se iniciara en mayo. Cablegrafió a Selznick, que respondió que tendría un preparador de diálogos a punto para ella en Hollywood.

         Esa llegada se produjo a primera hora de la tarde del sábado 6 de mayo. Kay acompañó a Ingrid en tren desde Nueva York hasta Pasadena, donde aguardaban un coche y un conductor para transportarlas a la mansión de David Selznick en Summit Drive, en Beverly Hills. Con piscina, un enorme comedor formal, múltiples salones, una biblioteca y una sala de proyecciones, la propiedad de Selznick era algo inimaginable para una actriz sueca que se conformaba con un apartamento bien arreglado. Ingrid había visto todo aquel lujo en las películas y revistas norteamericanas, pero era demasiado sensata para equiparar los emolumentos con el profesionalismo.

         Fue presentada de inmediato a la esposa de David, Irene (hija del magnate de la MGM Louis B. Mayer), que estaba escuchando el derby de Kentucky: su esposo, dijo, estaba en Culver City, trabajando en Lo que el viento se llevó. Sorprendida al ver a Ingrid con un equipaje mínimo y sin los acostumbrados grandes baúles de las estrellas de cine, Irene le mostró los aposentos de los huéspedes en la residencia Selznick que iba a ocupar por el momento. Ingrid se sorprendió al descubrir una lujosa suite de tres estancias con su propio baño y saloncito.

         Aquella tarde, Irene Selznick invitó a Ingrid a que se uniera a ella y algunos amigos para cenar en el Beachcomber, un restaurante de Hollywood que imitaba la atmósfera del Pacífico Sur. Kay no estaba incluida, porque era una empleada y, en consecuencia, no era considerada aceptable entre la realeza de Hollywood. También en aquella velada estaban Miriam Hopkins, Richard Barthelmess y Grace Moore; e Ingrid, confusa ante su conversación, parecida a un fuego de mosquete, permaneció literalmente sin hablar en su presencia. Pero después de uno de los letales daiquiris del Beachcomber (servido en un coco de cerámica y rematado con un diminuto parasol rosa), intentó un chiste acerca de su altura y, desde aquel momento (como recordaría Irene Selznick), todo el mundo quedó prendado de ella.

         Aunque el inglés de Ingrid era limitado, poseía una notable capacidad para comunicarse: todo lo que sentía era transmitido rápidamente de alguna forma con una mirada, una expresión sutil pero directa y una economía de gestos..., una amalgama de cualidades –hay que añadir– que eran las que hacían que sus sentimientos fueran tan inmediatos en la pantalla. «Su falta de afectación era monumental –según Irene (que no se sentía fácilmente impresionada por las estrellas de su esposo)–. Simple y directa, poseía una cualidad totalmente refrescante. De hecho, no se parecía a ninguna otra actriz que haya conocido nunca. No había planeado otra cosa que ser hospitalaria con mi invitada, pero inmediatamente la acogí bajo mi ala e intenté enseñarle Hollywood.»

         Tras la cena en el Beachcomber, el grupo fue a la sala de proyecciones de la casa de Miriam Hopkins y, aproximadamente a la una de la madrugada, alguien dio unos golpecitos en el hombro de Ingrid: Selznick se había unido finalmente a la fiesta y la aguardaba en la cocina. Inclinado sobre la mesa y mientras daba cuenta de las sobras de la nevera de Miriam, Selznick –con ojos de búho, aspecto pesado, hipersensible y tan parlanchín, como indicaban sus memorándums– la miró con los ojos fruncidos a través de sus gruesas gafas y se sintió alarmado por su altura (metro setenta y tres). «¡Dios! ¡Quítese los zapatos!», murmuró tras un saludo rutinario.

         «No servirá –replicó fríamente Ingrid–. Llevo zapatos de tacón plano.» El productor ensartó un trozo de cordero frío y cogió una botella de whisky.

 

 

David O. Selznick era una de las grandes potencias en Hollywood. Con sus treinta y siete años, había sido ya un productor de éxito en la RKO, la Paramount y la Metro-Goldwyn-Mayer, donde su suegro, Louis B. Mayer, lo instaló como vicepresidente a cargo de la producción. En 1939, Selznick había producido docenas de éxitos, entre ellos Hollywood al desnudo (What Price Hollywood?, 1932), Doble sacrificio (A Bill of Divorcement, 1932), King Kong (King Kong, 1933), Las cuatro hermanitas (Little Women, 1933), Cena a las ocho (Dinner at Eight, 1933), David Coppeffield (David Copperfield, 1935), Ana Karenina (Anna Karenina, 1935) y Ha nacido una estrella (A Star is Born, 1937). Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind) iba a estrenarse pronto, y Rebeca (Rebecca) estaba prevista para su inminente producción. Intermezzo iba a ser su producción número cincuenta y cinco.

         Con el respaldo financiero de la familia Whitney, Selznick tenía ahora sus propios estudios, una operación destinada no sólo a expandir el imperio sino también a facilitar la supervisión de cada detalle en cada filme que producía. Decenas de miles de memorándums y cables, dictados días y noche a lo largo de toda su carrera, atestiguan su celo profesional. Sensual y meditabundo, hombre de aguda inteligencia y voraces apetitos, Selznick era también una fuente interminable de ideas, muchas de ellas generadas durante largas noches de whisky, póquer y píldoras. Implicado en todos los aspectos de sus producciones, desde el casting hasta la peluquería, el maquillaje y la publicidad, podía llevar a su personal y a sus artistas contratados al borde de la locura con sus exigencias, energía y atención.

 

         La primera reunión entre Ingrid y David, sobre un plato de cordero frío y una botella de whisky, prosiguió cuando él volvió al tema del nombre de ella, que dijo que era demasiado alemán. ¿Qué le parecería rebautizarla Ingrid Berryman? «Bergman es un buen nombre y me gusta –respondió ella–. Si fracaso en Norteamérica, siempre puedo volver a Suecia y seguir siendo Ingrid Bergman.»

         Bien, aparte del nombre, había un problema con sus cejas, prosiguió Selznick: eran demasiado gruesas. Otra ración de whisky en su vaso. Y sus dientes, evidentemente, necesitaban un arreglo, lo mismo que su maquillaje, había que hacer algo, y..., ¿quedaban algunas patatas en la nevera de Miriam? ¿Algo de pan y mantequilla?

         «Creo que ha cometido usted un gran error, señor Selznick –interrumpió Ingrid con tranquila deliberación–. Creí que me había visto en la película Intermezzo, que le había gustado y que había enviado a Kay Brown a Suecia para contratarme. Ahora que me ha visto, desea cambiarlo todo. Así que mejor no hacer la película. No diré nada más al respecto. No habrá problemas de ninguna clase. Simplemente lo olvidaremos. Tomaré el próximo tren y volveré a casa.» Y, ante esto, David O. Selznick, que estaba acostumbrado a obtener lo que deseaba, dejó de comer y de beber. Había tropezado con alguien como él. De hecho, se dio cuenta del sorprendente buen sentido de la respuesta.

         «Dijo que aquello sonaba fantástico», recordaría Ingrid,

 

«–el mejor ángulo publicitario jamás tomado en consideración–, y que trabajaría en la idea de una muchacha natural, que nada había cambiado. Le dijo a la gente del departamento de maquillaje que no tocaran mis cejas, y aunque tuve que someterme a un poco de maquillaje para la cámara –mi rostro se volvía rojo bajo los ardientes focos–, éste estaba diseñado para que mi aspecto fuera muy natural y carente de afectación. Así que me convertí en la estrella “natural”. Y eso fue justo en el momento preciso, porque todo se había convertido en muy artificial en las películas, todas esas cejas depiladas y repintadas, todo ese intenso rojo de labios y los ridículos peinados llenos de fijador. Mi aspecto era muy sencillo, mi pelo se agitaba al viento, y yo actuaba como la muchacha de la puerta de al lado.»

 

         De pronto, Selznick estaba de su lado. Era brillante, le dijo: su auténtico nombre, sus auténticos rasgos, su auténtico pelo y dientes. En Hollywood, aquello era tan poco común como la nieve.

         Como ella misma diría, el valor de Ingrid de enfrentarse a Selznick derivó de una simple convicción: si no hubiera gustado o hubiera sido aceptada en Hollywood, hubiera podido volver fácilmente a trabajar en Suecia o Alemania. Había visto las suficientes películas norteamericanas como para saber que en 1939 la mayor parte de las actrices estaban sometidas a una peluquería y una cosmética, que las situaban mucho más allá de cualquier parecido con la vida real. A decir verdad, no se sentía a gusto en el cine sueco y apreciaba los enormes recursos técnicos y los aparentemente infinitos presupuestos del cine norteamericano; además, sabía que muchos extranjeros habían tenido éxito en sus carreras en Estados Unidos, donde había una predilección particular hacia las mujeres germano-escandinavas (entre muchas otras, Greta Garbo, Marlene Dietrich, Hedy Lamarr, Ilona Massey y Anna Sten).

         Pero también era lo bastante perspicaz como para saber que el glamour podía ser una distracción (las mujeres hermosas raras veces eran alabadas por su genio interpretativo), que el mero artificio podía asegurar su popularidad sólo temporalmente (hasta los treinta y cinco años si tenían mucha suerte), y que sólo el talento madurado con la ayuda de buenos guiones podía asegurar su carrera. Finalmente, albergaba la esperanza de que algún día pudiera actuar de nuevo en los escenarios.

 

 

Las ambiciones teatrales de Ingrid formaban parte de un mundo más grande que deseaba para ella. En los meses inmediatos después del nacimiento de Pia, había ido varias veces a la semana a los cines de Estocolmo, había visto todo lo que había podido y se había dado cuenta de las sorprendentes posibilidades de trabajar en el cine internacional. Su estancia en Alemania no había satisfecho su constante apetito de nuevos métodos, nuevas tareas, nuevos platós, nuevas formas de trabajar. También veía la vida sueca como restrictiva («confinada en una isla», como había dicho), pero en las raíces de su hastío puede que hubiera también la sospecha de que la más profunda satisfacción de su vida no procedía del matrimonio y la maternidad sino de un buen trabajo. Su carácter se había formado partiendo de dos irreductibles experiencia que la habían conducido a una notable autoconfianza: las muertes de sus familiares y su inamovible confianza acerca de sus talentos. A los veintitrés años, había viajado miles de kilómetros hasta una cultura extranjera, donde no tenía nada en lo que apoyarse excepto su fuerza interior y su serenidad, que permitían que sus extraordinarios dotes como actriz surgieran al momento. De ahí que no pareciera ni nostálgica ni insegura de sí misma. Los adjetivos y los verbos podía aprenderlos con facilidad; la audacia y el vigor estaban ya en ella.

         Una semana después de su llegada, Ingrid fue la invitada de honor en una cena de Selznick, donde las dos docenas de invitados incluían a Tyronne Power, Loretta Young, Errol Flynn, Claudette Colbert, Gary Cooper, Joan Bennett, Cary Grant, Spencer Tracy, Charles Boyer, Clark Gable y Ann Sheridan, esta última promocionada por la Warner Bros. como “The Oomph Girl”. Nadie pudo explicarle a Ingrid la definición de esa palabra 7, como tampoco pudo hallar ninguna ayuda en su léxico sueco-inglés. Se desesperó, dijo, incapaz de captar el significado de “oomph”, o incluso de llegar a dominar el inglés norteamericano. Pero la ayuda estaba en camino, porque a los pocos días Ingrid era presentada a su maestra particular de lenguaje y diálogos, Ruth Roberts, una tranquila y perceptiva mujer que enseñaba inglés a los inmigrantes. Hermana del escritor y director George Seaton, Ruth se convirtió en la instructora de Ingrid durante toda su vida y, más tarde, en su amiga de confianza y compañera en los rodajes en localizaciones.

         A mediados de mayo, Selznick había alquilado una casa para Ingrid, una encantadora villa de estilo español en el 260 de South Camden Drive, Beverly Hills. Selznick se sintió de nuevo impresionado ante su reacción a la noticia del traslado: aquello era un gasto innecesario, dijo Ingrid. Puesto que le aguardaba un remolque amueblado en los estudios Selznick, se sentiría muy feliz allí. Irene aconsejó serenamente a Ingrid que aquello no sería apropiado para ella en su nuevo status como una de las principales damas de Selznick.

         Su nuevo vecindario no se parecía en nada a Summit Drive, muy por encima de Sunset Boulevard, donde las propiedades con piscina, pabellones para los invitados, pistas de tenis y viviendas separadas para el servicio ocupaban a menudo varias hectáreas. La residencia temporal de Ingrid estaba ahora a dos manzanas al sur de Wilshire Boulevard, en una pequeña extensión de terreno sin piscina, y así con un cachet algo menos que glamouroso. Pero era a todas luces más opulento que ningún otro lugar donde hubiera vivido nunca y apreció tanto su encanto, como su exotismo: el tejado de tejas rojas, las paredes de estuco pálido y las vigas de los techos, los pórticos en arco, los frondosos planteles de yuca, cactus, limoneros, olivos y eucaliptos, el dulce aroma del jazmín que florecía por la noche..., todo rodeando una espaciosa vivienda de cuatro habitaciones para Ingrid y una mujer que Selznick contrató como su cocinera, chófer y ayudante personal.

         En cuanto a su contrato con Selznick International Pictures (más tarde rectificado a su favor), Ingrid iba a recibir 2.500 dólares a la semana durante el rodaje de Intermezzo. Selznick estipuló una serie de opciones, según las cuales Ingrid podía ser contratada posteriormente para aparecer en dos películas anuales más, por las que cobraría 2.812,50 dólares semanales con una garantía de dieciséis semanas para el segundo año; el incremento anual elevaría sus emolumentos a 5.000 dólares semanales en el sexto año. Con un programa de trabajo de dieciséis semanas, Ingrid tenía garantizado un sueldo mínimo anual de 80.000 dólares para 1946..., si se sentía contenta con los resultados de Intermezzo.

         En total, entre 1939 y 1946, Ingrid recibió una cantidad bruta de más de 750.000 dólares de Selznick, lo cual la convirtió (junto con Irene Dunne) en una de las mujeres mejor pagadas de Hollywood, pero no una de las mujeres más ricas del país. Aunque era una «extranjera residente» registrada, tenía que pagar los impuestos estadounidenses sobre esos ingresos; por aquel entonces, el gobierno fijó esos impuestos según su nivel de ingresos en un 90 por ciento, y así su compensación neta real osciló alrededor de los 20.000 dólares anuales.

 

 

Durante tres días a primeros de mayo, Ingrid fue requerida para efectuar una serie de pruebas mientras su pelo, maquillaje ligero y color natural eran evaluados por el cámara Harry Stradling y el director William Wyler, cedido por el productor Samuel Goldwyn para dirigir Intermezzo. El miércoles 24 de mayo Wyler empezó los ensayos y las cosas se desarrollaron sin problemas durante todo el sábado. Pero el lunes, el Memorial Day, el día en que en los Estados Unidos se recuerda a los soldados muertos en campaña, Wyler –un meticuloso artesano conocido por sus muchas repeticiones de tomas de cada escena– envió aviso a Selznick de que abandonaba la película: la exigencia de que terminara Intermezzo en seis semanas le resultaba intolerable –dijo– e invocó sus compromisos anteriores con Samuel Goldwyn como excusa; la verdad era que el guión no era en absoluto de su gusto.

         Selznick no se alarmó ante esta noticia. El presupuesto de Lo que el viento se llevó había ascendido ya al inimaginable nivel de cuatro millones de dólares y, aunque Selznick había planeado Intermezzo como un proyecto económico, la reputación de Wyler de sus muchas tomas hablaba de desastre en la nerviosa imaginación de Selznick. No importaba que Jezabel (Jezebel, 1938) le hubiera hecho ganar a Bette Davis su segundo Oscar, o que su Cumbres borrascosas (Wuthering Heights, 1939) fuera uno de los grandes éxitos del año. En realidad la elección original de Selznick para dirigir Intermezzo había sido Gregory Ratoff, el actor-director inmigrante ruso que era uno de sus viejos compañeros de juego y que le debía a Selznick una suma importante de sus partidas de póquer. Y así, el jueves 1 de junio, arregló las cosas para que Darryl Zanuck de la Twentieth Century-Fox, donde Ratoff estaba bajo contrato, se lo cediera. Ladrando órdenes con un denso acento eslavo-yiddish a menudo incomprensible para su equipo y sus actores, el nuevo director de Intermezzo adoptó la actitud de un exigente capataz con todo el mundo..., excepto Ingrid, a la que adoraba.

         Al principio Ingrid se sintió inquieta ante aquella repentina transferencia de un hombre a otro para una tarea tan importante como aquella, pero no tardó en darse cuenta de que en realidad no se trataba de la película de Ratoff. Selznick, que se sentía tan ansioso por la rapidez y la economía como por repetir el éxito del Intermezzo sueco, hacía que cada escena de la primera versión fuera pasada en el plató. Y de alguna forma, ante la sorpresa y la irritación de virtualmente todos los implicados, consiguió salirse de tanto en tanto de sus tareas supervisoras de Lo que el viento se llevó para controlar cada toma de Intermezzo. Ratoff, pues, parecía más bien (incluso para sí mismo) un ayudante de Selznick. «Era temperamental, pero también era un encanto de hombre –diría Ingrid del director–. Era muy divertido escuchar su acento. Solía dirigirse a mí y decirme: “Uzted no ha leído bien eza fraze. ¡Ezcúcheme y vea cómo ze haze!» Y entonces Ruth se dirigía a mí y me decía: “¡Por el amor de Dios, no le escuche a él! ¡Escúcheme a mí!”» Esto, como cualquiera puede predecir, condujo a una considerable confusión para Ingrid, que temía que no se entendiera lo que decía. No había que preocuparse, le dijo Selznick: cualquier problema en la grabación podía ser doblado más tarde.

         Si bien la dicción de Ingrid podía ser corregida, su apariencia, una vez filmada, no podía cambiarse; y, cuatro días después de que Ratoff empezara a rodar, Selznick quedó convencido de que Harry Stradling (que había trabajado ya con éxito en Hollywood, Inglaterra y Francia) era incompetente para fotografiar el debut norteamericano de Bergman. «No hay ni una sola cosa en la producción de la película», escribió Selznick en un memorándum de advertencia a Stradling,

 

«que pueda compararse en importancia con la fotografía de Miss Bergman. A menos que podamos lograr que nuestra fotografía haga que parezca realmente divina, toda la película se hará pedazos. Es muy posible que todavía no hayamos aprendido lo suficiente acerca de sus ángulos o exactamente cómo iluminarla. El curioso encanto que tenía en la versión sueca de Intermezzo –la combinación de excitante belleza y fresca pureza– tendría que estar dentro de nuestras habilidades de capturarlo. Sería realmente chocante que un cámara de unos pequeños estudios suecos demostrara ser capaz de hacer con ella un trabajo muy superior al nuestro.»

 

         (Resulta difícil saber, tras revisar las escenas de Stradling que han sobrevivido, qué era exactamente lo que Selznick tenía en la cabeza. Le había dicho a Stradling que deseaba un aspecto natural y eso era lo que había proporcionado el cámara.)

         Aparte su altura, que podía ser compensada fácilmente ajustando los ángulos y situando convenientemente a los actores más bajos, Ingrid no era un tema difícil para la cámara. Pero el rumor de que no llevaba maquillaje en Intermezzo fue una agradable ficción, ideada por Selznick, para apoyar su publicidad acerca de la llegada de una ordeñadora de vacas sueca, que era tan encantadora que no necesitaba la ayuda de los cosméticos. La verdad es que su piel era muy clara y que los brillantes focos provocaban un brillo rojizo, que tenía que ser expertamente matizado con los polvos adecuados.

         Con respecto a Stradling, sin embargo, Selznick se puso frenético: vio lo que quería ver en aquella segunda semana de rodaje, que era una serie de desastres visuales que amenazaban con sabotear la película. Y así Stradling fue el siguiente en ser despedido de la producción, para ser reemplazado por Gregg Toland (que había fotografiado Cumbres borrascosas para Wyler y Goldwyn) 8. Pero ahora fue Ingrid quien se puso ansiosa. «Se echó a llorar –escribió Selznick asombrado en un memorándum a William Hebert, su director de publicidad–. Deseaba saber si perjudicaría [a Stradling] el haberle echado de la película, porque después de todo era un buen cámara y no importaba si ella era fotografiada un poco peor..., prefería esto que causarle algún daño.»

         Selznick, un hombre que no se dejaba impresionar fácilmente (sobre todo por los actores), se estaba dando cuenta, como le dijo a Hebert, de que Ingrid era «la actriz mas concienzudamente escrupulosa con la que había trabajado». Como prueba de ello, Selznick detallaba el hecho de que subordinaba toda su vida a las necesidades de la producción. «Prácticamente nunca abandona los estudios, y nunca sugiere ni por un momento marcharse a las seis en punto...; al contrario, se siente muy decepcionada si la compañía no trabaja hasta medianoche.»

         Su asombro prosiguió: Ingrid se mostraba ansiosa también por los gastos relativos a su vestuario para la película. Cuando se desechó un vestido porque no encajaba con ella, pidió al departamento de vestuario si no podía añadírsele un collar, o cambiar el color o el corte, a fin de no malgastar el dinero. Además, se sentía tan complacida con su pequeño remolque-camerino (las instalaciones principales habían sido asignadas al cuarteto de estrellas de Lo que el viento se llevó, que le sugirió a Selznick que cancelase el alquiler de la casa en Camden Drive y ahorrara dinero, permitiéndole vivir en los estudios.

         «Todo esto es completamente sencillo –escribió Selznick, y en eso vio también la semilla de una publicidad beneficiosa–, hasta el punto que su dulzura natural y su consideración y su escrupulosidad [son ya] como una leyenda (...) en particular frente a las excentricidades que piden algunas otras estrellas.» Ingrid deseaba ser una actriz seria y de éxito, los oropeles del estrellato no eran su principal meta. «Soy una persona realista –dijo cansinamente años más tarde, cuando se le preguntó cómo se clasificaba ella misma entre las estrellas–. Quiero estar con los pies en el suelo. Hago mi trabajo, eso es todo.»

         Lo mismo hizo Toland, que le dio a Selznick lo que éste pedía: una Bergman natural que, sin embargo, era reflejada artísticamente a través de todos los recursos profesionales disponibles: sombras y matices, contraluces e iluminaciones clave, ángulos y distancias medidos al milímetro. En Intermezzo hay ciertamente momentos en los que una representación sorprendentemente realista llena el encuadre, en la escena del bote por ejemplo, donde su pelo se agita al viento (una escena que no está en la versión sueca). Pero el elemento más natural de todos era su actuación.

         El filme no supuso mucha mejora respecto a las torpezas románticas del original. Manteniendo el marco sueco (y tomando muchos largos planos directamente de la versión de Molander), el anglófilo Selznick y el inglés Leslie Howard (productor asociado del filme) decidieron de alguna manera infundirle al filme un espíritu británico, con tazas de té, actitudes, decorados y acentos británicos. Poco más que una glosa moral sobre la complaciente historia de un esposo y padre de mediana edad, que tiene un interludio romántico con una mujer mucho más joven, Intermezzo sufrió mucho las constantes intrusiones e interferencias de Selznick que (según Ingrid) «siempre estaba enviando notas. Las recibíamos y respondíamos “¡Pero si ya hemos rodado eso, por el amor de Dios!” Era imposible. Nunca podía tomar una decisión. Repetíamos una y otra vez mi entrada... Soy incapaz de decir cuántas veces lo hice y volví a hacerlo. Decía que deseaba que mi llegada al mundo del cine norteamericano fuera como un shock.»

         Además –como si hubiera hecho voto de inventar el equivalente visual del adverbio–, Selznick exigía una profusión de escenas con la adorable hija del morbosamente absorto en sí mismo violinista (Leslie Howard) y el terriblemente afectuoso perro (las niñitas pequeñas y los cachorros han sido siempre irresistibles para el público norteamericano). También argumentaba sobre el papel de la terriblemente noble y sufridora esposa (Edna Best); y daba a su guionista, George O’Neil, abrumadoras ideas para escenas con devotos amigos y sirvientes. En otras palabras, la película era un manojo de sacarinados clichés, memorable tan sólo por Ingrid, que era la única que se elevaba por encima del nivel general de cursilería.

         Creíble en todas las secuencias, comunicaba los sentimientos de una joven amante, tanto por sus silencios como por sus diálogos: sus gestos parecían ingenuos y en absoluto fingidos, sus reacciones y comportamiento los atributos espontáneos de una auténtica persona, no los embellecidos fingimientos que podría haber presentado una actriz menos dotada. Más aún que en la versión sueca, creó una Anita Hoffman que brotaba a la vida momento tras momento, una mujer joven cuyo carácter emerge tan sólo cuando queda suspendida entre las alturas del éxtasis y las profundidades de la culpabilidad. Había algo añadido a su actuación en el filme, la materialización del atractivo universal de Ingrid: las mujeres del público podían identificarse con su vulnerabilidad, mientras que los hombres podían comprender su anhelo de superar sus vacilaciones y vivir apasionadamente además de profesionalmente.

 

 

Introducida al modo norteamericano de hacer cine, Ingrid se sorprendió de descubrir que «es mucho más fácil hacer películas aquí que en Europa (...) Hay más gente en el plató, más vestuario, más dobles –cosa que no tenemos en Suecia–, más maquilladores y más electricistas. Así como en un plató medio en Suecia puedes encontrar a doce personas, en los Estados Unidos encontrarás cincuenta. La otra diferencia es que las cosas son un poco más resplandecientes y los platós más caros.» Estaba aprendiendo con mucha rapidez todos los aspectos estéticos y técnicos de la cinematografía.

         Intermezzo (Intermezzo: A Love Story) quedó completada a finales de julio; hubo varios días más de doblaje de fragmentos inaudibles de diálogo y, luego, el 3 de agosto, Selznick ordenó unas pruebas de Ingrid con película en color en el plató del dormitorio de Rhett Butler en Lo que el viento se llevó. Selznick le prometió que cuando (no dijo «si») ella e Intermezzo tuvieran éxito, le ofrecería un nuevo contrato y un papel protagonista en una película en Technicolor. Ella respondió que su sueño era interpretar a Juana de Arco y él admitió que era un proyecto perfecto para ella. La tarde siguiente, tras la repetición final de una toma de su primera aparición en Intermezzo, Ingrid tomó el tren para Nueva York y, de allí, partió inmediatamente en barco hacia Estocolmo.

 

Tenía que estar de vuelta en casa antes de finales de agosto, como le había informado Peter a ella y a Daniel O’Shea (vicepresidente de Selznick International), si quería cumplir con su compromiso de hacer otra película en Alemania. Había rechazado tantos guiones de la UFA, recordó Petter a Ingrid, que no sería juicioso que rechazara otro; el punto de vista de Lindstrom, remitido a Kay a través de Ingrid, había sido confirmado en un memorándum a O’Shea el 29 de junio. Pero luego, tan hábilmente como el más avezado agente, Petter escribió a Kay Brown el 28 de julio: «He cablegrafiado a la UFA que mi esposa cancela de inmediato su contrato [cosa que no hizo], ¡pero no especifiqué si la cancelación era por uno o por los dos filmes que había acordado hacer!» Con esa carta, Petter se aseguraba de que Selznick supiera que Ingrid tenía otras ofertas profesionales además de Selznick y Hollywood. En otras palabras, estaba planteando una verdadera subasta por sus servicios.

         Mientras tanto, Petter estaba negociando directamente con Carl Froelich (que había dirigido a Ingrid en El pacto de los cuatro). En una carta a Kay Brown desde Estocolmo el 19 de julio, Petter escribió que «experimentaba una certera seguridad por el hecho de que el anterior director de mi esposa en Alemania, el Sr. Froelich, se ha convertido ahora en una persona muy influyente en la cinematografía alemana como presidente de los intereses combinados alemanes (...) Hará todo [lo que pueda] por aceptar, sin condiciones, el [guión] ahora sugerido (...) y mi esposa debería estar en Berlín» tan pronto como fuera posible. Cuatro días tarde añadió que «todavía [estaba] negociando con la UFA» y que «mi esposa ha de ir con cuidado de no tensar demasiado la paciencia de la UFA».

         Ingrid dejaba todos estos asuntos a su marido. Por una parte, comprendía que no debía implicarse directamente en las negociaciones; por otra, se preguntaba a sí misma quién podía ser de más confianza que su propio esposo, que por ahora había ocupado el lugar central de mánager y agente. Kay vio otro aspecto en lo que Petter había hecho: «Supongo que cuando el Dr. Lindstrom canceló tan rápidamente el filme alemán, ellos [la UFA] decidieron cumplir con los términos del contrato que permitían a Miss Bergman retirar la mayor parte de su dinero [alemán]», como Zarah Leander había conseguido también hacer.

 

 

«¡Lo maravillosamente que me lo he pasado en Hollywood!», escribió Ingrid a Ruth Roberts mientras el Super Chief traqueteaba hacia el Este desde Los Ángeles hasta Nueva York el 4 de agosto. «Tanta gente estupenda. Si regresa usted a los estudios, por favor transmítales todo mi cariño.»

         «Recé porque lo hubiera hecho bien y David me deseara de vuelta –diría más tarde–. Me había encantado la experiencia de trabajar en Hollywood y me lo había pasado muy bien con la gente con la que trabajé. Deseaba tanto volver, pero tenía que pensar en mi bebé y en los estudios de Petter. Todo parecía tan complicado.» Y de hecho lo era. Pero llegó una respuesta a sus plegarias por cable al Queen Mary mientras navegaba hacia Suecia. «Querida Ingrid, eres una persona encantadora y alegras todas nuestras vidas. Pásatelo bien, pero vuelve pronto. Tu Jefe.» Cuando vio ese mensaje, Petter envió otro cable a Kay; estaba intentando negociar un contrato para una película inglesa –informó–, así que lo que Selznick tuviera que ofrecer debía de tener eso en cuenta.

         Petter se encontró con Ingrid en Cherburgo el sábado 19 de agosto por la noche, y se dirigieron directamente a Estocolmo, donde había alquilado una antigua y no modernizada, pero muy encantadora casa, la Villa Sunnanlid, en el parque urbano de Djurgården. Allí Ingrid recibió a un periodista, al que le dijo que sí, iba retrasada para la llegada al plató de su nuevo filme para la UFA, donde debía interpretar a Charlotte Corday en un drama histórico, pero su agente (es decir, Petter) había conseguido un aplazamiento para ella, y marcharía a Berlín en octubre. Mientras tanto, preparaba una reunión familiar. Pia, con casi un año, se echó a llorar ante la extraña presencia de su madre; Petter le ofreció una bienvenida más cordial, pero mucho más tarde ella se dio cuenta de que los cuatro meses de separación habían revelado serias diferencias de personalidad y perspectiva entre ellos. Más tarde, Ingrid admitiría que desde su separación inicial su matrimonio «nunca llegó a recuperarse realmente». Con la distancia había llegado la primera sensación de que sus gustos y sus temperamentos eran tan divergentes que llegaban a hacer de ellos una pareja virtualmente incompatible. Además, ambos estaban comprometidos con una difícil y exigente carrera y, mientras que Petter fingía saber qué era lo correcto para Ingrid, ella tenía la firme sensación de que la estaba considerando de forma condescendiente; por otra parte, ella no podía entrar (ni siquiera en su conversación) en el campo de él.

         Muy en el corazón del problema estaba el deseo de Ingrid de sentirse libre de trabajar en todas las oportunidades que se le presentaran, una aspiración que chocaba con la estabilidad de su matrimonio, su maternidad y el tiempo requerido para ello. Después de todo, en los primeros años de su vida había conocido una serie de dislocaciones: las muertes en su familia, los muchos cambios de un hogar a otro, el aislamiento sentido a menudo por alguien con ambición y una personalidad imaginativa..., todo aquello había moldeado a la joven Ingrid para ser, de alguna forma, interior y profunda, independiente. Pero al mismo tiempo sus necesidades emocionales la alentaban a depender de un hombre. Desde que había conocido a Petter había confiado enteramente en su consejo.

         Por supuesto, también había contado con Kay e Irene para su introducción profesional y social en Hollywood, y en David Selznick para el empleo. Pero una vez Intermezzo estuvo en marcha, Ingrid sintió que podía valerse con sus propios medios y aprendió de su trato con todo el mundo, desde el director hasta el técnico de sonido y desde Ruth Roberts hasta su doncella, que podía vadear las aguas del discurso social habitual, incluso en inglés, sin ahogarse en un mar de humillación y confusión. En otras palabras, había comprendido que su talento era algo que la gente admiraba, que poseía considerables recursos internos sobre los cuales basar sus propias y sólidas opiniones, y tomar sus decisiones artísticas en lo que a elección e interpretación de papeles se refería.

         Tres días más tarde, las tropas alemanas entraron en Polonia y, dos días después, Gran Bretaña y Francia declaraban la guerra a Alemania. Suecia permaneció neutral, aunque nadie se atrevía a predecir durante cuánto tiempo, y todo el mundo estaba inseguro respecto a las relaciones diplomáticas y comerciales con Alemania. Ningún sueco sensato deseaba trabajar en un país en guerra y los planes de producción de la UFA quedaron por el momento congelados. «Mi película alemana ha sido cancelada», cablegrafió Ingrid a Selznick el 29 de septiembre, sin mencionar para nada la guerra. Pero no por ello carecía de perspectivas: su esposo y Helmer Enwall habían preparado para ella un papel en una inminente película sueca. Luego, el 6 de octubre, Intermezzo se estrenó en los Estados Unidos, y Selznick transmitió la noticia que todos habían estado esperando: la prensa y el público habían hallado en Ingrid Bergman una nueva estrella.

         «La sueca Ingrid Bergman es una personalidad tan encantadora y una actriz tan graciosa», empezaba la crítica del “New York Times”, que seguía alabando su «frescura, simplicidad y dignidad natural (...) Su actuación es sorprendentemente madura, pero singularmente libre de rasgos estilísticos –amaneramientos, posturas, inflexiones– que se han convertido en un hábito en las actrices maduras (...) Hay esa incandescencia en Miss Bergman, esa chispa espiritual que nos hace creer que Selznick ha encontrado a otra gran dama de la pantalla.»

         Selznick siguió leyendo las críticas a Ingrid en una larga y a menudo distante conferencia telefónica transatlántica (un medio de comunicación muy caro e infrecuente en 1939):

 

«David O. Selznick fue muy hábil conservando a la encantadora protagonista del original. Su nombre es Ingrid Bergman, y su presencia [en el filme] es su principal distinción. Posee una seguridad y dignidad naturales, además de un excitante talento (...) Sin apenas usar maquillaje pero actuando con una móvil intensidad, crea de una forma tan vívida y creíble el personaje, que se convierte en el núcleo de la narración (...) En mi opinión, es la más dotada y atractiva de las actrices que han reclutado los estudios del extranjero en muchas lunas.»

 

«Alta, hermosa, emocional y soberbia actriz, Ingrid Bergman es una nueva adición a la pantalla norteamericana digna de soñar con ella.»

 

«Es hermosa, llena de talento y convincente..., una personalidad cálida que introduce un nuevo activo estelar en Hollywood.»

 

«Es lo más espléndido que ha llegado a Hollywood desde cualquier lugar en muchos días. Es extremadamente injusto llamarla una segunda Garbo sólo porque procede de Suecia. Posee una combinación de rara belleza, frescura, vitalidad y habilidad que es tan poco común como una planta centenaria en flor» 9.

 

         Y así prosiguió, página tras página de entusiasmantes noticias. «Se lo dije», repitió Selznick una y otra vez. Se estaban enviando más copias a otros cines –añadió– y se estaban formando largas colas en todas partes, mientras el público acudía a ver a la nueva estrella de Selznick. Vivien Leigh había estado trabajando en Lo que el viento se llevó (y bajo condiciones mucho más exigentes), pero ese filme todavía no se había estrenado. Por aquel entonces Ingrid Bergman era la noticia más incandescente del mundo del espectáculo aquel año 10.

         «Lloré todo el día allá en Estocolmo –recordaría Ingrid más tarde–. Cuando estábamos haciendo la película, había visto algunas de las primeras copias de lo rodado. David y Gregory Ratoff y otras personas decían que era bueno, pero por aquel entonces yo no confiaba en ello. Era perverso pensar de aquella forma, pero cuando supe que el público se sentía complacido, entonces –y sólo entonces– estuve convencida y satisfecha.» El 9 de octubre, con la aprobación de Petter, refrendada en una carta a Selznick, Ingrid firmó la opción para un segundo año de empleo con Selznick International, para empezar el abril siguiente. Observó, un tanto dubitativa, que con aquel contrato se ataba a Selznick, ya produjera éste filmes para ella, la cediera a otros estudios (por cualquier precio semanal que pudiera negociar para él, aunque ella seguiría cobrando siempre el salario estipulado en su contrato), o tenerla ociosa y aguardando algún proyecto de Selznick.

         De los beneficios de Selznick al cederla a otros estudios, Ingrid dijo prosaicamente: «Nunca me resentí de que me cediera por precios mucho más altos a otros estudios sin que yo viera un céntimo de ello. La gente intentaba ponerme furiosa al respecto, pero yo me limitaba a decir que había firmado un contrato, ¡y que si él podía conseguir 250.000 dólares sobre mis 50.000, me parecía correcto porque él era listo y yo no!» Pero el permanecer ociosa era una situación que no podía soportar.

         A cambio de su sueldo, se le exigía que apareciera en dos películas al año si Selznick así lo quería, pero tenía el derecho a hacer también una obra de teatro al año, siempre que él diera su aprobación. También tenía el derecho de cederla para emisiones de radio. Comprendido todo esto, Ingrid hizo planes para regresar a Hollywood con el Año Nuevo de 1940.

 

 

Primero estaba la producción de Noche de junio (Juninatten), que empezó a rodarse en Estocolmo el 18 de octubre. El lírico título es deliberadamente irónico, porque el filme terminado (dirigido por Per Lindberg, sobre un guión de Ragnar Hylkten-Cavallius) sigue siendo una de las más amargas acusaciones del cine sobre la explotación sexual y la pasión mal conducida. Noche de junio amplió también la gama de la galería de personajes de Ingrid: evaluada años más tarde, su interpretación debe situarse muy alto en el catálogo de sus logros.

         En el filme interpreta a Kerstin Nordback, una mujer de espíritu libre en una pequeña ciudad sueca, comprometida con Nils, un hombre violento y abusivo que casi la mata con un disparo al corazón cuando ella se dispone a abandonarle. Salvada gracias a una delicada operación de corazón, aparece en el juicio y suplica indulgencia en favor de su ex amante, afirmando que toda la responsabilidad es de ella. «Todo lo que yo deseaba era una aventura...» Una valerosa y franca admisión que no le reporta más que la vergüenza pública. Cambia su nombre al de Sara, se traslada a Estocolmo, acepta un trabajo en una farmacia y (en una glosa de El pacto de los cuatro) comparte habitación en una casa de huéspedes con otras tres mujeres trabajadoras que también tienen problemas con los hombres.

         En este punto, las intenciones del filme se hacen claras, porque cada mujer a la que conoce es víctima de rudas presiones sexuales de su compañero. Incluso un médico gentil y humano llamado Stefan (Carl Ström) explota a su enfermera para una fácil satisfacción erótica y, cuando se entera de la historia de Sara, empieza a obsesionarse con conocerla. Ella sufre más tarde un espasmo cardíaco casi mortal a causa de la impresión de la reaparición y la renovada pasión violenta de Nils, y Stefan cuida de ella; finalmente, se muestra tan vehemente en su declaración de amor que ella sucumbe. El final, mientras se alejan en coche hacia unos brillantes campos llenos de flores de junio, sugiere que Kerstin, en sus tiempos aturdida, ha redescubierto la posibilidad del amor en su vida. Pero las otras mujeres, cuyas relaciones han sido otros tantos fracasos, deben hallar al hombre correcto como lo ha hecho Kerstin..., y ése es su deseo, al final, en la legendaria noche de junio.

         Ingrid hizo de Kerstin/Sara un personaje conmovedor, cuyas heridas son sintomáticas de lo duro de la explotación sexual, y en este aspecto Noche de junio (que en Norteamérica no hubiera podido ser producida en 1939) es inflexible en su honestidad emocional. Ansiosa de amor, Kerstin ve rápidamente –como señala Ingrid con un alzar de cejas, una ligera mueca o la adecuada vacilación en una palabra clave– la evidente perfidia que se esconde detrás de los avances amorosos.

         Una secuencia cerca del final de la película sintetiza todo el destructivo egoísmo detrás de los brutales avances sexuales de los hombres en la historia; en ella, incluso un médico que se considera un caballero comparte la loca pasión de los sexualmente embriagados personajes masculinos.

 

Stefan (Ström): He pensado tanto en ti.

Kerstin (Bergman): ¿De veras? ¡Acabamos de conocernos!

Stefan: Te he visto en todas partes.

Kerstin: Sólo imaginación y sueños..., eso es todo.

[En esta frase, Ingrid hace una pausa y vuelve ligeramente la cabeza, de tal modo que uno tiene la sensación de que Kerstin también comprende lo que significa imaginar y soñar.]

Stefan: Cuando pasas junto a alguien, algo ocurre. Se convierte en otra persona... No parezcas tan escéptica. Consigues que los hombres tengan pensamientos extraños y peligrosos. Tu pequeño corazón..., ¿eres consciente de él?

Kerstin: Sí, se ha convertido en una costumbre. Ni yo misma lo noto. Tengo una cicatriz.

[Su tono es grave y pensativo: aprecia la ironía, pero no puede escapar de la situación de dependencia.]

Stefan: Deseo besarte.

Kerstin: No..., hoy no.

Stefan: Dilo..., di que me deseas.

Kerstin: Pero no sabes nada de mí. He convertido las cosas en un embrollo tan grande.

Stefan: ¿Y yo no? Sé que despiertas mi fantasía. Eso es suficiente para mí.

 

         Carl Ström, en el papel del benévolo pero descarriado doctor, proporcionó la mezcla adecuada de ilusión humana y decepción adolescente retrasada. Pero Ingrid se hizo cargo del complejo papel de Kerstin y le infundió un profundo sentido de tragedia, elevando el cliché de la mujer manchada al retrato de un alma injustamente deshonrada, azotada por la culpabilidad y a merced de crueles reporteros y patéticos galanes. Vistas décadas más tarde, su escena en el tribunal, las secuencias en la farmacia, con el doctor y la escena final, revelan exactamente lo instintivamente que comprendió, a los veinticuatro años, la compleja gama de retorcidas emociones que pasan por sentimientos en un mundo adulto. Per Lindberg, que se negó a dirigir en exceso a su estrella, concedió sensatamente libertad a Ingrid para que buscara y hallara por sí misma el núcleo del personaje. Él y el público se sintieron quizás asombrados de que hallara la cualidad básica de Kerstin de no ser nada hasta que lo arriesga todo al final..., y ésta fue, por supuesto, la lógica más profunda de la notable Noche de junio.

 

 

El rodaje terminó el 5 de diciembre. Cuando Selznick cablegrafió a Ingrid, preguntándole cuándo planeaba regresar a Hollywood, Petter estaba preparado con una respuesta. Se había presentado voluntario a servir durante varios meses, empezando en enero, en el ejército sueco..., como, de entre todas las posibilidades, realizador de documentales; supervisaría la producción de varios importantes cortometrajes acerca de los adelantos en la cirugía dental. Al mismo tiempo, él e Ingrid compartían la ansiedad general acerca de la posición estratégica de Suecia y su posible implicación en la guerra. Ella y Pia estarían sin duda más seguras en Norteamérica, y Petter se reuniría con ellas más tarde.

         «Dejar a Petter atrás fue una decisión muy difícil para mí», diría Ingrid más tarde a un amigo, pero «al final, fue él quien tomó la última decisión, como siempre.» Acompañó a su esposa, su hija y una niñera hasta Génova, donde, el 2 de enero de 1940, las depositó en el transatlántico italiano Rex con destino a Nueva York.

 

 

 

notas

7 «Oomph» es una expresión típica del slang norteamericano, muy onomatopéyica, que designa a una mujer llena de vitalidad y energía y, por supuesto, muy sexy. (N. del T.).

 

8 Típicamente, Selznick cambió de opinión acerca de los talentos de Stradling a los pocos días y (juiciosamente) lo destinó a una tarea aún más difícil: la de fotografiar Rebeca.

 

9 Cuando un periodista le preguntó a Garbo su opinión sobre Bergman, después de haber visto la versión norteamericana de Intermezzo, respondió: «¡Oh, por favor!» No estaba sonriendo.

10 Leigh ganó el Oscar a la mejor actriz; los demás nominados fueron Bette Davis por Amarga victoria (Dark Victory), Irene Dunne por Tú y yo (Love Affair), Greta Garbo por Ninotchka (Ninotchka) y Geer Garson por Adiós, Mr. Chips (Goodbye, Mr. Chips).