Notorious.
La vida de Ingrid Bergman
(Te
ofrecemos un fragmento de una de las biografías escritas por Donald Spoto, uno
de los biógrafos cinematográficos más respetados en el mundo por su capacidad
para investigar y para dibujar no solo la vida de sus personajes sino el
entorno y los tiempos que vivieron actores, actrices y directores que se ven
sometidos a las luces abrasadoras de la popularidad, el éxito y el fracaso.
Rescatamos un capítulo con la confianza de que lo disfrutarás igual que hemos
hecho nosotros)
Notorious
La vida de Ingrid Bergman
Autor: Donald Spoto
Editorial TB Editores.
Agradecimientos
Mi primer agradecimiento es para Ingrid
Bergman, a la que conocí durante los últimos siete años de su vida. Aunque nos
habíamos conocido brevemente antes de la primavera de 1975, fue entonces cuando
aceptó realizar una serie de entrevistas grabadas mientras yo preparaba el
manuscrito de mi primer libro, “El arte de Alfred Hitchcock”. Resultó que
nuestras conversaciones no se limitaron a su trabajo con Hitchcock. A mi
juicio, se mostró sorprendentemente comunicativa sobre una amplia variedad de
temas, como lo sería más tarde, durante nuestros posteriores encuentros en
otras ciudades, en diversas ocasiones sociales y profesionales.
Pero
no había pensado en escribir su biografía. Más de una década después de su
muerte, mis cintas de nuestras conversaciones estaban convenientemente
guardadas y mis notas archivadas..., para siempre, creía. Pero cuanto más
hablaba con los que la conocieron y trabajaron con ella, más claro me resultaba
que había una notable historia que contar acerca de su vida. Y así me puse a
trabajar…
…/…
Capítulo 4
1939
«Mañana descubriré Sunset Boulevard»
Henry Miller, “Soirée en Hollywood”
El jueves 20 de abril de 1939 por la mañana,
el Queen Mary atracó en Nueva York; a bordo iban Ingrid y Kay, que había hecho
otro viaje al extranjero para ayudar a su nueva amiga a prepararse para ir a
Norteamérica. Instalada, a expensas de Selznick, en una habitación del hotel
Chatham, Ingrid le dijo a Kay que no tenía intención de perder el tiempo y
quería dedicarse inmediatamente a perfeccionar su inglés y familiarizarse con
la vida norteamericana. Deseaba comer y cenar en cafeterías y restaurantes
típicos, deseaba leer los periódicos, escuchar la radio y leer los cómics; y
sobre todo deseaba ir al teatro.
Sus
primeras comidas fueron monótonas: una copa de vino y un bistec o una
hamburguesa, rematada inevitablemente con un café fuerte y con su primer
excitante descubrimiento, el helado típico norteamericano, el sundae. A partir
de entonces se dejaría caer con frecuencia por Schrafft’s, Child’s, Louis
Sherry o el Automat para tomar dos bolas de vainilla, una ración doble de chocolate
caliente y un generoso remate de crema batida («¡Nunca me puse enferma, sólo
gorda!»). Desde ese momento los helados se convirtieron en su principal
capricho, prohibido tan sólo cuando iba a empezar una nueva producción y tenía
que perder rápidamente kilos.
También
se familiarizó con el cóctel norteamericano, y en un abrir y cerrar de ojos
desarrolló una debilidad hacia los martinis con ginebra, las bebidas a base de
ron, el whisky sour (con gotas amargas, azúcar, zumo de limón y hielo picado),
virtualmente cualquier cosa que le ofrecieran. «Cuando vine a Estados Unidos y
vi todos los nombres: stingers, daiquiris..., ¡simplemente empecé con la “A” y
seguí hacia abajo toda la lista!» Afortunadamente, Ingrid tenía una
constitución fuerte y soportaba bien el alcohol; bebedora liberal durante toda
su vida, podía dejar de beber para una dieta, y nunca fue nada parecido a una
alcohólica. La disciplina y el orgullo nunca le hubieran permitido ser
controlada por ningún vicio.
En
cuanto a mejorar su inglés, Ingrid era demasiado inquieta para conformarse con
los periódicos, que en cualquier caso raramente estudiaba, y Kay estuvo de
acuerdo en que el cine era el mejor lugar donde ir. Al cabo de una semana había
visto Abe Lincoln in Illinois, La loba (The Little Foxes), Historias de
Filadelfia (The Philadelphia Story) y No Time for Comedy..., pero no estaba más
cerca de comprender el habla normal norteamericano. Cuando Kay hablaba
lentamente, de forma clara y utilizando sólo frases elementales, todo iba bien.
Pero Ingrid se veía superada por el ritmo del diálogo dramático, por el
dialecto y por cualquier cosa más complicada que una simple frase declarativa.
Kay admitió que la situación requería un remedio inmediato, puesto que estaba
previsto que el rodaje de Intermezzo se iniciara en mayo. Cablegrafió a
Selznick, que respondió que tendría un preparador de diálogos a punto para ella
en Hollywood.
Esa
llegada se produjo a primera hora de la tarde del sábado 6 de mayo. Kay
acompañó a Ingrid en tren desde Nueva York hasta Pasadena, donde aguardaban un
coche y un conductor para transportarlas a la mansión de David Selznick en
Summit Drive, en Beverly Hills. Con piscina, un enorme comedor formal,
múltiples salones, una biblioteca y una sala de proyecciones, la propiedad de
Selznick era algo inimaginable para una actriz sueca que se conformaba con un
apartamento bien arreglado. Ingrid había visto todo aquel lujo en las películas
y revistas norteamericanas, pero era demasiado sensata para equiparar los
emolumentos con el profesionalismo.
Fue
presentada de inmediato a la esposa de David, Irene (hija del magnate de la MGM
Louis B. Mayer), que estaba escuchando el derby de Kentucky: su esposo, dijo,
estaba en Culver City, trabajando en Lo que el viento se llevó. Sorprendida al
ver a Ingrid con un equipaje mínimo y sin los acostumbrados grandes baúles de
las estrellas de cine, Irene le mostró los aposentos de los huéspedes en la
residencia Selznick que iba a ocupar por el momento. Ingrid se sorprendió al
descubrir una lujosa suite de tres estancias con su propio baño y saloncito.
Aquella
tarde, Irene Selznick invitó a Ingrid a que se uniera a ella y algunos amigos
para cenar en el Beachcomber, un restaurante de Hollywood que imitaba la
atmósfera del Pacífico Sur. Kay no estaba incluida, porque era una empleada y,
en consecuencia, no era considerada aceptable entre la realeza de Hollywood.
También en aquella velada estaban Miriam Hopkins, Richard Barthelmess y Grace
Moore; e Ingrid, confusa ante su conversación, parecida a un fuego de mosquete,
permaneció literalmente sin hablar en su presencia. Pero después de uno de los
letales daiquiris del Beachcomber (servido en un coco de cerámica y rematado
con un diminuto parasol rosa), intentó un chiste acerca de su altura y, desde
aquel momento (como recordaría Irene Selznick), todo el mundo quedó prendado de
ella.
Aunque
el inglés de Ingrid era limitado, poseía una notable capacidad para
comunicarse: todo lo que sentía era transmitido rápidamente de alguna forma con
una mirada, una expresión sutil pero directa y una economía de gestos..., una
amalgama de cualidades –hay que añadir– que eran las que hacían que sus
sentimientos fueran tan inmediatos en la pantalla. «Su falta de afectación era
monumental –según Irene (que no se sentía fácilmente impresionada por las
estrellas de su esposo)–. Simple y directa, poseía una cualidad totalmente
refrescante. De hecho, no se parecía a ninguna otra actriz que haya conocido
nunca. No había planeado otra cosa que ser hospitalaria con mi invitada, pero
inmediatamente la acogí bajo mi ala e intenté enseñarle Hollywood.»
Tras
la cena en el Beachcomber, el grupo fue a la sala de proyecciones de la casa de
Miriam Hopkins y, aproximadamente a la una de la madrugada, alguien dio unos
golpecitos en el hombro de Ingrid: Selznick se había unido finalmente a la
fiesta y la aguardaba en la cocina. Inclinado sobre la mesa y mientras daba
cuenta de las sobras de la nevera de Miriam, Selznick –con ojos de búho,
aspecto pesado, hipersensible y tan parlanchín, como indicaban sus memorándums–
la miró con los ojos fruncidos a través de sus gruesas gafas y se sintió
alarmado por su altura (metro setenta y tres). «¡Dios! ¡Quítese los zapatos!»,
murmuró tras un saludo rutinario.
«No
servirá –replicó fríamente Ingrid–. Llevo zapatos de tacón plano.» El productor
ensartó un trozo de cordero frío y cogió una botella de whisky.
David O. Selznick era una de las grandes
potencias en Hollywood. Con sus treinta y siete años, había sido ya un
productor de éxito en la RKO, la Paramount y la Metro-Goldwyn-Mayer, donde su
suegro, Louis B. Mayer, lo instaló como vicepresidente a cargo de la
producción. En 1939, Selznick había producido docenas de éxitos, entre ellos
Hollywood al desnudo (What Price Hollywood?, 1932), Doble sacrificio (A Bill of
Divorcement, 1932), King Kong (King Kong, 1933), Las cuatro hermanitas (Little
Women, 1933), Cena a las ocho (Dinner at Eight, 1933), David Coppeffield (David
Copperfield, 1935), Ana Karenina (Anna Karenina, 1935) y Ha nacido una estrella
(A Star is Born, 1937). Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind) iba a
estrenarse pronto, y Rebeca (Rebecca) estaba prevista para su inminente
producción. Intermezzo iba a ser su producción número cincuenta y cinco.
Con
el respaldo financiero de la familia Whitney, Selznick tenía ahora sus propios
estudios, una operación destinada no sólo a expandir el imperio sino también a
facilitar la supervisión de cada detalle en cada filme que producía. Decenas de
miles de memorándums y cables, dictados días y noche a lo largo de toda su
carrera, atestiguan su celo profesional. Sensual y meditabundo, hombre de aguda
inteligencia y voraces apetitos, Selznick era también una fuente interminable
de ideas, muchas de ellas generadas durante largas noches de whisky, póquer y
píldoras. Implicado en todos los aspectos de sus producciones, desde el casting
hasta la peluquería, el maquillaje y la publicidad, podía llevar a su personal
y a sus artistas contratados al borde de la locura con sus exigencias, energía
y atención.
La
primera reunión entre Ingrid y David, sobre un plato de cordero frío y una
botella de whisky, prosiguió cuando él volvió al tema del nombre de ella, que
dijo que era demasiado alemán. ¿Qué le parecería rebautizarla Ingrid Berryman?
«Bergman es un buen nombre y me gusta –respondió ella–. Si fracaso en
Norteamérica, siempre puedo volver a Suecia y seguir siendo Ingrid Bergman.»
Bien,
aparte del nombre, había un problema con sus cejas, prosiguió Selznick: eran
demasiado gruesas. Otra ración de whisky en su vaso. Y sus dientes,
evidentemente, necesitaban un arreglo, lo mismo que su maquillaje, había que
hacer algo, y..., ¿quedaban algunas patatas en la nevera de Miriam? ¿Algo de
pan y mantequilla?
«Creo
que ha cometido usted un gran error, señor Selznick –interrumpió Ingrid con
tranquila deliberación–. Creí que me había visto en la película Intermezzo, que
le había gustado y que había enviado a Kay Brown a Suecia para contratarme.
Ahora que me ha visto, desea cambiarlo todo. Así que mejor no hacer la película.
No diré nada más al respecto. No habrá problemas de ninguna clase. Simplemente
lo olvidaremos. Tomaré el próximo tren y volveré a casa.» Y, ante esto, David
O. Selznick, que estaba acostumbrado a obtener lo que deseaba, dejó de comer y
de beber. Había tropezado con alguien como él. De hecho, se dio cuenta del
sorprendente buen sentido de la respuesta.
«Dijo
que aquello sonaba fantástico», recordaría Ingrid,
«–el mejor ángulo publicitario jamás tomado en
consideración–, y que trabajaría en la idea de una muchacha natural, que nada
había cambiado. Le dijo a la gente del departamento de maquillaje que no
tocaran mis cejas, y aunque tuve que someterme a un poco de maquillaje para la
cámara –mi rostro se volvía rojo bajo los ardientes focos–, éste estaba diseñado
para que mi aspecto fuera muy natural y carente de afectación. Así que me
convertí en la estrella “natural”. Y eso fue justo en el momento preciso,
porque todo se había convertido en muy artificial en las películas, todas esas
cejas depiladas y repintadas, todo ese intenso rojo de labios y los ridículos
peinados llenos de fijador. Mi aspecto era muy sencillo, mi pelo se agitaba al
viento, y yo actuaba como la muchacha de la puerta de al lado.»
De
pronto, Selznick estaba de su lado. Era brillante, le dijo: su auténtico
nombre, sus auténticos rasgos, su auténtico pelo y dientes. En Hollywood,
aquello era tan poco común como la nieve.
Como
ella misma diría, el valor de Ingrid de enfrentarse a Selznick derivó de una
simple convicción: si no hubiera gustado o hubiera sido aceptada en Hollywood,
hubiera podido volver fácilmente a trabajar en Suecia o Alemania. Había visto
las suficientes películas norteamericanas como para saber que en 1939 la mayor
parte de las actrices estaban sometidas a una peluquería y una cosmética, que
las situaban mucho más allá de cualquier parecido con la vida real. A decir
verdad, no se sentía a gusto en el cine sueco y apreciaba los enormes recursos
técnicos y los aparentemente infinitos presupuestos del cine norteamericano;
además, sabía que muchos extranjeros habían tenido éxito en sus carreras en
Estados Unidos, donde había una predilección particular hacia las mujeres
germano-escandinavas (entre muchas otras, Greta Garbo, Marlene Dietrich, Hedy
Lamarr, Ilona Massey y Anna Sten).
Pero
también era lo bastante perspicaz como para saber que el glamour podía ser una
distracción (las mujeres hermosas raras veces eran alabadas por su genio
interpretativo), que el mero artificio podía asegurar su popularidad sólo
temporalmente (hasta los treinta y cinco años si tenían mucha suerte), y que
sólo el talento madurado con la ayuda de buenos guiones podía asegurar su
carrera. Finalmente, albergaba la esperanza de que algún día pudiera actuar de
nuevo en los escenarios.
Las ambiciones teatrales de Ingrid formaban
parte de un mundo más grande que deseaba para ella. En los meses inmediatos
después del nacimiento de Pia, había ido varias veces a la semana a los cines
de Estocolmo, había visto todo lo que había podido y se había dado cuenta de
las sorprendentes posibilidades de trabajar en el cine internacional. Su
estancia en Alemania no había satisfecho su constante apetito de nuevos
métodos, nuevas tareas, nuevos platós, nuevas formas de trabajar. También veía
la vida sueca como restrictiva («confinada en una isla», como había dicho),
pero en las raíces de su hastío puede que hubiera también la sospecha de que la
más profunda satisfacción de su vida no procedía del matrimonio y la maternidad
sino de un buen trabajo. Su carácter se había formado partiendo de dos
irreductibles experiencia que la habían conducido a una notable autoconfianza:
las muertes de sus familiares y su inamovible confianza acerca de sus talentos.
A los veintitrés años, había viajado miles de kilómetros hasta una cultura
extranjera, donde no tenía nada en lo que apoyarse excepto su fuerza interior y
su serenidad, que permitían que sus extraordinarios dotes como actriz surgieran
al momento. De ahí que no pareciera ni nostálgica ni insegura de sí misma. Los
adjetivos y los verbos podía aprenderlos con facilidad; la audacia y el vigor
estaban ya en ella.
Una
semana después de su llegada, Ingrid fue la invitada de honor en una cena de
Selznick, donde las dos docenas de invitados incluían a Tyronne Power, Loretta
Young, Errol Flynn, Claudette Colbert, Gary Cooper, Joan Bennett, Cary Grant,
Spencer Tracy, Charles Boyer, Clark Gable y Ann Sheridan, esta última
promocionada por la Warner Bros. como “The Oomph Girl”. Nadie pudo explicarle a
Ingrid la definición de esa palabra 7, como tampoco pudo hallar ninguna ayuda
en su léxico sueco-inglés. Se desesperó, dijo, incapaz de captar el significado
de “oomph”, o incluso de llegar a dominar el inglés norteamericano. Pero la
ayuda estaba en camino, porque a los pocos días Ingrid era presentada a su
maestra particular de lenguaje y diálogos, Ruth Roberts, una tranquila y
perceptiva mujer que enseñaba inglés a los inmigrantes. Hermana del escritor y
director George Seaton, Ruth se convirtió en la instructora de Ingrid durante toda
su vida y, más tarde, en su amiga de confianza y compañera en los rodajes en
localizaciones.
A
mediados de mayo, Selznick había alquilado una casa para Ingrid, una
encantadora villa de estilo español en el 260 de South Camden Drive, Beverly
Hills. Selznick se sintió de nuevo impresionado ante su reacción a la noticia
del traslado: aquello era un gasto innecesario, dijo Ingrid. Puesto que le
aguardaba un remolque amueblado en los estudios Selznick, se sentiría muy feliz
allí. Irene aconsejó serenamente a Ingrid que aquello no sería apropiado para
ella en su nuevo status como una de las principales damas de Selznick.
Su
nuevo vecindario no se parecía en nada a Summit Drive, muy por encima de Sunset
Boulevard, donde las propiedades con piscina, pabellones para los invitados,
pistas de tenis y viviendas separadas para el servicio ocupaban a menudo varias
hectáreas. La residencia temporal de Ingrid estaba ahora a dos manzanas al sur
de Wilshire Boulevard, en una pequeña extensión de terreno sin piscina, y así con
un cachet algo menos que glamouroso. Pero era a todas luces más opulento que
ningún otro lugar donde hubiera vivido nunca y apreció tanto su encanto, como
su exotismo: el tejado de tejas rojas, las paredes de estuco pálido y las vigas
de los techos, los pórticos en arco, los frondosos planteles de yuca, cactus,
limoneros, olivos y eucaliptos, el dulce aroma del jazmín que florecía por la
noche..., todo rodeando una espaciosa vivienda de cuatro habitaciones para
Ingrid y una mujer que Selznick contrató como su cocinera, chófer y ayudante
personal.
En
cuanto a su contrato con Selznick International Pictures (más tarde rectificado
a su favor), Ingrid iba a recibir 2.500 dólares a la semana durante el rodaje
de Intermezzo. Selznick estipuló una serie de opciones, según las cuales Ingrid
podía ser contratada posteriormente para aparecer en dos películas anuales más,
por las que cobraría 2.812,50 dólares semanales con una garantía de dieciséis
semanas para el segundo año; el incremento anual elevaría sus emolumentos a
5.000 dólares semanales en el sexto año. Con un programa de trabajo de
dieciséis semanas, Ingrid tenía garantizado un sueldo mínimo anual de 80.000
dólares para 1946..., si se sentía contenta con los resultados de Intermezzo.
En
total, entre 1939 y 1946, Ingrid recibió una cantidad bruta de más de 750.000
dólares de Selznick, lo cual la convirtió (junto con Irene Dunne) en una de las
mujeres mejor pagadas de Hollywood, pero no una de las mujeres más ricas del
país. Aunque era una «extranjera residente» registrada, tenía que pagar los
impuestos estadounidenses sobre esos ingresos; por aquel entonces, el gobierno
fijó esos impuestos según su nivel de ingresos en un 90 por ciento, y así su
compensación neta real osciló alrededor de los 20.000 dólares anuales.
Durante tres días a primeros de mayo, Ingrid
fue requerida para efectuar una serie de pruebas mientras su pelo, maquillaje
ligero y color natural eran evaluados por el cámara Harry Stradling y el
director William Wyler, cedido por el productor Samuel Goldwyn para dirigir
Intermezzo. El miércoles 24 de mayo Wyler empezó los ensayos y las cosas se
desarrollaron sin problemas durante todo el sábado. Pero el lunes, el Memorial
Day, el día en que en los Estados Unidos se recuerda a los soldados muertos en
campaña, Wyler –un meticuloso artesano conocido por sus muchas repeticiones de
tomas de cada escena– envió aviso a Selznick de que abandonaba la película: la
exigencia de que terminara Intermezzo en seis semanas le resultaba intolerable
–dijo– e invocó sus compromisos anteriores con Samuel Goldwyn como excusa; la
verdad era que el guión no era en absoluto de su gusto.
Selznick
no se alarmó ante esta noticia. El presupuesto de Lo que el viento se llevó
había ascendido ya al inimaginable nivel de cuatro millones de dólares y,
aunque Selznick había planeado Intermezzo como un proyecto económico, la
reputación de Wyler de sus muchas tomas hablaba de desastre en la nerviosa
imaginación de Selznick. No importaba que Jezabel (Jezebel, 1938) le hubiera
hecho ganar a Bette Davis su segundo Oscar, o que su Cumbres borrascosas
(Wuthering Heights, 1939) fuera uno de los grandes éxitos del año. En realidad
la elección original de Selznick para dirigir Intermezzo había sido Gregory
Ratoff, el actor-director inmigrante ruso que era uno de sus viejos compañeros
de juego y que le debía a Selznick una suma importante de sus partidas de
póquer. Y así, el jueves 1 de junio, arregló las cosas para que Darryl Zanuck
de la Twentieth Century-Fox, donde Ratoff estaba bajo contrato, se lo cediera.
Ladrando órdenes con un denso acento eslavo-yiddish a menudo incomprensible
para su equipo y sus actores, el nuevo director de Intermezzo adoptó la actitud
de un exigente capataz con todo el mundo..., excepto Ingrid, a la que adoraba.
Al
principio Ingrid se sintió inquieta ante aquella repentina transferencia de un
hombre a otro para una tarea tan importante como aquella, pero no tardó en
darse cuenta de que en realidad no se trataba de la película de Ratoff.
Selznick, que se sentía tan ansioso por la rapidez y la economía como por
repetir el éxito del Intermezzo sueco, hacía que cada escena de la primera
versión fuera pasada en el plató. Y de alguna forma, ante la sorpresa y la
irritación de virtualmente todos los implicados, consiguió salirse de tanto en
tanto de sus tareas supervisoras de Lo que el viento se llevó para controlar
cada toma de Intermezzo. Ratoff, pues, parecía más bien (incluso para sí mismo)
un ayudante de Selznick. «Era temperamental, pero también era un encanto de hombre
–diría Ingrid del director–. Era muy divertido escuchar su acento. Solía
dirigirse a mí y decirme: “Uzted no ha leído bien eza fraze. ¡Ezcúcheme y vea
cómo ze haze!» Y entonces Ruth se dirigía a mí y me decía: “¡Por el amor de
Dios, no le escuche a él! ¡Escúcheme a mí!”» Esto, como cualquiera puede
predecir, condujo a una considerable confusión para Ingrid, que temía que no se
entendiera lo que decía. No había que preocuparse, le dijo Selznick: cualquier
problema en la grabación podía ser doblado más tarde.
Si
bien la dicción de Ingrid podía ser corregida, su apariencia, una vez filmada,
no podía cambiarse; y, cuatro días después de que Ratoff empezara a rodar,
Selznick quedó convencido de que Harry Stradling (que había trabajado ya con
éxito en Hollywood, Inglaterra y Francia) era incompetente para fotografiar el
debut norteamericano de Bergman. «No hay ni una sola cosa en la producción de
la película», escribió Selznick en un memorándum de advertencia a Stradling,
«que pueda compararse en importancia con la
fotografía de Miss Bergman. A menos que podamos lograr que nuestra fotografía
haga que parezca realmente divina, toda la película se hará pedazos. Es muy
posible que todavía no hayamos aprendido lo suficiente acerca de sus ángulos o
exactamente cómo iluminarla. El curioso encanto que tenía en la versión sueca
de Intermezzo –la combinación de excitante belleza y fresca pureza– tendría que
estar dentro de nuestras habilidades de capturarlo. Sería realmente chocante
que un cámara de unos pequeños estudios suecos demostrara ser capaz de hacer
con ella un trabajo muy superior al nuestro.»
(Resulta
difícil saber, tras revisar las escenas de Stradling que han sobrevivido, qué
era exactamente lo que Selznick tenía en la cabeza. Le había dicho a Stradling
que deseaba un aspecto natural y eso era lo que había proporcionado el cámara.)
Aparte
su altura, que podía ser compensada fácilmente ajustando los ángulos y situando
convenientemente a los actores más bajos, Ingrid no era un tema difícil para la
cámara. Pero el rumor de que no llevaba maquillaje en Intermezzo fue una
agradable ficción, ideada por Selznick, para apoyar su publicidad acerca de la
llegada de una ordeñadora de vacas sueca, que era tan encantadora que no
necesitaba la ayuda de los cosméticos. La verdad es que su piel era muy clara y
que los brillantes focos provocaban un brillo rojizo, que tenía que ser
expertamente matizado con los polvos adecuados.
Con
respecto a Stradling, sin embargo, Selznick se puso frenético: vio lo que
quería ver en aquella segunda semana de rodaje, que era una serie de desastres
visuales que amenazaban con sabotear la película. Y así Stradling fue el
siguiente en ser despedido de la producción, para ser reemplazado por Gregg
Toland (que había fotografiado Cumbres borrascosas para Wyler y Goldwyn) 8.
Pero ahora fue Ingrid quien se puso ansiosa. «Se echó a llorar –escribió
Selznick asombrado en un memorándum a William Hebert, su director de
publicidad–. Deseaba saber si perjudicaría [a Stradling] el haberle echado de
la película, porque después de todo era un buen cámara y no importaba si ella
era fotografiada un poco peor..., prefería esto que causarle algún daño.»
Selznick,
un hombre que no se dejaba impresionar fácilmente (sobre todo por los actores),
se estaba dando cuenta, como le dijo a Hebert, de que Ingrid era «la actriz mas
concienzudamente escrupulosa con la que había trabajado». Como prueba de ello,
Selznick detallaba el hecho de que subordinaba toda su vida a las necesidades
de la producción. «Prácticamente nunca abandona los estudios, y nunca sugiere
ni por un momento marcharse a las seis en punto...; al contrario, se siente muy
decepcionada si la compañía no trabaja hasta medianoche.»
Su
asombro prosiguió: Ingrid se mostraba ansiosa también por los gastos relativos
a su vestuario para la película. Cuando se desechó un vestido porque no
encajaba con ella, pidió al departamento de vestuario si no podía añadírsele un
collar, o cambiar el color o el corte, a fin de no malgastar el dinero. Además,
se sentía tan complacida con su pequeño remolque-camerino (las instalaciones
principales habían sido asignadas al cuarteto de estrellas de Lo que el viento
se llevó, que le sugirió a Selznick que cancelase el alquiler de la casa en
Camden Drive y ahorrara dinero, permitiéndole vivir en los estudios.
«Todo
esto es completamente sencillo –escribió Selznick, y en eso vio también la
semilla de una publicidad beneficiosa–, hasta el punto que su dulzura natural y
su consideración y su escrupulosidad [son ya] como una leyenda (...) en
particular frente a las excentricidades que piden algunas otras estrellas.»
Ingrid deseaba ser una actriz seria y de éxito, los oropeles del estrellato no
eran su principal meta. «Soy una persona realista –dijo cansinamente años más
tarde, cuando se le preguntó cómo se clasificaba ella misma entre las
estrellas–. Quiero estar con los pies en el suelo. Hago mi trabajo, eso es
todo.»
Lo
mismo hizo Toland, que le dio a Selznick lo que éste pedía: una Bergman natural
que, sin embargo, era reflejada artísticamente a través de todos los recursos
profesionales disponibles: sombras y matices, contraluces e iluminaciones
clave, ángulos y distancias medidos al milímetro. En Intermezzo hay ciertamente
momentos en los que una representación sorprendentemente realista llena el
encuadre, en la escena del bote por ejemplo, donde su pelo se agita al viento
(una escena que no está en la versión sueca). Pero el elemento más natural de
todos era su actuación.
El
filme no supuso mucha mejora respecto a las torpezas románticas del original.
Manteniendo el marco sueco (y tomando muchos largos planos directamente de la
versión de Molander), el anglófilo Selznick y el inglés Leslie Howard
(productor asociado del filme) decidieron de alguna manera infundirle al filme
un espíritu británico, con tazas de té, actitudes, decorados y acentos
británicos. Poco más que una glosa moral sobre la complaciente historia de un
esposo y padre de mediana edad, que tiene un interludio romántico con una mujer
mucho más joven, Intermezzo sufrió mucho las constantes intrusiones e
interferencias de Selznick que (según Ingrid) «siempre estaba enviando notas.
Las recibíamos y respondíamos “¡Pero si ya hemos rodado eso, por el amor de
Dios!” Era imposible. Nunca podía tomar una decisión. Repetíamos una y otra vez
mi entrada... Soy incapaz de decir cuántas veces lo hice y volví a hacerlo.
Decía que deseaba que mi llegada al mundo del cine norteamericano fuera como un
shock.»
Además
–como si hubiera hecho voto de inventar el equivalente visual del adverbio–,
Selznick exigía una profusión de escenas con la adorable hija del morbosamente
absorto en sí mismo violinista (Leslie Howard) y el terriblemente afectuoso
perro (las niñitas pequeñas y los cachorros han sido siempre irresistibles para
el público norteamericano). También argumentaba sobre el papel de la
terriblemente noble y sufridora esposa (Edna Best); y daba a su guionista,
George O’Neil, abrumadoras ideas para escenas con devotos amigos y sirvientes.
En otras palabras, la película era un manojo de sacarinados clichés, memorable
tan sólo por Ingrid, que era la única que se elevaba por encima del nivel
general de cursilería.
Creíble
en todas las secuencias, comunicaba los sentimientos de una joven amante, tanto
por sus silencios como por sus diálogos: sus gestos parecían ingenuos y en
absoluto fingidos, sus reacciones y comportamiento los atributos espontáneos de
una auténtica persona, no los embellecidos fingimientos que podría haber
presentado una actriz menos dotada. Más aún que en la versión sueca, creó una
Anita Hoffman que brotaba a la vida momento tras momento, una mujer joven cuyo
carácter emerge tan sólo cuando queda suspendida entre las alturas del éxtasis
y las profundidades de la culpabilidad. Había algo añadido a su actuación en el
filme, la materialización del atractivo universal de Ingrid: las mujeres del
público podían identificarse con su vulnerabilidad, mientras que los hombres
podían comprender su anhelo de superar sus vacilaciones y vivir apasionadamente
además de profesionalmente.
Introducida al modo norteamericano de hacer
cine, Ingrid se sorprendió de descubrir que «es mucho más fácil hacer películas
aquí que en Europa (...) Hay más gente en el plató, más vestuario, más dobles
–cosa que no tenemos en Suecia–, más maquilladores y más electricistas. Así
como en un plató medio en Suecia puedes encontrar a doce personas, en los
Estados Unidos encontrarás cincuenta. La otra diferencia es que las cosas son
un poco más resplandecientes y los platós más caros.» Estaba aprendiendo con
mucha rapidez todos los aspectos estéticos y técnicos de la cinematografía.
Intermezzo
(Intermezzo: A Love Story) quedó completada a finales de julio; hubo varios
días más de doblaje de fragmentos inaudibles de diálogo y, luego, el 3 de
agosto, Selznick ordenó unas pruebas de Ingrid con película en color en el
plató del dormitorio de Rhett Butler en Lo que el viento se llevó. Selznick le
prometió que cuando (no dijo «si») ella e Intermezzo tuvieran éxito, le
ofrecería un nuevo contrato y un papel protagonista en una película en
Technicolor. Ella respondió que su sueño era interpretar a Juana de Arco y él
admitió que era un proyecto perfecto para ella. La tarde siguiente, tras la
repetición final de una toma de su primera aparición en Intermezzo, Ingrid tomó
el tren para Nueva York y, de allí, partió inmediatamente en barco hacia
Estocolmo.
Tenía que estar de vuelta en casa antes de
finales de agosto, como le había informado Peter a ella y a Daniel O’Shea
(vicepresidente de Selznick International), si quería cumplir con su compromiso
de hacer otra película en Alemania. Había rechazado tantos guiones de la UFA,
recordó Petter a Ingrid, que no sería juicioso que rechazara otro; el punto de
vista de Lindstrom, remitido a Kay a través de Ingrid, había sido confirmado en
un memorándum a O’Shea el 29 de junio. Pero luego, tan hábilmente como el más
avezado agente, Petter escribió a Kay Brown el 28 de julio: «He cablegrafiado a
la UFA que mi esposa cancela de inmediato su contrato [cosa que no hizo], ¡pero
no especifiqué si la cancelación era por uno o por los dos filmes que había
acordado hacer!» Con esa carta, Petter se aseguraba de que Selznick supiera que
Ingrid tenía otras ofertas profesionales además de Selznick y Hollywood. En
otras palabras, estaba planteando una verdadera subasta por sus servicios.
Mientras
tanto, Petter estaba negociando directamente con Carl Froelich (que había
dirigido a Ingrid en El pacto de los cuatro). En una carta a Kay Brown desde
Estocolmo el 19 de julio, Petter escribió que «experimentaba una certera
seguridad por el hecho de que el anterior director de mi esposa en Alemania, el
Sr. Froelich, se ha convertido ahora en una persona muy influyente en la
cinematografía alemana como presidente de los intereses combinados alemanes
(...) Hará todo [lo que pueda] por aceptar, sin condiciones, el [guión] ahora
sugerido (...) y mi esposa debería estar en Berlín» tan pronto como fuera
posible. Cuatro días tarde añadió que «todavía [estaba] negociando con la UFA»
y que «mi esposa ha de ir con cuidado de no tensar demasiado la paciencia de la
UFA».
Ingrid
dejaba todos estos asuntos a su marido. Por una parte, comprendía que no debía
implicarse directamente en las negociaciones; por otra, se preguntaba a sí
misma quién podía ser de más confianza que su propio esposo, que por ahora
había ocupado el lugar central de mánager y agente. Kay vio otro aspecto en lo
que Petter había hecho: «Supongo que cuando el Dr. Lindstrom canceló tan rápidamente
el filme alemán, ellos [la UFA] decidieron cumplir con los términos del
contrato que permitían a Miss Bergman retirar la mayor parte de su dinero
[alemán]», como Zarah Leander había conseguido también hacer.
«¡Lo maravillosamente que me lo he pasado en
Hollywood!», escribió Ingrid a Ruth Roberts mientras el Super Chief traqueteaba
hacia el Este desde Los Ángeles hasta Nueva York el 4 de agosto. «Tanta gente
estupenda. Si regresa usted a los estudios, por favor transmítales todo mi
cariño.»
«Recé
porque lo hubiera hecho bien y David me deseara de vuelta –diría más tarde–. Me
había encantado la experiencia de trabajar en Hollywood y me lo había pasado
muy bien con la gente con la que trabajé. Deseaba tanto volver, pero tenía que
pensar en mi bebé y en los estudios de Petter. Todo parecía tan complicado.» Y
de hecho lo era. Pero llegó una respuesta a sus plegarias por cable al Queen
Mary mientras navegaba hacia Suecia. «Querida Ingrid, eres una persona
encantadora y alegras todas nuestras vidas. Pásatelo bien, pero vuelve pronto.
Tu Jefe.» Cuando vio ese mensaje, Petter envió otro cable a Kay; estaba
intentando negociar un contrato para una película inglesa –informó–, así que lo
que Selznick tuviera que ofrecer debía de tener eso en cuenta.
Petter
se encontró con Ingrid en Cherburgo el sábado 19 de agosto por la noche, y se
dirigieron directamente a Estocolmo, donde había alquilado una antigua y no
modernizada, pero muy encantadora casa, la Villa Sunnanlid, en el parque urbano
de Djurgården. Allí Ingrid recibió a un periodista, al que le dijo que sí, iba
retrasada para la llegada al plató de su nuevo filme para la UFA, donde debía
interpretar a Charlotte Corday en un drama histórico, pero su agente (es decir,
Petter) había conseguido un aplazamiento para ella, y marcharía a Berlín en
octubre. Mientras tanto, preparaba una reunión familiar. Pia, con casi un año,
se echó a llorar ante la extraña presencia de su madre; Petter le ofreció una
bienvenida más cordial, pero mucho más tarde ella se dio cuenta de que los
cuatro meses de separación habían revelado serias diferencias de personalidad y
perspectiva entre ellos. Más tarde, Ingrid admitiría que desde su separación
inicial su matrimonio «nunca llegó a recuperarse realmente». Con la distancia
había llegado la primera sensación de que sus gustos y sus temperamentos eran
tan divergentes que llegaban a hacer de ellos una pareja virtualmente
incompatible. Además, ambos estaban comprometidos con una difícil y exigente
carrera y, mientras que Petter fingía saber qué era lo correcto para Ingrid,
ella tenía la firme sensación de que la estaba considerando de forma
condescendiente; por otra parte, ella no podía entrar (ni siquiera en su
conversación) en el campo de él.
Muy
en el corazón del problema estaba el deseo de Ingrid de sentirse libre de
trabajar en todas las oportunidades que se le presentaran, una aspiración que
chocaba con la estabilidad de su matrimonio, su maternidad y el tiempo
requerido para ello. Después de todo, en los primeros años de su vida había
conocido una serie de dislocaciones: las muertes en su familia, los muchos
cambios de un hogar a otro, el aislamiento sentido a menudo por alguien con
ambición y una personalidad imaginativa..., todo aquello había moldeado a la
joven Ingrid para ser, de alguna forma, interior y profunda, independiente.
Pero al mismo tiempo sus necesidades emocionales la alentaban a depender de un
hombre. Desde que había conocido a Petter había confiado enteramente en su
consejo.
Por
supuesto, también había contado con Kay e Irene para su introducción
profesional y social en Hollywood, y en David Selznick para el empleo. Pero una
vez Intermezzo estuvo en marcha, Ingrid sintió que podía valerse con sus
propios medios y aprendió de su trato con todo el mundo, desde el director
hasta el técnico de sonido y desde Ruth Roberts hasta su doncella, que podía
vadear las aguas del discurso social habitual, incluso en inglés, sin ahogarse
en un mar de humillación y confusión. En otras palabras, había comprendido que
su talento era algo que la gente admiraba, que poseía considerables recursos
internos sobre los cuales basar sus propias y sólidas opiniones, y tomar sus
decisiones artísticas en lo que a elección e interpretación de papeles se
refería.
Tres
días más tarde, las tropas alemanas entraron en Polonia y, dos días después,
Gran Bretaña y Francia declaraban la guerra a Alemania. Suecia permaneció
neutral, aunque nadie se atrevía a predecir durante cuánto tiempo, y todo el
mundo estaba inseguro respecto a las relaciones diplomáticas y comerciales con
Alemania. Ningún sueco sensato deseaba trabajar en un país en guerra y los
planes de producción de la UFA quedaron por el momento congelados. «Mi película
alemana ha sido cancelada», cablegrafió Ingrid a Selznick el 29 de septiembre,
sin mencionar para nada la guerra. Pero no por ello carecía de perspectivas: su
esposo y Helmer Enwall habían preparado para ella un papel en una inminente
película sueca. Luego, el 6 de octubre, Intermezzo se estrenó en los Estados
Unidos, y Selznick transmitió la noticia que todos habían estado esperando: la
prensa y el público habían hallado en Ingrid Bergman una nueva estrella.
«La
sueca Ingrid Bergman es una personalidad tan encantadora y una actriz tan
graciosa», empezaba la crítica del “New York Times”, que seguía alabando su
«frescura, simplicidad y dignidad natural (...) Su actuación es
sorprendentemente madura, pero singularmente libre de rasgos estilísticos
–amaneramientos, posturas, inflexiones– que se han convertido en un hábito en
las actrices maduras (...) Hay esa incandescencia en Miss Bergman, esa chispa
espiritual que nos hace creer que Selznick ha encontrado a otra gran dama de la
pantalla.»
Selznick
siguió leyendo las críticas a Ingrid en una larga y a menudo distante
conferencia telefónica transatlántica (un medio de comunicación muy caro e
infrecuente en 1939):
«David O. Selznick fue muy hábil conservando a
la encantadora protagonista del original. Su nombre es Ingrid Bergman, y su
presencia [en el filme] es su principal distinción. Posee una seguridad y
dignidad naturales, además de un excitante talento (...) Sin apenas usar
maquillaje pero actuando con una móvil intensidad, crea de una forma tan vívida
y creíble el personaje, que se convierte en el núcleo de la narración (...) En
mi opinión, es la más dotada y atractiva de las actrices que han reclutado los
estudios del extranjero en muchas lunas.»
«Alta, hermosa, emocional y soberbia actriz,
Ingrid Bergman es una nueva adición a la pantalla norteamericana digna de soñar
con ella.»
«Es hermosa, llena de talento y
convincente..., una personalidad cálida que introduce un nuevo activo estelar
en Hollywood.»
«Es lo más espléndido que ha llegado a
Hollywood desde cualquier lugar en muchos días. Es extremadamente injusto
llamarla una segunda Garbo sólo porque procede de Suecia. Posee una combinación
de rara belleza, frescura, vitalidad y habilidad que es tan poco común como una
planta centenaria en flor» 9.
Y
así prosiguió, página tras página de entusiasmantes noticias. «Se lo dije»,
repitió Selznick una y otra vez. Se estaban enviando más copias a otros cines
–añadió– y se estaban formando largas colas en todas partes, mientras el
público acudía a ver a la nueva estrella de Selznick. Vivien Leigh había estado
trabajando en Lo que el viento se llevó (y bajo condiciones mucho más
exigentes), pero ese filme todavía no se había estrenado. Por aquel entonces
Ingrid Bergman era la noticia más incandescente del mundo del espectáculo aquel
año 10.
«Lloré
todo el día allá en Estocolmo –recordaría Ingrid más tarde–. Cuando estábamos
haciendo la película, había visto algunas de las primeras copias de lo rodado.
David y Gregory Ratoff y otras personas decían que era bueno, pero por aquel
entonces yo no confiaba en ello. Era perverso pensar de aquella forma, pero
cuando supe que el público se sentía complacido, entonces –y sólo entonces–
estuve convencida y satisfecha.» El 9 de octubre, con la aprobación de Petter,
refrendada en una carta a Selznick, Ingrid firmó la opción para un segundo año
de empleo con Selznick International, para empezar el abril siguiente. Observó,
un tanto dubitativa, que con aquel contrato se ataba a Selznick, ya produjera
éste filmes para ella, la cediera a otros estudios (por cualquier precio
semanal que pudiera negociar para él, aunque ella seguiría cobrando siempre el
salario estipulado en su contrato), o tenerla ociosa y aguardando algún
proyecto de Selznick.
De
los beneficios de Selznick al cederla a otros estudios, Ingrid dijo
prosaicamente: «Nunca me resentí de que me cediera por precios mucho más altos
a otros estudios sin que yo viera un céntimo de ello. La gente intentaba
ponerme furiosa al respecto, pero yo me limitaba a decir que había firmado un
contrato, ¡y que si él podía conseguir 250.000 dólares sobre mis 50.000, me
parecía correcto porque él era listo y yo no!» Pero el permanecer ociosa era
una situación que no podía soportar.
A
cambio de su sueldo, se le exigía que apareciera en dos películas al año si
Selznick así lo quería, pero tenía el derecho a hacer también una obra de
teatro al año, siempre que él diera su aprobación. También tenía el derecho de
cederla para emisiones de radio. Comprendido todo esto, Ingrid hizo planes para
regresar a Hollywood con el Año Nuevo de 1940.
Primero estaba la producción de Noche de junio
(Juninatten), que empezó a rodarse en Estocolmo el 18 de octubre. El lírico
título es deliberadamente irónico, porque el filme terminado (dirigido por Per
Lindberg, sobre un guión de Ragnar Hylkten-Cavallius) sigue siendo una de las
más amargas acusaciones del cine sobre la explotación sexual y la pasión mal
conducida. Noche de junio amplió también la gama de la galería de personajes de
Ingrid: evaluada años más tarde, su interpretación debe situarse muy alto en el
catálogo de sus logros.
En
el filme interpreta a Kerstin Nordback, una mujer de espíritu libre en una
pequeña ciudad sueca, comprometida con Nils, un hombre violento y abusivo que
casi la mata con un disparo al corazón cuando ella se dispone a abandonarle. Salvada
gracias a una delicada operación de corazón, aparece en el juicio y suplica
indulgencia en favor de su ex amante, afirmando que toda la responsabilidad es
de ella. «Todo lo que yo deseaba era una aventura...» Una valerosa y franca
admisión que no le reporta más que la vergüenza pública. Cambia su nombre al de
Sara, se traslada a Estocolmo, acepta un trabajo en una farmacia y (en una
glosa de El pacto de los cuatro) comparte habitación en una casa de huéspedes
con otras tres mujeres trabajadoras que también tienen problemas con los
hombres.
En
este punto, las intenciones del filme se hacen claras, porque cada mujer a la
que conoce es víctima de rudas presiones sexuales de su compañero. Incluso un
médico gentil y humano llamado Stefan (Carl Ström) explota a su enfermera para
una fácil satisfacción erótica y, cuando se entera de la historia de Sara,
empieza a obsesionarse con conocerla. Ella sufre más tarde un espasmo cardíaco
casi mortal a causa de la impresión de la reaparición y la renovada pasión violenta
de Nils, y Stefan cuida de ella; finalmente, se muestra tan vehemente en su
declaración de amor que ella sucumbe. El final, mientras se alejan en coche
hacia unos brillantes campos llenos de flores de junio, sugiere que Kerstin, en
sus tiempos aturdida, ha redescubierto la posibilidad del amor en su vida. Pero
las otras mujeres, cuyas relaciones han sido otros tantos fracasos, deben
hallar al hombre correcto como lo ha hecho Kerstin..., y ése es su deseo, al
final, en la legendaria noche de junio.
Ingrid
hizo de Kerstin/Sara un personaje conmovedor, cuyas heridas son sintomáticas de
lo duro de la explotación sexual, y en este aspecto Noche de junio (que en
Norteamérica no hubiera podido ser producida en 1939) es inflexible en su
honestidad emocional. Ansiosa de amor, Kerstin ve rápidamente –como señala
Ingrid con un alzar de cejas, una ligera mueca o la adecuada vacilación en una
palabra clave– la evidente perfidia que se esconde detrás de los avances
amorosos.
Una
secuencia cerca del final de la película sintetiza todo el destructivo egoísmo
detrás de los brutales avances sexuales de los hombres en la historia; en ella,
incluso un médico que se considera un caballero comparte la loca pasión de los
sexualmente embriagados personajes masculinos.
Stefan (Ström): He pensado tanto en ti.
Kerstin (Bergman): ¿De veras? ¡Acabamos de
conocernos!
Stefan: Te he visto en todas partes.
Kerstin: Sólo imaginación y sueños..., eso es
todo.
[En esta frase, Ingrid hace una pausa y vuelve
ligeramente la cabeza, de tal modo que uno tiene la sensación de que Kerstin
también comprende lo que significa imaginar y soñar.]
Stefan: Cuando pasas junto a alguien, algo
ocurre. Se convierte en otra persona... No parezcas tan escéptica. Consigues
que los hombres tengan pensamientos extraños y peligrosos. Tu pequeño
corazón..., ¿eres consciente de él?
Kerstin: Sí, se ha convertido en una
costumbre. Ni yo misma lo noto. Tengo una cicatriz.
[Su tono es grave y pensativo: aprecia la
ironía, pero no puede escapar de la situación de dependencia.]
Stefan: Deseo besarte.
Kerstin: No..., hoy no.
Stefan: Dilo..., di que me deseas.
Kerstin: Pero no sabes nada de mí. He
convertido las cosas en un embrollo tan grande.
Stefan: ¿Y yo no? Sé que despiertas mi
fantasía. Eso es suficiente para mí.
Carl
Ström, en el papel del benévolo pero descarriado doctor, proporcionó la mezcla
adecuada de ilusión humana y decepción adolescente retrasada. Pero Ingrid se
hizo cargo del complejo papel de Kerstin y le infundió un profundo sentido de
tragedia, elevando el cliché de la mujer manchada al retrato de un alma
injustamente deshonrada, azotada por la culpabilidad y a merced de crueles
reporteros y patéticos galanes. Vistas décadas más tarde, su escena en el
tribunal, las secuencias en la farmacia, con el doctor y la escena final,
revelan exactamente lo instintivamente que comprendió, a los veinticuatro años,
la compleja gama de retorcidas emociones que pasan por sentimientos en un mundo
adulto. Per Lindberg, que se negó a dirigir en exceso a su estrella, concedió
sensatamente libertad a Ingrid para que buscara y hallara por sí misma el
núcleo del personaje. Él y el público se sintieron quizás asombrados de que
hallara la cualidad básica de Kerstin de no ser nada hasta que lo arriesga todo
al final..., y ésta fue, por supuesto, la lógica más profunda de la notable
Noche de junio.
El rodaje terminó el 5 de diciembre. Cuando
Selznick cablegrafió a Ingrid, preguntándole cuándo planeaba regresar a
Hollywood, Petter estaba preparado con una respuesta. Se había presentado
voluntario a servir durante varios meses, empezando en enero, en el ejército
sueco..., como, de entre todas las posibilidades, realizador de documentales;
supervisaría la producción de varios importantes cortometrajes acerca de los
adelantos en la cirugía dental. Al mismo tiempo, él e Ingrid compartían la
ansiedad general acerca de la posición estratégica de Suecia y su posible
implicación en la guerra. Ella y Pia estarían sin duda más seguras en
Norteamérica, y Petter se reuniría con ellas más tarde.
«Dejar
a Petter atrás fue una decisión muy difícil para mí», diría Ingrid más tarde a
un amigo, pero «al final, fue él quien tomó la última decisión, como siempre.»
Acompañó a su esposa, su hija y una niñera hasta Génova, donde, el 2 de enero
de 1940, las depositó en el transatlántico italiano Rex con destino a Nueva
York.
notas
7 «Oomph» es una expresión típica del
slang norteamericano, muy onomatopéyica, que designa a una mujer llena de
vitalidad y energía y, por supuesto, muy sexy. (N. del T.).
8 Típicamente, Selznick cambió de opinión
acerca de los talentos de Stradling a los pocos días y (juiciosamente) lo
destinó a una tarea aún más difícil: la de fotografiar Rebeca.
9 Cuando un periodista le preguntó a
Garbo su opinión sobre Bergman, después de haber visto la versión
norteamericana de Intermezzo, respondió: «¡Oh, por favor!» No estaba sonriendo.
10 Leigh ganó el Oscar a la mejor actriz;
los demás nominados fueron Bette Davis por Amarga victoria (Dark Victory),
Irene Dunne por Tú y yo (Love Affair), Greta Garbo por Ninotchka (Ninotchka) y
Geer Garson por Adiós, Mr. Chips (Goodbye, Mr. Chips).