PUENTES

 

Todo es posible sobre un puente

Ya hemos hablado del tórrido idilio que mantiene el cine con los trenes. Su denominador común es el movimiento y, como señalábamos en el capítulo sobre el ferrocarril, un viaje en tren guarda una gran similitud con el proceso dramático que toda película requiere e, incluso, con su posterior proyección cinematográfica.

 

Pero ¿qué pasa con los puentes? Si exceptuamos el ferrocarril podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que los puentes son las obras civiles más utilizadas por el cine. ¿De dónde viene esa fascinación? En su ensayo sobre los puentes en el cine, Chale Nafus intenta responder a la cuestión: “Muy pocas veces el personaje de una película cruza un puente sólo para llegar al otro lado. El paso por el puente suele significar algún tipo de cambio- la transición a una nueva fase vital, la conexión con una persona nueva, o la confrontación con el peligro e incluso la muerte.”(1)

El señor Nafus ha dado con la palabra clave: cambio. Un elemento tan importante en la dramatización cinematográfica como el movimiento antes citado. O parte de él. Una persona satisfecha no cambia, está parada. Una persona en conflicto sí lo hace, está en movimiento. Otro axioma de la construcción cinematográfica dice que los protagonistas de una película no deben ser los mismos al principio que al final de ella. Tienen que aprender algo en su transcurrir por la pantalla, deben resolver los conflictos que les dotan de interés. Y los puentes son escenarios privilegiados para dramatizar esos conflictos y acelerar los cambios.

Levantados sobre la nada, abocados al vacío, son territorio fantasmagórico, mágico, y al mismo tiempo son construcciones artificiales que salvan un obstáculo, el más prosaico ejemplo del triunfo del ingenio humano sobre la naturaleza. Sea por magia o puro ingenio, los puentes se alzan frente a nosotros para demostrar que cualquier problema, por complicado que parezca, se puede resolver.

Un puente de ojos grandes y tristes

Esa sensación de que en los puentes todo es posible les convierte en escenario idóneo para las historias de amor. Como si conectar dos orillas aisladas implicara también una comunión de almas. O más aún, como si pudieran armonizar el empuje del corazón con la lógica de la razón.

Recordemos el caso de ‘Breve Encuentro’, citado en un capítulo anterior. O el de ‘Los puentes de Madison County’ (Clint Eastwood, 1995, The bridges of Madison County) que presenta una historia tan similar. El fotógrafo Robert Kincaid (Clint Eastwood) llega hasta Winterset (Iowa, EE.UU) con el propósito de fotografiar unos curiosos puentes del siglo XIX para la revista National Geographic. Allí encuentra a Francesca Johnson (Meryl Streep), una ama de casa que a pesar de sus reservas terminará enamorándose de él. Como ocurría en la película de Lean, Francesca y Robert se enamoran casi sin querer y, cuando caen en la cuenta de lo hondo de sus sentimientos, se enfrentan al descalabro absoluto que supone en sus vidas.

Los dos puentes que presencian su romance son el Roseman construido en 1883 y el Holliwell, el más largo de los seis que quedan en pie de los diecinueve iniciales. Originalmente fueron construidos como sencillos puentes de madera, pero ante el temor de un rápido deterioro del tablero y del alto precio de reponerlo, se decidió cubrirlos con madera barata para protegerlos. Por lo tanto, además de puentes son también túneles. La primera vez que visitan el puente Roseman, Francesca espía a Robert a través de los travesaños que lo cubren. Se siente atraída pero todavía no sabe lo que se le viene encima. Dos días después visitan el puente Holliwell, en pleno apogeo de su amor. Francesca lo atraviesa mientras Robert hace sus preparativos. La cámara se queda con ella y vemos como el rostro de Meryl Streep, nunca tan hermoso como en esta película, pasa de la luz a la sombra y de nuevo a la luz al salir por el otro extremo. Una imagen que vale más que mil palabras y que representa a la perfección la peripecia dramática de la película.

El romance dura sólo cuatro días, aquellos en los que la familia de Francesca está fuera, pero sirve para dotar de sentido toda una vida. Antes de morir, Robert y Francesca acuerdan que sus cenizas sean arrojadas desde el Roseman. Sus herederos cumplen el deseo y las cenizas de los dos amantes se pierden en el mismo aire sobre el que se levanta el puente.

La historia de amor de ‘Las noches blancas’, novela de Dostoievski que tanto Luchino Visconti como Robert Bresson llevaron al cine (1957, Le notti bianche  y 1971, Quatre nuits d’un reveur), también dura solamente cuatro días (o cuatro noches). Y aunque el novelista la situó en un muelle junto a uno de los canales de San Petersburgo, los directores de cine usaron recios puentes para llevarla a imagen. El protagonista, soñador y solitario, se topa en uno de sus paseos con una chica que llora sobre un puente. Intenta consolarla, pero ella se escabulle. Antes acierta a decirle que volverá al mismo lugar al día siguiente a la misma hora. Allí acude de nuevo el protagonista y traba amistad con la chica. Se cuentan sus respectivas vidas y ella confiesa que espera en el puente la llegada de un antiguo amor. Él se ofrece a ayudarla y se compromete a entregar una carta por ella. A pesar de la carta (que en la versión de Visconti no entrega sino que rompe y arroja al agua), el prometido de la joven tampoco aparece la tercera cita. El protagonista se ha enamorado profundamente y, la cuarta noche se declara a la desconsolada chica. Por un momento parece que su amor es posible, pues ella está resentida por el plantón y no es ajena a las virtudes del que considera su amigo. Justo entonces aparece el antiguo amor y la chica corre a reunirse con él. Le besa calurosamente y luego, sobre el mismo puente, besa también al reciente amigo. Un beso de bienvenida y otro de despedida. Nuestro protagonista queda sobre el puente como empezó la película, solo con unos sueños que ahora, por su proximidad a la realidad, parecen más crueles que nunca.

La novela y las dos películas diseccionan el amor en todas sus interrogantes: su difícil mezcla de deseo y realidad, pasión y amistad, egoísmo y generosidad. Cuanto más sólidos sean los puentes que se tiendan entre tales elementos más duradero será ese omnipresente sentimiento que llamamos amor. Robert Bresson situó su adaptación sobre el Pont-Neuf, el puente más viejo de París. Allí también ocurre la mayor parte de la acción de una de las películas más controvertidas del cine europeo de los últimos años. ‘Los amantes del Pont-Neuf’ (Leos Carax, 1991, Les amants du Pont-Neuf) cuenta la historia de amor entre Alex (Denis Lavant), un vagabundo que ha instalado su residencia en el puente en obras, y Michelle (Juliette Binoche), una chica de buena familia que se está quedando ciega.

El Pont-Neuf, cerrado al tráfico parisino por obras de cimentación, se convierte en su refugio y en el lugar mágico que facilita el acercamiento de dos personalidades dispares. Alex vive allí en compañía de un viejo alcohólico e incluso apaga las farolas del puente para dormir como haría con la lámpara de su mesilla de noche. Cuando Michelle se instala en el puente, primero siente amenazado su espacio vital pero enseguida se encapricha de ella y le descubre los trucos para sobrevivir en la calle. Los dos amantes se emborrachan, se pelean y hacen el amor sobre el puente y sus alrededores. La fiesta nacional del 14 de Julio sirve de excusa al director para un despliegue de escenas de aliento romántico, fuegos artificiales y esquí acuático sobre las aguas del Sena incluidos. Vivir en la calle es duro, sí, pero tener la ciudad a tu disposición también puede ser sinónimo de libertad y maravilla.

Como señalábamos en el capítulo anterior, las historias de amor fou suelen otorgar gran protagonismo al agua. Tras separarse y una vez que Michelle ya ha recuperado la vista, los amantes se reencuentran de nuevo en el puente, ya remozado y abierto al tráfico. Ella le comunica su decisión de terminar la relación y entonces Alex la arroja al Sena y se lanza él detrás. Tras arreglar cuitas bajo el agua, un bateau-mouche les recoge y los dos se encaraman en su proa, henchidos de amor, años antes de que Leonardo Di Caprio y Kate Winslet les copiaran la idea a bordo del Titanic.

Una vez establecido que los puentes son lugar de encuentro para amantes habría que decir que también atraen a los suicidas. Si a la posibilidad del amor se une la de la muerte, el drama gana enteros. Oigamos un diálogo de ‘La chica del puente’ (Patrice Leconte, 1999, La fille sur le ponte):

Gabor: Es su primer intento ¿verdad?

Adele: Sí. No me paso la vida en los puentes...

G: Yo sí.

A: ¿Por qué? ¿Usted también intenta saltar?

G: No, no. Yo contrato gente.

A: Contrata... ¿a quién?

G: A asistentes. Mujeres que no tienen nada que perder. Así me gano la vida. Suelo encontrarlas aquí o a veces en los tejados. Pero eso es en primavera, en invierno prefieren los puentes.”

Gabor (Daniel Auteil) le explica a Adele (Vanessa Paradis) que se gana la vida como lanzador de cuchillos y que recluta a sus dianas entre mujeres desesperadas. La propuesta de trabajo no consigue disuadir a la chica y, cuando se arroja al Sena, él la sigue para salvarla. Más tarde, en la sala de recuperación de hipotérmicos del hospital, enfundados en unos curiosos sacos caloríficos, se encuentran con otro señor en su misma situación. “¿De qué puente vienen?” les pregunta con toda naturalidad.

Es el principio de la película y del romance entre Gabor y Adele. Unen su destino y hacen fortuna con el número de los cuchillos. La suerte parece acompañarles mientras permanecen juntos, pero les abandona por completo cuando disuelven la sociedad. Adele continúa metiendo la pata con los hombres y Gabor no acierta con su siguiente diana y casi la mata. Termina dando tumbos en Estambul, donde vende sus cuchillos para sobrevivir. De noche, en un refugio para indigentes, su compañero de camastro lloriquea compungido y Gabor le dedica unas enigmáticas palabras para consolarlo: “No se deprima, amigo. Sólo tiene que encontrar una noche en un puente a una chica con ojos grandes y tristes.”

La prueba de que el consejo funciona es la última secuencia de la película. Transcurre en otro puente, el que une las dos orillas del Bósforo. Ahora es Gabor el que parece decidido a saltar y Adele la que acude a su rescate. Ella inicia el diálogo con las mismas palabras que usó él al principio de la película, en una estructura clásica de inversión dramática. La igualdad se restituye y ya pueden proseguir un romance que por eso mismo se antoja más duradero. Otro idilio a anotar en la cuenta de los puentes.

Decíamos en el capítulo dedicado al ferrocarril que son infinidad las películas que empiezan y terminan en estaciones. También son muchas las que empiezan y terminan en puentes. Es lógico que así sea si atendemos a lo referido antes: los personajes deben sufrir un cambio durante el metraje, el llamado arco dramático. Emplazarlos en el mismo escenario pero con distinta actitud es una excelente manera de narrar esa transformación. Otra película que responde a la perfección a dicha estructura es ‘El puente de Waterloo’ (Waterloo Bridge), en cualquiera de sus dos versiones (James Whale, 1931 o Mervin LeRoy, 1940). Su historia es un hito del melodrama romántico: el romance entre un oficial inglés y una bailarina en tiempo de guerra. Las transformaciones que sufren los protagonistas tienen siempre como testigo privilegiado al puente londinense. Nos podemos sonrojar ahora con su trama, tan kitsch y desfasada, pero en su día fue un éxito monumental como lo prueba el hecho de que tuviera dos versiones prácticamente simultáneas.

Para no terminar con el capítulo amoroso de forma trágica, fijémonos en otra película, ‘Asesinos natos’ (Oliver Stone, 1994, Natural Born Killers). Los del título, Woody Harrelson y Juliette Lewis, se casan en el puente Taos George sobre el río Grande. Es un puente tan alto que la sensación de vértigo es comparable al frenesí que predomina en la vida de los protagonistas. El pañuelo blanco se desprende de la cabeza de Juliette y cae al vacío en un bonito y premonitorio plano.

Matarse por un puente

En ‘El bueno, el feo y el malo’ (Sergio Leone, 1966, Il buono, il brutto, il cattivo), el Bueno (Clint Eastwood) y el Feo (Eli Wallach) se dirigen a rescatar un tesoro cuando encuentran a nordistas y confederados disputándose un puente. Se pelean sobre él como cabestros pues los dos bandos quieren tomarlo intacto.

“El Bueno.  -Nunca he visto morir tan estúpidamente. ¿Qué te parece?

El Feo. -Rubio, los dólares están en la otra orilla del río. (...) Pero mientras  estén allí los confederados no hay nada que hacer...

EB. -¿Y si por casualidad alguien se atreviera a volar el puente?

EF. -Entonces irían a matarse a otra parte.”

El comandante de los nordistas les confirma que llevan una buena temporada cumpliendo la absurda orden sin más resultado que la ritual matanza. Les confiesa también su secreto deseo de que el puente vuele por los aires. Cuando el Bueno y el Feo lo hacen estallar, el comandante, herido de muerte en la última escaramuza, apura feliz su último aliento. A la mañana siguiente, el Bueno y el Feo descubren que, como suponían, los dos ejércitos han ido a matarse a otra parte.

En tiempo de guerra los puentes son un preciado botín: garante de comunicación y paso de los ejércitos, pieza fundamental de la estrategia. Han protagonizado multitud de películas del género bélico, por lo general, basadas en sucesos reales. Desde el principio de los tiempos, infinidad de hombres han muerto y matado a los pies de un puente. Unas películas han narrado tales hazañas desde el escepticismo, como ‘El bueno, el feo y el malo’, otras desde la glorificación del heroísmo castrense. Y otras muchas, quizás las más interesantes, desde un punto intermedio más acorde con las pulsiones humanas.

“Mayor Kreuger- Vamos. Debemos atacar.

Capitán Schmidt- Es inútil. Estos hombres no van a morir por nada. Acaba de matar a dos hombres... ¿pretende matarnos a todos?

M.K.- Es nuestro deber.

C.S.- Usted se debe a esta gente.”

El mayor Kreuger (Robert Vaughn) y el capitán Schmidt (Hans Christian Blech) ejemplifican con este diálogo lo absurdo de cumplir unas órdenes que suponen pobres moratorias ante un fin próximo, o en el mejor de los casos, crueles sacrificios por un bien mayor. Todos los oficiales de ‘El puente de Remagen’ (John Guillermin, 1969, The bridge at Remagen), tanto del bando aliado como del nazi, se enfrentan a la misma disyuntiva. El diálogo mencionado ocurre al final de la película. Hemos presenciado mucha muerte sobre el puente y los alemanes, con su ejército en franca retirada, se han llevado la peor parte. Tras su intenso careo con el capitán Schmidt, el mayor Kreuger decide hacer lo más sensato en tales circunstancias: rendirse al empuje aliado y no sacrificar más vidas en la defensa de un puente prácticamente perdido.

Sin embargo, la guerra no ha terminado aún y Kreuger sigue sujeto a la cadena de mando. Cuando vuelve a su cuartel general se enfrenta a las consecuencias de su rendición. Frente al pelotón de fusilamiento el mayor escucha el ruido de un avión... “Aviación enemiga, señor” le dice el joven oficial encargado de fusilarle. “Pero ¿quién es el enemigo?” se pregunta, lacónico, Kreuger. La gran cuestión de toda guerra, un interrogante que según la circunstancia puede ser de difusa respuesta, como veíamos en el primer capítulo dedicado a otra película con protagonismo de la obra civil: ‘El puente sobre el río Kwai’ (David Lean, 1957, The bridge on the river Kwai).

Quizás la más espeluznante de todas las películas que narran el sacrificio humano en tiempos de guerra sea ‘El puente’ (Bernhard Wicki, 1957, Die Brücke). Un grupo de adolescentes alemanes se conjuran para defender el puente de su pueblo ante el avance aliado. El mismo puente que tan sólo unos días atrás era el escenario de sus juegos infantiles se convierte en el lugar de su muerte. Su ingenuo idealismo mezclado con el burdo sentido de la hombría propia de la edad les lleva a caer como moscas en un enclave, como descubrimos luego, sin apenas importancia estratégica. Cuando han muerto la mayoría de ellos, tres soldados alemanes llegan al puente con la idea de volarlo. Los dos chavales supervivientes no pueden aceptar que el sacrificio de sus amigos haya sido en vano y terminan disparando a sus propios compatriotas. La imagen funde a negro y una voz en off extiende la amargura: “Esto ocurrió el 27 de abril de 1945. Fue tan irrelevante que no apareció en ningún comunicado de guerra”.

Los hechos reales ocurridos en Europa esos primeros meses de 1945 han sido llevados una y otra vez a la gran pantalla. Como en “La Iliada” y “La Odisea”, las manifestaciones primeras de un conflicto (la materia prima de la que nace cualquier narración) son la guerra y el viaje. El desembarco aliado en Normandía y su penetración hasta Berlín aúna las dos cosas. El cine se ha lanzado a retratar la complejidad de estas operaciones bélicas que movilizaron miles de hombres y toneladas de maquinaria de guerra por el corazón de Europa.

Superproducciones como ‘El día más largo’ (Andrew Marton, Ken Annakin y el propio Bernhard Wicki rodando las secuencias del bando alemán, 1962, The longest day), ‘¿Arde París?’ (René Clement, 1966, Paris, brule-t-il?) o ‘Un puente lejano’ (Richard Attenborough, 1977, A bridge too far) han intentado cubrir el drama desde todos los puntos de vista, con el star-system de la época peleándose por los papeles principales. De hecho resulta curioso que en una película como ‘Un puente lejano’ los soldados apenas tengan presencia en pantalla, pues la mayoría de los actores interpretan oficiales que van de capitán para arriba. ¿Megalomanía de los guionistas o de los actores? Steven Spielberg  se encargó de subsanar la injusticia con ‘Salvar al soldado Ryan’ (1998, Saving Private Ryan) y la serie ‘Hermanos de sangre’ (2001, Band of brothers), que se detenía uno por uno en los miembros de la compañía Easy.

Si el papel de los soldados rasos fue ninguneado, no ocurrió lo mismo con los puentes. Su importancia estratégica queda reflejada en cada una de estas películas. En ‘El día más largo’, la primera secuencia de acción tiene como protagonista un puente sobre el río Horne que el mayor Howard (Richard Todd) debe capturar antes de que el enemigo lo destruya. El oficial inglés y sus paracaidistas lo consiguen tomar y defender hasta que llegan los refuerzos. Es la primera peripecia de una larga serie que culmina con la batalla de Omaha Beach. Según la tesis que defiende la película, allí fue donde se decantó la operación. Escuchemos el diálogo que protagonizan el general de brigada Cota (Robert Mitchum) y el coronel Thompson (Eddie Albert), agazapados frente a las alambradas y parapetos que defienden la playa:

“Cota.-Vamos a subir ahí arriba. (...) Después hay un barranco.

Thompson.-Y un control de carretera armado hasta los dientes.

C.-Si cruzamos...

T.-Lo hemos intentado tres veces... Es imposible.

C.-Tres veces no basta. Volveremos a intentarlo ¿hay ingenieros?

T-Muchos.

C.-¿Con equipo que funcione?

T.- (Asiente) Entonces ¿no llamo a los barcos?”

En lugar de llamar a los barcos para organizar la retirada, el coronel le proporciona a Cota los ingenieros solicitados. Con el sargento Fuller a la cabeza (Jeff Hunter), los ingenieros tienden unos tubos explosivos y franquean las alambradas. Luego se acercan al parapeto entre el fuego enemigo y lo vuelan con más cargas explosivas. El pobre Fuller muere en el intento, pero despeja el camino para la invasión que supuso el fin de la guerra. Así, con esta primordial intervención de los ingenieros del ejército, se decide el clímax de una película que pretende ser rigurosa con los hechos históricos.

Antes del Día D hubo otros intentos por asaltar la fortaleza en la que los alemanes habían convertido Europa. ‘Un puente lejano’ narra el fracaso de la operación Market Garden, ideada por el general británico Montgomery. La maniobra consistía en lanzar 35.000 paracaidistas detrás de las líneas enemigas para que tomaran siete puentes sobre el Rhin y los aseguraran hasta que llegara el grueso de las tropas aliadas. El problema es que entre el primer puente y el último había un trecho de cien kilómetros mal comunicado por una carretera de un solo carril.

Los paracaidistas vuelan sobre Holanda en la mayor operación aerotransportada de la historia y aterrizan junto a los puentes. El primer contratiempo ocurre cuando los alemanes logran volar uno de los primeros, el de Sonne, justo antes de que el coronel Stout (Elliott Gould) y sus muchachos se hagan con él. Los aliados recurren a un puente pret-a-porter de diseño y fabricación inglesa (¡el puente Bailey!), pero entre que llegan las piezas y las montan se echa el tiempo encima. Además, el avance por la estrecha calzada resulta ser un caos a pesar de que el oficial al mando (Edward Fox) se ha propuesto organizar la carretera como si de una línea de ferrocarril se tratara (“I decided to run the road like a rail”).

El puente lejano del título resulta ser el de Arnhem, el último de la ristra, donde el teniente coronel Frost (Anthony Hopkins) y sus comandos ingleses deben resistir 48 horas hasta la llegada de los refuerzos. Las 48 horas pronto se convierten en 96 y los refuerzos nunca llegan. Frost termina por rendirse a los alemanes, a la división Panzer que le ha hecho la vida imposible. Es el fin de la operación Market Garden. La película termina con otro lacónico comentario, en boca del teniente general Browning (Dirk Bogarde), que con su mejor flema inglesa declara: “Oh, siempre pensé que el plan tenía un puente demasiado lejano”. 

Al igual que ocurre con ‘El puente de Remagen’ durante todo el metraje de ‘Un puente lejano’ presenciamos una curiosa disyuntiva en el bando alemán: volar o no los puentes. Dinamitarlos es la mejor manera de entorpecer el avance aliado pero también supone clausurar la posibilidad del contraataque. Los puentes se convierten en el fiel de la balanza que mide las expectativas de triunfo en la contienda, la botella medio llena o medio vacía a la que se agarran los oficiales alemanes.

En el extremo más alejado de las primeras películas citadas, se encuentran otras como ‘Baatan’ (Tay Garnett, 1943) o ‘Los puentes de Toko-Ri’ (Mark Robson, 1953, The bridges at Toko-Ri). Las dos pertenecen al género de “hazañas bélicas” y su acción transcurre alrededor de uno o varios puentes. Las dos alejadas de toda crítica y con un perfil del protagonista similar, Robert Taylor en la primera y William Holden en la segunda: el héroe castrense que pierde la vida por cumplir con la misión que le ha sido encomendada, sin plantearse si la orden realmente merece la pena ser cumplida o no. Películas que, independientemente de su mérito artístico, utilizan la ficción como propaganda. No olvidemos que durante la II Guerra Mundial, la mayoría de los directores y actores de Hollywood fueron movilizados no tanto para combatir en el frente, sino para hacer lo que mejor sabían: películas (documentales o no) que glorificaban la intervención estadounidense en el conflicto.

Una vez terminadas las guerras y reorganizadas las fronteras, los puentes se convierten a veces en territorio de nadie, en puesto de control para países vecinos pero enfrentados. Su condición de espacio artificial les hace lugares neutrales por excelencia, pero el tránsito entre dos orillas se ve entorpecido entonces por requerimientos humanos de identificación y pasaporte. Los puentes como lugares pautados, muy lejos de su primera intención comunicadora. El intercambio de rehenes sobre un puente es una escena clásica de la ficción bélica o de la posterior Guerra Fría. La hemos visto en películas como ‘Funeral en Berlín’ (Guy Hamilton, 1966, Funeral in Berlin) o ‘La vida es un milagro’ (Emir Kusturica, 2004, Zivot je cudo).

Esa condición de neutralidad atañe a puentes sólidos. No a los precarios puentes colgantes que en el cine han protagonizado multitud de secuencias de acción. Quizás la mejor de todas sea la de ‘Gunga Din’ (George Stevens, 1939), en la que Cary Grant y Sam Jaffe intentan cruzar un precario puente mientras un elefante lo agita al otro lado. Steven Spielberg bebió directamente de esta película (esa secta que ofrece sacrificios a Kali, ese foso con serpientes...) para su saga sobre Indiana Jones, especialmente para ‘Indiana Jones y el templo maldito’ (Steven Spielberg, 1984, Indiana Jones and the temple of doom), otra cinta con puente colgante.

Pero el más famoso del mundo es el de San Luis Rey. Gracias a Thornton Wilder que narra su desplome y la posterior investigación sobre un suceso en el que han muerto cinco personas. La novela “El puente de San Luis Rey” ha dado lugar, hasta la fecha, a tres versiones cinematográficas con el mismo título: la dirigida por Charles Brabin (1929), la de Rowland V. Lee (1944) y la de Mary McGuckian (2004), esta última rodada parcialmente en Málaga.

Otros puentes que reclaman su protagonismo en este libro son los levadizos. La escena del salto en automóvil es un clásico de acción que corona muchas persecuciones. Posiblemente los dos saltos más famosos sean el de Jim Brannigan (John Wayne) en el Tower Bridge de Londres (‘Brannigan’, Douglas Hickox, 1975) y el de los Blues Brothers en el East 95th Street Bridge de Chicago (John Landis, 1980, The Blues brothers). Por último, hay que mencionar que en ‘La costa de los mosquitos’ (Peter Weir, 1986, The Mosquito coast) aparece el único puente giratorio manual que queda en América. Fue construido en Liverpool e instalado y abierto en 1923 en Belice.

Todo mi corazón está en el puente

En ‘¿Por quién doblan las campanas?’ (Sam Wood, 1943, From whom the bells toll?), Gary Cooper interpreta a Robert Jordan, un miliciano estadounidense que apoya a la República en la Guerra Civil. Su misión es dinamitar un puente sobre un desfiladero para evitar que los nacionales puedan enviar refuerzos. Robert contacta con los maquis de la zona para que le ayuden en su peligrosa tarea y así conoce a la bella María (Ingrid Bergman). Se enamoran rápida y vehementemente (de igual manera que Hemingway escribía sus novelas) pero la peligrosa misión se interpone en el horizonte de su amor. En el clímax de la película, Robert se encuentra a punto de volar el puente y María le espera en el desfiladero: “Dios mío, que no le pase nada. Todo mi corazón está en el puente”.

Decíamos al principio del capítulo que los puentes son escenarios privilegiados para dramatizar los conflictos de los personajes y acelerar su resolución. Prueba de ello es que han sido utilizados hasta la saciedad para lograr el clímax de la acción, ya sea por las posibilidades físicas que ofrecen o por su fuerte carga simbólica. Los puentes prolongan el camino. Cuando uno se rompe (o se vuela), el camino se corta y la acción se detiene. En ‘Misión de audaces’ (John Ford, 1959, The horse soldiers), tras una temeraria incursión por el territorio sudista en la que han saboteado las líneas enemigas, el coronel nordista Marlowe (John Wayne) vuela un puente que asegura la retirada para sus tropas. Lo hace in extremis, como todo clímax que se precie, herido y acuciado por el enemigo. Y la película termina ahí. Sin puente no hay persecución posible y la peripecia queda clausurada en la cabeza del espectador de manera tanto física cómo simbólica. Muchas películas resuelven su argumento con una secuencia que transcurre alrededor de un puente. Entonces al corazón de los protagonistas (y al de los espectadores si los peliculeros han hecho bien su trabajo) le ocurre lo mismo que al de Ingrid Bergman. Veamos unas pocas.

En ‘Cielo negro’ (Manuel Mur Oti, 1951), tras pasar calamidades y desengaños durante toda la película, la protagonista decide acabar con su miserable vida tirándose desde el viaducto que se alza en Madrid sobre la calle Segovia. Emilia (Susana Canales) se alza sobre el vacío y se dispone a tirarse cuando las campanas de todas las iglesias adyacentes comienzan a sonar al unísono. Envuelta en lágrimas, Emilia corre por la calle Bailén hasta entrar en la iglesia de San Francisco el Grande para reconciliarse con la vida y su divinidad. La cámara en travelling no se separa ni un momento de ella, en una de las secuencias más impresionantes que el cine español ha dado nunca.

Catherine (Jeanne Moreau) siempre tenía a Jim (Oscar Werner), incluso cuando le dejaba por Jules (Henri Serre) o algún otro. Jules y Jim eran íntimos amigos, discutían sus puntos de vista de cualquier asunto, les apodaban don Quijote y Sancho Panza, pero no eran iguales en sus relaciones con las mujeres. Cuando Catherine quiso también a Jules le tuvo, pero retenerle a su lado, convertirle a su manera de ser resultó más complicado. Después de una relación con multitud de altibajos y tras darse cuenta de que Jules nunca sería suyo como ella deseaba, Catherine decidió terminar con sus vidas en presencia de Jim. Un viejo puente de piedra de diez ojos al que le faltaban los dos centrales sirvió para tan triste desenlace. Hablamos de ‘Jules y Jim’ (François Truffaut, 1961, Jules et Jim) y de lo complicadas que pueden ser las relaciones amorosas.

La relación entre Gregory Peck y Sofía Loren en ‘Arabesco’ (Stanley Donen, 1966, Arabesque) tampoco es sencilla. El clímax se dirime también en un puente donde nuestros dos protagonistas son acosados por el helicóptero que conducen los malos. Al final de ‘Breakdown’ (Jonathan Mostow, 1997) Kurt Russell y JT Walsh pelean sobre la cabina de un camión que cuelga de un puente. Kurt gana y tira a JT al fondo del abismo. Cuando ve que no se ha muerto, le arroja el camión encima. ¡Qué brutas son estas pelis americanas de buenos y malos! Aunque no siempre. Todas las Navidades tenemos oportunidad de comprobarlo cuando reponen ‘¡Qué bello es vivir!’ (Frank Capra, 1946, It’s a wonderful life!). En las secuencias finales de la película, George Bailey (James Stewart) acude a un puente para esparcir a los cuatro vientos sus ganas de vivir. El mismo donde intentó suicidarse y donde le salvó su buen corazón; el torpe pero ingenioso ángel sin alas Clarence (Henry Travers) se arrojó antes al río para provocar su inmediata ayuda. La nieve vuelve a caer y George, el hombre más rico de la Tierra, vuelve a Bedford Falls feliz de haberse conocido... nunca mejor dicho.

El clímax más ingenieril de todos los que hemos visto es el de ‘Hombres de presa’ (Richard Wallace, 1947, Tycoon). John Munroe construye un puente en tiempo récord y cuando está a punto de terminarlo, una terrible crecida amenaza con derribarlo. En medio del diluvio y sin ayuda de nadie, Munroe intenta colocar la última sección que falta en el centro del puente. Ha puesto todo su orgullo en la obra y que el puente resista supone también la posibilidad de recuperar a Maura (Laraine Day). Sus amigos acuden a ayudarlo y finalmente consiguen colocar la sección. Pero dudan de que aguante la crecida de las aguas. Ni corto ni perezoso Munroe decide colocar el tren que usan para la construcción de la vía férrea sobre el puente para que su peso afiance los cimientos. Las aguas llegan y se llevan por delante la sección, el tren y casi al propio ingeniero. Pero los cimientos aguantan, y Munroe recupera su orgullo y, lo que es mucho mejor, a su amada Maura.

‘Fiebre del sábado noche’ (John Badham, 1977, Saturday night fever) comienza con un plano del puente de Brooklyn con Manhattan al fondo. En seguida cambia bruscamente a otro similar pero con el puente de Verrazano-Narrows como protagonista. Para el que no conozca Nueva York aclaremos que el primero une Manhattan con Brooklyn y el segundo Brooklyn con Staten Island. En los años 70 (y ahora también) en Manhattan vivía la mayoría de gente con dinero; en Brooklyn bajaba el caché; y en Staten Island se concentraban la mayoría de los latinos e inmigrantes de menor poderío económico. Para los protagonistas de esta película, habitantes de Bay Ridge en Brooklyn, el primer puente les unía con lo inalcanzable y el segundo con un territorio donde podían sentirse superiores.

“Justo ahí, al otro lado del río, todo es completamente diferente. ¡Es precioso! La gente es guapa y las oficinas son maravillosas...” le cuenta Stephanie (Karen Gorney) a Tony Manero (John Travolta). Steph se quiere mudar a Manhattan, en Brooklyn se siente una princesa entre pordioseros. Tony también se siente así pero por comparación con sus vecinos de Staten Island. De hecho, Tony y sus amigos se corren sus buenas juergas en el puente Verrazano-Narrows. Allí acostumbran a impresionar a las chicas paseando por las barandillas entre los focos, saltando de una a otra plataforma y realizando todo tipo de acrobacias temerarias que terminarán desgraciadamente en el clímax de la película.

Sobre todo el filme gravita la disyuntiva entre ser cabeza de ratón o cola de león. Pues ocurre a veces que el tamaño de tu mundo y tus aspiraciones viene determinado por un puente. Cruzarlo puede cambiar tu vida. Alrededor de una idea similar transcurren otras películas como ‘Malas calles’ (Martin Scorsese, 1973, Mean streets), ‘Mi familia’ (Gregory Nava, 1995, My family) o ‘Copland’ (James Mangold, 1997).

El puente como localizador y símbolo

Multitud de películas empiezan con el puente de Brooklyn u otro similar. Aunque no lleguen a ser utilizados como en ‘Fiebre del sábado noche’, sirven para localizar la acción. Una de las primeras informaciones que debe recibir el espectador cuando se enciende la pantalla es dónde transcurre la acción. Además en cine, una información se mantiene constante hasta que no aparezca otra que la contradiga. Las obras de ingeniería que hacen reconocible el paisaje para el espectador sirven como localizadores. Si en el primer plano de la película sacamos el puente de Brooklyn, estamos diciendo al espectador que la acción se va a desarrollar en Nueva York. Aunque luego, como ocurría en los primeros tiempos del cine, la mayoría de la acción se rodara en decorados en el interior de los estudios.

Últimamente están muy en boga las películas con mucha acción que transcurren en varios continentes. Para este tipo de películas de espías o asesinos a sueldo -las de 007, misiones imposibles, casos Bourne y demás- los localizadores resultan fundamentales. Un planito del Golden Gate y el espectador sabe que estamos en San Francisco; otro de la Torre Eiffel y.., París; la Ópera de Sydney y... Porque además ocurre que las grandes obras de arquitectura e ingeniería cada día se hacen más espectaculares y reconocibles. Gobiernos y municipalidades ya no sólo buscan lo funcional, sino que eligen proyectos que por sus características originales les sitúen en el mapa. Con seguridad, el flamante puente de Millau finalizado en 2005 (2,4 kilómetros de autopista sobre una abismo de 270 metros en el valle del río Tarn en Francia) pronto será protagonista en una película.

Los ejemplos de este mecanismo son infinitos y no merece la pena que nos detengamos en ellos. Pero sí la merece que repasemos todos aquellos puentes que además de servir como localizador se han cargado de otras connotaciones. ‘Destino Tokyo’ (Delmer Daves, 1943, Destination Tokyo) empieza con un localizador de libro: el Golden Gate de San Francisco. La película, un ejercicio de propaganda de los que mencionábamos antes, narra la misión de un submarino estadounidense que durante la II Guerra Mundial debe adentrarse en la bahía de Tokyo. Una vez concluida su misión y tras haber sufrido lo indecible para regresar, el submarino emerge ¡de nuevo bajo el Golden Gate! El plano no es gratuito y cumple su cometido propagandístico a la perfección en ese duelo de civilizaciones que toda guerra supone y que comentábamos en el capítulo dedicado a ‘El puente sobre el río Kwai’.

En otra película con submarino, ‘La hora final’ (Stanley Kramer, 1959, On the beach), el Golden Gate cumple un papel totalmente distinto. Gregory Peck interpreta al comandante de un submarino estadounidense que tras una larga misión en el Pacífico emerge en aguas australianas. Entonces descubre la terrible noticia: la III Guerra Mundial ha estallado y las bombas atómicas han devastado parte del planeta. Australia se ha salvado pero no por mucho tiempo. La radiación se extiende y las autoridades calculan que en cinco meses acabará con ellos. La población (memorables los personajes que interpretan Ava Gardner y Fred Astaire) se enfrenta como puede a un hecho terrorífico: ¡el fin del mundo! Sin embargo una señal de radio llega desde los Estados Unidos y alimenta una pequeña esperanza. Peck y su tripulación se dirigen en el submarino hasta California en busca de supervivientes. Pero cuando emergen bajo el Golden Gate se quedan helados. ¡No se ve un alma! El puente vacío de tráfico de cualquier tipo, desnudo y magnífico, representa así el apocalipsis, da testimonio de la desolación que se ha extendido sobre la Tierra.

En ‘Érase una vez en América’ (Sergio Leone, 1984, Once upon a time in America), el puente Williamsburg que une Manhattan con Brooklyn aparece como telón de fondo en varias secuencias, siempre antes de que la acción marque el destino de los personajes. Se convierte en presagio de fatalidad. Es mostrado justo antes de que Noodles conozca a Max y justo antes de que su secuaz más pequeño sea asesinado por la banda de Bugsy, y Noodles acuchille a un policía. No es extraño que uno de esos fotogramas con puente fuera elegido para el cartel de la película.

En otro momento Sergio Leone elige, sorprendentemente, el puente de Brooklyn y no el de Williamsburg para localizar al protagonista. Un Noodles entrado en años que camina nervioso por el barrio en el que nunca tuvo rival. El personaje interpretado por Robert de Niro viene de recuperar la maleta de la consigna de la estación y se muestra incómodo por las calles que gobernaba años atrás. El puente simboliza aquí la transformación que ha sufrido tanto el barrio como el propio Noodles, un personaje que ha terminado de forma muy distinta a la que en principio soñó.

Otro puente neoyorquino, el de Brooklyn, también ilustra el cartel de ‘Manhattan’ (1979), una de las mejores películas de Woody Allen. El puente está allí, al fondo de una secuencia que protagonizan Woody Allen y Diane Keaton sentados en un banco junto al Hudson, como testigo de la especial unión que nace entre ambos. De nuevo el puente como símbolo de unión entre dos personas, sean o no amantes. En ‘El príncipe de las mareas’ (Barbra Streisand, 1991, The prince of tides) esa simbología se hace explícita cuando el off de Nick Nolte cuenta que, cada vez que cruza el puente que atraviesa las marismas de Charlotte, una palabra acude a su cabeza: “Lowenstein, Lowenstein, Lowenstein...” Lowenstein es, por supuesto, Barbra Streisand, eficiente psicoanalista y mujer inolvidable.

Terminemos el capítulo con una pequeña pero maravillosa película española. ‘Secretos del corazón’ (Montxo Armendáriz, 1997) narra el despertar a la adolescencia de Javi, un niño navarro que descubre poco a poco los terribles secretos que rodean a sus mayores. Al final de la película persigue a su tía María (Charo López) y por fin se atreve a cruzar las piedras que jalonan el río a modo de puente. Ese tránsito ejemplifica mejor que ninguno la noción de cambio que todo puente, por modesto que sea, supone en la vida dramática de los personajes de una ficción.

 

(1) “Rarely does a movie character just cross a bridge to get to the other side. Instead, the passage over a bridge often signifies some kind of ‘change’- a transition into a new phase of life, connection with a new person, or confrontation with danger or even death”. Chale Nafus. Bridges on Films. Historic Bridge Foundation, Austin, Texas, 2002