Soy actor No hace mucho, en tiempo y hora, tuve la espeluznante revelación que antes o después se le presenta a la mayoría de la gente que se dedica a mi oficio: el plazo ha expirado. En un momento así, un actor correoso fingiría no enterarse y volvería la cara hacia el lado más fresquito de la almohada para hundirse en el sueño gratificante de un salto excéntrico y repentino al estrellato. Uno puede hacer un inventario mental de todos los personajes del cine y el teatro que vivieron relativamente ajenos a la fama hasta, digamos, los cincuenta, o que incluso conquistaron un éxito arrollador a los sesenta y cinco. Si el sueño de la lotería no le resulta estimulante, nuestro hombre puede entregarse a otro más vulgar (y aún así útil): el retiro a una pensión en Carmel-by-the-Sea, adquirida gracias a un flujo interminable de derechos, producto de anuncios televisivos y colaboraciones radiofónicas, donde acabar sus días en una legendaria bonhomía local aderezada con el recuerdo de los papeles de antaño. Pero si el actor es de carácter más débil y hasta más neurótico, puede que prefiera adoptar una postura digna y calarse su gorra náutica para emprender ese derrotero repugnantemente denominado «reinventarse».

Vaya, que decide convertirse en guionista.

Ya está dicho.

Entre estas metamorfosis, abundan las historias de éxitos improbables, tanto para elevar como para hundir los espíritus de nuestros aventureros, según el ánimo de cada cual. Así fue como pasé casi dos años depositando la energía caótica del devoto en la solemne búsqueda de una historia apropiada para mi talento aún sin estrenar; una especie de fórmula en la que embutir al mismo tiempo el máximo de efecto artístico y comercial. En mi humilde opinión, el hecho de que estuviera convencido de que debía ser un taquillazo no excluía en absoluto el parto de una auténtica obra de arte; tenía la intención de nadar y guardar la ropa. Por el bien de esta chamanística pesquisa de historias, navegué y me bajé de todo en la Red, rebusqué en oscuros periódicos regionales y en malas películas de los años treinta; sin el menor pudor, anduve pescando tesoros argumentales entre los pecios de las anécdotas que sonsacaba a los amigos y las amantes; y hasta llegué a examinar mi propia vida, mis amores y mis emociones de adolescente. Me convertí en un comensal solitario, en un pescador de diálogos, pues no existe un modo mejor de escuchar furtivamente a las parejas insustanciales que se apalancan en las disputadas mesas de bancos corridos de los asadores. Tras una observación meticulosa, casi científica, aterrizaba en un escenario u otro y lo amueblaba con la grandiosidad que requiere la propulsión de un lanzamiento digno. Tenía un aguante envidiable, pues, aunque no le echara corazón (en realidad no se lo eché nunca), siempre que me entregaba a un tema o a un protagonista, actuaba no ya como si hubiera encontrado una botella con un mensaje capaz de hacer de este mundo un lugar mucho más inteligente, un planeta maravilloso, sino como si yo, elegido por el mismísimo Dios, fuera la única persona en condiciones de desentrañarlo. Entusiasmado, me aventuré por una serie de falsos arranques y aún más falsos frenazos antes de encogerme de hombros y volver a contaminar el mar con la botella, abandonada, sin su corcho, con sus húmedos jeroglíficos y sus garabatos borrosos a la deriva; la misma botella que unos días antes parecía prometer tanto para luego dar tan poco.

Después de lamerme las heridas, me puse a considerar con optimismo que cada desliz formaba parte de una elaborada novatada del destino, un rito de paso que me acercaba inexorablemente a la meta y que algún día formaría parte de la legendaria intrahistoria de una conquista llena de tesón y de grandeza. Como un novicio budista derribado de su caballo de la meditación, volvía a montarlo con fría alacridad. Para lograr la pretendida metamorfosis del fracasado en ganador de un Óscar (cosa que siempre aplazaba pragmáticamente a un futuro de dos años, por ser ésta una cifra que comprendía la finalización del guión, su descubrimiento por un dinámico agente o productor, su producción en los despachos, bien de uno de los grandes estudios, bien de un consorcio independiente, y el consiguiente estreno en un local de arte y ensayo o en cuatro mil cines a la vez), evité el círculo social de Silverlake y llegué a declinar algunas funciones de la industria —vale, muy pocas—, que habrían podido consolidar mi perfil de actor bisoño de cine y televisión. Reduje al mínimo las drogas recreativas (y los enredos románticos) y utilicé las reuniones de Alcohólicos Anónimos como una correa para atarme corto.

Me enclaustré por el bien de mi arte incipiente. Fui paciente y disciplinado y me sentí orgulloso aguardando entre bastidores, aplicadamente, el momento del despegue.

Ahora bien, aunque es cierto que estos empeños necesitan una perseverancia distinta de la del actor, la feliz alquimia del guión puede mostrarse esquiva, sobre todo cuando se trabaja sin un guía o mentor, no obstante la miscelánea de programas de software o de esos enojosos manuales que suelen titularse «Cómo se escribe una película». Por desgracia, pronto se hizo patente que yo no tenía madera de autor de comedias en tres actos y que cualquier cosa que se me ocurriera no pecaría por el lado del talento, sino por el lado de la sangre, el sudor y el miedo (incluso el miedo al plagio descarado). Por casualidad, mis compañeros de las clases de interpretación estaban entregados a intentos no menos inútiles ni secretos que los míos. Si miro hacia atrás, me doy cuenta de que éramos una especie de aprendices de brujas y brujos, que rastreaban el campo en busca de setas venenosas y lenguas de Charlie Kauf-man, incapaces de distinguir ni por el forro las tóxicas de las comestibles, y no digamos algún indicio que nos descubriera los ingredientes del mágico guiso de Sundance; en suma, éramos críos montados en ramitas que confundíamos con escobas. Tristemente, el místico esplendor de la juventud había desaparecido hacía mucho de nuestras mejillas ajadas por el sol, con su barba de dos días a la moda; una a una fueron deca-yendo las incursiones en el País de las Historias, dejando a sus espaldas no más que un montón de folios in-tercambiables de cuatro agujeros y un cierto amargor de boca.

Pero debo reconocer que con cada fracaso experimentaba un escalofrío mezcla de indiferencia y alegría, como si acabara de despedirme de un trabajo en un deprimente centro comercial del quinto pino dando gracias de que no me hubiera reconocido en la caja un pariente inesperado o un compañero de ilusiones.

Felizmente aquella época terminó, pero mis ambiciones no se aplacaron, y una mañana desperté como de un sueño muy profundo, convencido de que la madre de todas las historias se acababa de materializar, sin que yo hiciera nada, delante de mis narices. Claro, me lancé de cabeza a «gestionarla» (como dirían mis amigos británicos y los aprendices de brujo aficionados a separar las palabras con guiones), con lo que es sólo un eufemismo para nombrar el proceso de planificación-montaje-microgestión de una solemne cagada. La falsa alarma duró varias semanas, hasta que un cierto jueves por la tarde, sentado en la pastelería Sugar Plum de Beverly Boulevard, a la espera de mi café con leche de soja, me ocurrió algo decisivo, una revelación aún más feliz y esta vez tan imperiosa que no admitía aplazamientos. De golpe, me sentí impelido, como por un mandato judicial, a desechar el proyecto que traía entre manos (una novelita detestable cuya adaptación me habían encargado, sobre la que volveré más adelante) y a correr a casa para transcribir mi relato.

¡Qué disgusto! Las palabras no afluían en forma de guión, sino en un género no especializado como la prosa (unos años antes llevé durante algún tiempo un diario, pero al final abandoné mis entradas porque me parecían demasiado melindrosas). Siempre he sido un poco rígido, pero espero que el lector tenga paciencia conmigo mientras voy entrando en calor. En este caso, me dije desde el principio que, como un cantante que cambia de tono, una vez hecha la redacción cabría la posibilidad de cambiar la melodía hasta darle la forma ideal. Sabía que lo importante era captar todo el material posible de mi saga ahora mismo, a galope tendido. Había que embotellar primero el rayo iluminador y luego el «mensaje».

El resultado es este libro flaco.

Como ya he dicho, estaba en la pastelería esperando el café con leche cuando apareció un padre joven con un niño pequeño en los brazos. Ahora todo el mundo se conmueve en presencia de un hombre joven con un chiquitín sin madre a la vista, como si la imagen aportara un equilibrio cordial y benéfico para el mundo, que borra de un plumazo la idea de que los hombres no saben cuidar de nadie. Debo añadir que me estoy acercando a los cuarenta, razón por la cual últimamente me brillan los ojos cuando presencio esas escenas y me complace pensar que mientras que para una mujer de esa edad el reloj del tiempo se aproxima a sus horas finales, mi mecanismo sigue estando ahí, listo para pulirlo o darle cuerda. Siempre he atraído como un imán la mirada de los bebés. No sé si es narcisismo o algo relacionado con mi aura, pero el caso es que recuerdo haber ejercido en ellos un encandilamiento casi embarazoso, para diversión de los perplejos padres y cuidadores. Como si le hubieran dado el pie, el chaval se volvió hacia mí, retorciéndose en su babero. Jactancioso, me preparé para la habitual hipnosis; en cambio, la mirada del crío contradijo mis experiencias anteriores y se congeló en un punto por encima de la mía. Emitió una risita alegre, aunque no la risa teatral y demasiado «mona» que la humanidad domina ya a las pocas semanas de abandonar el vientre materno, sino una música seductora, gozosa y descarada, que era un auténtico prodigio. El padre y yo buscamos, sin éxito, qué podía cautivarlo así, pero el niño había dejado el mundo atrás para fijarse en algo trascendental y hermoso, que incluso ahora no me parece exagerado decir que abarcaba el universo entero.

La risa pasó a gorjeo, sin una sola nota en falso.

 ¿Qué miras? —preguntó el padre, con solícita ternura—. ¿Qué es lo que miras? El pequeño vidente sonrió sin dejar de observar el azul inefable del fondo. Yo mismo sonreí unos instantes... y vi.

En ese momento recogí mis cosas con lágrimas en los ojos y salí corriendo por la puerta con una misión.

Pero aún no me he presentado como es debido.

Me llamo Bertram Valentine Krohn (Valentine por el héroe de Forastero en tierra extraña y por el segundo nombre de Henry Miller; un bautismo con el que mi padre enseñó el plumero). Tengo treinta y ocho años, pero casi todo el mundo me llama Bertie. El padre responsable del Valentine es Perry Needham Krohn, creador y productor vitalicio de la teleserie más antigua a escala nacional: Starwatch: Los navegantes. Tiene que haber oído hablar de él —después de tantos años, continúa siendo un clásico de Variety, de Times, de Beverly Hills Courier y de 213—, no tanto por sus conocidas actividades profesionales como por una organización cualquiera a la que haya que rendir tributo (aunque, como yo digo, el que rinde es él), lo cual, según parece, se produce más o menos cada dos meses. El caso es que a mi padre le encanta prestar su nombre a las buenas causas; digamos que encauzar el dinero, nuevo o viejo, hacia las enfermedades, viejas o nuevas, y saborear el runrún de las subastas silenciosas y de los saraos de etiqueta son cosas que lo mantienen joven. Mi madre las detesta, pero creo que es la vanidad lo que le impide asistir a las galas. Volveré sobre ella más adelante.

Me crié, como el lector habrá advertido, en un mundo lleno de privilegios. En efecto, aunque suene triste, siempre he considerado «Los primeros años de Bertie Krohn» entre los más felices de mi vida. Y si bien el presente documento tiende más al reportaje que a las memorias, este pensamiento me viene al pelo para volver a contar unas cuantas anécdotas de mi época joven. Como ya dije, me ayudará a calentar los músculos (empiezo a sentir el calambre del escritor); además, opino —como al menos dos críticos, un biógrafo y un escritor de relatos del New Yorker, todos ellos amigos de mi padre indirectamente interrogados por un servidor— que cuanto más cercano está uno al narrador, mejor se acepta la narración.

Como la mayor parte de los seres humanos, no me libré ni de las pequeñas alegrías ni de los grandes desengaños ni de los contactos con la inexorabilidad de la muerte, que corresponden al rito de paso de toda juventud; así que empezaré con la Muerte para luego retroceder al Éxtasis. ¿Recuerdan ustedes aquella serie tan entretenida que se titulaba Cuentos de la cripta? Antes había sido un cómic (mi padre tiene toda una colección encuadernada en piel). Bueno, pues permítanme hojear algunas viñetas que yo mismo pinté, de esas que Clea llamaba las «no tan entretenidas». Les aseguro que, aunque algo lúgubres, son oportunas para mi relato.

Soy hijo único. En la familia inmediata no falleció nadie durante mis años impresionables (por oposición a los «años depresionables», de nuevo Clea). Bueno, hubo un primo artista que murió de un linfoma no Hodgkin, que vivía en no sé qué sitio del medio oeste y que quedó enterrado en la misma región de mi cabeza. En Benedict Canyon, a varios kilómetros de mi casa, murió la canguro de un amigo atropellada por un coche, pero debido a que nunca la había visto antes del accidente, para mí aquel espectro fue más una abstracción macabra que una novela ejemplar. Al poco de comenzar el instituto, una estudiante del penúltimo año, que era una rata de biblioteca, quedó atrapada en el segundo piso de una casa incendiada de South Roxbury Drive y se carbonizó los dedos de una mano. Cuando regresó, al segundo semestre del curso siguiente, el estudiantado la trató como si en el ínterin hubiera entrado a formar parte de una casta india: una mezcla de brahmán e intocable, una especie de Santa Teresa de Calcuta de horror-show. Hubo un tal Aarón, cuyos padres eran dueños de la farmacia del pueblo, que sólo duró hasta sexto, porque un verano lo mató una hemorragia cerebral cerca de Indian Wells.

Pero, con gran diferencia, el mayor grado de mortalidad en la escala de Richter fue la muerte de Leif Farragon, el chico más guapo y más divertido que he conocido en mi vida. Era alto, siempre iba despeinado y no tenía padre, sino un hoyuelo en la barbilla y una madre deliciosa que enseñaba segundo grado en el Horace Mann. Aún percibo el olor de su piel a través de los jerséis de veludillo y cuello cisne por entonces de moda, y recuerdo su fuerza vital, tan sociable, tan encantadora, tan de goy, irresistible e idiosincrásica en él. De todos los chicos que yo conocía era el único que no tenía dinero. En vez de ir a El Rodeo o a Hawthorne, frecuentaba el colegio en el que trabajaba su madre, el más lejano y el más pobre y marginado de los cuatro públicos de Beverly Hills; sin embargo, gracias a su sarcasmo desvergonzado, a su gracia atlética y a su espíritu generoso, el carismático Leif había dado literalmente el salto (por encima de Wilshire Boulevard) hasta el escalón más alto de las clases sociales del distrito.

Recuerdo haber coincidido con él en una fiesta de North Rodeo Drive. Mi chica de entonces —todos rondábamos los trece— era la ya mencionada Clea Fremantle, hija de la legendaria actriz de cine Roosevelt Chandler, nacida Delia LeMay Chaiken. No creo que las costumbres hayan cambiado mucho, pero en aquella época los niños ricos daban auténticas fiestas a una edad bastante precoz, gracias no sólo al escenario que tenían a mano en las mansiones rodeadas de terreno umbrío y de infinitas zonas de encuentro, sino también a la absurda y sin embargo bienintencionada agenda de unos padres ausentes, que ponían todo su celo en ingeniárselas para vigilar a sus vástagos a través de la mirada indulgente y distraída de la servidumbre de toda la vida. Nosotros, los jóvenes miembros de la realeza, nos dedicábamos como locos a meter mano y a lamer tetas a medio desarrollar. Aún recuerdo los olores de Clea, menos familiares que los de Leif, y que a veces me inmovilizaban de un modo misterioso; como un cazador timorato, una y otra vez me quedaba petrificado mientras manos, corazón y glándulas cumplían con su cometido y el dedo temblaba en los gatillos peludos. Requisábamos varias habitaciones de invitados con destino al besuqueo de olores selváticos, no apto para menores, que se desarrollaba bajo la mirada bondadosa de mamá, en forma de cartel de cine. Mientras nos asfixiábamos con las lenguas que se retorcían a cámara lenta como las babosas gordas del bosque, a veces se me iba la vista para incluir en la epopeya a la voluptuosa Roos Chandler; ella, la de la inevitable transformación de chica provinciana en icono americano inmortal; ella, la que se designó a sí misma con un nom de ciné del cine negro; ella, la de algún que otro alocado baño nocturno en cueros durante las veladas en que la tímida hija invitaba a quedarse a los pichones; ella, la de los tres maridos antes de cumplir los treinta; ella, la de los tres Óscars consecutivos: Mejor Actriz Secundaria y Mejor Actriz Protagonista por dos veces.

Esto fue lo que ocurrió cuando el larguirucho de Leif, ocho meses mayor que Clea y que yo, y bastante colocado, aterrizó en el nido de amor prestado una noche cálida y barrida por el viento Santa Ana. Venía con una botella de whisky escocés y con aquella risa suya, aguda y contagiosa, que, salida de otra garganta, habría parecido ridícula. Sobresaltados por la intrusión de la brillante luz del vestíbulo, Clea y yo, sensualmente desaliñados, nos soltamos llenos de vergüenza. Leif cerró la puerta a sus espaldas y nos pasó la botella ambarina. Yo me eché el primer trago —que me llevó todo el machismo que fui capaz de reunir sin vomitar—, antes de pasársela a Clea, cuyo rostro tenía un rubor nuevo por culpa de nuestra abortada sesión de magreo (por aquel entonces me intrigaba su carácter introvertido, aunque el síndrome de Lazos familiares parecía evidente, pues en vista de que no podría superar el desenfreno de su madre, tomó por instinto el camino contrario. Quizá me atraía por eso mismo, porque si hubiera estado tan loca como Roos, el asunto se me habría ido de las manos). Antes de que me diera cuenta, Leif la estaba besando, cosa hasta cierto punto lógica, aun cuando a mí no me lo pareciera... fue una especie de ensayo informal de futuros desengaños y pesares. Sin embargo, y puesto que en cierto modo quería tanto a Leif como a Clea, me vi obligado a conformarme. Yo sabía que ella tenía que quererlo también a él; a lo mejor más que a mí, por aquella desvergüenza absoluta de la que yo era incapaz. Admito que por aquel entonces se me escapaban las sutilezas y que mis intereses inmediatos eran mucho más prima-rios. Esperé y rogué que no acabaran la noche «enrollados»; aquellos cambios de la marea no eran tan raros, y en tales casos, cuando al día siguiente el cornudo llegaba al colegio con la cabeza gacha, el sagaz estudiantado se encontraba ya al tanto del oprobio. No quedaba otro remedio que cargar con el sambenito.

A esa edad, los amigos van y vienen a velocidad de vértigo. Después del beso, por motivos tan sencillos como complicados, Leif y yo procuramos no echarnos la vista encima durante varios meses. Al final, volvimos a ser amigos, aunque nunca como antes. Podría decirse que nos separó tanto la traición como la vergüenza (parecía que los del beso habíamos sido nosotros dos). No obstante, yo creo que la desavenencia fue como esos dolores que causa el desarrollo físico, que en este caso era el ritmo al que se producen, mejor dicho, se produjeron, los acontecimientos. De cualquier modo, Leif tenía muchas tribus, toda una camarilla al otro lado de Wilshire que yo jamás había visto, aunque estaba seguro de que eran tan posesivos con él como los ricos. Bien pensado, tal vez fue mejor que el destino conspirara para separarnos antes de que él muriera al año siguiente en un accidente en la Pacific Cost Highway (la pérdida de un amigo en aquella carretera era uno de los ritos de paso del Westside). No recuerdo quién me lo dijo, ni dónde estaba cuando me enteré, y nunca supe cómo ocurrió. No quise saberlo; pudo ir en una furgoneta Volkswagen o en el asiento trasero de una chopper o quizá estaba haciendo autoestop o cruzando la carretera con una tabla de surf, camino de la playa.

A esa edad, los detalles fatales no importan.

Al poco de su muerte, hubo otra pérdida que, si no me impresionó tanto, me persiguió de igual forma hasta la edad adulta.

El fallecimiento de Roos Chandler se proclamó en los medios como «una reacción adversa a ciertos fármacos prescritos». Fiel a Clea y a mi propia ingenuidad, lo creí de todo corazón. Pronto, los cuchicheos del colegio pasaron a ser comentarios crueles, que exponían la versión oficial como una de esas mentiras destinadas a ser eternamente garrapateadas, desfiguradas, etiquetadas y vueltas a etiquetar, borradas, enarenadas, encaladas y luego pintadas encima con mil tintes de conspiración y de martirio, antes de que el ciclo de graffiti difamantes repita las variaciones de su mordaz cántico fúnebre. Al ser de propiedad pública, hacía tiempo que la vida exorbitantemente agitada de la madre de Clea se hallaba en los archivos, lista para el entierro del mito popular; las necrológicas prefabricadas fueron pulidas, afiladas y puestas al día con anticipación clínica; una vez que la ofrenda de los huesos descarnados de aquel cuerpo destruido y voluptuoso fue elevada por el inconsciente colectivo, y su óbito alumbrado por la llama eterna de las antorchas polinesias de la prensa rosa, los restos mortales hicieron su mutis más mundano sobre las anchas y depredadoras espaldas de agentes, malos amigos, chismosos profesionales y gestores de derechos de autor metidos a costaleros.

Así fue como la muerte de Roos Chandler acabó por perseguirme.