y aún es la carga erótica esencial en una película. Una persona llega lista para ser fotografiada: él ella es bello/a; cada mejora en el maquillaje, el peinado y el vestuario se añade a su gloria natural. Las luces están tan preparadas que él/ella no sólo es perfectamente visible, también hay una especie de ánimo o atmósfera -una deseabilidad- que rebosa por su piel, como el agua fría en el desierto. Algo más empieza a ocurrir con la primera persona a la que se da este tratamiento, y sigue aumentando durante más de cien años hasta que es como un estado cultural: la esencia de la persona sale a la superficie, esa cosa llamada apariencia. Ponlo todo ahí, donde está la luz.

 Pero entonces, cuando todo parece estar preparado, el cámara o el director hacen un pequeño, pero trascendental ajuste. Josef von Sternberg describió en su autobiografía cómo lo había hecho con Marlene Dietrich. La había descubierto, por supuesto, en Alemania.

 No es que Marlene fuese una desconocida o estuviese por descubrir, pero él la vio, y miró dentro de ella. Hizo muchas cosas reales: la obligó a perder peso, y a adquirir desdén; seguramente se acostó con ella, y eso también pudo ayudar. Pero al final, mientras ella estaba ahí de pie esperando, Sternberg dijo: «Gira los hombros y ponte derecha... Baja la voz una octava y no cecees... Cuenta hasta seis y mira a esa lámpara como si no pudieses seguir viviendo sin ella...» ¿Los romances duran tanto como las bombillas?

 Lo que ocurrió fue que, en vez de mirar a la cámara -lo que parece lo más natural o educado si te están haciendo una foto   grafía- Dietrich se giró unos cuantos grados y miró hacia la oscuridad. Ese es el cambio que convierte una foto en un sueño (si prefieren ustedes el último a la primera), porque establece esta irrealidad: que la mujer no sabe que está siendo fotografiada; no repara en las luces, en la cámara o en el equipo; simplemente está ahí, para nosotros, paciente, rendida, emocionalmente desnuda. No se fija en nuestra presencia. Es como si estuviera sola (lo que, por supuesto, la hace más fácilmente nuestra).

 En realidad, millones de extraños están espiándola, y ella es lo bastante amable (¿o hay algo más?) para dejar que seamos tan desconocidos como la oscuridad. ¿Por qué las películas se ven a oscuras? Porque el extremo hasta el que nos emocionamos, la naturaleza de nuestro voyeurismo y las indecentes profundidades a las que el deseo nos arrastra no deben ser evidentes. No tenemos apariencia, ni identidad, ni estatus. Somos los desconocidos. Todo lo cual puede ser cautivador, pero tarde o temprano, también podríamos darnos cuenta de la afinidad con las multitudes en los escenarios fascistas. Eso es lo que quiero admitir con Nicole Kidman.