“Tras la pista de John Ford”

 

Joseph McBride

 

TB Editores.

 

«Ha dicho usted que alguien me había definido como el gran poeta de la epopeya del Oeste, y yo no sé qué es eso. Yo diría que es una gilipollez

 

John Ford

 

 

Introducción

Mi búsqueda de John Ford

 

 

El hombre buscará su alma y su corazón.

Saldrá a buscar ahí fuera.

Sabe que encontrará la paz de su espíritu,

pero, ¿dónde, oh Señor, dónde?

 

Letra del tema principal

de Centauros del desierto (1956)

 

 

 

Le llamaban “Toro” Feeney, “la apisonadora humana”. Ancho de espaldas y de rasgos duros, John Martin Aloysius Feeney medía 1,83 y pesaba 79 kilos, pero el desconfiado estrabismo de sus ojos azules le confería un aspecto desvalido. Su franqueza le hacía parecer extrañamente distante y soñador. Su melancólica mirada poseía una innegable sensibilidad que contrastaba con sus rudas maneras en el campo de fútbol de Portland (Maine). Durante sus años de instituto, el pelirrojo Jack Feeney fue una de las estrellas de los Portland High Bulldogs, un equipo que compitió en el campeonato estatal de 1913 tras jugar partidos con ajustados resultados finales en fangosos campos. Como defensa y delantero, le apodaron “Toro” por su forma de bajar el casco de cuero y arremeter con la cabeza contra la línea contraria, mientras avanzaba hacia la portería o haciendo un temerario y brutal placaje a los contrincantes, compensando así su mala visión.

Fuera del terreno de juego, Jack Feenney llevaba unas gafas de concha que le daban el aspecto solemne y grave de un sacerdote. Su padre estaba convencido de que acabaría vistiendo los hábitos. Pero ese hijo de inmigrantes irlandeses era un irregular estudiante de futuro incierto. Con la molesta sensación de ser un mick1 en una ciudad portuaria de Nueva Inglaterra dominada por los yanquis, podría haber optado por la resistencia pasiva y alimentar la idea de que no pertenecía a ese lugar. Durante las clases parecía más interesado en dibujar caricaturas de sus compañeros y profesores o heroicas hazañas de indios y vaqueros. La vertiente artística de su personalidad también se manifestó en cuentos que intentó vender sin éxito a diversas revistas y en trabajos de instituto que su admirable director, William Jack, se llevaba a su casa para archivarlos. Más adelante, el muchacho recordaría al señor Jack como «el típico profesor yanqui: bondadoso, conmiserativo y duro cuando hacía falta; tenía mucha fe en mí, me dijo que tenía un gran potencial».

Cuando se ponía a escribir o escuchaba las clases del director Jack sobre historia americana, Jack Feeney despertaba del habitual estado de trance que solía mostrar en el aula. Cuando descubrió que muchos de los soldados que lucharon durante la revolución americana fueron inmigrantes irlandeses sufrió una transformación, porque eso despertó en él una especie de vínculo vital con la historia de América y los heroicos ideales de la nación. Eso galvanizó la imaginación del joven Feeney sobre el pasado de América y le sirvió para compensar su indignación ante las injusticias que sufría como miembro de primera generación de americanos de origen irlandés. Es fácil comprender en parte por qué se convirtió en “Toro” Feeney: por una necesidad de autodefensa, creándose así una imagen de duro en un instituto donde las diferencias étnicas desembocaban a menudo en reyertas.

Años después, cuando cambió su nombre por el de John Ford y se convirtió en el director más célebre de Hollywood, la dualidad de su personalidad fue cada vez más acusada. Mary Astor, que protagonizó su película Huracán sobre la isla (The Hurricane), le describió como alguien «muy irlandés, de carácter sombrío, [con] una sensibilidad que él hacía todo lo posible por ocultar». Como si le avergonzara profundamente su vulnerabilidad, que le hacía investigar a conciencia cuanto le rodeaba, Ford ocultaba sus ojos tras unas gafas oscuras y, más adelante, con un parche que confería a su rostro el imponente aspecto de un pirata.

«A los ojos», respondía Ford cuando alguien le preguntaba cómo debía mirarse una película. Con eso nos estaba proporcionando una pista para poder entenderle: «El secreto está en el rostro de la gente, en la expresión de sus ojos, en su forma de moverse».

¿Qué es lo que podemos ver en los ojos de Ford, a través de ellos?

 

 

Las intensas emociones que hay en clásicos de Ford como El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln), Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath), ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley), Wagon Master, El hombre tranquilo (The Quiet Man), Centauros del desierto (The Searchers) y El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance) puede verlas todo el mundo. Pero esa forma de expresión artística surgía de los secretos, preservados con uñas y dientes, de un hombre cuya rudeza le hacía inasequible para todos aquellos que no pertenecieran a su círculo más íntimo. Ni siquiera los miembros de la «Compañía Estable de John Ford» eran inmunes a su obstinación. Las historias sobre la dureza con que trataba a los actores eran tan legendarias como el desprecio que sentía por los productores. «Era un tipo muy egoísta y podía ser un auténtico tirano, aunque conseguía unas extraordinarias interpretaciones de sus actores –recordó Milburn Stone–. En El joven Lincoln vi cómo le rompía el corazón a un veterano actor que había sido amigo suyo. Sin venir a cuento, Ford le puso verde y le destrozó.» Posiblemente lo que más temía Ford era que le destruyeran a él de una forma parecida. «Si hubiera llegado a mostrar su candorosa mirada, en los estudios le habrían tratado a patadas», explicó su hija Barbara.

Para amigos y colegas, incluso para los miembros de su familia, Ford siempre fue alguien inescrutable. «He intentado entender a Jack desde que nació y nunca lo he conseguido», admitió Francis, su hermano mayor. John Ford podía ser el mejor hombre del mundo, o el peor. Era capaz de la mayor de las generosidades y de la más depravada crueldad, a veces con la misma persona. El escritor Darcy O’Brien, hijo de George O’Brien, un asiduo de Ford, resumió las contradicciones de éste definiéndole como «un viejo genio sentimental, cruel, bastardo e hijo de puta que siempre, durante cincuenta años, supo lo que se hacía sin que nadie le superara nunca en lo que a conocimientos sobre cine americano se refería». No hay que negar los resultados conseguidos por Ford con su dureza y su impostura; pero, ¿cuál fue el precio de sus logros en términos humanos? Para todos aquellos que le conocieron, intentar entender su personalidad y su a menudo perverso comportamiento se ha convertido en una proeza de una complejidad casi talmúdica.

 

«Las atenciones de Jack para con alguien eran siempre inversamente proporcionales al afecto que sentía por él –recordó Philip Dunne, guionista de ¡Qué verde era mi valle!–. Yo sabía que le caía bien, porque a lo largo de los años le conocí en la intimidad y nunca me dirigió ninguna palabra amable, ni siquiera una.»

 

«No era tan duro como parecía –insistió la actriz Olive Carey, un miembro de la “Compañía Estable de John Ford” que le conoció en 1914, poco después de llegar a Hollywood–. Era cálido y afectuoso, pero se empeñaba en hacerse el duro. Era un tipo completamente diferente dentro y fuera del plató. En el estudio imponía una disciplina militar, pero fuera de él era un encanto. Era alguien realmente muy sensible, un gatito disfrazado de león.»

 

«El verdadero John Ford era muy cariñoso, pero le daba miedo serlo –señaló el actor de carácter Frank Baker–. El John Ford que conocemos es una leyenda, una leyenda viviente que creó él mismo para proteger al otro John Ford, el compasivo, el sentimental, el blando.»

Ford hizo cine para refugiarse de la realidad; era una manera de crear un mundo seguro, privilegiado y mítico que funcionaba de acuerdo con sus propias y particulares reglas, un mundo donde nadie podría cuestionarle: el “Jefe”, el “Entrenador”, el “Capitán”, el “Viejo” o “Pappy” son algunos de los nombres con los que le bautizaron los actores y los miembros de los equipos que trabajaron con él. Los indios navajos le apodaron “Natani Nez”, nombre que normalmente se aplicaba a un “soldado alto”, aunque su traducción literal sería «líder alto». La devoción de Ford por su círculo de actores, a los que encomendó personajes muy similares película tras película desde su juventud hasta su vejez, les convierte en nuestros viejos amigos al mismo tiempo que en los suyos, otorgando a su trabajo las evocadoras resonancias de una ceremonia tribal. En palabras del crítico Andrew Sarris, «un plató de Ford se convierte a menudo, en sí mismo, en el proceso de representación de una verdadera comunidad, la más grande y lírica de la pantalla cósmica».

Existía una notable diferencia entre la visión de los ideales comunitarios que Ford evocaba en sus películas –el mundo como él quería que fuese– y el mundo en el que vivía cuando no estaba trabajando. Baker opinaba que Ford «nunca fue feliz, no supo lo que era un día de felicidad. ¿Que si encontró la paz? ¡Era un espíritu solitario! ¿Qué era lo que andaba buscando?». En su trabajo, Ford otorgó el máximo valor a la familia tradicional y lloró su aparentemente inevitable destrucción ante los cambios que estaba experimentando la sociedad. Sin embargo, una de las grandes paradojas de este artista que tanto idealizó a la familia es que «no supo ser un hombre de su casa», según admitió su nieto, Dan Ford, en la biografía “Pappy: The Life of John Ford” (1979). Ausente a menudo, marido infiel en diversas ocasiones, Ford no fue un buen padre para sus dos hijos, Patrick y Barbara, cuyas vidas se vieron perjudicadas por su carácter dominante y absorbente. Como los hombres de sus películas, que dejan sus hogares para «vagar por el mundo», Ford parecía estar en guerra constante con sus responsabilidades familiares. Su verdadera familia era su familia “cinematográfica”, un grupo humano más funcional que él sabía cómo manejar y manipular porque vivía en el reino de sus fantasías.

La bebida provocó un cisma en la ya de por sí resquebrajada personalidad de Ford. «Era dos personas distintas, en función de si había bebido o no», comentó Michael Killanin, uno de sus parientes irlandeses, amén de productor cinematográfico. Aunque en general estaba sobrio cuando rodaba, los a menudos rápidos y vertiginosos giros de sus películas reflejan los inesperados cambios de humor de un alcohólico. En su cine, Ford tendía a idealizar la bebida, perpetuando su legado como hijo de un inmigrante irlandés propietario de una taberna, aunque el alcoholismo arruinó no sólo su vida, sino también la de su mujer y sus hijos. «Su vida familiar parecía sacada de una obra de Eugene O’Neill», me comentó el novelista Robert Nathan, marido de una actriz asidua de Ford, Anna Lee, poco después de la muerte del cineasta.

Pero dicen que Ford era capaz de dejar de beber cuando estaba rodando, porque eran los únicos momentos en que se sentía verdaderamente feliz. «Soy director de cine –manifestó en una ocasión–, y, si de mí dependiera, me pondría todas las mañanas a las nueve en punto detrás de una cámara para comenzar a rodar, porque es lo único que realmente me gusta hacer.» Entre película y película se dejaba caer en el abismo de unas continuas juergas autodestructivas, intentando olvidar con la ayuda de una botella y encerrado en su guarida, envuelto en una sábana o acurrucado en un saco de dormir, leyendo, escuchando música o bebiendo hasta ponerse malo. Al final salía del saco de dormir y en ocasiones tenía que ser hospitalizado; entonces, su mujer o quien fuera, quemaban el saco.

¿De qué estaba intentando huir? ¿Se trataba de un problema por mantener sus ilusiones? ¿Del esfuerzo que le suponía seguir adelante? ¿O del sufrimiento que le provocaba el simple hecho de vivir con todas las contradicciones que le suponía ser un artista?

 

 

 

La melancolía de Ford se agudizó en los últimos años de su vida, al declinar su fama en su país natal. Una creciente amargura hacia Hollywood y la propia vida parecían eclipsar incluso al propio orgullo que Ford sentía por sus logros artísticos. A medida que los achaques de la vejez, las enfermedades y la desilusión se cernían sobre él, empezó a cuestionarse a sí mismo los valores expresados en sus primeras obras, cuando la promesa de América parecía tan exultante.

Lo que Andrew Sarris denominó «el misterio del cine de John Ford» no es tan sólo el misterio de cómo todas esas películas tan conmovedoras y complejas eran obra de un hombre con un físico como el de Ford. En un sentido más amplio, es el misterio de ese hombre en sí mismo. Ford estaba revelando cosas acerca de sí mismo cuando dirigió películas con títulos como El hombre tranquilo u Hombre entre hombres (The Secret Man), porque hizo cuanto pudo para desconcertar, llamar a engaño y confundir a todos aquellos que se atrevieron a investigar el origen de su creatividad. Los que intentaron hurgar en los secretos de su arte sólo consiguieron monosílabos o respuestas cortantes como «no lo sé», o crípticos comentarios que olían a una calculada indiferencia o a un ponerse burlonamente a la defensiva ante el infortunado interlocutor. Por supuesto, nunca se refirió a su cine como «arte», sino que lo describía simplemente como «un trabajo».

Ford sentía la necesidad de ahuyentar a todo aquel que intentara arrebatarle esa independencia artística que tanto le había costado conseguir, un logro no precisamente baladí dentro de la maquinaria de Hollywood, a pesar de que no se trataba de una independencia total sino más bien esporádica. Su creación más portentosa fue el elaborado disfraz tras el que ocultó su personalidad.

«Tal como estaban las cosas, decidirse por el mundo del Oeste y rodearse de esa especie de mecanismo de defensa irlandés (nunca lograbas arrancarle una palabra amable, porque él era un “maldito irlandés”), fue la decisión más acertada que pudo tomar en Hollywood –apuntó el guionista Alexander Jacobs–. Eso le permitió trabajar en paz y armonía con el mundo que había escogido» (en 1962, Ford se quitó brevemente la máscara cuando le confesó a la columnista Hedda Hopper: «¿Sabes?, no quiero que se sepa, pero... lo de ser un inculto es pura pose»).

Fue algo más que el instinto de supervivencia hacia su carrera lo que obligó a levantar a Ford esas barreras en su círculo más íntimo. En primera instancia, quizás fue debido a su herencia irlandesa, acostumbrada a una tradición de secretismo y clandestinidad frente a la invasión extranjera. La astucia de actuar de una forma distinta a cómo se es en realidad resulta algo connatural en los pueblos oprimidos, o al menos es lo que Ford parecía dar a entender cuando, en 1964, declaró: «Los irlandeses y la gente de color son los actores con más naturalidad del mundo». El propio Ford, cuando era joven, actuó en al menos dieciséis películas y seriales, la mayor parte dirigidos por él mismo o por su hermano Frank, a menudo interpretando a vagabundos o duros aventureros sin rumbo. También encarnó a un miembro del Ku Klux Klan en la epopeya de D. W. Griffith El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915); se interpretó a sí mismo en una película sonora de 1929, Big Time, dirigida por Kenneth Hawks (hermano de Howard), y apareció en The Battle of Midway y algunos de sus otros documentales.

 

«Sin duda alguna, Jack fue uno de los grandes actores de todos los tiempos –dijo Olive Carey, riéndose de buena gana al recordar a su viejo amigo–. Él nació siendo actor. Un actor de cabo a rabo, fantástico. Nunca se relajaba ni dejaba que tú lo hicieras. Supongo que por eso era tan buen director. Siempre estaba interpretando algún personaje, por pura diversión. Cuando estaba en el plató, siempre acababa cantando “Bringing in the Sheaves” al acordeón con Danny Borzage. ¡Oh, Dios, era un actor como la copa de un pino!»

 

A Ford siempre le persiguió una profunda inseguridad sobre su masculinidad y sobre cómo su ternura era percibida por una sociedad que aún tenía tendencia a contemplar el talento artístico como algo “femenino”. A pesar de que solía considerársele como «un director de actores», un sambenito que él siempre rechazó, la obra de Ford está dominada por unas preocupaciones que la sociedad de su tiempo consideraba femeninas: la familia, la tradición, la sincera expresión de las emociones. Todas esas preocupaciones son más bien “irlandesas” que “femeninas”, pero en cualquier caso resultaban algo ajenas a los modelos culturales imperantes en la América moderna.

El novelista Thomas Flanagan opina que algunas de las contradicciones de Ford «provienen de su doble sentido de la identidad, la americana y la irlandesa... Al igual que Eugene O’Neill, creía que el hecho de ser irlandés conllevaba una carga de estados de ánimo, actitudes, lealtades y batallas con el mundo. Al trabajar con las expresiones culturales más populares de América, conocía la mayoría de las culturas, y de la irlandesa, a pesar de su belicosa lealtad hacia ella, se mantenía, en cierto modo, a parte».

Esto sugiere que las posturas políticas de Ford fueron complejas y mal interpretadas. Demasiado a menudo, tanto él y sus ideas como las de sus películas eran equiparadas a las posiciones reaccionarias de sus actores favoritos, como John Wayne o Ward Bond, o a algunas de las creencias que él mismo hizo públicas al regresar de la Segunda Guerra Mundial. Su actitud hacia la gran crisis moral del Hollywood de posguerra, la caza de brujas que persiguió a los comunistas, fue contradictoria. Durante esa época cambió su filiación política demócrata por la republicana, y acabó sus días apoyando a Barry Goldwater, Richard Nixon y la guerra de Vietnam. Pero calificar de una forma simplista a Ford como un jingoísta y un fanático del patriotismo supondría ignorar buena parte de su inquietante y ambivalente visión de la historia de América. Al negarse a entrar en discusiones serias sobre sus sentimientos y los temas de su obra, y rechazando la etiqueta de “artista”, Ford estaba protegiendo su privacidad de todos los que pudieran opinar que su verdad era amenazadora o subversiva.

 

 

Cuando en 1970 llamé a Ford desde Wisconsin para informarle de que estaba escribiendo un estudio crítico sobre su cine con Michael Wilmington, me dijo: «¡Dios santo! ¿Para qué? Ha escogido un personaje de lo más aburrido». Intentó convencerme de lo mismo cuando me concedió una entrevista de una hora en California ese mismo agosto, que se publicó en nuestro libro “John Ford” (1974). «No le he contado “nada”», se jactó Ford ante Henry Fonda.

Pero la vida de Ford es cualquier cosa menos aburrida: se extiende desde los inicios del cine mudo en Hollywood, participó en la rebelión irlandesa contra los británicos en 1921, filmó el desembarco del Día D en la playa de Omaha, sirvió como contraalmirante en la Marina de los Estados Unidos y rodó un documental sobre Vietnam. Ford puso toda suerte de obstáculos a sus biógrafos, difundiendo fascinantes leyendas, escandalosas falsas anécdotas, inverosímiles historias y toda clase de desinformación sobre la improbable y colorista historia de su vida, convirtiéndola en un campo de minas para incautos. Sin embargo, a veces, lo que parece más improbable acaba muy a menudo por resultar cierto.

Cuando en una ocasión le preguntaron por qué no había escrito su autobiografía, Ford respondió: «He tenido una vida tan peculiar [...] He hecho tantas cosas y he estado en tantos sitios, que me temo que una autobiografía sería algo demasiado episódico. Por otra parte, hay algunas cosas de mi vida que me gustaría poder olvidar. Nunca maté ni robé a nadie, pero me vi envuelto en un par de revoluciones y todo eso [...] Durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, estuve en la OSS2 [...] Recuerdo una vez que volvía de un viaje y hablé ante toda esa gente sobre algunos de los extraños lugares que había visitado enviado por la OSS. Entonces se me acercó un tipo muy arrogante y sarcástico y me preguntó: “Dígame, comandante Ford, ¿cuándo estuvo en el Tíbet por última vez?”. Y yo le contesté: “Hace exactamente diez años, señor”. Se quedó pasmado y entonces añadió: “No me lo creo”, y yo repliqué: “Pues que le jodan, porque resulta que es verdad”».

Cuando empecé a trabajar en su biografía, en el año 1971, escribí a Ford para pedirle su colaboración y le mandé copias de algunos de los trabajos que había publicado sobre sus películas. En noviembre me escribió esta carta:

 

«Querido Joe:

Aprecio su interés (y en especial la amabilidad con que se ha dirigido usted a mí), pero, honestamente, creo que soy muy viejo y estoy demasiado cansado para enfrentarme a una biografía [...] incluso con un McBride (mi McBride durante más de 52 años3 [la Sra. Ford, de soltera Mary McBride Smith] está mejor, toquemos madera). De todas formas, déjeme que lo piense.

 

Sinceramente agradecido,

John Ford»

 

Poco convencido de que resultara prudente volverle a insistir e intimidado por sus fanfarronadas, nunca llamé a la puerta que me había dejado abierta y no me agarré a ese «déjeme que lo piense». Quizás tampoco habría importado demasiado si hubiera llegado a convencer a Ford para que hablara conmigo largo y tendido, porque la verdad sobre la vida de una persona no puede capturarse en base a lo que ésta dice, en especial si dicha persona es un maestro de la fabulación como John Ford. Las entrevistas más largas con John Ford fueron las que realizó Peter Bogdanovich en 1966 para su libro clave “John Ford”, publicado en 1967, y las que le hizo el biógrafo de la familia, Dan Ford, entre 1972 y 1973. Estos encuentros con Ford (cuyas grabaciones se conservan en la Biblioteca Lilly de la Universidad de Indiana, en Bloomington) suponen una fascinante fuente de información para posteriores biógrafos, aunque sus respuestas susciten otros tantos interrogantes.

He dedicado gran parte del tiempo de las tres últimas décadas a hablar con gente que conoció y trabajó con Ford. Tras presentar mis respetos a la familia durante el funeral que se celebró en West Hollywood, con el ataúd de Ford cubierto con su bandera de la batalla de Midway hecha jirones, hablé con su hermana Josephine y con su sobrina, Cecil McLean de Prida. Más adelante visité a otros familiares de Ford en Irlanda, Maine y California; hablé con John Wayne sobre él durante el rodaje de su última película, El último pistolero (The Shootist); visité a Henry Fonda en su casa de Bel Air, donde interpretó a Ford dándole un puñetazo durante el rodaje de Escala en Hawai (Mister Roberts): Fonda en el papel de Ford y yo en el de Fonda; escuché la historia de Harry Carey Jr. sobre cuando, estando completamente borracho, Ford le besó, y fui obsequiado por Pat O’Brien con su sorprendentemente perfecta imitación del director. Tuve ocasión de escuchar los recuerdos de actores fundamentales de Ford como Olive Carey, James Stewart, Claire Trevor, Anna Lee, Hank Worden o Woody Strode; hablé con los indios navajos que aparecieron en los westerns de Ford, incluido Billy Yellow, un hechicero de 96 años de edad, y entrevisté al cómico negro y actor de carácter Stepin Fetchit en el sótano del local de striptease en el que actuaba en Madison (Wisconsin).

Hablé con Henry Brandon, el actor que interpretó al jefe Cicatriz en Centauros del desierto; con Pauline Moore, la actriz que encarnó a Ann Rutledge en El joven Lincoln, y con Yakima Canutt, el especialista que dobló a John Wayne en La diligencia (Stagecoach). Supe cómo fue el rodaje de ¡Qué verde era mi valle! por boca de su guionista, Philip Dunne, y visioné Centauros del desierto en compañía de su director de fotografía, Winton C. Hoch. Comenté el trabajo de Ford con otros realizadores que le admiraban, entre ellos Orson Welles, Jean Renoir, Howard Hawks, Frank Capra, Allan Dwan, Samuel Fuller, François Truffaut y Claude Chabrol. Visité el Navy Yard en Washington D.C. para entrevistar al legendario almirante John D. Bulkeley, condecorado por el Congreso con la Medalla de Honor, compañero de Ford durante el desembarco de Normandía y que sirvió de inspiración para el comandante de la Marina que Robert Montgomery interpretó en They Were Expendable. También intercambié correspondencia con el ex presidente Richard Nixon acerca de su amistad con Ford y la admiración que sentía por su cine.

Además de estudiar la ingente correspondencia de Ford, sus guiones y otros escritos en la Biblioteca Lilly, examinar materiales de otros archivos y desenterrar grabaciones desde California hasta Washington, también acudí a la Biblioteca del Congreso, al Archivo Nacional y a la Agencia de Información de los Estados Unidos para visionar las películas documentales que realizó por encargo del Gobierno. También seguí los pasos de Ford y de sus padres irlandeses, visitando lugares de interés para este libro: desde las ruinas de su casa familiar en Irlanda con vistas a la bahía de Galway, hasta su lugar de nacimiento y los sitios donde vivió durante su infancia en la costa de Maine, pasando por sus estudios y sus domicilios en Hollywood, así como las ruinas de la casa que quemó durante el rodaje de Centauros del desierto en Monument Valley («Lo dejaron todo hecho un desastre», me explicó mi guía navajo, de modo que recogí y me llevé algunos trozos de madera y de ladrillos artificiales carbonizados). Visité Tombstone, en Arizona, para realizar un estudio de la actual topografía del célebre duelo en O.K. Corral y ver si entendía mejor cómo transformó Ford la sórdida historia de Wyatt Earp en un western grandioso y casi mitológico como Pasión de los fuertes (My Darling Clementine). Comí un guiso de serpiente de cascabel mientras contemplaba la danza de una tribu de navajos a la luz de una luna de verano en Monument Valley, y casi me caí en las turbulentas aguas del río Corrib, en Galway, cuando, visitando el Arco Español durante una tormentosa noche de invierno, tropecé con un ancla mientras caminaba de espaldas intentando repetir el mismo plano de Ford en The Rising of the Moon.

En el proceso que me llevó a seguir la pista de Ford, hice significativas excavaciones arqueológicas y psicológicas sobre su pasado, pero aprendí más acerca de su íntimo circulo de amistades viendo una y otra vez sus películas a lo largo de los años. Recuerdo perfectamente el día que me enamoré del cine de John Ford, porque lo grabé en la memoria. Fue el día 23 de diciembre de 1967. Y recuerdo exactamente cuándo ocurrió.

Fue durante las vacaciones de invierno de la Universidad de Wisconsin cuando emitieron por televisión Fort Apache (Fort Apache, 1948), el western sobre la caballería de Ford, mientras estaba en mi casa de Milwaukee. Durante los títulos de crédito aparecen unas vistas en blanco y negro maravillosamente fotografiadas de Monument Valley, intercaladas con la vida en Fort Apache, al ritmo de la banda sonora de Richard Hageman. Finalmente aparece su nombre como director, en su tipografía favorita, al estilo de la decimonónica Playbill –primero «dirigida por», y luego «John Ford»–, mientras, en un plano casi mágico, aparece una diligencia bajo su nombre, en medio de una nube de polvo. La cámara sigue la trayectoria de la diminuta diligencia mientras cruza una de las formaciones rocosas más impresionantes del valle, las Gray Whiskers. Mientras seguimos esa panorámica, la cámara sube por encima de la diligencia para que podamos contemplar el viejo “monumento”. Este espectacular plano, la poética forma en que Ford expresa la transcendencia de lo eterno por encima de lo temporal, me hizo ganar su confianza, invitándome a compartir su visión del mundo. Desde ese mismo momento, he sido un fordiano empedernido.

La asombrosamente prolífica carrera de Ford comprende unas 226 películas como director y/o productor entre 1917 y 1970. El total incluye 137 films como director (113 largometrajes y 24 cortos o programas de televisión) y dos que únicamente produjo. Además, mientras estuvo movilizado durante la Segunda Guerra Mundial como jefe del Servicio de Cine y Fotografía de la OSS, Ford supervisó la filmación de al menos 87 documentales de diverso metraje, algunos de los cuales dirigió él mismo. En el total de sus 226 películas no están incluidas nueve para las que dirigió algunas secuencias sin figurar en los créditos, dos títulos de los que fue argumentista y varios films y espacios televisivos en los que apareció. Muchas de las películas mudas de Ford se han perdido o sólo se conservan en parte, pero durante los últimos años diversos archivos han localizado algunas de ellas.

Tuve oportunidad de volver a ver la mayoría de las películas de Ford durante la completísima retrospectiva que le dedicó el Archivo de Cine y Televisión de la UCLA4 en el año 1994. Mi hijo John, a quien en parte le pusimos ese nombre por Ford, tenía siete años cuando se proyectó el ciclo y me acompañó con interés a ver las cuarenta películas, desde su primer largometraje, Straight Shooting (1917), hasta el último que dirigió, Siete mujeres (7 Women, 1966); John vio incluso una de las raras copias del western de 1918 El barranco del diablo (Hell Bent) con subtítulos en alemán. Por desgracia, poca gente tiene actualmente una oportunidad como esa de acercarse de una forma tan completa a la obra de Ford. Raramente pueden verse proyectadas sus películas en los formatos en que fueron rodadas, en 35 mm o en pantalla panorámica, excepto en televisión, donde mengua la impresionante belleza de sus composiciones y el intimismo de sus dramas humanos.

A medida que van pasando los años y me voy haciendo mayor, siento cada vez más respeto por la negativa de Ford a explicar su obra a los estudiosos. Así me lo dijo: «Todo el mundo hace las mismas preguntas, sin excepción, y estoy cansado de intentar contestarlas, porque ignoro las respuestas». Aunque cuando era un joven y ávido cinéfilo me moría porque el maestro me revelara sus secretos, la intrasigencia de Ford me parece ahora de lo más refrescante, cuando cualquier película se estrena acompañada con fragmentos de entrevistas con su director en los que nos dice cómo tenemos que verla, en lugar de dejar que la descubramos por nosotros mismos. Ford quería que su obra hablara por sí misma. Y es a través de ella y no de sus declaraciones públicas o privadas sobre la misma que nos habla de forma clara y apasionada.

 

 

Entonces, ¿por qué otra biografía de Ford, otro intento de comprender al hombre que había detrás de esas películas?

Ford, como personaje público, tuvo el desafortunado efecto de desorientar a mucha gente sobre lo que pretendía con su cine. Al adoptar esa pose de inculto, se salió con la suya. Muchos se quedaron con esa apariencia externa, juzgándolo condescendientemente como un artista primitivo. Aunque esa personalidad ha seguido ejerciendo su función para protegerle de un estudio concienzudo, también ha ayudado a que no se le tome con la seriedad que exige su obra. La dicotomía entre el personaje y su obra ha favorecido una inútil compartimentación de los ensayos sobre Ford. Los anteriores estudiosos, incluido yo mismo, han tendido a abordar su vida y su obra como dos bloques separados. Sus películas fueron la auténtica válvula de escape de las ideas y sentimientos más íntimos de este enigmático hombre, pero, como habían sido expresados de una forma más visual que verbal, a menudo fueron malinterpretados –o sencillamente no fueron detectados– por críticos que piensan, en primera instancia, en términos literarios. Lo que más se echa en falta en los libros sobre Ford publicados hasta la fecha es la constatación de que su vida y su obra están estrechamente relacionadas. Demostrar que las grandes películas de Ford surgen del celo que sentía por su intimidad es el objetivo de este estudio biográfico.

Tag Gallagher, autor de un caleidoscópico y detallado estudio sobre Ford publicado en 1986, llegó a la conclusión de que el trabajo del biógrafo resultaba imposible: «Porque John Ford se envolvió a sí mismo de misterio, su vida y su personalidad siguen siendo inescrutables [...] Probablemente nunca se escribirá una certera biografía sobre él, ni siquiera un esbozo de su personalidad, porque hay tantas como gente que le conoció».

¿Debe un biógrafo admitir su derrota tan simple y llanamente? ¿No deberíamos tomarnos la intransigencia de Ford como un desafío? Sin lugar a dudas, la ausencia de una certera biografía de Ford ha tenido serias consecuencias para el prestigio crítico y público del realizador. Es en parte por este motivo que sus películas son a menudo olvidadas o incomprendidas en su propio país de origen. Con frecuencia se rechaza su sencillez, su complejidad no es suficientemente comprendida, porque el hombre que hay detrás de ellas aparece desdibujado. Esta falta de comprensión ha marginado la importancia de Ford en la historia de la cultura americana, y los perjudicados somos nosotros, no él.

Sarris describió a Ford como «el laureado poeta de la imagen de América». Ford es lo más parecido a Shakespeare que tenemos. Fue el cronista de nuestra historia en la pantalla, con una visión épica de la misma que abarca casi dos siglos, desde la revolución hasta la guerra de Vietnam. Aunque la visión que Ford tiene de América es intensamente patriótica, no se arredra al enfrentarse a los trágicos fracasos de la nación, a las épocas en que no estuvimos a la altura de nuestros ideales. Sean cuales sean los hechos que retrata, la lealtad natural de Ford siempre está con el espíritu del americano de a pie, como decía Walt Whitman en 1855 en el prólogo de “Hojas de hierba”:

 

«Su forma de ser y su cálido acento, la frescura y franqueza de su fisonomía, la pintoresca soltura de su porte [...] sus inmortales lazos con la libertad, su aversión hacia lo indecoroso, lo blando o lo mezquino, el práctico reconocimiento de los ciudadanos de un estado por los de los demás estados, la ferocidad de su exaltado resentimiento, la curiosidad y la aceptación de lo nuevo, su amor propio y su maravillosa compasión, su susceptibilidad ante un desprecio, su aspecto de personas que nunca supieron lo que se sentía en presencia de sus superiores, la fluidez de su discurso, su placer por la música, el claro síntoma de la ternura masculina y la innata elegancia del espíritu [...] su buen carácter y su generosidad, la gran importancia de sus decisiones, el presidente que se quita el sombrero ante ellos y no ellos ante él, todo eso también es poesía que no rima. Y espera el trato grandioso y generoso que merece».

Ese «trato grandioso y generoso» es la obra de John Ford. A pesar de que sus películas no se circunscriben a los escenarios americanos, son las que transcurren en su país natal más que las que hizo sobre la tierra de sus antepasados, Irlanda, las que le definen como artista. Las imágenes de América alumbradas por Ford han ayudado a definir la visión que tenemos de nosotros mismos. Los directores más influyentes de la actualidad –Steven Spielberg, George Lucas, Martin Scorsese, Oliver Stone– veneran y emulan a Ford. Pero, por desgracia, no parece ocurrir lo mismo con el público que acude a ver sus películas. Otros directores del pasado –Orson Welles, Alfred Hitchcock, Frank Capra– parecen conectar de una forma más directa y rápida con el público más joven. Las películas de Ford suelen emitirse a menudo por televisión, donde tienen una fiel y numerosa audiencia entre los espectadores de más edad. Sin embargo, no se proyectan a menudo en cines o escuelas. Hace un par de años me quedé atónito cuando, al preguntarle a una profesora de cine de una importante universidad de California qué opinaba sobre Ford, decubrí que no había visto ninguna de sus películas. No era un caso aislado. Me he encontrado a menudo con miradas vacías cuando he mencionado el nombre de Ford a gente no vinculada a la industria del cine, y un supervisor de guiones de una productora cinematográfica de Hollywood me preguntó: «¿Qué tipo de películas hacía?».

Es evidente que aquí hay algo que falla. Un director de la altura artística de Ford, un cineasta cuyos frescos sobre la vida americana son tan ricos y ambiciosos, tendría que ser una figura central de nuestra cultura, el pan de cada día. ¿El problema radica exclusivamente en nosotros? ¿O también podría ser inherente a su obra? ¿Ha sido marginado Ford por haberse concentrado en la historia de los pioneros, que cada vez parece ser menos significativa para una nación que acaba de estrenar un nuevo milenio? Y, si fuera así, ¿dónde nos deja eso a nosotros?

Las películas de Ford, entre otras muchas cosas, son una demostración de su obsesión por el revelador choque entre leyenda y realidad. La frase más famosa de todas las películas de Ford pertenece al editor del periódico de El hombre que mató a Liberty Valance: «Cuando la leyenda se convierte en realidad, hay que imprimirla». Pero el espectador debería ser prudente y no considerar esta opinión como la del propio Ford, porque, como apunta Peter Bogdanovich, en esa película, como en tantas otras, «Ford imprime la leyenda». Sin embargo, Ford sería el último en negar el duradero potencial de una leyenda. Es en el oscuro e impreciso límite entre la leyenda y la realidad donde hay que buscar el sentido de su vida.

«La verdad de mi vida no le importa a nadie, sólo a mí», manifestó un desafiante Ford. ¿Qué es lo que intentaba ocultar a toda costa? ¿Qué escondía tras esas gafas oscuras? ¿Quién era ese enigmático hombre que fue y sigue siendo un poeta nacional tan grande como Walt Whitman? Mientras cabalgo para «buscar su alma y su corazón,/saliendo a buscar ahí fuera», espero hallar las respuestas a todas estas preguntas.

 

 

(Y aquí te ofrecemos un fragmento dedicado a Wayne, el actor fetiche de Ford. Nota de la Redacción.)

 

 

… Ford también prescindió de su más reciente protegido, John Wayne, aunque por un más corto período de tiempo.

            Perversamente, Ford le dio la espalda al “Duque” poco después de que éste se ganara el respeto del director tras haber realizado voluntariamente como especialista algunas escenas muy peligrosas de Tragedia submarina. En noviembre de 1929 estaban rodando en Catalina Island cuando algunos buzos profesionales se negaron a meterse en el mar, porque estaba muy picado, para doblar a los marineros del submarino averiado. El “Duque”, que trabajaba como encargado de atrezo, se ofreció sin dudarlo como voluntario para sustituir a los buzos, actuando con un arrojo y una valentía que Ford siempre recordó como el momento en que el actor empezó a destacar ante sus ojos. «Incluso entonces había algo especial en el “Duque” –diría Ford más adelante–. Es cierto que era inexperto y le faltaba formación, pero tenía algo que saltaba a la vista. Supongo que podríamos llamarlo madera de estrella.»

            Cuando en la primavera de 1930 interpretó su primer papel protagonista, “Duque” Morrison fue rebautizado por Ford como John Wayne. Irónicamente, no fue Ford quien le dio al “Duque” su primera gran oportunidad, sino otro director de la Fox, Raoul Walsh, en el western La gran jornada (The Big Trail ). Ford afirmaba que había recomendado al “Duque” a Walsh, pero este último insistía en que él se había fijado en el actor mientras transportaba mobiliario por el estudio. Peter Bogdanovich, que entrevistó tanto a Ford como a Walsh, dijo que a Walsh «le gustaba su forma de caminar [del “Duque”] –una versión más lenta y estudiada de la forma de andar como un marinero de Ford– y convenció al estudio de que aquel muchacho podía llevar el peso de ese western épico».

            A pesar de que Ford admiraba a Walsh –en 1964 dijo que la película muda de Walsh The Honor System era su favorita después de El nacimiento de una nación–, es evidente que pensaba que éste estaba invadiendo su terreno al elevar a su chico de atrezo a la categoría de estrella. Él y Walsh incluso rivalizaron por atribuirse la idea del nuevo nombre del “Duque”. El ejecutivo de la Fox Winfield Sheehan puso sobre la mesa el tema cuando dijo que Marion Marrison era un nombre inaceptable para una estrella del western. Según Dan Ford, John Ford sugirió que el “Duque” fuera rebautizado con el nombre de un personaje de la historia americana que él admiraba, y mencionó al general de la guerra de la revolución Mad Anthony Wayne. Supuestamente, Ford rechazó “TonyWayne por considerarlo «demasiado italiano», y en su lugar propuso su mismo nombre de pila. Por otra parte, Walsh le comentó a Maurice Zolotow, biógrafo de Wayne, que fue “él” quien mencionó a Mad Anthony Wayne y que fue Sheehan quien rechazó “Tony” por considerarlo «demasiado italiano». Según la versión de Walsh, el “Duque” ni siquiera fue consultado mientras se decidía su nuevo nombre. Lo único cierto en todo esto es que, para Ford y Walsh, dos especialistas en el arte de inventar chorradas, rebautizar al “Duque” fue un perfecto ejemplo de que «cuando la leyenda se convierte en realidad, hay que imprimirla».

            Lo que debería haber sido el billete para que Wayne se convirtiera en una estrella resultó ser un fiasco que hizo retroceder su carrera una década. Rodada como un intento de capturar la espectacularidad de El caballo de hierro y La caravana de Oregón en versión sonora, La gran jornada se filmó en 70 mm, en un sistema de pantalla panorámica llamado “Grandeur Pictures”. Es una película de una notable belleza, y Wayne se reveló como un protagonista con fuerza y atractivo, aunque quizás demasiado rudo. Por desgracia, La gran jornada fue rechazada sin contemplaciones por el público y la crítica cuando se estrenó en octubre de 1930. Fueron pocos los cines que pudieron proyectar la película en su formato panorámico, que resultaba bastante menos espectacular en 35 mm. Este western épico de dos millones de dólares fue un rotundo fracaso, relegando a Wayne al cine de serie B y a westerns pasados de moda durante la mayor parte de la década de los treinta.

            Después de que el “Duque” volviera tras cuatro meses del rodaje de exteriores de La gran jornada, Ford le excluyó misteriosamente de su vida. Le desairó cuando el actor, de vuelta en el estudio, le saludó diciéndole: «Hola, entrenador». Después de otros tres intentos frustrados, Wayne desistió. Él y Ford no volvieron a dirigirse la palabra hasta más de tres años después. El destierro del “Duque” terminó tan abruptamente como había empezado. En verano de 1934, Wayne visitó Catalina Island al mismo tiempo que Ford. Éste envió a su hija Barbara, que contaba diez años, para que le entregara un mensaje al “Duque”: «Papá quiere verle». Es posible que el “Duque” volviera a formar parte del círculo de amigos de Ford, pero eso no significa que éste le ofreciera un papel en sus películas o que cesara en sus habituales bromas e insultos. Por aquel entonces, Wayne había abandonado la Fox y estaba atrapado en una larga y desmoralizante serie de westerns de bajo presupuesto que le mantendrían en el escalafón más bajo de la industria hasta que, finalmente, Ford le eligió como protagonista de La diligencia (1939). La explicación más benévola para el trato que Ford le dispensó a Wayne a lo largo de la mayor parte de esa década es que el director pensaba que a Wayne aún le hacía falta una buena dosis de condimento y madurez antes de volver a protagonizar otra película de serie A. Pero este razonamiento plantea tantas preguntas como respuestas, y Wayne estaba terriblemente dolido y perplejo por la conducta de Ford.

            «No sé por qué a partir de ese maldito día dejó de hablarme durante años», le dijo Wayne a Dan Ford en 1976. Randy Roberts y James S. Olson, biógrafos de Wayne, señalaron: «El carácter de Ford no le permitía hablar, y el de Wayne le impedía preguntar. Temas como el de la sensibilidad y la fragilidad, que pertenecían a la profunda tristeza de la personalidad de Ford, nunca se hablaban. Es posible que Ford, que se consideraba a sí mismo como un mentor e incluso el sustituto de un padre, estaba resentido porque Wayne decidiera rodar La gran jornada con Raoul Walsh. Quizás el viejo estaba castigando al “Duque”. O quizás se trataba simplemente del legendario e impredecible lado mezquino de Ford».