Walter Wanger, una extraña mezcla de aristócrata y magnate de Hollywood cuya carrera como productor incluía éxitos tan importantes como La reina Cristina de Suecia, La diligencia o La Invasión de los ladrones de cuerpos, fue el que tuvo la idéa de hacer la película. Era un hombre respetado, le gustaba llevar un clavel rojo en el ojal y había ido adquiriendo un poder enorme desde qe ahbía entrado en la pandilla de grandes productores de la Metro, donde recibía de tres a diez veces el salario del presidente de los Estados Unidos. Bajo su soberanía, setenta y cinco guionistas de elite afilaban sus plumas, y unos veinte directores, la crème-de-la-crème, daban cuerpo a sus producciones repletas de estrellas.

Fue quien consiguió el dinero de la 20th Century-Fox.Les habló de dos millones de dólares.Se trataría de una pequeña película sobre la reina del Nilo… que acabaría convirtiendose en el mayor desastre económico del cine.

Wanger logró imponer todos sus caprichos gracias a que la Fox había sido abandonada a su suerte tras la retirada a Europa en 1956 de su alma mater, Darryl F. Zanuck. En aquel momento lo dirigía todo un antiguo propietario de salas de cine, Spyros Skouras, un griego vitalista con un acento que divertía a los que le escuchaban y una sonrisa tan amplia como su inexperiencia, no había producido un filme en toda su vida.

En 1958 Wanger había comprado los derechos de una novela italiana de Carlo Mario Franzero titulada The Life and Times of Cleopatra. A la Fox le gustó la idea de una película basada en el libro y aceptó el presupuesto para un pequeño filme con Joan Collins en el papel principal, pero una serie de pequeños retrasos impidieron el inicio de la producción. Collins no estaba disponible, y Wanger empezó a hablar de Audrey Hepburn como su sustituta, pero no parecía la más adecuada. Spyros Skouras propuso a la pelirroja Susan Hayward, La lista de actrices tanteadas incluyó a Kim Novak, Joan Collins, Brigitte Bardot, Gina Lollobrigida, Sophia Loren o la mismísima Marilyn Monroe. Lograron un acuerdo al final con Elizabeth Taylor, quien acababa de ser nominada al Oscar por su papel de Maggie en La gata sobre el tejado de zinc.

Wanger llamó a Miss Taylor y le dijo que quería que fuese su Cleopatra. «Por supuesto», replicó ella, «lo haré por un millón de dólares». Esta cifra, aunque según la propia Taylor la soltó en broma, fue tomada en serio por el productor.

Todavía hoy resulta dificil entenderlo porque una estrella como Ma­rilyn, una de las pocas estrellas invariablemente rentables cuyas pe­lículas ya habían recaudado para la Fox más de sesenta millones de dólares, estaba contratada en esa época por 100.000. En comparación, Cyd Charisse (en un papel se­cundario) tenía un contrato por 50.000, Dean Martin y George Cukor estaban recibiendo 300.000 cada uno por una película presupuestada en poco más de 3 millones de dólares.

El contrato de la Taylor , además del salario de un millón de dólares por cuatro meses de rodaje, 50.000 dólares más por cada semana adicional, 3.000 dólares semanales para gastos, transportes gratis para ella y todos sus hijos, una copia de 16 mm. del filme y, incluía una cláusula imprescindible: rodaje fuera de Estados Unidos para evitar problemas fiscales. Este contrato obligó a un gran incremento en el presupuesto del proyecto, que pasó de dos a seis millones de dólares, pero todo el mundo parecía estar encantado con el nuevo acuerdo.

El estudio reunió rápidamente un equipo a la altura de su nueva Cleopatra. Rouben Mamoulian -un viejo amigo de Wanger y Skouras- aceptó dirigir la película, después de que Alfred Hitchcock dijera que no, Peter Finch encarnaría a Julio César y Stephen Boyd, reciente el éxito de Ben-Hur, sería Marco Antonio (también se barajaron los nombres James Mason y Marlon Brando para uno y otro papel). El siguiente paso fue contratar al novelista británico Nigel Balchin para escribir el guión, y a John De Cuir para el diseño de escenarios.

Con la fecha de inicio de rodaje fijada para septiembre de 1960, los ejecutivos del estudio viajaron por toda Europa en busca de las localizaciones ideales para representar la exótica grandeza tropical del antiguo Egipto, y acabaron inclinándose por Italia. Pero cuando se supo que las Olimpiadas de Roma de ese año dificultarían muchísimo la búsqueda de alojamiento para los actores y el equipo, la producción tomó un nuevo rumbo, con destino a Inglaterra.

Walter Wanger alquiló todo el espacio disponible en los Estudios Pinewood de Londres, al tiempo que también reservaba instalaciones adicionales en Shepperton. Se construyeron más de ocho acres de decorados exteriores, importando palmeras desde Hollywood y Oriente Medio para la ocasión. Incluso una parte del Támesis fue desviada de su curso normal para que fluyera por este pequeño Egipto de pega e hiciese las veces del Río Nilo.

El rodaje comenzó el 30 de septiembre. Dale Wasserman, un renombrado guionista, fue contratado para que puliera y perfeccionara un original que había sido revisado innumerables veces. «Wanger me ordenó que escribiera el guión pensando única y exclusivamente en Elizabeth Taylor», declaró Wasserman. «Todo el peso de la película descansaba sobre ella.»

Lamentablemente, ni la más costosa magia del cine podía disimular las diferencias climáticas entre la antigua Alejandría y el Londres contemporáneo. Nada más comenzar el rodaje, todo el set se vio cubierto por una impenetrable niebla. «Era de locos», recordaba Mamoulian. «Los de la aseguradora estaban nerviosos... Decían: ‘Rueda lo que sea,siempre que mantengas la película en marcha’. Lo intentamos. Lluvia, barro, niebla... En un buen día, podías ver el vaho saliendo de las bocas de los actores. Era como un anuncio de tabaco..

Pronto empezaron a surgir más problemas: una huelga de los peluqueros asignados a la producción detuvo la filmación durante varios días; uno de los leones se escapó y anduvo suelto por el plató durante varias horas hasta que fue capturado. Pero estas pequeñas catástrofes no fueron nada comparadas con el revés que la Fox sufrió cuando Elizabeth Taylor cayó enferma.

Aunque sus críticos sospecharon al principio que podía estar fingiendo, la actriz padecía sus acostumbradas jaquecas, dolores de muelas, molestias en los ojos y espalda, ataques de tos y fiebres de origen incierto. En el transcurso de una semana, Liz consultó con media docena de prestigiosos médicos londinenses. Ninguno de ellos fue capaz de ofrecer un diagnóstico preciso sobre sus dolencias.

La noche del 3 de noviembre de 1960, Taylor padeció una jaqueca tan intensa que mandaron llamar a lord Evans, médico de la reina Isabel II. Alarmado por el estado que presentaba la actriz, Evans avisó a una ambulancia para que la trasladaran a la London Clinic. Los médicos le diagnosticaron un ataque de meningitis, una inflamación de la capa externa del cerebro y de la membrana de la médula espinal.

Durante varios días, Mamoulian y sus asociados rezaron por su rápida recuperación y rodaron aquellas secuencias en las que Liz Taylor no aparecía. Por desgracia, un mes más tarde la estrella continuaba en cama, y el guión exigía su presencia en casi todas las escenas, así que el equipo no tuvo más remedio que cruzarse de brazos y esperar.

Como recordaba Peter Finch, «Nos sentábamos por el estudio y a eso de las cuatro terminábamos todos en el bar». Finalmente, la continuada incapacidad de Miss Taylor forzó al estudio a detener completamente la producción, aunque los gastos generales seguían acumulándose a razón de más de 45.000 dólares diarios. La Lloyd’s de Londres, la compañía de seguros, llegó a sugerir la sustitución de la protagonista, poniendo sobre el tapete los nombres de Marilyn Monroe, Shirley MacLaine o Kim Novak.

Durante este período en el limbo, Wanger y Mamoulian decidieron revisar el guión, con el que no estaban satisfechos. Entre las nuevas versiones figuraban una del novelista Lawrence Durrell y otra del prestigioso Paddy Chayefsky, pero el director las rechazó todas. Desde su cama en el hospital, Miss Taylor exigió varios cambios en el argumento, incluyendo la eliminación de la tradicional escena del “baño de leche” y de una tórrida secuencia con Stephen Boyd en la que Marco Antonio y Cleopatra se enfrentan en el equivalente romano a una partida de strip poker.

Las complejas y amargas disputas sobre el contenido del guión ayudaron a persuadir al cansado Mamoulian de que ni siquiera la mismísima Reina del Nilo, con o sin su famoso baño de leche, valía la pena por el continuo sufrimiento que la película llevaba aparejado, así que renunció al proyecto el 3 de enero de 1961.

En este punto, Walter Wanger buscó un nuevo director que aportase a la herida producción una muy necesitada transfusión de sangre fresca. El donante seleccionado para este propósito fue el prestigioso Joseph L. Mankiewicz, que había hecho buenas migas con Elizabeth Taylor en De repente, el último verano, condición imprescindible para Cleopatra, pues el contrato de la actriz le daba derecho a aprobar el nombre del realizador. También jugaba a su favor el haber dirigido en 1953 una influyente adaptación cinematográfica del “Julio César” de William Shakespeare, pero no era la opción más evidente para el proyecto. Hombre culto y parsimonioso, Joseph debía su fama a los corrosivos y oscarizados guiones de Carta a tres esposas y Eva al desnudo, no a su capacidad para levantar un gran espectáculo de acción.

Joe Mankiewicz dudó, pero su agente, impresionado por el sueldo que le ofrecía la Fox, le urgió a aceptar el trabajo. El veterano cineasta exigió total libertad para reescribir el guión y capacidad para cambiar a los protagonistas masculinos. Aceptadas sus condiciones, comenzó a reescribir el guión mientras Wanger observaba proféticamente: «Creo que va a conseguir una película inusual».

“Mank” tomó las riendas de la película el 25 de enero, cuando las pérdidas ascendían a seis millones de dólares y sólo se habían filmado doce minutos que, para colmo, el realizador consideró desechables. Sin embargo, antes de que el director pudiese empezar a trabajar, el destino trajo otra desagradable sorpresa.

Liz Taylor, que se había recuperado lentamente de la meningitis, recayó a causa de una fuerte gripe, que rápidamente se convirtió en una neumonía. Esta nueva enfermedad estuvo a punto de matarla; los doctores la metieron en un pulmón de acero, pero aún así dejó de respirar cinco veces. Una traqueotomía de urgencia le salvó la vida, pero le dejó una cicatriz en el cuello que se convertiría en la pesadilla de los maquilladores. En Estados Unidos, la prensa propagó el rumor de que había fallecido, lo que provocó una llamada histérica de Skouras a Wanger.

Miss Taylor abandonó el hospital el 27 de marzo.81 Su coqueteo con la muerte le granjeó las simpatías del público. Los columnistas de cotilleos que previamente habían vilipendiado a la estrella por “robarle” a Eddie Fisher a la pobre Debbie Reynolds, ahora la alababan por su coraje ante la adversidad. La ola de simpatía pública fue tan arrolladora, de hecho, que la Academia le concedió su primer Oscar en 1961 por su discreta interpretación de una prostituta en Una mujer marcada.

Este honor incrementó el prestigio y el atractivo taquillero que Liz aportaba a Cleopatra, pero la producción difícilmente podía beneficiarse de su nuevo poder porque la delicada salud de la actriz le impedía volver al trabajo durante seis meses. Con Peter Finch y Stephen Boyd comprometidos con otros proyectos, la Fox no tuvo más remedio que cancelar definitivamente la producción en el set de Londres, derruir los muros del Egipto británico, pagar a todo el mundo y decidir cuál sería el siguiente movimiento.

 

 

Todo esto sucedía a mediados de 1961, tres años después de la compra de los derechos de la novela de Franzero. El equipo había pasado doce meses en Londres y gastado más de seis millones de los dólares del estudio, pero el productor Walter Wanger sólo tenía doce minutos de metraje útil como pago por sus esfuerzos. A toro pasado, parece evidente que la decisión correcta para la Fox hubiese sido abandonar el desgraciado proyecto y buscar objetivos más prometedores. Pero el presidente del estudio, Spyros Skouras, pensó que habían gastado demasiado dinero como para abandonar ahora. Además, razonó Skouras, «¿quién en su sano juicio abandonaría un proyecto que ya había recibido tanta valiosa publicidad gratuita y tenía dentro a la última ganadora del Oscar?». El presidente resolvió que las pirámides se levantarían de nuevo para acoger a la nueva y mejorada Cleopatra.

Esta vez, los ejecutivos del estudio decidieron inteligentemente evitar la niebla de Londres y eligieron los estudios de Cinecittá en Roma como localización para la renacida producción. Mientras los diseñadores y los carpinteros pasaban tres meses construyendo los monumentales nuevos decorados, Wanger y Skouras buscaban nuevos actores para acompañar a Liz Taylor. Inicialmente contactaron con Laurence Olivier para el rol de Julio César, pero éste lo rechazó tras leer el guión, y los productores acabaron seleccionando a Rex Harrison.

Para el papel de Marco Antonio, Skouras quería a Richard Burton, quien ya había demostrado lo bien que le sentaba la túnica en películas como Alejando el Magno y La túnica sagrada. El compromiso de Burton con la obra de Broadway “Camelot” sólo fue un pequeño obstáculo, pues el estudio compró su lucrativo contrato teatral a Lerner y Lowe por 50.000 dólares. El actor recibiría un salario de 250.000 dólares más prórrogas. Roddy McDowall, otro desertor de “Camelot”, accedió a interpretar a Octavio.

Liz Taylor llegó a Roma blandiendo su estatus de estrella, rodeada de su corte de auténtica zarina. Perros, niños, guardaespaldas, secretarias, niñeras, peluqueras y demás, instalados todos con un lujo que no tardó en convertirse en lo que muchos consideraban una ostentosa cochambre. Joe Mankiewicz había estado escribiendo mientras la esperaba. Rex Harrison estaba allí con su nueva esposa, Rachel Roberts, y sus exigencias no menos considerables. Burton todavía no había llegado.

El actor galés tenía sentimientos encontrados sobre su regreso a la pantalla, como le confesó a un amigo antes de partir a Roma: «Tengo que ponerme la coraza una vez más para enfrentarme a Miss Tetas». Como todo el mundo sabe, su desdeñosa actitud hacia su partenaire cambió radicalmente tan pronto como empezaron a trabajar juntos en Cleopatra, allá por septiembre de 1961. Su primer encuentro fuera de las cámaras tuvo lugar frente a docenas de extras y técnicos y comenzó con una pregunta retórica de Burton: «¿Te han dicho alguna vez que eres una chica muy guapa?».

Desde entonces, la simple posibilidad de un romance entre las dos estrellas empezó a copar páginas en la prensa europea y norteamericana, a pesar de la preocupación de los ejecutivos de la Fox porque esta clase de publicidad pudiese hacer más daño a su ya malherida producción. Como decía un agente de prensa: «Nadie quiere que esto se sepa porque piensan que el público la crucificará y no acudirá a los cines si rompe otra familia». Evidentemente, se refería a Liz, cuya fama de destrozahogares le precedía.83

En algún momento del otoño de 1961, Taylor y Burton, ambos casados (ella con Eddie Fisher, él con Sybil Williams), se enamoraron locamente. Liz afirmó que el flechazo se produjo cuando rodaron su primera escena de amor. Richard titubeaba tras una noche de juerga, estaba lívido y no recordaba el texto. Al principio, a ella le hizo gracia..., y luego se compadeció. Entonces fue, según la versión de la actriz, cuando se enamoró. Los amigos de Burton tenían otra versión del affaire. Una facción aseveraba que ella le perseguía asiduamente, porque al principio él no parecía demasiado impresionado. La otra opinaba que le atrajo su aura más que su cuerpo; le deslumbraba su fortuna y su poder en el mundillo cinematográfico.

A medida que los rumores empezaron a trascender el plató, los chicos de la prensa cayeron como tiburones, y las negativas oficiales sólo sirvieron para aumentar las especulaciones sobre el futuro de este nuevo y tórrido romance. El director, preguntado acerca de estos rumores, declaró: «Por lo que a mí respecta, la señorita Taylor puede enamorarse de Mao Tse-Tung siempre que acabe su trabajo en la película».

Durante un tiempo corrieron noticias de todo tipo, algunas realmente delirantes. Un periódico italiano publicó que eran Mankiewicz y Taylor quienes tenían la aventura, y que Burton servía sólo de señuelo. El actor galés respondió preguntando a Joe: «Oiga, Mr. Mankiewicz, ¿debo dormir de nuevo esta noche con ella?» Pero “Mank” le jugó una mejor anunciando: «La verdad es que somos Richard y yo los enamorados, y usamos a Liz como tapadera», tras lo cual espetó un sonoro beso a Burton en los labios.

A finales de marzo de 1962, Liz y Richard decidieron, con gran disgusto de los jefazos del estudio, hacer público su nuevo amor. La publicación de una fotografía de los dos amantes abrazados en la cubierta de un yate fue el pistoletazo de salida. La imagen provocó el consiguiente escándalo, los platós de Cinecittá se convirtieron en un hervidero de noticias y los papparazzi se dedicaron a asediar día y noche a los actores sin dejar vivir a nadie.

Lejos de esconderse, los dos enamorados aparecían juntos en los principales locales nocturnos de Roma, donde demostraban su profunda dedicación a la película ensayando sus escenas de amor ante los ojos de todo el mundo. Sus colegas en el set informaban de que la pareja aprovechaba la hora de comer para retirarse al lujoso camerino de la actriz, mientras cada tarde desaparecían en un escondido apartamento que había sido específicamente alquilado para sus citas. Como señalaba el publicista Jack Brodsky, «Burton y Taylor están tan unidos en el plató que habría que echarles agua caliente por encima para despegarlos». Al director se le hacía casi imposible persuadirles para que cortaran sus escenas amorosas cuando estaban rodando.

Pero Joe Mankiewicz tenía problemas más serios que la pasión entre sus dos estrellas. Cuando aceptó el encargo insistió en desechar todo el material de Mamoulian y escribir él mismo un nuevo guión. El director había concebido un ambicioso proyecto dividido en dos partes: César y Cleopatra y Antonio y Cleopatra, inspiradas en las piezas teatrales de Bernard Shaw y William Shakespeare, respectivamente.

En un artículo publicado el 9 de junio de 1963, “Mank” contó en el “New York Times”: «Siempre había querido escribir una obra sobre esos personajes desde que rodé Julio César. Marco Antonio me ha fascinado siempre: un niño tras esa fachada de guerrero enorme convertido en la mano derecha de César, el hombre más fuerte, al que copió más tarde incluso en el arte de la guerra. Quería también mostrar una Cleopatra que despertase en César una gran ambición, no la sirena tradicional. La primera parte -entre Cleopatra y César- emplea el estilo de la comedia sofisticada, en la que la palabra “amor” nunca se menciona; la segunda parte, la que atañe a Marco Antonio, es exuberante y romántica. En cuanto a técnica, he virado deliberadamente del realismo al concepto de profecía y visiones utilizando a la diosa Isis. Cleopatra, por ejemplo, ve desde un templo el asesinato de César a través de las llamas de un rito ceremonial».

Mankiewicz había pedido unas cuantas semanas para preparar el libreto, pero el dinero fluía más aprisa que las fuentes romanas. Con la película ya irremediablemente por encima del presupuesto y por detrás de la fecha prevista, el estudio insistió para que empezara a rodar inmediatamente. Los ejecutivos de la Fox argumentaron que podía dirigir de día y escribir por la noche, esperando que su trabajo en el guión sólo fuese unos pasos por delante del plan de rodaje.

Intentando seguir las órdenes, “Mank” filmó todo lo que escribía sin tomarse tiempo para cortar o reescribir, e inadvertidamente costó al estudio millones de dólares en metraje inútil. El cineasta respondió a esta presión con ataques de migraña e irritaciones en la piel, pero sus médicos le recetaron varias píldoras y dosis regulares de anfetaminas para permitirle seguir trabajando.

«Me levantaba a las 5:30 ó a las 6:00, y me tragaba una dexedrina», contó Joe. «Después de comer tomaba otra dosis para mantenerme en forma por la tarde. Después de cenar, otra para poder escribir hasta las dos de la madrugada, y finalmente otra para poder dormir.»

Liz Taylor, por supuesto, también tenía problemas de salud, pero afrontaba sus variadas dolencias con mucha menos fortaleza que el director. Cuando se sentía enferma o triste o simplemente “de mal humor” para rodar, no aparecía por el set y en muchas ocasiones tenía al equipo esperando durante horas. También se negaba a trabajar durante los tres primeros días de su ciclo menstrual, así que el equipo disfrutaba de largas y costosas pausas en dosis regulares. Sus hábitos alimenticios también causaron problemas, ya que su enorme apetito daba como resultado visibles aumentos de peso que requerían constantes retoques en los cincuenta y ocho trajes que Irene Sharaff había diseñado para enfatizar su generosa figura.

 Algunos de sus coprotagonistas acabaron hartos del tratamiento regio exigido por la Reina de Hollywood en su papel de Reina del Nilo. Cesare Danova, que encarnaba a Apolodoro, el amante rechazado de Cleopatra, recordaba: «Siempre había alguien que iba corriendo a preguntarle, ‘¿Cómo estás, querida? ¿Estás bien, querida? ¿puedo traerte algo, querida?’ Era enfermizo». Rex Harrison también se quejó del trato dispensado a Liz. En cierta ocasión le dijo a Wanger: «El mero hecho de tener unas tetas más grandes que las mías no le da derecho a pasearse en una limusina de un kilómetro de longitud mientras yo me tengo que conformar con un humilde Fiat». Frente a estas críticas, Mankiewicz defendía a su estrella. «Cualquier intento de culpar a Miss Taylor por el coste de Cleopatra es erróneo», declaró. «Liz puede haber tenido problemas de salud y emocionales, pero no le costó a la Fox treinta y cinco millones de dólares.»

Entretanto, mientras la producción avanzaba erráticamente en Italia, incluso los participantes menores parecían contagiarse de la atmósfera predominante. Por ejemplo, un grupo de jóvenes que interpretaban a las doncellas y sirvientas de Cleopatra, se declararon en huelga para pedir protección frente a las largas manos de los agresivos italianos que trabajaban como extras en la película. Los productores finalmente accedieron a pagar a unos guardias para que protegiesen a las chicas, pero no antes de que “la huelga de las esclavas” hubiese llamado la atención de la prensa mundial. Después resultó que las manos de los extras locales no sólo buscaban los cuerpos de las mujeres: según las cuentas del estudio, estos alegres italianos robaron increíbles cantidades de accesorios y provisiones, con unas pérdidas totales que ascendían a varios millones. Como observó Mankiewicz: «Desde que Marco Polo volvió de China, no habían aparecido tantos ricos en Italia».

El descontrol era total y algunos equipos italianos aprovecharon subrepticiamente los decorados desatendidos de Cleopatra para rodar sus propios filmes. Esta falta de coordinación general alentó la actitud autoindulgente de parte de los protagonistas. Una noche, Richard Burton desapareció sin avisar, y ni siquiera Taylor sabía dónde estaba. A la mañana siguiente, después de presentarse al rodaje con más de una hora de retraso, explicó alegremente que había estado celebrando la festividad galesa de San David. Después se quedó dormido en el plató y sus ronquidos arruinaron todo un día de filmación. El propio Burton y Roddy McDowall, presos del aburrimiento, hicieron sendos cameos en El día más largo, de Darryl F. Zanuck, para mantenerse ocupados durante los retrasos que sufría el rodaje.

Ni siquiera un profesional tan consumado como Rex Harrison se mostró inmune al infeccioso aire de gratuito abandono que flotaba en el ambiente. Se suponía que el actor tenía que recitar el discurso central durante la espectacular entrada de Cleopatra en Roma, una gran escena en la que participaban cinco mil extras, cientos de bailarinas exóticas, carros, caballos y elefantes. El rodaje ya había sido retrasado media jornada por un súbito chaparrón, pero cuando el cielo aclaró y la filmación comenzó, Harrison empezó a balbucear sus frases, lo que obligó a hacer numerosas tomas de toda la secuencia, mientras el intérprete trataba de sobreponerse a su borrachera.

El proyecto se convirtió en un pozo sin fondo y el director de producción murió de infarto, a consecuencia, dicen, del estrés sufrido en sus esfuerzos por llevar la cuenta de los gastos del proyecto. Obviamente, Cleopatra estaba empezando a girar sin control. Las pérdidas se aproximaban a los 40 millones de dólares y, a fin de satisfacer a los jerifaltes del estudio, Wanger solía falsificar sus informes semanales afirmando que había filmado más secuencias de las rodadas en realidad. Por fin, el 28 de mayo de 1962 se filmó el suicidio de Cleopatra. Ese día, la oficina de Fox en Nueva York recibió el siguiente telegrama: «Lo hemos conseguido. ¡Está muerta!»

Agobiada por la falta de estrenos de éxito en los cines y por la posibilidad de quiebra que se cernía sobre ella, la Fox se agarró a Cleopatra como su única esperanza de salvación económica, sobre todo tras la suspensión de otro célebre proyecto multiestelar, Something’s Gotta Give, con Marilyn Monroe.

 Todavía podían salir del tuner si creaban un éxito de proporciones monstruosas. Pero cuando en Hollywood empezaron a recibir fragmentos de la película terminada, incluso esta vana esperanza empezó a esfumarse.

En una memorable ocasión, Spyros Skouras se sentó con Walter Wanger para ver varias horas de metraje. Cuando las luces se encendieron y Wanger esperaba una reacción de su jefe, Skouras permaneció callado durante varios minutos. Después se volvió hacia el productor y exclamó agriamente: «Ójala no te hubiese visto en toda mi vida».

Sin un final a la vista para la debacle de Cleopatra y con la compañía al borde de la bancarrota, Skouras comprendió la precariedad de su propia posición. La junta de directores de la Fox había empezado a reclamar sangre, y ni siquiera un voluntario recorte salarial por parte de los ejecutivos del estudio apaciguó la ira de los desesperados accionistas.

Skouras presentó su dimisión el 26 de junio de 1962, dejando el camino libre para el principal accionista y antiguo jefe de producción de la compañía, que acudió presto al rescate como nuevo presidente. Este salvador no era otro que el todopoderoso Darryl F. Zanuck. El veterano magnate, que también se encontraba en Europa produciendo El día más largo, se puso manos a la obra e inmediatamente comenzó a exhibir su refinada sensibilidad estética. Después de ver los copiones de la película señaló: «Si una mujer se comportase conmigo como Cleopatra trató a Marco Antonio, la cortaría las pelotas». Según otras versiones su “delicada” expresión fue “…le daría una patada en el coño”. Lo que Darryl acabó cortando fueron muchas partes del filme, aunque antes sometió el proyecto a una cura de urgencia. Trasladó el equipo a Egipto, concretamente a las localizaciones de Alejandría y Edkon, despidió a Wanger, sometió a Mankiewicz a una férrea disciplina e hizo caso omiso de los caprichos de las estrellas. Tras un sinfín más de calamidades (inclemencias meteorológicas, decorados incompletos, internamientos hospitalarios de la protagonista, actos de sabotaje, disputas, intentos de suicidio...), la pesadilla parecía haber llegado a su fin, aunque en realidad, para el director, no había hecho sino comenzar.

Aún después de que el rodaje hubiese finalizado, Cleopatra continuó causando problemas a gran escala. El proceso de edición no podía comenzar hasta que la versión de Mankiewicz llegara de Italia. Estos preciosos rollos -que representaban una inversión de casi cuarenta millones de dólares- habían sido incautados por un juzgado romano a consecuencia de una compleja disputa legal entre la Fox y un grupo de técnicos italianos que habían sido despedidos. Tan pronto como este embarazoso asunto estuvo resuelto, Zanuck decidió que la película en su formato actual contenía metraje inutilizable que habría que volver a rodar, por lo que envió a un equipo a Europa para filmar estas secuencias e incluirlas a última hora en la copia definitiva.

En su supervisión del proceso de edición, Zanuck enfatizó las espectaculares escenas de masas mientras eliminaba la mayor parte del desarrollo de los personajes, ayudando a crear un inconexo y superficial melodrama a partir de las toneladas de metraje que llegaban de Italia.

Mankiewicz se opuso a este rudo tratamiento de su obra, reclamando la restitución de las escenas mutiladas, secuencias tan importantes como las entrevistas de Cleopatra con Octavio, la visita de Julio César a la tumba de Alejandro y la muerte de Cesarión. Preso del desánimo, el cineasta urgió a la Fox para que la estrenase como una megaproducción de cinco horas, o como dos películas separadas de dos horas y media cada una (en una se contaría la historia de César y Cleopatra y en la otra la de Marco Antonio y Cleopatra), pues había escrito páginas suficientes para hacer dos superproducciones.

Zanuck rechazó la idea: no tenía intención de aplazar la historia de Marco Antonio y Cleopatra hasta seis meses después del estreno de la parte de César, porque pretendía aprovechar la notoriedad del idilio entre los protagonistas para estimular la taquilla. Pensando que el Marco Antonio de Burton era un hombre débil y antipático, Darryl ordenó al director que eliminara numerosos pasajes de este personaje. Éste, por supuesto, se negó.

Zanuck consideró varias opciones y finalmente se decidió por una solución en la que Mankiewicz no había pensado: despidió al director y ofreció su cabeza como sacrificio a la aún furiosa junta de accionistas. Darryl se ocupó personalmente de modificar el montaje, hasta que la complejidad del trabajo de Joe le obligó a reconocer su incapacidad para conducir la última fase del proyecto. Para entonces ya había ordenado al montador Elmo Williams reducir el metraje de la cinta a menos de cuatro horas.

 «Fue un acto de prostitución plenamente asumido como tal», llegó a comentar “Mank” en una ocasión.

Christopher Mankiewicz, el hijo del cineasta, estuvo seis meses en Roma trabajando con él de segundo ayudante de dirección. «Allí asistí», comentó Chris, «al mayor fracaso en la espléndida carrera de mi padre: Cleopatra se convirtió en su Waterloo. La única ventaja que sacó de la experiencia fue que, además de pagarle unos honorarios increíbles, la Fox le compró una pequeña productora que acababa de fundar por un millón y medio de dólares, convirtiéndole en el realizador mejor remunerado de su época».

La prensa mundial había dedicado tanto espacio a hablar del proyecto y de sus problemas a lo largo de los años, que una publicidad convencional no parecía necesaria. En su lugar, la Fox lanzó una discreta campaña que simplemente informaba a los fans de que la legendaria épica por fin había llegado.

Los carteles de Cleopatra no mencionaban a las estrellas, ni los créditos, ni siquiera el título de la película. Cuando la gente veía la gigantesca imagen de Liz Taylor con su peinado egipcio y reclinada en su diván, no necesitaba más explicaciones. El rostro de Richard Burton mirando lascivamente por encima del voluptuoso hombro de la dama recordaba al mundo el celebrado romance entre las dos estrellas.

Este anuncio tan sugerente complació a todo el mundo menos a Rex Harrison, que demandó a la Fox porque su imagen había sido eliminada, a pesar de que su contrato especificaba que recibiría el mismo crédito que Burton y Taylor. Finalmente, Harrison ganó el caso y los diseñadores añadieron apresuradamente su imagen, en traje de batalla, asomándose sobre el otro hombro de la reina.

Para añadir más colorido a la producción, como si ésta no tuviera ya bastante, la Liga de la Decencia condenó Cleopatra por ser “seriamente ofensiva para la decencia”. Esta ira censora parecía estar más inspirada por el sobrecalentado material promocional de la cinta que por alguna secuencia del propio filme.

La expectación que había envuelto al lento y gravoso proceso de rodaje crecía por momentos ante la inminencia del estreno. Ninguna película anterior había levantado en torno suyo tal despliegue publicitario, ni había sido elaborada tan a la vista del público. Pero tampoco ninguna otra hasta la fecha había costado una cifra tan elevada: cuarenta millones de dólares.

Amparándose en tan gigantesco espectáculo, los cines de todo el país encontraron justificación para cobrar el extraordinario precio de 5,50 dólares por entrada, casi el triple de lo que costaba un ticket normal en 1963. Sin embargo, la curiosidad por Cleopatra había alcanzado tales dimensiones que se recaudaron quince millones de dólares únicamente en ventas anticipadas, convirtiéndola en la película más taquillera del año incluso antes de su estreno.

Para la premiere en Nueva York, celebrada el 12 de junio de 1963 en el Rivoli Theatre, más de diez mil personas se agolparon en las calles y tuvieron que ser contenidas por un centenar de policías a caballo. Los asistentes pagaron un mínimo de cien dólares por persona para asistir a esta gala y compararon la excitación que rodeaba este estreno con el debut de Lo que el viento se llevó.

Sin embargo, las críticas, negativas en su mayor parte, sumieron a los ejecutivos de la Fox en estado de pánico. «Esto no es una película, es un trato comercial, decorado con extensa publicidad, pero lastrado por una lánguida dirección y montones de chismorreos», se pudo leer un un influyente diario neoyorquino.

Mientras, multitudes de curiosos seguían llenando los cines, y, pese a su interminable duración (cuatro horas), que limitaba considerablemente el número de pases diarios y los consiguientes ingresos de taquilla, se convirtió en una de las películas más taquilleras de los años sesenta. Pero ni aún así consiguió la fenomenal recaudación que el estudio necesitaba para tener siquiera la mínima oportunidad de recuperar su colosal inversión.

En un intento de salvar la nave, Zanuck ordenó que se cortasen otros veinte minutos de la película, y la Academia también puso su granito de arena al conceder a Cleopatra nueve candidaturas al Oscar, entre ellas una controvertida nominación a la Mejor Película. Ganó cuatro: la fotografía de Leon Shamroy, la dirección de arte de John DeCuir, el diseño de vestuario y los lujosos efectos especiales de L. B. Abbott y Emil Kosa Jr. Pero cualquier ayuda parecía poca. Al final, el filme recaudó 26 millones de dólares, mientras su coste total había sido de 44 millones. Esta cifra la convierte en una firme contendiente al título de película menos rentable de todos los tiempos.

Los únicos que se hicieron ricos con Cleopatra fueron los abogados de Hollywood que se encargaron de las numerosas demandas que surgieron tras la debacle. Walter Wanger demandó a la 20th Century-Fox por haberle echado del proyecto en el último momento; a su vez, Spyros Skouras demandó a Wanger. Elizabeth Taylor hizo lo propio con la Fox, mientras el estudio demandaba a Taylor y a Burton por 50 millones de dólares, acusándoles de haber contribuido a destruir la película con su comportamiento fuera de la pantalla.

 Liz y Richard emergieron del desastre virtualmente ilesos. Burton admitió que su decisión de hacer Cleopatra se había basado únicamente en «la pereza y la codicia». A pesar de que la cinta le permitió conocer al amor de su vida, afirmaba que «definitivamente me desagradó» la experiencia. La actitud de Taylor hacia su papel más famoso fue, si cabe, aún más desfavorable, incurriendo en las iras del estudio al repudiar la versión final. Después de ver por primera vez la película terminada, la calificó de «vulgar». Dijo a la prensa que este proyecto, por el que había sacrificado tanto tiempo, energía, salud y emoción, «debe ser la más bizarra obra de entretenimiento que nunca se haya perpetrado». Recordaba su asistencia a la premiere de Londres como uno de los puntos más bajos de su carrera. «Cuando acabó, volví corriendo al Dorchester, bajé al lavabo y vomité.»

Sólo Rex Harrison echó un cable a la Fox: «La gente tiende a pensar que una película que cuesta un montón de dinero y de la que se hace tantísima publicidad sólo puede ser una farsa supercolosal. Pero no es así, Cleopatra es un esfuerzo serio que intenta aportar nueva luz sobre uno de los grandes episodios de la Historia».

Durante años, la obra de Mankiewicz se vio obligada a soportar sobre sus hombros la pesada carga de una leyenda inexplicable que hablaba de la escasa calidad de la película. Una flagrante injusticia que el efecto reparador del paso del tiempo se ha encargado de subsanar, dando al César lo que es del César y a Cleopatra lo que es de Cleopatra. A pesar de las mutilaciones perpetradas en el montaje, estamos hablando de uno de los títulos más sobresalientes de su director, con lo que queda dicho todo. Una obra maestra que, como los buenos vinos, ha necesitado envejecer para brillar con todo su esplendor.

A la vista de los innumerables problemas que rodearon el rodaje del filme, lo último que cabría esperar es la armonía y serena grandeza que preside el resultado final. La causa de este milagro tiene un nombre, Joseph L. Mankiewicz, un estilista de la puesta en escena que impregna con su poderosa personalidad cada plano de la película. El predominio del plano medio y las secuencias con pocos personajes, en detrimento de los colosales planos generales y las escenas de masas, los bellos diálogos y el juego de miradas al que se someten los protagonistas responden a las lineas maestras de su cine.

La espectacularidad, requisito indispensable de toda superproducción que se precie, aparece en todo momento supeditada al tono intimista adoptado por el director. En su obsesión constante por dar el detalle pequeño, no el grande, escenas como la batalla de Actio quedaron minimizadas, en una operación estética magistral, a una visión muy lejana, en la que el espectador sólo puede seguir su desarrollo a través de la maqueta utilizada por los generales de Cleopatra.

Y como en todas las obras del cineasta norteamericano, un auténtico maestro en la dirección de actores, la interpretación juega un papel fundamental. Elizabeth Taylor, más hermosa que nunca, demostró lo buena actriz que podía llegar a ser cuando estaba bien dirigida tras la cámara, y aportó talento, notoriedad y escotes a su interpretación de la tigresa egipcia. No menos apropiado estuvo su partenaire en la pantalla y en la vida real, Richard Burton, que compuso con sensibilidad un convincente Marco Antonio.

Pero el mejor del reparto fue, sin lugar a dudas, Rex Harrison, actor fetiche del realizador y un lujo para cualquier película. El sensacional intérprete británico, definido por David Shipman como «el Rolls Royce de los actores», demostró en el papel de Julio César su capacidad para reinar en la pantalla, imponiendo su majestad en todo momento y apropiándose de cada plano de la película que compartía con los demás actores. A su proverbial refinamiento y a ese sentido del humor netamente británico que, sabiamente dosificado, le permitía situarse por encima de sus personajes, Harrison añadió un inteligente derroche de matices que combinado con su excepcional elegancia le proporcionó una nominación para el Oscar (¡otorgado a Sidney Poitier!) y una de sus interpretaciones más memorables.

Y para terminar de redondear el espectáculo, Alex North compuso una espléndida partitura que subraya con precisión los momentos épicos y románticos de la acción, destacando con luz propia los dos temas de amor que acompañan las relaciones de Cleopatra con César y Marco Antonio. El Oscar honorífico concedido ese año al compositor remedió, sólo en parte, la ceguera de la Academia, capaz de nominar quince veces a uno de los músicos más geniales de la historia del cine y no premiarle en ninguna de ellas.

Cleopatra es una obra fascinante, contradictoria y, generalmente, malinterpretada, una apasionada y lírica historia de amor narrada con inteligencia, elegancia y melancolía por uno de los cineastas que más hizo por convertir el cine en un arte. Lástima que las críticas negativas de la época, privadas de la contemplación de la copia íntegra del filme, convirtieran este soberbio espectáculo en la víctima de un género que agonizaba, el peplum. Fue, no obstante, un espléndido broche de oro a una época gloriosa.