Me situé junto a la cola y entonces pude ver que algunos de los que esperaban para comprar su entrada llevaban una ropa bastante llamativa, por extemporánea e impropia para una salida de viernes. El muchacho que recogía los ticket en la puerta de entrada iba ataviado como un monstruo de Frankstein travestido.

Fue mi primer contacto con un pase especial de “Rocky horror picture show”. Entré después de hacer la cola y adquirir el boleto. Apenas superar a Frankestein se me acercó una chica joven que me puso en la mano una bolsita con arroz y un par de serpentinas de papel. Después me guió con una sonrisa hasta el patio de butacas. Estaba casi lleno, con gente hablando y comiendo, con sus paraguas y su arroz con serpentinas. En el escenario había un grupo de actores como si fuéramos a ver una pieza teatral, con apenas decorado. Pero se apagó la luz y comenzó la proyección en la pantalla de la película. Entonces todos los presentes comenzaron a relacionarse. El público decía los diálogos, los actores de carne y hueso interpretaban lo mismo que se proyectaba en la pantalla. Comenzó un baile y el pasillo del patio de butacas se llenó en un instante para imitarlo con bastante tino y algo de desmadre. Comenzó a llover en la película y se abrieron ante mi varias decenas de paraguas como si estuviera ocurriendo en el interior de la sala.  Minutos después todo el mundo lanzó su arroz sobre el escenario en la escena de la boda.

Las intervenciones y la relación entre la pantalla y los espectadores no cesaron hasta el final. Todos aplaudieron con entusiasmo y salimos. Me quedó claro que había asistido a un rito de cultura pop, con el que comenzaba el fin de semana para muchos de aquellos jóvenes. Unas semanas más tarde supe que era un rito colectivo seguido en muchas ciudades del país. Comencé a comprender lo que es aquí el sentido del espectáculo.