capítulo 1

En diciembre de 1980, una semana antes de Navidad, un manto de nieve cubre el paisaje de Westport, Connecticut, el aire se impregna con el agradable aroma de los leños que crepitan en las chimeneas, guirnaldas de pequeñas luces engalanan los frentes de las casas, la música de la Navidad resuena en todas partes, pero nosotros estamos trabajando en un sótano debajo del granero remodelado de Paul, un lugar que en otro tiempo fue un establo dedicado a la cría de caballos. En primer plano, hay un cubo lleno de botellas de cerveza Budweiser cubiertas de hielo y varias de aceite de oliva, vinagre, mostaza, diferentes condimentos y más cosas por el estilo. Más allá, una tina vacía y una colección de botellas viejas con un aspecto que parece remontarse a la época de la revolución colonial,1 las hay de todos los tamaños y formas bastante bien desinfectadas para la ocasión.

Paul Newman, conocido entre sus amigos como el viejo PL o Calezzo de Wesso (el tonto), le había pedido a su compinche A. E. Hotchner (Hotch), a veces apodado Diente de Sierra, que le ayudara en un proyecto navideño que estaba montando en su sótano, que no era precisamente uno tradicional. Las piedras exhibían una espesa capa de moho, el suelo era de tierra, el cemento se caía a pedazos y, en el techo, las vigas de madera estaban cubiertas de telarañas pobladas por una activa comunidad de ácaros. El espacio estaba ocupado además por tres casillas de caballos que, si bien hacía años que estaban vacías, aún conservaban el inconfundible aroma de sus antiguos habitantes. Algunos restos de estiércol seco se sumaban al testimonio del pasado del lugar. También había pruebas de que ciertos animales de campo todavía frecuentaban el local. Un sitio a todas luces pintoresco para combinar aliños para ensalada.

La idea consistía en mezclar un lote del aderezo de Paul en la tina para lavar, llenar todas esas viejas botellas de vino con un extraño montaje de embudos y rematar el proyecto con corchos y etiquetas. Todo preparado para que en Nochebuena nuestras familias al completo recorrieran el vecindario cantando villancicos y dejando las botellas con el aliño casero como regalo.

Paul estaba muy orgulloso de su creación y éste era el momento culminante de sus días de ensalada.2 Durante años, incluso en restaurantes de cuatro estrellas, Paul siempre rechazaba los aliños de la casa y preparaba sus propias combinaciones. Los jefes de camareros, maîtres y a veces los propietarios de los restaurantes corrían de aquí para allá tratando de reunir los ingredientes que él pedía mientras que los comensales que ocupaban las otras mesas observaban boquiabiertos sin saber si creer o no lo que estaban presenciando. La primera vez que comimos en Elaine’s, uno de los restaurantes más populares de Nueva York, varios camareros y la mismísima Elaine se congregaron alrededor de Paul mientras él mezclaba y probaba el brebaje que había preparado con los ingredientes que le traían de la cocina. Esta misma escena se había repetido en escenarios tan variados como una taberna griega, un banquete de bodas, un restaurante al aire libre en la isla de Eleutera, y en elegantes y prestigiosos restaurantes repartidos de costa a costa del país. Cuando sus hijos se marchaban a la escuela, Paul incluía entre sus útiles escolares un par de botellas con su famoso aliño. En una ocasión, cuando en el restaurante donde estaba comiendo le sirvieron por error la ensalada con el aliño de la casa, Paul la llevó al lavabo de hombres, le quitó el aliño bajo el agua del grifo, secó los distintos ingredientes con toallas de papel y, una vez de regreso en su mesa, la ungió con su propia mezcla, improvisada con ingredientes que le trajeron de la cocina.

En aquella época, casi todos los aliños, en especial los de comercialización masiva, contenían azúcar, colorantes artificiales, conservantes químicos, gomas y Dios sabe qué otros ingredientes. De modo que Paul comenzó a preparar los suyos propios no sólo porque le gustaban más, sino también en defensa de su salud contra el ataque de esos insufribles conservantes artificiales.

Aquella noche la operación sótano prometía prolongarse por los siglos de los siglos. Jamás habíamos intentado mezclar una tina de aliño para ensaladas, mucho menos introducir un corcho perteneciente a la botella de un jarabe de sirope de 1925 en una botella de vinagre de 1895, y eso sin mencionar que ya nos habíamos metido en el cuerpo unas cuantas cervezas. A veces el mazo golpeaba justo en medio del corcho y otras veces nos masacraba los pulgares. Paul medía cuidadosamente las cantidades de aceite de oliva y de vinagre, porque todavía no tenía la más remota idea de cómo vérselas con una cantidad como ésa, aunque ya hubiera decidido que necesitaría seis cajas de pimienta negra.

Paul casi no cabía en sí de gozo a medida que revolvía el asombroso aliño con un remo de madera. Un hermoso río discurre junto a la casa y seguramente ese remo formaba parte del equipo de su canoa. Estaba convencido de que el vinagre y el aceite de oliva tenían un cierto efecto higiénico, un hecho que hacía innecesaria una higiene cuidadosa de los elementos que utilizaba para la operación. En cambio, sí prestaba una implacable atención a la técnica de Hotch con el remo. El movimiento, insistía, debía tener un ritmo suave y uniforme que no produjese espuma en el brebaje. Pero Hotch no le encontraba el punto.

—Tienes que acompañar el movimiento del remo —decía Paul—. No lo acerques bruscamente hacia ti, mécelo, gíralo, muévete con el remo. Hotch contestaba que él se movía con el remo, pero, después de haber bebido cuatro cervezas, si acompañaba demasiado el movimiento del remo se caería de bruces en la tina. Paul le dijo que mientras no se cayera de culo no había de qué preocuparse.

De vez en cuando, durante las largas horas dedicadas a este trabajo, alguien se asomaba al sótano: Caroline, el ama de llaves, Joanne o alguno de los hijos de Paul. Pero todos eran lo bastante prudentes como para no ir más allá de la puerta. El típico olor a orín de caballo y moho se fusionaba con el aroma a Budweiser y a los ingredientes del aderezo para ensaladas, una combinación que no resultaba particularmente atractiva. Así que los ocasionales visitantes permanecían cerca de la entrada y anunciaban que la cena estaba lista, o que había llegado la tía Margaret, o que la policía quería cancelar el permiso de conducir de Paul, y él contestaba invariablemente que todavía teníamos un montón de cosas que hacer y todos parecían evaporarse de inmediato. Nadie se atrevió a aventurarse dentro del sótano. Era un lugar que intimidaba o que quizás había sido santificado.

El número exacto de botellas de regalo ya estaba dispuesto sobre el suelo como si se tratara de un batallón de soldados de infantería, pero aún quedaba una buena cantidad de aliño en la tina. Fue en ese momento cuando Paul tuvo la genial idea de que podríamos embotellar el resto, venderlo sin mayores ceremonias en algunas selectas tiendas de alimentación de la zona, ganarnos unos pavos y largarnos de pesca. Pero Hotch, un refugiado de la Facultad de Derecho, se mostró inflexible: —Eso va contra la ley —gritó—. ¡Echa un vistazo a este lugar! ¡Ni siquiera los insectos pueden sobrevivir aquí! Si alguien la palma por haber ingerido este brebaje, te encontrarás frente a un tribunal sin la protección de un seguro contra terceros. Te podrías quedar sin tu sótano y sin todo lo que está sobre él también. ¡Hay ciertas reglas y normas que deben respetarse: en primer lugar, normas de higiene, y luego un etiquetado adecuado y todos los requisitos del gobierno!

La idea de que su granero pudiese estar en peligro hi­zo que Paul accediera a contratar un seguro, crear una etiqueta decente, conseguir un embotellador de confianza y ver si su obra tenía alguna posibilidad de venderse en el mercado.

Y así fue como nuestro bebé llegó al mundo, no en un pesebre, sino en una tina, sin ningún rey mago a la vista, sólo asistido por una estrella de cine en declive y un escritor cascarrabias. Y eso fue todo.

1. Se refiere a la época de la revolución de las colonias de Estados Unidos contra Gran Bretaña que desembocó en la guerra de la Independencia. (N. del E.)

2. Aquí se produce un juego de palabras intraducible, ya que la expresión en inglés para días o época de pujanza es salad days, cuya traducción literal es «días de ensalada». Aunque tiene ambos significados, en este contexto es más apropiada la traducción literal. (N. del T.)