…había logrado
reunir a las más importantes figuras del cine. Allí estaban las grandes
estrellas del mudo: Greta Garbo, John Gilbert, Lillian Gish, Lon Chaney, John
Barrymore, Norma Shearer, Ramón Novarro… y también las del recién creado cine
sonoro: Clark Gable, Jean Harlow, Joan Crawford, Robert Taylor, Laurel y Hardy,
los hermanos Marx, Johnny Weissmuller, Maureen O´Sullivan, Spencer Tracy,
William Powell, Myrna Loy, James Stewart…, a las que se les unirían más tarde:
Ava Gardner, Frank Sinatra, Gene Kelly, Lana Turner, Judy Garland, Mickey
Rooney, Walter Pidgeon, Greer Garson, Fred Astaire, Esther Williams, Howard
Keel, Kathryn Grayson, Stewart Granger, Grace Kelly…
Ningún otro
estudio podía presumir de tener a Greta Garbo y a Clark Gable actuando juntos.
Y menos aún, reunir en una sola película a Garbo con Joan Crawford, Wallace
Beery, los Barrymore, Jean Hersholt, etc. Sólo la Metro era capaz de ello, y
así nació una de sus películas más exitosas y representativas: Gran Hotel. Se
había inaugurado en Hollywood un nuevo género que cautivaría a toda clase de
públicos, el de las películas con repartos multiestelares.
MGM creció y
se desarrolló hasta llegar a ser un gigante en la próspera industria del
espectáculo audiovisual. Bajo la dirección de Louis B. Mayer, fue el más
excelso, poderoso y relumbrante estudio de Hollywood. Sus películas, las más
fastuosas y taquilleras; sus estrellas, las más famosas y las mejor pagadas. No
extraña, por tanto, que fuera conocido como una especie de Tiffany´s –en
referencia a su prestigio, superioridad, lujo y magnificencia– dentro del
exclusivo grupo de grandes productoras norteamericanas.
Para conseguir
todo esto, Louis B. Mayer impregnó la compañía con su personal concepto de la
disciplina. Déspota y despiadado algunas veces, paternalista en otras, gobernó
la Metro como si se tratara de una gran familia, premiando el cumplimiento de
sus estrictas normas y castigando la desobediencia. Consideraba enemigos
personales, o traidores, a cuantos se enfrentaban a sus ideas. De ese modo,
fraguó un entorno de odios y antipatías, pero, a lo largo de su carrera,
también cautivó a numerosos admiradores que reconocían su infatigable capacidad
para el trabajo y una total devoción por la productora, su particular fábrica
de sueños.
Afortunadamente,
tras la autárquica e intransigente personalidad de Mayer sobresalía el talento,
la creatividad y la mano izquierda del verdadero genio de la compañía: Irving
Thalberg. El primero se ocupaba, aparte de ejercer de mano dura, de pronunciar
los discursos, de dar protocolarias bienvenidas y agasajar a sus invitados más
ilustres. Mientras Thalberg, como jefe de producción, se encargaba de elegir
las películas y de que éstas se llevaran a cabo, inaugurándose así, en la
Metro, el llamado “sistema de responsabilidad delegada” que habría de
convertirse en prototipo para el resto de estudios.
Tras una
efímera pero brillantísima carrera profesional, Thalberg dejó una huella
indisoluble en MGM, pasando a la historia como paradigma de la eficiencia y el
perfeccionismo en los trabajos de producción. Creó la más genuina ensoñación
Metro, a través de un estilo propio fundamentado en la obsesiva preocupación
por el detalle y por la máxima calidad de sus producciones. Aunque quizá lo más
importante de su legado fuera la maestría para saber mantener en todo momento
el dificilísimo equilibrio entre el interés comercial del estudio y el más puro
arte cinematográfico –ars gratia artis–.
Desde su
fundación, MGM se autodeclaró la más importante productora cinematográfica del
mundo. Y no le faltaban argumentos para ello. De hecho, los números, temporada
tras temporada, demostraron que aquella declaración no había sido un mero
ejercicio de presunción y jactancia.
Sirva como
ejemplo del sólido potencial financiero de MGM y de la abismal diferencia con
los demás estudios el balance económico de la temporada de 1931. Al comienzo de
su época más dorada, Metro-Goldwyn-Mayer, gracias a sus estrellas y a una
depurada política empresarial, con un beneficio neto de 12 millones de dólares,
se colocaba por delante de su eterna competidora, Paramount, duplicando con
creces sus ganancias. Y, por supuesto, también miraba por encima al resto de
productoras que, debido a la depresión económica, habían cosechado cuantiosas
pérdidas. Concretamente, Warner Brothers había dilapidado ocho millones; RKO y
Fox perdieron una cantidad que rondaba los seis millones; y, por último,
Universal, que sólo durante 1930 perdió dos millones y medio de dólares.
El talante con
el que la productora se presentaba ante su público, esa particular mezcolanza
de vanidad y soberbia que embebía las siglas MGM, fue descrita por Scott
Fitzgerald como sinónimo de delirio de grandeza. Y lo bautizó, con un ingenioso
juego de palabras, como “Metro-Goldwyn-Manners”. Un neologismo traducible como
“típica forma de ser MGM”, con el que quiso extractar toda una filosofía de
comportamiento que rebasaba lo estrictamente cinematográfico.
En cualquier
caso, aquella privilegiada condición de Metro-Goldwyn-Mayer le permitió superar
situaciones extremadamente difíciles que pocas otras empresas, dentro y fuera
de la industria cinematográfica, fueron capaces de soslayar. Hablamos de la
debacle económica tras el crack de Wall Street a finales de los veinte y
principios de los treinta; y, por supuesto, de los devastadores efectos de la
Segunda Guerra Mundial, que afectó sobre todo a los países europeos, lo que
resultaba especialmente preocupante teniendo en cuenta que la Metro, con el
propósito de apoderarse del mercado cinematográfico europeo, había realizado
importantes inversiones en el Viejo Continente. Se trataba de una operación a
largo plazo, que resultaría altamente rentable puesto que, durante mucho
tiempo, las películas MGM amortizaban los costes de producción en Norteamérica
y obtenían beneficios al llegar al otro lado del Atlántico.
Esa primera
crisis supuso el fin de los años más dorados de la productora, pero propició un
sólido resurgimiento gracias, sobre todo, al empleo sistemático del color y a
la instauración de un género propio: el típico musical Metro.
Aunque la
verdadera etapa dorada de MGM fuera la que transcurrió durante los años
treinta, muchos historiadores coinciden en afirmar que tuvo lugar una segunda
época de oro representada por el género musical. Y si en la primera había destacado
por encima de todos la figura de Irving Thalberg, en ésta el nombre propio que
sobresalía con mayor firmeza era el de Arthur Freed.
El
impresionante éxito que había tenido El mago de Oz facilitó el despegue de la
carrera de Freed como productor y el afianzamiento del género musical Metro. En
la práctica, la compañía subsistió desahogadamente durante muchas temporadas
merced a la explosión de color de sus musicales. Concretamente, hasta mediados
de los cincuenta.
Por aquellos
años se puso en práctica por primera vez el Cinemascope, que inició la
revolución de los espectaculares formatos panorámicos. En una sucesión rápida,
cada estudio lanzaba su propio sistema: Vistavision, Todd-AO, Panavision,
Superscope y Technirama. Pero a pesar del éxito que estaba teniendo en
Hollywood la aplicación de los avances tecnológicos, la popularidad y la
influencia de la industria decaía preocupantemente. Los estudios, por
imposición gubernamental, se habían desprendido de las salas de exhibición y de
otras empresas asociadas. Ofertaban películas en un mercado más abierto y
competitivo. Se acababa el Star System, en el que no sólo Metro-Goldwyn-Mayer
había invertido millones de dólares sino también el resto de los estudios. Los
actores y actrices, libres para actuar con independencia de las grandes
productoras, exigían impresionantes sueldos y, además, un porcentaje de los
ingresos de sus películas.
A finales de
los cincuenta, cuando la producción de películas épicas todavía era posible,
Metro-Goldwyn-Mayer decidió apostar por una nueva versión del filme que había
batido todos los records de taquilla en la temporada de 1926: Ben-Hur. El éxito
fue arrollador, la película consiguió el mayor número de premios de la Academia
hasta la fecha –once–, y el estudio rentabilizó sus beneficios durante varios
años más.
Transcurrían
los años sesenta y germinaban nuevas tendencias que iban a afectar
decisivamente a la industria del espectáculo. El impacto del cine europeo sobre
los cineastas estadounidenses y el declive del sistema de los estudios
coadyuvaron un cambio de estilo que sería aprovechado por sagaces inversores
financieros para tomar el control del sector. Llegaban nuevos realizadores que,
bajo la influencia del cine europeo y con el deseo de trabajar con diferentes
distribuidores, tomaban cada película como una unidad por separado. Muchos de
ellos crearon obras de gran calidad, tanto dentro de la recién descentralizada
industria como fuera de ella.
El mundo se
encontraba agitado por las tensiones de la Guerra Fría, la descolonización de
muchos países del tercer mundo, la guerra de Vietnam y la revuelta estudiantil
de Mayo del 68. Simultáneamente, un nutrido grupo de cineastas trabajaba a
conciencia las fórmulas clásicas para renovar las estructuras del cine
norteamericano, adecuándolas al nuevo panorama audiovisual, a las nuevas
exigencias sociales y, en definitiva, al denominado gusto moderno. La mayor
parte de ese colectivo estaba integrada por una nueva generación de directores,
como Coppola, Scorsese, Woody Allen… Pero también se hallaban otros
realizadores que, con más experiencia, estaban igualmente implicados en el
cambio, como Stanley Kubrick, destinado a ser el autor del canto de cisne de
MGM: 2001, una odisea del espacio, una de las obras más significativas del momento
y de la historia.
Era el
principio del fin. Tras 2001 empezaría un declive que iba a ser progresivo,
creciente e imparable. De los grandes estudios cinematográficos sólo quedaba el
nombre, ya que su función original y su propiedad habían sido asumidas por
multinacionales e inversores ajenos a la industria. Los nuevos propietarios,
las grandes corporaciones audiovisuales, pusieron el acento preferentemente en
la producción de filmes como una simple inversión de los excedentes de los
negocios musicales.
Todo había
cambiado. En las décadas siguientes, Metro-Goldwyn-Mayer fue vendida y
revendida, una y otra vez. Lo más preocupante es que el inmenso catálogo
original de películas se empezó a dispersar y, engañosamente, a menospreciar y
devaluar. Pero, en contra de falsas apariencias, hoy nadie se atreve a poner en
duda que, allá donde se encuentren esas bobinas de celuloide, siempre serán
identificadas por la imagen del león rugiente y siempre serán consideradas como
lo que son, auténticas obras de arte.
Esta es la
historia –y la leyenda– de una fábrica de sueños, la de sus películas y la de
sus creadores. Aquellos que hicieron soñar a los públicos de medio mundo,
aquellos que revivieron e hicieron más cierta que nunca la sentencia de
Cicerón: «lo más esencial del arte es crear y producir».