introducción

 

la literatura fue antes

 

 

Al ser el poema de Homero un viaje imaginario y pleno de prodigios, hay autores que sostienen que los orígenes de la ciencia ficción pueden remontarse hasta “La Odisea”. Lo que es igual que situar los comienzos de este género –también conocido como fantaciencia o ficción científica– en los de la literatura misma. Sin embargo, John Clute, en su interesante “Enciclopedia ilustrada de la ciencia ficción”, apunta: «Si decimos que Mary Shelley inició la CF con su “Frankenstein” en 1818, tendremos menos problemas»1. Según Clute, todas las obras anteriores al moderno Prometeo, pero con claros apuntes del género que nos ocupa, pertenecen a la proto-ciencia ficción. Entre ellas cuentan clásicos como la “Utopía” (1516) de Thomas Moro, que habría de inaugurar el más politizado de los subgéneros de la ciencia ficción; “La nueva Atlántida” (1627), de Francis Bacon, que –amén de ser otra utopía meridiana–, «es un ejemplo perfecto de un mundo razonado»2; e incluso “Los viajes de Gulliver”, que publicado por Jonathan Swift en 1726 puede considerarse otro precursor –junto con “La Odisea”– de esos periplos imaginarios tan frecuentados por el género.

Esa aseveración de Clute sobre el “mundo razonado” viene a abundar en una afirmación expresada anteriormente, que bien puede servirnos para aventurar la siempre difícil definición. Ciencia ficción –tanto literaria como cinematográfica– es la narración en la que los prodigios y las maravillas se presentan como si en verdad pudieran formar parte de un mundo real que anticipa, para exaltar o condenar, el futuro de la ciencia, de la técnica o de la sociedad. Si el lector prefiere plumas de más enjundia que la nuestra, puede quedarse con la definición dada por Jack Spinrad –”Incordie a Jack Barron” (1969)–, para quien ciencia ficción es todo aquello «que podría ocurrir pero no ocurre aún». Por su parte, Jack Williamson, autor de relatos tan celebrados por los aficionados al género como “El hombre metálico” (1928), “Más oscuro de lo que pensáis” (1948) o “Los humanoides” (1949), estima que la ciencia ficción es «la exploración imaginativa de las posibilidades científicas».

En líneas generales, antes del siglo XIX, incluso cuando la gran Mary coge la pluma, nuestro planeta, tecnológicamente hablando, seguía siendo igual que aquel globo que habitaron los coetáneos de Cicerón, Hernán Cortés o Felipe II. La Revolución Industrial conocía sus albores en Inglaterra, cierto. Ya se habían construido los primeros motores de vapor, pero aún se navegaba a vela, se vivía en pueblos y se araba el campo tirando de animales y obedeciendo a procedimientos milenarios. Si no fuera porque en los últimos 25 años, con la informática a la cabeza, hemos asistido a una serie de adelantos técnicos que nos parecían ciencia ficción cuando se separaron Los Beatles –discos compactos, videoconferencias, telefonía sin hilos y un largo etcétera–, bien podría decirse que en el siglo XIX el Mundo avanzó como nunca. Desde luego, lo que sí es innegable es que en la centuria decimonónica, nuestro planeta conoció un progreso tecnológico inusitado hasta entonces. «A medida que avanzaba el siglo, empezó a parecer que tarde o temprano alguien inventaría algo para afrontar cada desafío (…) fue, después de todo, la época de genios como Thomas Alva Edison. Pero por cada invento real había cien sueños especulativos», escribe Clute3.

Dos años después de que Mary Shelley dé a la estampa “Frankenstein”, aparecen ingenios como el “praxinoscopio”, el “zoescopio” o el “taumatropio”, todos ellos superiores a la linterna mágica en el gentil arte de mover las imágenes lo bastante rápido como para engañar al ojo. Ya en 1822, el inventor y matemático británico Charles Babbage alumbra la máquina diferencial, un aparato capaz de desarrollar cálculos matemáticos sencillos, que pasa por ser el primer ordenador del mundo. En 1838, un año después de que Louis Jacques Daguerre perfeccione el daguerrotipo, el gran Edgar Allan Poe toca muy de cerca la ciencia ficción en sus descripciones de “la tierra hueca” incluidas en “Las aventuras de Arthur Gordon Pym”. Sobre las analogías que esta novela guarda con el objeto de este estudio hay un detalle muy significativo: Julio Verne, rendido admirador de Poe, viene a continuar la obra en “La esfinge de los hielos” (1897), novela que, además, dedica al maestro estadounidense.

En 1851, el mismo año que Verne publica su primer relato de ciencia ficción –”Un viaje en globo”–, los alemanes Hermann Ludwig Ferdinand y Helmholtz inventan el oftalmoscopio. Es curioso comprobar cómo la aparición de los principales títulos del novelista francés coincide en el tiempo –más o menos– con la patente de algún destacado invento: “Viaje al centro de la Tierra” (1864), con la prensa rotativa de bobinas (1865) del estadounidense William A. Bullock; “De la Tierra a la Luna” (1865), con la cirugía antiséptica del británico Joseph Lister; “Veinte mil leguas de viaje submarino” (1870), que tantas películas inspiraría, llega a las librerías el mismo año en que los norteamericanos John Wesley Hyatt e Isaiah Hyatt inventan el celuloide.

Veinticuatro meses antes, en 1868, cuando Edward S. Ellis publica “The Steam Man of the Prairies”, la primera de las semirrevistas en las que tanto se prodigará el género, Carlos Glidden y Christopher Latham Sholes, ambos estadounidenses, han presentado la máquina de escribir. Cuando George Chesney publica la primera narración que versa sobre las catástrofes que entrañarán las guerras del futuro –”The Battle of Dorking” (1871)– y Bulwer Lytton –”The Coming Race” (1871)– y Samuel Butler –”Erewhon” (1872)– alumbran sus antiutopías, Edison trabaja en el telégrafo cuadroplexo. Merced al gran éxito alcanzado por las principales obras de Verne, en 1886 las novelas de ciencia ficción ya cuentan entre las favoritas del público cuando aparece el que habrá de ser otro de sus títulos clásicos: “El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde”, de Robert Louis Stevenson. Esta indiscutible e indiscutida obra maestra estaba llamada a ser uno de los textos del género favoritos de los cineastas, junto con las múltiples variantes que ha inspirado el díptico de Nemo: “Veinte mil leguas de viaje submarino” y “La isla misteriosa” (1874). Pero el texto de Stevenson, a diferencia de los de Verne, también gozará de entrada en la historia de la literatura. Tal vez sea “El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde” la primera novela de ciencia ficción que aplauden los estudiosos de la literatura, honor que anteriormente sólo se ha dispensado –y en contadas ocasiones– a la gran Mary y su “Frankenstein”.

Este desprecio de las cátedras por lo que para ellos sólo son ficciones con trazas de querer ser científicas –únicamente comparable al desdén que nuestro amado género inspira a la ciencia– cambia radicalmente con la publicación de “La máquina del tiempo” (1895), de Herbert George Wells. Con H. G. Wells, como pasará a la historia de la Literatura, la ciencia ficción adquiere una nueva dimensión que va mucho más allá del mero entretenimiento –lo que ya es bastante por otro lado– de las propuestas de Verne. El maestro francés ya es uno de los autores favoritos de la juventud cuando los primeros títulos de su colega inglés consiguen los elogios de las mentes más cultivadas. No en vano, la antiutopía que entraña aquel 802.701, año al que llega el viajero protagonista de “La máquina del tiempo” en su prodigioso invento, inaugura la fantaciencia socialista. Recuérdese que ese Londres de clima meridional y aparente bonanza que nos presenta Wells está habitado por dos razas, los eloes y los morloc. Los primeros viven felizmente alienados en la superficie, en tanto que los segundos, los proletarios –en una estampa que tanto nos recuerda al terrible matriarcado presentado por Bulwer Lytton en “The Coming Race”–, habitan el subsuelo. Pero no sólo es eso; para rizar más el rizo del planteamiento, los morloc son los poseedores de los adelantos científicos y se comen a los felices eloes. Las alusiones a la lucha de clases de Wells, una vez más, pusieron de manifiesto la frecuencia con que la ficción científica, paradójicamente porque es totalmente ajena a lo cotidiano, es uno de los géneros más apegados a la realidad. Surge en un determinado momento político, social y tecnológico e, inevitablemente, lo refleja. Desde luego lo fue en el periodo que compete a estas páginas, cuando el miedo a ese holocausto atómico que latía en la Guerra Fría suscitó un interés por la divulgación científica no conocido desde que los primeros relatos de ciencia ficción coincidían con los grandes inventos.

Mucho antes de esa edad de oro del cine de ciencia ficción, en “La isla del doctor Moreau” (1897) –junto con Frankenstein el más memorable de los mad doctors, empeñado en enmendar la evolución de las especies mediante cirugía–, Wells alude a una cuestión tan elevada como el posdarwinismo. Ya en “La guerra de los mundos” (1898), el ataque alienígena viene a poner en tela de juicio los cimientos sobre los que se alza la sociedad victoriana…

A la sazón, el eminente científico ruso Konstantin Eduardovich Tsiolkovski, que en 1892 ha publicado un artículo sobre un dirigible de metal y en el 94 otro en el que facilita los planos del que puede considerarse primer avión, reflexiona sobre naves espaciales que no planean y carecen de hélices. Son los primeros apuntes de los futuros cohetes, acerca de los que escribirá por primera vez en 1903, al igual que lo hará sobre las escafandras autónomas, los satélites y la colonización del espacio.

Pero permítasenos, como al viajero de Wells, retroceder ocho años en el tiempo para dar noticia de un acontecimiento que tiene lugar en 1895 y que compete más que ningún otro a estas páginas. El 28 de diciembre de este último año, en el Salon Indien del Gran Café de Volpini, sito en el número 14 del parisino Boulevard des Capucines, los hermanos Lumière, sin tener demasiada confianza en el futuro comercial de su invento, organizan la primera proyección cinematográfica. A buen seguro que a los asistentes a aquellas sesiones, las primeras imágenes animadas que se plasmaban debieron de parecerles un prodigio digno de la inventiva de Julio Verne. El dinamismo del cine, idéntico al de la vida, como bien dice César Santos Fontela era algo «que sesenta siglos de pintura y sesenta años de fotografía no habían conseguido»4. Y, además, el cine, gracias a su mecánica, era capaz de hacer visibles las más caprichosas fantasías. El terreno para la ciencia ficción estaba abonado.

 

 

Capítulo I

 

arqueología del género

 

 

Georges Méliès

Esa discusión sobre su pertenencia al género que suscitan todos los títulos incluidos en la proto–fantaciencia, esas dudas que originan las propuestas anteriores a “Frankenstein”, en el caso de la pantalla no tienen cabida. Parece ser que el término fue acuñado en los años 30 del pasado siglo, pero los orígenes del cine de ciencia ficción se remontan a los del cine mismo. En La carnicería mecánica, rodada por los hermanos Lumière en 1897, un cerdo es introducido en una moderna trituradora y sale troceado en jamones. El hallazgo estaba llamado a convertirse en un resorte utilizado incluso en esas Looney Tunes de la Warner que llevan haciéndonos reír desde hace ya tantos años.

Tal vez sea éste que analizamos el primer género cinematográfico. Georges Méliès, el primer cineasta que la historia registra –al menos tal y como hoy entendemos dicha profesión–, también fue el primer adaptador de Julio Verne. De las más de quinientas cintas que rodó, las pocas que han llegado hasta nosotros son de ciencia ficción. A los ojos del profano, nadie se parece tanto al científico como el mago, y eso precisamente, ilusionista, es lo que era el futuro primer realizador antes de descubrir el cine.

Asistente a esa primera proyección en el Gran Café de Volpini, Méliès quedó tan prendado por el invento que intentó inútilmente que los Lumière le vendieran uno de sus tomavistas. Lejos de desalentarse, en 1896, apenas supo que al otro lado del Canal de La Mancha un óptico inglés comercializaba una cámara similar a la ideada por los Lumière, Méliès viajó a Inglaterra para adquirir una por 1.000 francos. En el 97, el aún mago instala en su casa de Montreuil-sous-Bois (París) lo más parecido a un estudio cinematográfico que se ha visto hasta entonces en Francia1. Él prefiere llamarlo “taller de poses”. Igual que han hecho ya los primeros productores americanos, las paredes y el techo son de cristal para aprovechar al máximo todo ese sol que requieren las lentísimas emulsiones de la época para ser impresionadas.

«La magia, la ilusión no están aún presentes en el cine. Se asegura que tales ingredientes aparecieron de repente y por azar –escribe José Luis Garci2–. Méliès estaba proyectando en Montreuil un filme que había rodado en la plaza de la Ópera de París. El ómnibus Madeleine-Bastille cruzaba por la pantalla cuando ello sucedió. Méliès no podía dar crédito a sus ojos cuando vio un coche fúnebre. Aunque esto parezca algo mágico, la explicación técnica es simple. Durante el rodaje, la película había quedado bloqueada en el tomavistas durante unos segundos, los suficientes para que, al reemprender la toma de imágenes, la circulación parisiense se hubiera modificado, dando lugar al sorprendente efecto de “sustitución” (…). Así, este especialista del trucaje escénico, se convierte también en el especialista del trucaje cinematográfico». A partir de entonces, Méliès comenzará a experimentar con las infinitas posibilidades que ofrece el artificio. Concibe el tomavistas, el cine en general, como una varita mágica. Uno a uno, colorea manualmente todos sus fotogramas. Para simular las escenas submarinas, coloca un acuario entre la cámara y su modelo, a la que viste de sirena. Pero no hay duda de que el más importante de los hallazgos de Méliès fue el empleo de la luz artificial. El antiguo ilusionista –si es que alguna vez dejó de serlo– fue el primero en utilizarla.

Antes de realizar Viaje a la Luna (1902), la primera película de ciencia ficción de la que se tiene noticia, el hombre a quien Georges Sadoul habría de llamar «el creador de la realización cinematográfica» ya apunta al género en títulos como la perdida Gugusse et l’Automate (1897), en la que, según parece, un payaso se enfrentaba a un hombre mecánico. En Les rayons roentgen, el esqueleto de un paciente, que está siendo examinado a través de los rayos X, abandona el cuerpo al que pertenece. Pese a la teatralidad que les reprochan algunos comentaristas, ambas cintas están llenas de dinamismo. De hecho, como señala Garci, sería un error imperdonable no descubrir en Méliès «gracias a su fluidez, a la veloz sucesión de sus gags, la antesala de lo que, con el tiempo, se transformará en la esencia del dibujo animado americano»3. En cualquier caso, esos dos títulos, rodados en 1897 y de un minuto de duración, presentan claros apuntes del tema que nos ocupa; interés en el que el desdichado pionero fue a abundar en La Luna a un metro (1898), fantasía en la que nuestro satélite visita el observatorio de un astrónomo que lo estudia para convertirse en una gentil hada, y Ella (1899), primera adaptación de la novela homónima de Henry Rider Haggard.

Lo que hasta entonces había sido cierto afán por temas afines a la ciencia ficción se manifiesta abiertamente en Viaje a la Luna. Este primer largometraje de Méliès –sus 21 minutos de duración le dan el rango en comparación con los escasos 60 segundos de las producciones anteriores– es una adaptación de Verne –De la Tierra a la Luna– y Wells –Los primeros hombres en la Luna–. Sus treinta cuadros, equivalentes a nuestras actuales secuencias, nos narran la alucinada experiencia de los participantes en el Congreso Científico convocado por el Club de los Astrónomos. Decididos a ser los primeros hombres en la Luna, construyen para el viaje un obús que, disparado por un cañón de gran calibre, irá a caer en un ojo de nuestro satélite. Dicho plano es el primer icono de la historia del cine. Ya en la Luna, nuestros congéneres toparán con los selenitas de Wells, a los que desintegran a golpes de paraguas, antes de regresar a la Tierra dejando caer el obús desde un precipicio lunar.

Pese a su ingenuidad, Viaje a la Luna es la primera obra maestra que la aún incipiente pantalla registra. Méliès está en plena posesión de sus facultades creativas. Ni siquiera le hacen falta rótulos explicativos para contar la película. La cima está alcanzada. Aunque sus producciones son cada vez más ambiciosas, a partir de entonces –tal será posteriormente el caso de Griffith tras el estreno de Intolerancia (1916)– todo es un largo descenso. Antes de que su suerte esté definitivamente echada, Méliès tiene tiempo de volver a interesarse por la ciencia ficción en Viaje a través de lo imposible (1904) –una marcha al Sol, ni más ni menos– y de volver a adaptar a Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino (1907). Los decorados de esta última, fielmente basados en las ilustraciones de Alphonse de Neuville para la primera edición de la novela, cuentan entre los más logrados de Méliès.

Pero el destino del impulsor del taller de poses no tardaría en torcerse. Los robos descarados que los americanos hacían de sus películas –de las que la Edison, la Biograph y la Vitagraph, siguiendo la tónica general de la época, tiraban cientos de copias para la explotación comercial sin que el francés percibiera ni un céntimo–, los elevados costes de producción durante la Gran Guerra (1914-1918) y la aparición de las grandes productoras galas –Pathé, Gaumont– dejaron a Méliès fuera de juego. Ya en 1932 fue encontrado por un cinéfilo –M. Druhot, editor de la revista “Cine Journal”– vendiendo juguetes y golosinas en un bazar de la estación de Montparnasse. Se le rindieron los tributos debidos, pero no fueron bastante para evitar que seis años después muriera en un asilo para cineastas. Con el correr del tiempo, Lewis Jacobs, refiriéndose al antiguo ilusionista, dejaría escrito en “La azarosa historia del cine americano” que éste, «como arte, debe su nacimiento a un francés».

 

Segundo Chomón

La inclusión del español Segundo Chomón –de Chomón, según otros comentaristas– entre los pioneros de nuestro género se antoja tan insólita como la inclusión de Isaac Peral y su submarino en la lista de los grandes inventos que conoció el siglo XIX. Aragonés, como don Luis Buñuel, muy probablemente fue Chomón el primer cineasta que utilizó la truca4 en sus rodajes fotograma a fotograma. Admirador de Méliès, hay autores que sostienen que el francés rechazó un proyecto de colaboración propuesto por Chomón, cuando el español se presentó en Montreuil-sous-Bois tras haber realizado una primera adaptación de Swift en Gulliver en el país de los gigantes (1905). Lo que nadie duda es que El hotel eléctrico (1905) fue la primera película de ciencia ficción española y que cuenta además entre lo mejor de los albores del género. Su trama gira en torno a la visita que una pareja de viajeros –Julienne Mathieu y el propio Chomón– hacen a un hotel en donde todo está mecanizado. Las maletas se abren solas y la ropa es colgada en los armarios merced a las maravillas de la electricidad. Mientras los visitantes son peinados, afeitados y aseados mediante utensilios que parecen tener vida propia, hay algo en las imágenes de Chomón que nos anuncian las que Tim Burton rodará en Eduardo Manostijeras (1990). Pero cuando el encargado del hotel se emborracha y comienza a accionar indebidamente los mandos, lo que se presagia es esa condena a la automatización de las cosas que veremos con posterioridad en títulos como ¡Viva la libertad! (René Clair, 1931) o Tiempos modernos (Charles Chaplin, 1935).

Vilmente plagiado por el inglés James Stuart Blackton, que en 1906 rueda en Hollywood The Haunted Hotel, claro “fusil” de la cinta de Chomón, este atropello no impide que la Pathé, que ya conoce al aragonés por haberle encomendado el rodaje de las estampas españolas de algunos de sus noticieros, ofrezca un contrato a Chomón. Al otro lado de los Pirineos, el aragonés sigue interesándose por la ciencia ficción en títulos tan inequívocos como El rey de la cabeza elástica (1908), Visita a Júpiter, Nuevo viaje a la Luna, Viaje a Marte y Viaje al fondo de la Tierra. Todas están rodadas en 1909. La última, como su propio título sugiere, es una adaptación de “Viaje al centro de la tierra”, de Verne. Tras una dilatadísima filmografía –500 films–, Chomón, que nunca dejó de ser un sensible director de fotografía, acabó sus días como primer operador en Italia.

 

Otros pioneros

Ya aludido –aunque no nombrado– con anterioridad en nuestro relato, Robert William Paul, además de ser el óptico inglés que inventó el tomavistas que compró Méliès al otro lado del canal, es considerado el primer realizador interesado por la ciencia ficción en las islas británicas. Contemporáneo de Wells, parece ser que en 1895 se entrevistó con el autor de “La máquina del tiempo” para hacerse con los derechos de adaptación de la novela. Ni que decir tiene que el escritor se negó. Ello no fue óbice para que Paul realizara una cinta tan original como An Over-Incubated Baby (1901), toda una advertencia sobre los peligros que también entraña la ciencia. En este caso, una incubadora calienta excesivamente al bebé que duerme en su interior y sale convertido en un anciano. A destacar tanto la originalidad del argumento como la capacidad de síntesis de Paul: un minuto le basta para desarrollar el asunto. The Trip of the Artic (1903), la otra cinta de Paul que ha llegado hasta nuestros días, sirvió de inspiración al Méliès de La conquista del Polo (1912). En sus secuencias, Robert William Paul nos refería la experiencia de una expedición científica a las nieves y los seres mitológicos que le salían al paso. The Motorist (1906) está mucho más cercana al tema de estas páginas. Su breve asunto gira en torno a un fantástico automóvil que, alejándose entre las nubes, llegará hasta la Luna y, tras circunnavegarla, proseguirá su vuelo hasta Saturno. «R. W. Paul –llamado el Méliès británico; a Chomón se le llamó el Méliès español–, dotado de una imaginación más comedida, de una inventiva en trucos menos brillante que “el mago de Montreuil”, nos atrae por su condición de amante de lo insólito, de lo mágico, de lo fantástico», escribe Garci5.

Británico fue también Cecil Hepworth, a quien debemos The prehistories peeps (1906), primera de las muchas cintas que daría el género en una de sus más sugerentes variantes: la prehistórica. Llegados a este punto, cumple puntualizar sobre esa otra línea de la ciencia ficción que, en lugar de proyectarse hacia el futuro, hacia la anticipación, se retrotrae hacia el pasado. Teorías, al igual que justificaciones, hay para todo. A nuestro juicio, estas películas –en las que frecuentemente los hombres conviven con los dinosaurios y demás inexactitudes que admitimos tan de buen grado como la llegada de los platillos volantes– han de incluirse dentro del capítulo de esas antiutopías o distopías tan habituales en la ficción científica. Eso es lo que son todas ellas al llevarnos a mundos perdidos, desde esta primera propuesta de Hepworth hasta Hace un millón de años (Don Chaffey, 1966) y demás delicias de la Hammer.

Volviendo a Francia, entre los realizadores contratados por Charles Pathé para su productora, hay que dar noticia de Ferdinand Zecca. Supervisor de Chomón en los primeros trabajos que el aragonés realizó en Francia, Zecca se interesó de soslayo por los misterios del cielo en El amante de la luna (1905) y Viaje a través de una estrella (1906). Realizada esta última en colaboración con otro antiguo ilusionista, Gaston Velle, viene a abundar en los viajes a la Luna –y demás cuerpos celestes– a lo Méliès. Mucho más innovadora se nos antoja una producción anterior, la primera que se le recuerda a Zecca. Lleva por título À la conquête de l’Air (1901) y, más que por el avión a pedales que surca el cielo en sus estampas, ha hecho historia por ser la primera película que utiliza para sus rudimentarios trucajes la pantalla partida. Fieles a su tradición de entonces, Hollywood plagió sin ningún miramiento esta película en The Twentieth Century Tramp (1902). Dirigida por Edwin S. Porter, el avión a pedales –con muy buen criterio– se cambiaba por una bicicleta.

Maurice Tourneur, padre del gran Jacques, es de los primeros en acometer el apasionante subgénero de los mad doctors en Le système du docteur Goudron et du professeur Pluma (1912). No obstante es mucho más recordada La folie du docteur Tube (1915), de Abel Gance.

Louis Feuillade –“el Griffith francés” en palabras de Sadaoul– rueda su primer Fantomas en 1913. Junto con Judex –iniciado en 1917– serán dos de los seriales más interesantes de los muchos que habría de empezar a dar el género en la década de los 10.

Tras escribir un guión que está considerado el primero en acometer los transplantes de cerebro –que Louis Feuillade, pese a su vertiginosa actividad, no puede rodar–, Henri Fescourt realiza Un obus sur Paris (1913), todo un presagio de la Gran Guerra que se avecina.

Al otro lado de los Alpes, en Italia, la incipiente ciencia ficción también interesa a los no menos incipientes primeros cineastas. I tre fiaschi di Cretinneti (André Deed, 1910) es la primera versión de “El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde” que se rueda en la península de la bota, en tanto que El submarino 27 (Angelo Oxilia, 1915) es un claro trasunto del Nautilus de Verne. Pero no hay duda de que la cinta más curiosa de aquellos albores de la fantaciencia italiana la realiza Ubaldo Maria del Colle con el título de L’uomo dall’orecchio mozzato (1916). Su propuesta gira en torno a un asunto que dará mucho que hablar medio siglo después: la hibernación. En aquel primer acercamiento, el congelado era un soldado de la Grand Armée que vuelve a la vida cien años después de que Napoleón fuera derrotado en Waterloo (1815).

Antes de que Fritz Lang entrara en escena para imprimir un nuevo rumbo a la ciencia ficción, Otto Rippert realiza en Alemania la serie Homunculus (1916). Se trata de una variación del asunto de “Frankenstein” en tres episodios en la que muchos han querido ver un claro precedente del expresionismo. En esta ocasión, la creación del moderno Prometeo –el doctor Hansen– no es una monstruosidad, sino un ser agraciado. Los problemas comienzan cuando descubre que no puede amar y se venga de la humanidad convirtiéndose en un tirano y provocando revoluciones. Al día de hoy, es fácil atisbar en él un auspicio de Hitler.

Al otro lado del Atlánlico, Edison, el antiguo especialista en apropiaciones indebidas de argumentos, produce una primera versión de Frankenstein (1910) que dirige J. Searle Dawley. Seis años después, la Universal decide unir “Veinte mil leguas de viaje submarino” y “La isla misteriosa” en Twenty Thousand Leagues Under the Sea, dirigida por Stuart Paton. Pero no será hasta bien entrada la década siguiente cuando el cine de ciencia ficción comience a interesar –y muy relativamente– a los productores de Hollywood.