LA PROFESIÓN MÁS ANTIGUA DEL MUNDO

Antonio Ozores

 

 

Después de recorrer hemerotecas, museos de antropología y de leer minuciosamente la Biblia, los Corintios, varias epístolas, los rollos del mar Muerto, a Lutero, Einstein y Sigmund Freud, he llegado a la conclusión de que la profesión más antigua del mundo no fue la prostitución. No señor, para nada. La profesión más antigua del mundo fue la de actor. El hombre, y sobre todo la mujer, lo primero que hizo al comienzo de su aparición en la Tierra fue mentir, fingir, interpretar.

¿Qué le dijo Eva a Adán para que se tomara la manzana?

Mentiras, naturalmente.

A partir de ahí se empezó a fingir, a mentir. La mujer preguntaba:

«¿Dónde has puesto el hueso de diplodocus que le voy a echar al cocido?». «No sé, mi bien. Yo no lo he visto.» «¿De dónde vienes a estas horas?» «He estado con unos amigos jugando a las tabas de un mamut.» Ahí, ahí empezó la mentira, el fingimiento y así nació el primer intérprete, ¡el primer actor de la historia de la humanidad!

Hay gente que exageradamente supone que nuestra descendencia no viene del simio, según Darwin, sino de un actor.

 

Infinitamente después surgió la prostitución.

Unos doscientos cinco mil millones de años más tarde la mujer dijo: «Si me das un buen churrasco del hígado de ese spredodáctilo me voy contigo a la piel», entonces no se había inventado aún la cama. Ésa fue la primera prostituta. Recibió algo a cambio de sexo. Pero esto como he dicho anteriormente se creó muchísimos años después del fingimiento, de la mentira, en suma, «del actor».

Esto no quiere decir que yo no tenga un afecto especial a las prostitutas, son necesarias desde hace muchos años para la sociedad, y a mí me quieren mucho porque repito lo que dijo el premio Nobel don Jacinto Benavente: «A las prostitutas hay que tratarlas como virtuosas señoras, y a las señoras como verdaderas prostitutas».

Este preámbulo pretende exclusivamente justificar el título de este libro. Esto, aunque lo parezca, no es una autobiografía. No lo es. Es todo lo que les ocurrió a todas esas personas que he conocido, dándose la circunstancia de que yo estaba allí.

También pueden ustedes pensar que el título de este libro no corresponde a lo que viene en su interior, pero tampoco en la película Un tranvía llamado deseo aparece ningún tranvía.

Cuando quieran tengo documentación masiva que avala cuanto expongo. La profesión más antigua del mundo fue... LA DE ACTOR.

 

(El autor)

 

 

 

En primer lugar quiero advertir que este libro no es una autobiografía. Las autobiografías escritas por el mismo protagonista no suelen ser muy fieles. La vanidad del autor siempre saca a relucir sus magníficas cualidades y generalmente son un autobombo. Las que no están escritas por el autor, ya son otra cosa. Son más imparciales.

Esto que van ustedes a leer (si es que han comprado el libro, que por otra parte, no es caro) son muchas cosas juntas: anécdotas, creo que muy divertidas, de teatro, cine, radio, televisión; cosas que me han contado algunos compañeros; opiniones descabelladas de un gran amigo mío que va frecuentemente al psiquiatra...

Por otro lado, espero un gran éxito con este libro porque hablo sobre las mujeres que he conocido. Tanto es así que en un principio pensé titularlo Mis mujeres, para así aparecer en todos los programas del corazón, pero no podía ser porque se cuentan muchas otras cosas.

También viene una recopilación de los momentos que mis amigos consideran más felices de mi intervención en el programa de radio «Debate sobre el estado de la nación» que estuvo en antena la friolera de doce años con índices máximos de audiencia. Todo lo que cuento es absolutamente verídico y por supuesto inédito.

Y nada más. Todo son cosas cortitas. Se puede leer de una sentada o de una acostada. Este libro se lo dedico a todos los perros del mundo,

que son los únicos que jamás te harían una faena.

 

 

Antonio Ozores

El actor

Yo me llevo muy bien conmigo como actor. Por supuesto que he hecho películas, digamos que de poca categoría en las que yo como intérprete he estado bastante mal, para qué vamos a andarnos con tonterías. Pero justifico el haberlas hecho porque como cada quisque tenía que pagar el alquiler del apartamentito, la luz, el gas y mi bocadillo de jureles. Porque aquí donde me ven, económicamente he tenido épocas de una debilidad económica extrema. Después de interpretar Los tramposos, en el año 1963 estuve todo un año sin que nadie me contratara. ¿Extraño? Para nada. En esta profesión es muy frecuente. No me ha ocurrido sólo a mí sino a infinidad de actores. Una cosa es el oropel del éxito, los autógrafos y otra muy distinta no poderte tomar cien gramos de gambas. En esos momentos

de penuria me encontraba en un bar tomando una caña —mi presupuesto no daba para más— y cosa curiosa, un grupo de personas, todas con un papel en la mano, vinieron a pedirme un autógrafo. Paradójico, sí señor. Porque resulta que el vulgo cree que en cine se gana una barbaridad de dinero. En los años que van desde el 50 al 65, se ganaba muy poco, al menos yo. Treinta mil pesetas cobré por protagonizar con Tony Leblanc Los tramposos. Se dice siempre: «Bueno, es que treinta mil pesetas en esa época era mucho dinero». Pues no señor. En esos tiempos un piso mediano costaba un millón. Yo tardé bastante en ganar lo que se dice ganar. Las series de televisión que hice fueron las que me sacaron a flote, y también varias películas a partir de los años ochenta.

He comprobado que el poco o mucho éxito que haya podido tener en esta profesión es por lo que me he inventado sobre los textos de los guiones de cine y obras de teatro.

Siempre que me daban un guión yo me iba a mi casa y empezaba a poner cosas nuevas a mi personaje, sin tocar para nada el resto del guión. Tuve la gran suerte de que los directores aceptaban absolutamente todo lo que había añadido. Entre otros, uno de mis primeros añadidos fue en la película Las muchachas de azul. Yo iba a unos almacenes a ligar con una dependienta con unas llaves que movía mucho en mi mano. La chica, esperanzada, me preguntaba:

«¿Coche o moto?». Yo contestaba: «No, armario». Que los productores y directores me hayan dejado hacer esto me ha permitido demostrar mi sentido del humor.

Estoy infinitamente agradecido a esta circunstancia.

Ahora ya es mejor aún. Cuando me entregan un guión o una obra de teatro, me dicen: «Ah, y no dejes de meter tus cosas». En el «Un, dos, tres…» de Chicho tenía absoluta y plena libertad. Yo me escribía el guión o lo improvisaba, unas veces con mi amigo Juanito Navarro y otras veces solo. Tenía un pie obligado lógicamente, que era el tema del programa de la semana. Mencionaba un par de cosas sobre el tema elegido, pero básicamente hablaba de ese modo especial en el que no se entiende demasiado, y como esto también requiere una técnica, justo al final decía muy claro y fuerte: «De todos los españoles». Otras veces: «Ahora por fin ya somos europeos», «Eso no se hace, caca» o «No hija, no». Todas esas frases estaban en la calle. Fue todo un éxito. Máxime porque sólo había un canal y no tenían otro concurso dónde elegir.

Me considero incapaz de definir lo que es el sentido del humor. Ya lo han hecho infinidad de personas con mucha más capacidad que yo. Yo creo que es una predisposición innata que se tiene o no se tiene. Las cosas ingeniosas a los humoristas se nos ocurren y nadie puede decir cómo. Se nos ocurren, vienen y ya está. Claro que hay muchas cosas que las deshecho a los dos segundos de habérseme ocurrido. Antes me ocurría muy a menudo: estaba en la cama con la luz apagada y me venía una idea

estupenda que tenía que apuntar en un papel para no olvidarla.

Al día siguiente me levantaba lleno de ilusión para leerla… ¡Y era una gilipollez tremenda que tenía que romper!

Lo que hay que hacer en el humor es ser distinto. Ahí tenemos a Gila, Tip y, en cierto modo también, a Chiquito de la Calzada, que lo que menos importa son los chistes que cuenta, sino las cosas extrañas que hace mientras los escenifica. El triunfo en este difícil género es salirse de norma y sobre todo ser muy crítico con uno mismo.

No creer que eres genial y que todo lo que inventas es cojonudo. Un punto de modestia es muy necesario.

Tampoco creo en tener que esperar a que venga la inspiración y se siente a tu lado. Ponte delante del ordenador y escribe, escribe y desecha, verás como siempre se te ocurre algo.

Me he dado cuenta después de setenta años de que lo que yo soy en realidad es escritor, lo que pasa es que he hecho tanto teatro y tanto cine que nunca he tenido tiempo de sentarme ante un ordenador.

Por fin lo hago ya que ahora sí tengo tiempo y me he dado cuenta además de que me divierte hacerlo.

Tengo tres comedias de teatro escritas, tres series de televisión. Cinco concursos. Sé que me va a pasar lo que a ciertos pintores célebres. Es posible que se me reconozca como escritor humorista cuando me haya ido a hacer puñetas.

 

He descubierto que mi querido y admirado Alfonso Ussía tiene en su casa lo mismo que yo, un gran saco lleno de palabras.

Él las pone en un orden perfecto, otros no tanto, entre los que me incluyo. No sabe Alfonso el mal que crea al escribir tan bien.

¿Lo hace con mala intención? Yo creo que sí. Sus artículos en Época y ABC son serios, consecuentes, inteligentes. Sus libros, con un humor admirable. ¿Va a seguir en ese plan? ¡Pues estamos aviados! Y para más desgracia... es prolífero.

Tanto puedo decir de muchos otros escritores que con total desvergüenza escriben muy bien.

De todo debe haber en la viña del Señor. Pero somos más los que no sabemos, que los que sí.

Les dejo porque voy a echarme a llorar un rato.

 

Primera parte

 

Mi profesión. Teatro

El origen de este maravilloso arte empezó, como todo el mundo sabe, en Grecia. El teatro es la madre por excelencia de todos los medios que vinieron después: la radio, el cine, la televisión y lo virtual.

El teatro es la verdad de lo que significa la interpretación, todos los inventos posteriores son sucedáneos más o menos creíbles.

Una persona viva, real, está en un escenario interpretando un personaje, yo me creo más lo que está haciendo ese señor que lo que veo sobre una gran superficie blanca en un cine o en una pantallita de televisión. Es infinitamente más difícil interpretar en teatro que en cualquier otro medio.

Sobre un escenario, si en vez de «Buenas tardes» dices «Buenas TORDES» conseguirás la hilaridad del respetable público. Sin embargo, en el cine se hacen las tomas necesarias para que al final el personaje diga «Buenas tardes».

Más de una vez me he tropezado y caído en el escenario o he dado un traspié sin querer, y no he oído la voz del director cinematográfico diciendo: «Corten. Vamos a repetir».

En algunos casos ocurren cosas graciosas encima del escenario durante la representación, que nos hacen reír porque nos cogen desprevenidos. Bueno, pues eso es lo que más le molesta al público: que nos riamos los actores y que ellos no sepan de qué nos reímos. Para eso yo tengo un truco

cuando esto ocurre. Simplemente me tropiezo a propósito y me caigo al suelo, así ya se pueden reír los actores…y sobre todo el público. «Mira, qué gracia, se ha caído.»

En el teatro, cuando estás actuando, al público no le importa que te duela la cabeza, el estómago o que tengas fiebre. Ellos han pagado su entrada para reírse y no tienen por qué notar que te ocurre algo. Yo mismo en una ocasión, trabajando con Lina Morgan, debido a un intenso dolor provocado por una úlcera de duodeno, empecé a sudar, pero seguí ocultando cómo pude mis molestias e intenté estar suficientemente divertido. A mi padre, también actor, le comunicaron la muerte de su padre un momento antes de salir a escena, sin embargo salió e hizo reír al público. Esa frase tan manida de «La función tiene que continuar» es completamente real.

El padre de Lina Morgan murió a las nueve de la noche. Lina estaba en el escenario a las once en punto. Claro que en un caso así se podría haber suspendido la representación, pero yo no conozco ningún caso en que un actor haya pedido suspender la función por algo tan doloroso.

Esto no ocurre ni en el cine ni en la televisión. Claro, como no hay público de pago en el momento del rodaje se puede hacer. El teatro tiene la ventaja sobre el cine, al menos en el género cómico, de que puedes hacer pruebas. Nosotros llamamos «morcillas» —desde tiempo inmemorial— a cuando te sales del texto escrito por el autor de la comedia, y ahí los que improvisamos podemos ir probando ante el público nuevas frases. ¿Que no se ríen con lo que has añadido?, pues no lo dices en próximas representaciones y en paz. ¿Que se ríen?, pues lo dejas fijo y lo dices ya todos los días. Con eso se consigue añadir risas a la función.

Cuando estrenamos Lina Morgan y yo la revista La marina te llama, la gente no se reía mucho. Después de estar un año de gira por provincias y de meter nuestras «morcillas » no ya se reían: se mondaban. Al poco tiempo de esto Lina pudo comprarse el Teatro de la Latina. El teatro es infinitamente más difícil de hacer que el cine. Yo tengo ciento sesenta películas en mi haber y en todas ellas he observado que lo más importante es que se entienda muy bien lo que dices; en cine y en televisión últimamente oigo a los actores, eso sí, pero no les entiendo.

Vocalizar y dar matices sin exagerar no debe de ser nada fácil según veo últimamente.

En resumen, y al menos en mi caso, estoy seguro de que el arte de Talía, el TEATRO con mayúsculas, es la madre de esta bendita profesión.

 

¿Cómo se puede ser tan tonto?

Ciudad Rodrigo, una bella ciudad declarada monumento nacional, año 1949. Actuaba a la sazón en esa ciudad con la compañía de mis padres, Compañía de comedias cómicas Puchol Ozores. Vivía en una modesta pensión. Después de la última representación en el teatro... a la pensión. Me tumbé en mi colchón de borra a estudiar la próxima obra de teatro que íbamos a representar. Saqué un cigarrillo y, ¡oh sorpresa!, ni cerillas ni encendedor. Tres de la madrugada. Nadie a quién pedir lumbre. Fui a la calle. El sereno no fumaba. Todo cerrado. No me quiso dar las señas de alguna casa de lenocinio. Por otra parte ir a una casa de prostitución a pedir una cerilla no es nada normal. Regresé a mi pensión. Me tumbé en mi cama…soplé, y apagué la vela. ¿Han visto ustedes alguna vez un ser más imbécil?... Pues ése soy yo.

 

Yo interpreté a los diecinueve años

a don Juan Tenorio

En la compañía de teatro que encabezaban mis padres allá por el año 40, era tradición que en el día primero de noviembre se representara Don Juan Tenorio. Fue mi primera oportunidad de interpretar a don Juan. Ocurrió en Zamora. Naturalmente, era lo suficientemente inconsciente para no concederle excesiva importancia, aunque en los primeros ensayos empecé a aterrarme. ¡Dios mío! Me aprendí no sólo mi personaje, sino el de toda la obra de Zorrilla, y en verso. Mandaron la sastrería de Madrid y ahí empecé a envanecerme. Siempre al que interpretaba a don Juan le daban el mejor traje, y sobre todo… la mejor espada. No se hizo ningún ensayo. Como esta función en esa época del año tenía mucho éxito de público, debuté con cuatro funciones diarias. El primer día, a las cuatro de la tarde, a las seis la siguiente, a las ocho la tercera, y a las once de la noche la última. A pesar del tiempo transcurrido, recuerdo que estuve bastante bien, y lo sé porque en aquel momento en Zamora el crítico del periódico local era Gua, el gran humorista y mi gran amigo, con el que me sigue uniendo una gran amistad. Su crítica sobre mi actuación fue magnífica, la tenía guardada, pero desgraciadamente no sé dónde está, y que conste que aún no nos conocíamos. Por cierto, el empresario del teatro se llamaba San Vicente. Su hija y yo tuvimos un romance absolutamente inocente y totalmente romántico. Entonces yo era muy pequeño, porque en los años cuarenta tener diecinueve años era ser, pero que muy pequeño.

 

La penuria de los años cincuenta en la revista

Durante muchos años actué en diversas compañías de revista. Por los años cincuenta empezaron a salir las medias llamadas de cristal, pero eran carísimas. A las chicas del conjunto —que así se llamaban entonces— les daban un lápiz marrón, una botellita con un líquido también marrón y una esponjita. Ellas se tenían que embadurnar las piernas y luego con el lápiz marrón hacerse una raya longitudinal por detrás de la pierna... y ya tenían unas preciosas medias. Había algunas a las que más que por comodidad, o por exceso de pavor al agua, les duraban las mallas una semana.

El vestuario de las bailarinas —esto de bailarinas es un eufemismo— era absolutamente sorprendente. Los sombreros que utilizaban eran esas macetas de tamaño mediano de barro pintadas de colores con Titanlux. Tenían un fuerte barboquejo para que el peso no las hiciera caer.

Sobre un pequeño pantaloncito llevaban una especie de flecos confeccionados con bolsas de basura de diferentes colores, que con unas tijeras eran cortadas para darles esa forma de flecos. Bueno, pues bien, un día las vi desde el público, y les puedo asegurar que quedaba bastante vistoso.

¡Eso es ahorrar en vestuario y lo demás son tonterías!

 

Con asistencia del autor

Sobre los años cincuenta había infinidad de compañías de teatro en Madrid  por provincias. Las que casi siempre estaban en provincias eran las compañías modestas. Entonces se veía tanto teatro porque no existía la televisión y se hacía muy poco cine en nuestro país. Había la costumbre de hacer «fines de fiesta». Esto consistía en que, al final de la representación, los propios actores de la compañía recitaban versos, hacían juegos de manos, algunos hasta cantaban una canción de moda. Pero había también otra novedad. Cuando asistía poco público al teatro se anunciaba con grandes titulares en la pizarra de entrada al local: «Hoy en las funciones de tarde y noche asistirá el autor de la comedia». ¡Mentira! El autor estaba en Madrid y no se le ocurriría ir a un pueblo perdido en el mapa de España. Pero todo estaba previsto. A uno de los actores de la compañía se le ponía unas gafas, un bigote, un buen traje, y al final de la representación salía a saludar haciéndose pasar por el autor. Este truco siempre funcionaba bien, hasta que un día en que se representaba La dama boba salió el autor a saludar. Tres eruditos del pueblo, el boticario, el alcalde y el médico pusieron el grito en el cielo: «¿Cómo iba a salir a saludar Lope de Vega?».

Los actores ese día con lo que les arrojó el respetable tuvieron una opípara cena vegetariana, con los tomates, zanahorias y diversas verduras que les tiraron al escenario.

 

Hablar con el público

antes de empezar la función

Nos encontrábamos con la compañía teatral de mis padres, Puchol Ozores, trabajando en un pueblo de Cataluña. Esto sería en 1940, recién terminada la guerra civil. Entonces había una costumbre que utilizaban todas las compañías de teatro: hablar al público antes de empezar la función para felicitarnos todos por el final de la guerra. Se alzó el telón, salió mi padre y dijo poco más o menos esto: «Buenas noches señoras y señores de este magnífico pueblo de Tortosa. Felicitémonos por el final de esta guerra fraticida entre hermanos. Aquí en Tortosa como en toda España celebremos este hecho. Porque en Tortosa… ¿Qué puedo decir de Tortosa?, sus gentes, su simpatía. Es que Tortosa es un pueblo especial. ¡Viva Tortosa!». El público no mostró ninguna reacción a favor de este peloteo. Hubo un silencio total. Ni un aplauso, nada. Mi padre salió del escenario y le dijo a mi hermano José Luis (Peliche): «Qué público más frío es éste de Tortosa». Mi hermano hizo una pausa y le contestó: «Papá, es que donde estamos hoy es en Terrasa, ¡¡¡TERRASA!!!, no Tortosa».

Por los años cincuenta y sesenta existía un autor teatral llamado Ramón Torrado que escribía comedias muy comerciales pero que no gozaba de la simpatía de los intelectuales.

Uno de ellos dijo de dicho autor: «Ramón está escribiendo…no se le ocurre nada… y sigue escribiendo».

 

Los fines de fiesta de los años cincuenta

Con la compañía de mis padres, Compañía Puchol-Ozores, estuvimos cinco meses consecutivos en el Teatro Pavón de Madrid, a cinco pesetas la butaca. Interpretábamos cuatro comedias distintas a la semana. Lo podíamos hacer porque llevábamos cuarenta comedias de repertorio. Entonces la familia no teníamos casa en Madrid y vivíamos en una pensión en la calle Doctor Cortezo. Entonces era costumbre hacer un fin de fiesta al terminar la obra que estábamos representando. Mi hermano José Luis hacía una perfecta imitación de Cantinflas y yo me disfrazaba de Jorge Negrete... Naturalmente no me parecía a él en absoluto, así que un señor que se llamaba «Profesor Mario» y que imitaba muy bien su voz se ponía en un lado del escenario escondido, cantaba —a capela— Ay Jalisco no te rajes, y yo movía la boca haciendo el play-back. Naturalmente sin micrófono. Un buen día a mitad de la canción le dio un ataque de tos..., yo también tosí en play-back y salí tan ricamente del paso. La función debe continuar.

 

Pasar el año nuevo en el escenario

También he pasado muchos años nuevos encima de un escenario en Madrid, y sobre todo en provincias. El primer acto transcurre normalmente. El ritual de las doce campanadas, que es cuando entra el nuevo año, suele acontecer un poco antes de que termine el primer acto. Se interrumpe la representación y el primer actor —en ese caso yo mismo— se dirige al público anunciándoles que va a entrar el nuevo año. Por megafonía se conecta siempre con Radio Nacional y hay una espera de unos minutos antes de que suenen las campanadas. Al público se le obsequia con el cotillón: un benjamín, sombreros de papel, serpentinas, y naturalmente las doce uvas que no sé porqué siempre se llaman, «las uvas de la suerte». Reconozco que es bien poco lo que se les da, ya que el precio de la butaca ese día es más del doble de lo normal, y que además las uvas y esas tonterías están patrocinadas por varios comercios de la localidad, con lo que a la empresa del teatro no le cuesta un duro. Llega el momento de las doce campanadas. Los actores y técnicos del teatro están en el escenario y también llevan su paquetito con las doce uvas. Todos, público y los que estamos encima del escenario, nos tomamos las uvas al compás de las campanadas. Abrazos del respetable entre sí, y también entre los que estamos en el escenario.

Y a partir de ahí continúa la representación. Lo de «continúa la representación» es un eufemismo. Sobre todo en provincias. Entre el público aparecen botellas, todos hablan de sus cosas con la emoción del festejo, y a partir de ese momento ya no se enteran de lo que ocurre en el segundo acto. Su alegría es desbordante, las conversaciones entre ellos se cruzan, se oyen risas y naturalmente no se enteran en absoluto de lo que decimos los que estamos encima del escenario... pero no importa... es año

nuevo.

 

Los vividores

Castañares era un actor muy malo que apenas tenía trabajo, pero tenía infinidad de trucos, más bien innobles, para dar sablazos. Un día fue por el conocido Café Gijón y contó la triste historia de lo que le había ocurrido en la playa de Santander. Su hijo de siete años se estaba bañando en el mar y no sabe cómo ocurrió realmente, pero se ahogó. Pidió a todos sus amigos que hicieran una colecta para pagar el entierro. Entre todos le consiguieron veinte mil pesetas. Exactamente al día siguiente Castañares paseaba por la calle con su hijo de siete años y se encontró con uno de los del Café Gijón que había organizado la colecta para el entierro del niño. «Pero Castañares, ¿cómo se puede tener esa cara de cemento? ¿No nos dijiste que tu hijo se había ahogado en la playa del Sardinero de Santander?» Castañares con cínica tranquilidad le explicó: «¡No te lo vas a creer! Lo saqué del agua, le hice la respiración artificial... y aquí lo tienes tan pancho».

Este Castañares era un ser increíble. En los años sesenta se hizo empresario de una compañía, y sólo se le ocurrió ir al Amazonas. No se sabe cómo consiguió una subvención del ministerio. Esto me lo contó Pepe Sacristán que era miembro de esa compañía teatral. Los actores iban en piraguas por el río, se detenían cuando veían un grupo de salvajes y hacían una representación delante de una audiencia que portaba arcos, flechas y lanzas. Pero lo más gracioso de esto eran las obras que representaban: Reinar después de morir, El místico, La dama boba, Hamlet. Y lo verdaderamente desconcertante, según Sacristán, es que esta gente no entendía nada de lo que hablaban los actores, y a pesar de eso, por donde iban tenían un éxito enorme. Incluso chocaban los escudos contra las lanzas para demostrar su contento. Vivir para ver.

Este hombre llevó a término una de las estafas más ingeniosas que se conocen. Iba a la Embajada del Reino Unido y le contaba al embajador que en el Teatro Español se iba a representar una obra de un célebre autor inglés y que los ingresos se destinarían a los huérfanos de los bomberos ingleses.

Él llevaba dos entradas, dos palcos al precio de cinco mil pesetas cada uno. Naturalmente el embajador, agradecido por el detalle para con los huérfanos de los bomberos ingleses, abonaba el precio con mucho agrado. Castañares le recordaba el día y la hora de la representación: día 15 a las once de la noche. Esto mismo lo hacía con las embajadas de Francia, Alemania, Italia y cuantas había en Madrid. Naturalmente el día 15 era el día de descanso de la compañía en el Teatro Español y era todo un espectáculo ver a las once de la noche del día 15 en la puerta del teatro a diecinueve magníficos automóviles con matrícula del cuerpo diplomático.

Entre el numeroso grupo de personas que allí se encontraban se oían estos comentarios de algunos embajadores que ya se habían dado cuenta de la estafa: «Verás cuando venga el embajador del Japón, con la mala leche que tiene...». Esa noche Castañares estaba cenando opíparamente en el restorán más caro de Madrid.

 

La influencia exterior en el éxito de los estrenos

Cuando se estrena una obra de teatro o una película hay infinidad de factores que influyen de una manera directa en el éxito: que estén haciendo obras cerca del local donde se va a estrenar la película o la obra de teatro; que llueva mucho ese día o nieve abundantemente; que haya una manifestación cerca o un acontecimiento político importante; que no sea a finales de mes ya que la gente no tiene dinero; que ese mismo día no se estrene una película americana que el público espera con impaciencia; que no se celebre un partido de fútbol España-Italia. Si cualquiera de estas circunstancias ocurre, el estreno pasará sin pena ni gloria. Siempre se buscan excusas cuando un estreno fracasa, pero esto no son excusas, esto ocurre, no muy frecuentemente, pero yo lo he podido vivir en mis propias carnes.

La circunstancia de que estuvieran haciendo obras en la puerta del teatro, se dio aquí en Madrid hace varios años. Justo frente al Teatro Infanta Isabel. Estaban levantando la acera y había que dar un tremendo rodeo para poder entrar en el teatro. Al día siguiente se estrenaba una obra... y he aquí lo que hizo su empresario Arturo Serrano: llamó al Ayuntamiento para decir que al día siguiente, fecha del estreno, iría a ver la función doña Carmen Polo, a la que le produciría una molestia tener que dar un rodeo para entrar... así que posiblemente se lo comentaría a Franco, su marido. Esa misma noche treinta obreros arreglaron la acera en seis horas exactamente. Este embuste le sirvió para poder estrenar, por cierto con un

gran éxito.

 

TELEVISIÓN

Las cadenas de televisión

Los mayores detractores de la pequeña pantalla no son unos cuantos, es España entera. Yo creo que hay varios motivos para que exista este rechazo tan generalizado: el deseo desmesurado de tener audiencia en beneficio de la publicidad; cuanta más audiencia más se cobra a los anunciantes; la falta de profesionales en la dirección de las cadenas que no tienen un criterio lógico para elegir los programas; otro motivo son los llamados lectores, ellos son los que dan luz verde a series y al resto de los programas.

Y yo me pregunto, ¿quiénes son los lectores con la experiencia suficiente para saber juzgar lo que al público le gusta ver? ¿Los lectores son Fernán Gómez, Chicho Ibáñez Serrador, Arturo Fernández? Éstos sí saben lo que al público le gusta. Tienen experiencia suficiente después de muchos trabajos en el cine o en el teatro para no equivocarse en la elección de una serie o de un programa cualquiera. Yo admito que los directores de las cadenas no tienen tiempo de leer los guiones, aunque no vendría mal que leyeran alguno. Pero algo huele mal en Dinamarca.

Se comenta que mi gran amigo y magnífico guionista Ladrón de Guevara llevó su serie «Cuéntame cómo pasó» —en antena en estos momentos— a todas las cadenas de TV, y en todas le dijeron que no interesaba, porque no esperaban buena audiencia de la misma, y sobre todo le soltaron esa frase que todos los que escribimos guiones para cine o televisión hemos escuchado con infinita frecuencia: «Esto no es lo que estamos haciendo ahora».

Este ir y venir a todas las cadenas duró tres años, incluso se dice que envió el mismo guión repetidas veces con distintos títulos. Finalmente uno de los pocos lectores inteligentes de Televisión Española… le dio luz verde.

Algo parecido le sucedió a Santiago Segura con su primer Torrente. Esta vez fueron sólo cuatro años de productora en productora, y siempre con la misma frase como respuesta: «Esto no es lo que estamos haciendo ahora».

¡¡¡Pues por eso lo traigo, porque no es lo que se está haciendo ahora!!! ¿Cómo es posible que se queden tantas cosas interesantes en la papelera pudiendo ser un éxito?

¿Qué currículo o preparación tiene el que lee un guión para saber lo que al público le gusta?

Yo que llevo cincuenta y tres años de profesión y me equivoco poquísimas veces —perdón por la vanidad—, ¿por qué no me ponen a mí y a otros como yo de lectores?

Claro, entonces las cosas saldrían mejor y no hay costumbre. Yo, modestamente, he escrito guiones de cine, teatro y creo tener experiencia después de ciento sesenta películas para asegurar que lo que yo hago es por lo menos representable.

¿Cómo es posible que las direcciones de las cadenas no le pidan series a mi hermano Mariano, que ha rodado más de cien películas? ¿A Chicho Ibáñez Serrador, a Jaime de Armiñán o Alonso Millán entre otros?

Está visto que la palabra adocenamiento y renovación no son compatibles.

Tengo entendido que en todos los países hay una especie de grupo de personas sin ideas políticas ni religiosas que se dedican a que haya ética en todas las cadenas de televisión. Me he enterado de que aquí también existe, pero deben estar escondidos. Claro que los implicados dirán: «Ya estamos con la censura otra vez, como en la dictadura». Esa mal llamada censura por algunos yo la considero absolutamente necesaria. Claro que esto es predicar en el desierto. Una o dos voces no significan nada ante los

intereses económicos presentes. Creo que lo único que podemos hacer es echarnos a llorar.

 

Los aplausos en las series o en los concursos

Empecemos por los aplausos en los concursos. En éstos hay dos variantes. Hay concursos económicamente débiles de presupuesto en los que no hay público. En éstos, cuando un concursante acierta, se escuchan unos aplausos pero no se ve a quién aplauden. Es un disco o una cinta magnetofónica. Cuando hay público, generalmente personas de la tercera o cuarta edad, el regidor, situado detrás de las cámaras, mueve desaforadamente los brazos para que los viejecitos aplaudan, y para que paren, agita los brazos de nuevo para que terminen en su entusiasmo prefabricado.

Generalmente no corresponden los rostros de los invitados a la satisfacción que les tiene que producir. Si sucede algo que se supone que es gracioso, nadie se está riendo. Con lo que respecta a las series supuestamente consideradas como cómicas extranjeras, la cosa es distinta. Las risas entran en momentos desconcertantes. Un personaje dice: «Retira de mi lado las zapatillas». En inglés tiene una doble intención y quiere decir una cosa graciosísima, pero al traducirlo en español no quiere decir nada, y precisamente ahí ponen unas risas desternillantes. Esto en las series americanas ocurre con mucha frecuencia. Suponen que el telespectador medio es tonto y no entiende la ironía de la frase. Las series vienen ya con una banda aparte en la que van incluidas las risas, y esta banda la dejan como está. En cierto modo consideran que el telespectador no tiene opinión propia y con este sistema le obligan a reírse aunque no le haga gracia lo que están diciendo.

Una cosa es que con la publicidad te obliguen a comprar algo que no necesites... pero que te obliguen a reírte cuando algo no te hace gracia es otra cosa bien distinta. Lo considero hasta ofensivo para tu intelecto. Por otra parte se nota mucho que las risas son de «lata». Afortunadamente en el teatro esto no ha ocurrido ni ocurrirá jamás.

No hay un regidor que le diga al público cuándo tienen que reírse. Si les hace gracia el público se ríe, si no les hace gracia no hay Dios que les haga reír. Exceptuando las películas que pasan en televisión, unas buenas y otras no tanto, el resto de lo que vemos suele estar a unos niveles no muy óptimos. El teatro es el bisabuelo, el abuelo, el padre y la madre del arte de Talía. La técnica de hecho está camino de variar los esquemas de esta profesión.

El protagonista de una película americana falleció a mitad del rodaje de la misma. Pues bien, por medio del ordenador llegaron a terminarla. Tomando fotogramas del protagonista, consiguieron que se moviera, hablara, y de milagro no le concedieran un Oscar a dicho actor. ¡Ah!, pero el teatro... El teatro siempre estará por encima de todos los inventos que tengan que venir. Al teatro no se le puede inventar nada. Se pueden variar los decorados, las luces, los textos, pero una persona sola en un escenario siempre tendrá que defenderse por sí misma. Ahí afortunadamente no puede existir jamás el menor truco.

 

Los directores de los programas de televisión

En las series que se hacen en televisión hay un realizador y un director. En cine lo natural es que haya sólo un director, que es quien realiza la película y la dirige. ¿Qué dirige el director de televisión? ¿A los actores? ¿Les explica la psicología del personaje? Yo creo que no, y no es por falta de capacidad como director, sino por falta de tiempo. Ahora todo es un problema de tiempo. El rodaje de una película (en el caso de una película de bajo presupuesto) dura unas cuatro semanas para realizar hora y media útil de película. En televisión cincuenta y cinco minutos se hacen en cinco días. A esto hay que añadir que en esos cincuenta y cinco minutos existe media hora de publicidad. La publicidad es absolutamente necesaria porque

es de lo que viven los canales, pero hay un problema que ya tienen asumido y que no tiene solución: si lo que está viendo el telespectador es interesantísimo, es capaz de esperar a que termine la publicidad, pero en la mayoría de los casos durante los anuncios hacen zapping y si encuentran un programa más interesante, se quedan en él, y olvidan el que estaban viendo.

 

Las ofertas a los actores y actrices de nombre

para hacer una serie en televisión

Para algunos actores o actrices «conocidos» es más importante la economía que la calidad. Ofrecen, por ejemplo, cinco o seis millones, incluso veinte y hasta treinta por capítulo de los trece que va a constar la serie. Los guiones no son buenos, pero si es bueno el precio... Y ahí empieza la astucia del contratante. Se añade una cláusula en el contrato en la que se especifica que si la audiencia de dicho programa no pasa del X por ciento, dejará de emitirse la serie sin derecho a ninguna reclamación por parte del contratado. Y ahí es donde se «pica» como un niño inocente de pecho. ¡Ahí entra la vanidad del actor! «El guión es flojo, pero yo lo arreglaré. Yo lo salvaré porque además el público me quiere mucho.» Pero su público pedirá que no se le decepcione, y actualmente en algunos casos, el actor o actriz decepciona a su público. Y de los trece capítulos, sólo se emiten tres... que son los que se cobran.

 

Las series de televisión en las que al final

del capítulo ponen «continuará…»

En ese momento estás viendo un capítulo muy interesante. Te tiene prendado. No eres capaz ni de ir a por el vaso de leche que siempre consumes a esa hora. Estás pegado al televisor, y en el momento en que por fin vas a saber quién es el que ha asesinado a la viejecita bondadosa...

aparece un letrero que dice: «CONTINUARÁ».

De pronto te sorprende el letrero y después te indigna. ¿Quién la ha asesinado? Y, ¿por qué? Es martes, ¿qué hora? ¿Tendré que esperar al martes de la semana que viene para saber quién la mató…? ¿Hoy es martes o es sábado? Pues que le den morcilla a la viejecita bondadosa. No voy a estar pendiente toda la semana para saber quién la ha asesinado. Es totalmente injusto que no avisen antes de empezar el capítulo que después de ese va a haber otro en el que se sabrá quién asesinó a Merceditas.

Cuando no te importa lo que está pasando, hace tiempo que ya estás en otro canal, pero cuando el tema te interesa se puede considerar el «continuará» como una putada.

 

Sobre mi modo de hablar

No podría dejar de escribir sobre el «Un, dos, tres…», programa en el que popularicé muchas frases como: «No hija, no», «Ahora por fin ya somos europeos», «Eso no se hace, caca» y muchas más de las que ya no me acuerdo. Y sobre todo popularicé esa manera de hablar que no se me entiende lo que digo. Llegamos a tener veintiocho millones de audiencia. Hay que tener en cuenta que no había más que un canal que hiciera concursos. Pues bien, el primer día de grabación —ya que yo no ensayaba— hice mi actuación hablando de esa manera que siempre es improvisada, y me dijo Chicho que había que repetir por sonido. Le dije que me era imposible repetir lo que había dicho porque no sabía lo que había dicho. Cuatro años estuve haciendo el «Un, dos, tres…» y lo pasé muy bien porque Chicho, aparte de ser un genio, goza de un tremendo sentido del humor.

 

Cosas extrañas

Cuando hicimos la serie «El sexólogo» para televisión española —ya he contado que hay unos lectores que dan luz verde o roja a una serie—, a la nuestra le dieron luz verde. Pero nos contaron —todo presuntamente— que uno de los lectores era del Partido Comunista y sin que se enterara nadie entregó unos guiones de la serie a su partido para que la leyeran. Esto sucedió durante el mandato socialista y como en el Partido Comunista, por lo visto, querían desprestigiar a los socialistas, dijeron que esos guiones eran casi pornográficos. Una maldad injustificable.

Por ética y honestidad profesional jamás hubiéramos hecho algo que ofendiera a nuestro público después de nuestra trayectoria profesional más que demostrada. Hacía menos de un mes que un presentador llamado algo así como «Antxon Urrosola» hizo entre otros un programa cuyo tema era el tamaño del pene. A él no le dijeron nada, claro que no tendrían a un lector del Partido Comunista en ese momento. He dicho anteriormente que todo es «presunto» pero con bastante fundamento.

Presunto Felipe Alcaraz. Muy mal.

 

Mis colaboraciones

Allá por los años cincuenta y tantos escribí algunos artículos cortos para el semanario La Codorniz, y entre mis dos hermanos y servidor dibujábamos chistes. Firmábamos con el sobrenombre «3 Ozores 3». Había que tener mucho cuidado con lo que dibujabas y con los pies del chiste, porque la censura lo miraba todo con lupa. El artículo lo pagaban a cuatrocientas pesetas, los chistes a trescientas sesenta y cinco. Pues por un chiste que hicimos nos suspendieron de empleo y sueldo seis meses. Por cierto que el chiste no tenía mucha gracia.: un coche de pedales con un niño dentro con un sombrero de papel, y a los costados del cochecito tres triciclos con unos niños que llevaban en sus manos unos tirachinas. Nos dijo el censor que era una parodia de cuando Franco se trasladaba desde El Pardo a La Coruña, y que podíamos estar contentos con no ir a la comisaría o quizá a la cárcel.