La princesa prometida

 

Éste es el libro que más me gusta de todos, aunque nunca lo he leído.

¿Cómo puede pasarme algo así? Haré lo imposible por explicarlo. Cuando era niño, los libros no me interesaban. Detestaba leer, no se me daba nada bien, y, además, ¿cómo dedicarse a la lectura cuando había montones de juegos que me esperaban? El baloncesto, el béisbol, las canicas: era incansable. Incluso llegué a ser bastante bueno. Si me daban una pelota y un patio vacío, era capaz de inventarme triunfos en el último segundo, triunfos que hacían saltar las lágrimas. El colegio era una tortura. La señorita Roginski, que fue mi maestra desde los cursos tercero al quinto, no paraba de decir a mi madre: «Tengo la impresión de que Billy no se esfuerza todo lo que debiera». O: «Cuando le pongo un examen, Billy lo hace realmente muy bien, sobre todo si tenemos en cuenta su actitud en la clase». Incluso, y esto era lo más frecuente: «Señora Goldman, no sé qué vamos hacer con Billy».

«¿Qué vamos a hacer con Billy?». Esa pregunta me persiguió durante aquellos primeros diez años. Fingía que no me importaba, pero en el fondo me sentía petrificado. Todo el mundo y todas las cosas me dejaban de lado. No tenía amigos de verdad, ni una sola persona que compartiera conmigo mi desmesurado interés por los deportes. Parecía ocupado, muy ocupado, pero supongo que, si me hubieran preguntado, habría reconocido que, a pesar de tanto frenesí, me encontraba muy solo.

—¿Qué vamos a hacer contigo, Billy?

—No lo sé, señorita Roginski.

—¿Cómo es posible que suspendieras esta prueba de lectura? Yo misma te he escuchado utilizar cada palabra con mis propios oídos.

—Lo siento, señorita Roginski. A lo mejor es porque no estaba pensando.

—Siempre estás pensando, Billy. La cuestión es que no estabas pensando en la prueba de lectura.

Lo único que podía hacer era asentir.

—¿Qué ha ocurrido esta vez?

—No lo sé. No me acuerdo.

—¿Estarías otra vez pensando en Stanley Hack?

(Stanley Hack era el tercer base de los Cubs de esta y de muchas otras temporadas. Lo había visto jugar en una ocasión, desde las gradas, e incluso a esa distancia, tenía la sonrisa más dulce que había visto jamás, y hasta el día de hoy, juraría que me sonrió varias veces. Lo adoraba. Además, bateaba como los dioses.)

—No, en Bronko Nagurski. Es un jugador de fútbol. Un gran jugador, y el periódico de anoche decía que a lo mejor vuelve a jugar otra vez para los Bears. Se retiró cuando yo era pequeño. Pero si volviera, y si lograse que alguien me llevase a un partido, podría verlo jugar y, a lo mejor, si quien me llevara lo conociese, tal vez lograría que me lo presentasen después, y a lo mejor, si tuviese hambre, podría invitarle a un bocadillo de los míos. Trataba de imaginarme qué tipo de bocadillo le gustaría a Bronko Nagurski.

La señorita Roginski se hundió en el asiento.

—Tienes una soberbia imaginación, Billy.

No sé qué le contesté. Probablemente «gracias» o algo por el estilo.

—Aunque no logro sacarle partido —prosiguió—. ¿Por qué será?

—Creo que a lo mejor es porque necesito gafas y no puedo leer, ya que veo las palabras muy borrosas. Eso explica por qué me paso todo el rato pestañeando. A lo mejor, si fuese a un oculista, podría recetarme gafas y, entonces, sería el mejor lector del curso y usted no tendría que hacerme quedar tantas tardes después de clase.

Se limitó a señalar detrás de ella y a ordenarme:

—Ponte a borrar las pizarras, Billy.

—Sí, señorita.

Lo de borrar pizarras se me daba de maravilla.

—¿Las ves borrosas? —me preguntó la señorita Roginski al cabo de un rato.

—¡No, qué va! Me inventé la historia.

Tampoco pestañeaba nunca. Pero la señorita Roginski parecía muy mosqueada. Siempre lo parecía. Llevábamos así tres cursos.

—No sé por qué, pero no logro entenderte.

—Usted no tiene la culpa, señorita Roginski.

(No la tenía. A ella también la adoraba. Era regordeta, pero recuerdo que por aquel entonces deseaba que fuera mi madre. Nunca logré que la cosa funcionara, a menos que hubiera estado casada con mi padre y después se hubieran divorciado y mi padre se hubiera casado con mi madre —que estaba bien—, y como la señorita Roginski tenía que trabajar, yo me hubiera quedado bajo la custodia de mi padre: de ser así, todo tenía sentido. Pero la cuestión era que nunca llegaron a intimar, me refiero a papá y a la señorita Roginski. En las ocasiones en las que se veían, todos los años para la celebración de Navidad, cuando venían los padres, yo los vigilaba como un loco con la esperanza de descubrir alguna mirada furtiva que significara algo así como: «¿Qué tal? ¿Cómo te ha ido desde que nos divorciamos?», pero no había manera. No era mi madre, sino simplemente mi maestra, y yo era en su vida su zona personal de evidente fracaso.)

—Ya verás como mejoras, Billy.

—Eso espero, señorita Roginski.

—Eres de los que tardan en florecer, eso es todo. Winston Churchill tardó en florecer y a ti te pasa lo mismo.

Estuve a punto de preguntarle en qué equipo jugaba, pero hubo algo en su tono de voz que me convenció de que era mejor que no lo hiciese.

—Y Einstein.

A ése tampoco lo conocía. Tampoco sabía lo que quería decir con eso de «tardar en florecer». Pero deseé con toda mi alma ser de los que tardan en hacerlo.

 

 

A los veintiséis años, mi primera novela, titulada The Temple of Gold (El templo del oro), apareció en Alfred A. Knopf. (Que ahora forma parte de Random House, que a su vez forma parte de la RCA, y que es parte de lo que no funciona en esto de publicar libros en Estados Unidos, tema que no forma parte de esta historia.) En fin, antes de que saliera la novela, los del departamento de publicidad de Knopf estaban hablando conmigo, tratando de dilucidar qué hacer para justificar sus sueldos, y me preguntaron a quiénes podían enviar ejemplares del libro para que pudieran erigirse en fuente de opinión. Les contesté que no conocía a nadie que pudiera hacerlo. Entonces ellos me replicaron: «Piensa, todo el mundo conoce a alguien». Me entusiasmé mucho cuando se me ocurrió la idea y les dije: «De acuerdo, enviadle un ejemplar a la señorita Roginski». Cosa que me pareció lógica, porque si alguna vez ha existido una persona que me forjara las opiniones, ésa fue la señorita Roginski. (Por cierto, aparece a lo largo de toda la novela El templo del oro, sólo que le puse «señorita Patulski»; entonces también era creativo.)

—¿Quién? —me preguntó aquella chica de publicidad.

—Es una antigua maestra que tuve. Le envías un ejemplar y yo se lo firmaré, y puede que incluso le escriba una...

Estaba realmente entusiasmado, hasta que aquel tío de publicidad me interrumpió diciéndome:

—Nos referíamos más bien a alguien del panorama literario nacional.

—Envíale un ejemplar a la señorita Roginski, por favor. ¿Vale? —insistí en voz muy baja.

—Sí —repuso él—. Claro, faltaría más.

¿Os acordáis que no pregunté en qué equipo jugaba Churchill por el tono de su voz? En aquel momento, creo que a mí también me salió aquel tono. En fin, algo debió de ocurrir, porque el tipo apuntó de inmediato el nombre de mi maestra y me preguntó si se escribía con «i» latina o con «y» griega.

—Con «i» latina —contesté.

De inmediato hice un repaso de aquellos años, tratando de pensar una dedicatoria fantástica para mi maestra. Ya sabéis, algo inteligente, modesto, brillante, perfecto. Algo así.

—¿Y su nombre de pila?

Eso me hizo volver a la realidad. No sabía su nombre de pila. Siempre la había llamado señorita. Tampoco sabía su dirección. Ni siquiera si seguía viva o no. Hacía diez años que no iba a Chicago; era hijo único, mis padres habían fallecido, ¿a quién le hacía falta Chicago?

—Envíalo a la Escuela Primaria de Highland Park —le dije.

Y lo primero que se me ocurrió escribirle fue: «Para la señorita Roginski, una rosa de quien tardó en florecer», pero después me pareció demasiado presuntuoso, o sea, que decidí que «Para la señorita Roginski, una mala hierba de quien tardó en florecer» sería más humilde. Demasiado humilde, decidí luego, y ese día me dejé de ideas brillantes. No se me ocurrió nada. Después me asaltó la idea de que tal vez no se acordara de mí. Al final, ya al borde de la desesperación, terminé escribiendo: «Para la señorita Roginski de William Goldman. Usted me llamaba Billy y decía que era de los que tardan en florecer. Le envío este libro; espero que le guste. Fue usted mi maestra en tercero, cuarto y quinto cursos. Muy agradecido. William Goldman».

El libro se publicó y fue un fracaso; me encerré en casa y me derrumbé, pero uno acaba adaptándose. El libro no sólo no me situó en la lista de autores más modernos desde Kit Marlowe, sino que para colmo nadie lo leyó. Bueno, a decir verdad, lo leyó cierto número de personas a las que yo conocía. Pero me parece que es más prudente señalar que ningún extraño llegó a saborearlo. Fue una experiencia demoledora y reaccioné como ya he dicho. O sea, que cuando me llegó la nota de la señorita Roginski —tarde, porque la enviaron a Knopf y ellos la retuvieron durante un tiempo— necesitaba realmente que alguien me subiera la moral.

«Apreciado señor Goldman: Gracias por el libro. Todavía no he tenido tiempo de leerlo, pero estoy segura de que es un bonito esfuerzo. Por supuesto que me acuerdo de usted. Me acuerdo de todos mis alumnos. Atentamente, Antonia Roginski.»

Qué desilusión. No se acordaba de mí. Me quedé sentado con la nota en la mano, completamente derrumbado. La gente no se acuerda de mí. De verdad. No es paranoia; simplemente paso por las memorias sin dejar huella. No me importa demasiado, aunque supongo que miento; sí me importa. No sé por qué motivo, en esto del olvido obtengo una muy alta puntuación.

O sea, que cuando la señorita Roginski me envió aquella nota que la igualaba al resto de la gente, me alegré de que nunca se hubiese casado; de todos modos nunca me había caído bien, siempre había sido una pésima maestra, y se tenía más que merecido que su nombre de pila fuera Antonia.

«No iba en serio», dije en voz alta en ese mismo momento. Me encontraba solo en mi despacho de una sola habitación, en el maravilloso West Side de Manhattan, hablando conmigo mismo. «Lo siento, lo siento —proseguí—, tiene que creerme, señorita Roginski.»

Lo que ocurrió entonces fue que por fin había leído la posdata. Aparecía en el dorso de la nota de agradecimiento y decía así: «Idiota. Ni siquiera el inmortal S. Morgenstern pudo sentirse más paternal que yo».

¡S. Morgenstern! La princesa prometida. ¡Se acordaba de mí!

Escena retrospectiva.

1941. Otoño. Estoy un tanto irritable porque mi radio no capta los partidos de fútbol. El Northwestern se enfrenta al Notre Dame; empezaba a la una, es ya la una y media y no hay manera de sintonizar el partido. Música, noticias, radionovelas, de todo menos el gran acontecimiento. Llamo a mi madre. Viene. Le digo que mi radio está averiada, que no logro sintonizar el Northwestern-Notre Dame. «¿Te refieres al partido de fútbol?», me pregunta. «Sí, sí, sí», le contesto. «Pues hoy es viernes —me dice—. Creí que jugaban el sábado.»

¡Si seré idiota!

Me recuesto en la cama, escucho las radionovelas y al cabo de un rato intento volver a sintonizarlo, y la estúpida de mi radio va y capta todas las emisoras de Chicago menos la que transmite el partido de fútbol. Me pongo a gritar, y mi madre entra otra vez hecha una fiera. «Tiraré la radio por la ventana —le digo—. ¡No lo coge, no lo coge! ¡No logro sintonizarlo!» «¿Sintonizar qué?», pregunta mi madre. «El partido de fútbol —contesto yo—. Pareces tonta, el paaaartiiidooo.» «Juegan el sábado, y cuidadito con lo que dices, niño —me advierte mi madre—. Ya te he dicho que hoy es viernes.» Vuelve a marcharse.

¿Alguna vez ha existido un infeliz tan grande?

Humillado, giro la sintonía de mi fiel Zenith, y trato de encontrar el partido de fútbol. Fue tan frustrante que me quedé ahí acostado, sudando y con el estómago raro, aporreando la parte superior de la radio para que funcionara. Y así fue como se dieron cuenta de que deliraba a causa de una pulmonía.

Las pulmonías de ahora no son como las de antes, sobre todo cuando yo la tuve. Estuve unos diez días ingresado en el hospital y después me enviaron a casa para pasar un largo período de convalecencia. Me parece que todavía estuve otras tres semanas más en cama, un mes quizá. No me quedaban energías, ni siquiera para jugar. No era más que un pelmazo en período de recuperación de fuerzas. Punto.

Así es como tenéis que imaginarme cuando me encontré con La princesa prometida.

Era la primera noche que pasaba en casa después de salir del hospital. Exhausto; seguía siendo un enfermo. Entró mi padre, supuse que a darme las buenas noches. Se sentó a los pies de mi cama.

—Capítulo uno. La prometida —dijo.

Sólo entonces levanté la vista y vi que llevaba un libro. Eso, por sí solo, era sorprendente. Mi padre era casi, casi, analfabeto. En inglés. Venía de Florin (donde se desarrolla La princesa prometida) y allí no había sido ningún tonto. En cierta ocasión dijo que habría acabado siendo abogado y puede que fuera cierto. La cuestión es que a los dieciséis años probó suerte y se vino a América, apostó por la tierra de las oportunidades y perdió. Aquí nunca encontró ningún trabajo que le gustara. No tenía un aspecto atractivo, era muy bajito y se había quedado calvo desde joven. Además, le costaba mucho aprender. Una vez que captaba una idea, se le quedaba grabada, pero las horas que tardaba en metérsele en la cabeza eran algo increíble. Su inglés siempre tuvo un acento ridículamente inmigrante y eso tampoco le ayudó mucho. Conoció a mi madre durante un viaje en barco; más tarde se casaron y cuando creyó que podían permitirse el lujo, me tuvieron a mí. Trabajó toda la vida como segundo barbero en la barbería de menos éxito de Highland Park, Illinois. Hacia el final, solía dormitar todo el día sentado en su silla. Y allí fue donde murió. Llevaba muerto una hora cuando el otro barbero se dio cuenta; hasta ese momento, había creído que mi padre estaba echando una buena siesta. Tal vez fuera así. Tal vez todo se reduzca a eso. Cuando me lo dijeron me sentí terriblemente afectado, pero al mismo tiempo pensé que aquella forma de marcharse era una muestra de cómo había sido su existencia.

En fin, volvamos a aquella lectura. Entonces le dije:

—¿Eh? ¿Cómo? No te he oído.

Estaba muy débil y terriblemente cansado.

—Capítulo uno. La prometida —y levantó el libro—. Te lo voy a leer para que te relajes. —Prácticamente me metió el libro en la cara—. De S. Morgenstern. Un gran escritor florinés. La princesa prometida. Él también se vino a América. S. Morgenstern. Murió en Nueva York. Escribió el libro en inglés. Hablaba ocho lenguas. —Cuando lo dijo, mi padre dejó el libro y me enseñó los dedos—. Ocho. Una vez, en la ciudad de Florin, estuve en su café. —Meneó la cabeza; mi padre siempre meneaba la cabeza cuando decía algo mal—. No era su café. Él estaba en el café, y yo también, al mismo tiempo. Lo vi. A S. Morgenstern. Tenía una cabeza así de grande —y colocó las manos como para formar un globo enorme—. Gran hombre en la ciudad de Florin. No tanto en América.

—¿Habla algo de deportes?

—Esgrima. Lucha. Torturas. Venenos. Amor verdadero. Odio. Venganzas. Gigantes. Cazadores. Hombres malos. Hombres buenos. Las damas más hermosas. Serpientes. Arañas. Bestias de todas clases y aspectos. Dolor. Muerte. Valientes. Cobardes. Forzudos. Persecuciones. Fugas. Mentiras. Verdades. Pasión. Milagros.

—Suena bien —dije, y medio cerré los ojos—. Haré lo posible por no dormirme..., pero tengo muchísimo sueño, papá...

¿Quién puede saber cuándo va a cambiar su mundo? ¿Quién es capaz de decir antes de que ocurra, que todas las experiencias anteriores, todos los años pasados, fueron una preparación para... nada? Imaginaos lo siguiente: un anciano casi analfabeto que lucha con un idioma enemigo, un niño casi exhausto que lucha contra el sueño. Y entre ambos sólo las palabras de otro extranjero, traducidas con dificultad de los sonidos nativos a los de otra lengua. ¿Quién podía sospechar que por la mañana ese niño se despertaría siendo distinto? De lo único que me acuerdo es de que traté de vencer la fatiga. Incluso al cabo de una semana no me había dado cuenta de lo que había comenzado aquella noche, de las puertas que se cerraban de golpe mientras otras se abrían. Tal vez debí haber intuido algo, o tal vez no; ¿quién puede presentir la revelación en el aire?

Lo que ocurrió fue simplemente esto: la historia me enganchó.

Por primera vez en mi vida, sentía un interés activo por un libro. Yo, el fanático de los deportes; yo, el enloquecido por los partidos; yo, el único niño de diez años de Illinois que odiaba el alfabeto pero que quería saber qué ocurría después.

¿Qué fue de la hermosa Buttercup y del pobre Westley y de Íñigo, el más grande espadachín de la historia mundial? ¿Y cuán fuerte era en realidad Fezzik? ¿Tendría límites la crueldad de Vizzini, el endiablado siciliano?

Todas las noches mi padre me leía un capítulo tras otro, luchando siempre para que las palabras sonaran correctamente, para atrapar el sentido. Y yo yacía allí tumbado, con los ojos entrecerrados, mientras mi cuerpo recorría lentamente el largo camino que le devolvería las fuerzas. Como ya he dicho, la convalecencia duró aproximadamente un mes, y en ese tiempo, mi padre me leyó dos veces La princesa prometida. Aunque podía leer yo solo, este libro era suyo. Jamás se me habría ocurrido abrirlo. Quería escucharlo con la voz de mi padre, con sus sonidos. Más tarde, incluso muchos años más tarde, en ocasiones solía decir: «¿Qué tal si me lees el duelo que Íñigo y el hombre de negro sostienen en el acantilado?». Y mi padre acostumbraba a gruñir y mascullar, se iba a buscar el libro, se humedecía el pulgar con la lengua, y volvía las páginas hasta que empezaba la fantástica batalla. Me encantaba. Incluso hoy, cuando necesito evocar el recuerdo de mi padre, así es como lo hago. Y lo veo encorvado, esforzando la vista y deteniéndose ante una palabra difícil, tratando de ofrecerme la obra maestra de Morgenstern lo mejor que podía. La princesa prometida le pertenecía a mi padre.

Todo lo demás era mío.

No hubo historia de aventuras que se salvara de mí.

«No puede ser —le decía a la señorita Roginski cuando me restablecí—. Sigue recomendándome a Stevenson cuando ya me lo he leído todo. ¿A quién leo ahora?»

«Prueba con Scott —me sugería ella—, y vamos a ver si te gusta.»

Y yo probaba con el viejo sir Walter y me gustaba lo suficiente como para tragarme media docena de libros en diciembre (gran parte del mes tenía vacaciones de Navidad, por lo tanto, no tenía que interrumpir la lectura nada más que de vez en cuando para comer algo).

—¿Y ahora quién más?

—Tal vez Cooper —me decía ella.

Y yo venga a leer El cazador de ciervos y todo lo demás sobre los rastreadores y un buen día me topé con Dumas y D’Artagnan y esos dos tíos me tuvieron entretenido gran parte de febrero.

—Te has convertido en un adicto a la novela ante mis ojos —me dijo la señorita Roginski—. ¿Sabes que ahora te pasas más tiempo leyendo del que solías pasarte jugando? ¿No te das cuenta de que están empeorando tus notas de matemáticas?

No me importaba cuando me criticaba. Estábamos solos en la clase, y la perseguía para que me sugiriese a alguien interesante que devorar. Meneó la cabeza y me dijo: «Billy, no cabe duda de que estás floreciendo delante de mis propios ojos. La cuestión es que no sé en qué te convertirás».

Yo me quedé ahí esperando a que me dijera el nombre de algún autor.

—Eres insoportable, mira que quedarte ahí esperando... —se detuvo un segundo para pensar—. Está bien. Prueba con Hugo, El jorobado de Notre Dame.

—Hugo —dije yo—. El jorobado. Gracias. —Me volví dispuesto a salir corriendo hacia la biblioteca. Mientras me iba, la oí suspirar:

—Esto no durará. No puede durar.

Pero duró.

Y dura aún hoy. Soy tan fanático de las aventuras ahora como lo era entonces y esto nunca tendrá fin. Aquel primer libro mío que mencioné, El templo del oro, ¿sabéis de dónde saqué el título? De la película Gunga Din; la he visto dieciséis veces y sigo pensando que es la película de aventuras más estupenda que jamás, repito, que jamás se haya filmado. (La verdadera historia de Gunga Din: cuando me licencié del ejército, juré que jamás volvería a un puesto militar. Nada grandioso, sólo un juramento vitalicio. Bien, pues al día siguiente de haberme licenciado, ya en casa, decido ir a ver a un amigo que vive cerca, en Fort Sheridan. Y cuando me ve, me dice: «Oye, adivina qué película ponen esta noche. Gunga Din». «Iremos», le dije yo. «No está permitido —me contestó—. Vas de civil.» Resultado: volví a vestir el uniforme a la noche siguiente de haberme licenciado y entré a hurtadillas en un puesto militar para ver la película. Y salí a hurtadillas. Como un ladrón en plena noche. Con el corazón al galope, sudores fríos y demás.) Soy adicto a la acción, a la aventura, llamadlo como queráis, en cualquier forma, color, etcétera. Jamás me perdí una película de Alan Ladd, o de Errol Flynn. Y sigo sin perderme las de John Wayne.

Mi vida entera empezó de verdad cuando mi padre me leyó a Morgenstern a la edad de diez años. Un hecho: Dos hombres y un destino es, sin lugar a dudas, lo más popular con lo que he tenido relación. Cuando muera, si en el Times me llegan a dedicar una nota necrológica, será gracias a Dos hombres… ¿Cuál es la escena de la que todo el mundo habla, el momento único que se graba en la memoria de todos, en la tuya, en la mía y en la de las masas? Respuesta: el salto desde el acantilado. Bien, pues cuando escribí esa escena, recuerdo que pensé que los acantilados desde los que saltaban eran los Acantilados de la Locura que todo el mundo intenta escalar en La princesa prometida. Cuando escribí Dos hombres…, a mi mente acudían imágenes retrospectivas en las que aparecía mi padre cuando me leía la escena de la escalada con cuerdas de los Acantilados de la Locura, mientras la muerte aguardaba agazapada.

Aquel libro fue lo mejor que me ha ocurrido en la vida (perdóname, Helen; Helen es mi esposa, la famosa psiquiatra infantil), y mucho antes de casarme, sabía que iba a compartirlo con mi hijo. Sabía también que iba a tener un hijo. O sea, que cuando nació Jason (si hubiera sido niña, se habría llamado Pamby; ¿os imagináis una psiquiatra infantil que les ponga a sus hijos semejantes nombres?...). En fin, cuando nació Jason, tomé nota mentalmente de que cuando cumpliera diez años debía comprarle un ejemplar de La princesa prometida.

Y después me olvidé de todo aquello.

Otra escena retrospectiva: Hotel Beverly Hills, diciembre pasado. Me traen de cabeza las reuniones sobre Las poseídas de Stepford, de Ira Levin, que voy a adaptar para la pantalla grande. Llamo a mi mujer a Nueva York a la hora de la cena, cosa que hago siempre para que se sienta querida, y hablamos. Casi al final de nuestra conversación me dice:

—Por cierto, le regalaremos a Jason una bicicleta de diez marchas. La he comprado hoy. Me pareció adecuado, ¿qué opinas?

—¿Por qué adecuado?

—Vamos, Willy. Diez años, diez marchas.

—¿Mañana cumple diez años? Lo había olvidado por completo.

—Llámanos mañana a la hora de la cena y podrás desearle feliz cumpleaños.

—¿Helen? Oye, hazme un favor. Telefonea a la librería Nine-Nine-Nine y diles que te envíen La princesa prometida.

—Espera, que cojo un lápiz —y se marcha un ratito—. Vale, dispara. ¿La princesa qué?

—Prometida. De S. Morgenstern. Es un clásico para niños. Dile que la semana que viene, cuando regrese, le haré preguntas sobre el libro y que no tiene por qué gustarle, pero que si no le gusta, me suicido. Díselo tal cual, por favor; no quisiera ejercer más presiones sobre él.

—Bésame, tonto.

—Muuuaa.

—Nada de estrellas jóvenes.

Ésta era la frase que usaba siempre para terminar nuestras conversaciones cuando yo andaba solo y sin compromiso en la soleada California.

—Se han extinguido, tonta.

Ésa era mi frase.

Colgamos.

A la tarde siguiente, ocurrió que de la nada apareció una joven estrella de carne y hueso, bronceada y de respiración profunda. Yo estoy tonteando junto a la piscina y ella pasa en bikini y está estupenda. Tengo la tarde libre, no conozco a nadie, o sea, que me pongo a pensar cómo puedo abordar a esa chica sin que ella se eche a reír a carcajadas. Nunca hago nada, pero lo de mirar es un ejercicio fenomenal, y yo tengo el título de campeón de liga en eso de mirar chicas. No se me ocurre ninguna forma de abordarla que conecte con la realidad, o sea, que me pongo a hacer largos en la piscina. Nado cuatrocientos metros diarios porque me duelen las lumbares.

Ida y vuelta, ida y vuelta, dieciocho largos, y cuando he terminado, me voy al lado hondo y me quedo jadeando, y la estrellita se me acerca nadando. Se aferra al borde, también del lado hondo, a un palmo de donde yo estoy, con el pelo mojado y brillante y el cuerpo debajo del agua, pero sé que está ahí, y me dice (ocurrió de veras):

—Disculpe, pero ¿no es usted William Goldman, el que escribió Boys and Girls Together? Es el libro que más me ha gustado de todos los que he leído.

Me agarro del borde de la piscina y afirmo con la cabeza. No recuerdo exactamente lo que le dije. (Mentira. Me acuerdo exactamente de lo que le dije, pero es demasiado estúpido como para reproducirlo; cielos, ya tengo cuarenta años. «Goldman, sí, Goldman, soy Goldman.» Me salió todo como una sola palabra; vete a saber el idioma que se creyó que estaría hablando.)

—Soy Sandy Sterling —me dice—. Mucho gusto.

—Hola, Sandy Sterling —logro decir, lo cual es bastante cortés, al menos para mí; volvería a decirlo si me encontrara de nuevo en la misma situación.

Entonces me llaman por los altavoces.

—Los Zanuck no me dejan en paz —comento yo.

La chica se echa a reír y yo me voy volando a contestar la llamada; pienso si lo que le he dicho era realmente tan inteligente, y cuando llego al teléfono tengo decidido que sí, que lo era. Cojo el auricular y digo «inteligente» en lugar de «dígame» o de «Bill Goldman». Voy y digo «inteligente».

—Willy, ¿has dicho «inteligente»?

Es Helen.

—Helen, estoy reunido por lo del guión, habíamos quedado en llamarnos esta noche a la hora de la cena. ¿Por qué me llamas a la hora del almuerzo?

—Mmm... hostil, hostil.

No se te ocurra jamás hablar con tu mujer sobre la hostilidad cuando es una freudiana declarada.

—Es que en esta reunión de los guiones me están volviendo loco con tonterías. ¿Qué pasa?

—Probablemente nada, salvo que la obra de Morgenstern está agotada. Hoy he preguntado en Doubleday. Por el tono que empleaste me pareció que podía ser importante, o sea, que te informo que Jason tendrá que conformarse con su muy adecuada bicicleta de diez marchas.

—No es importante —digo yo. Sandy Sterling me sonríe. Desde el lado hondo de la piscina. Me sonríe a mí—. Gracias de todos modos. —Me disponía a colgar, cuando digo—: Oye, ya que te has tomado tantas molestias, llama a Argosy, en la calle Cincuenta y Nueve. Está especializada en libros agotados.

—Argosy. En la Cincuenta y Nueve. De acuerdo. Ya hablaremos a la hora de la cena.

Cuelga. Sin decirme «nada de estrellas jóvenes». Siempre termina todas las conversaciones telefónicas con esa frase y ahora no lo ha hecho. ¿Algo en mi tono de voz me ha delatado? Helen es muy especial para estas cosas; además, siendo psiquiatra... La culpa, cual si fuera un pudding, comienza a bullir en mi horno interior.

Vuelvo a mi tumbona. Solo.

Sandy Sterling nada unos cuantos largos. Cojo mi New York Times. Hay en el aire cierta tensión sexual.

—¿Ya no nadas más? —me pregunta.

Dejo el periódico. Está junto al borde de la piscina, del lado que queda más cerca de mi tumbona.

Asiento, mirándola fijamente.

—¿Qué Zanuck, Dick o Darryl? —pregunta.

—Era mi mujer —le contesto, poniendo el énfasis en la última palabra.

La chica no se inmuta. Sale de la piscina y se tiende en la tumbona de al lado. Pechugona pero rubia. Si gustan así, Sandy Sterling tiene que gustar. A mí me gustan así.

—Estás aquí por lo de Levin, ¿no? ¿Por Las poseídas de Stepford?

—Estoy haciendo el guión.

—Me encantó ese libro. Es el libro que más me ha gustado del mundo. Me encantaría trabajar en una película así. Escrita por ti. Haría cualquier cosa por una oportunidad como ésa.

Ya estaba. Acababa de poner las cartas sobre la mesa.

En seguida le dejo las cosas claras.

—Oye —le digo—, no acostumbro a hacer este tipo de cosas. De lo contrario las haría, porque estás estupenda, de eso no cabe duda, y te deseo toda clase de felicidad, pero la vida es ya de por sí bastante complicada como para añadir cosas de ésas.

Eso es lo que pensé que iba a decirle. Pero entonces me dije: «Eh, un momento, ¿dónde está escrito que tú debas ser el puritano del mundo del cine?». He trabajado con gente que lleva archivos de tarjetas para este tipo de asuntos. (Es la verdad. Preguntadle a Joyce Haber.)

—¿Has actuado en muchas películas? —me oigo preguntar.

Ya sabéis que sentía un verdadero entusiasmo por conocer la respuesta.

—Nada que ampliara mis horizontes; no sé si me explico.

—¿Señor Goldman?

Levanto la vista. Es el asistente del socorrista.

—Es para usted otra vez —me dice, entregándome el teléfono.

—¿Willy?

La voz de mi esposa hace que la duda recorra cada fibra de mi ser.

—Dime, Helen.

—Te noto raro.

—¿Qué pasa, Helen?

—Nada, pero...

—Por nada no me habrías llamado.

—Willy, ¿qué te pasa?

—No me pasa nada. Trataba de ser lógico. Al fin y al cabo tú eres la que has llamado. Sólo trataba de determinar por qué.

Cuando me lo propongo, llego a ser bastante distante.

—Me estás ocultando algo.

Lo que más me indigna en este mundo es que Helen se ponga así. Os lo explico. Con su horrible formación de psiquiatra, sólo me acusa de ocultarle cosas cuando le estoy ocultando cosas.

—Helen, en estos momentos estoy en una reunión, por favor, dime lo que quieres.

Ahí estaba otra vez la cuestión. Le estaba mintiendo a mi esposa en relación con otra mujer, y esa otra mujer lo sabía.

Sandy Sterling, que ocupa la tumbona contigua a la mía, me sonríe mirándome directamente a los ojos.

—En Argosy no tienen el libro. Nadie tiene el libro. Adiós, Willy. —Y cuelga.

—¿Tu mujer otra vez?

Asiento y dejo el teléfono colgado sobre la mesa, junto a mi tumbona.

—Os habláis mucho.

—Ya lo sé —le digo—. Es un suplicio concentrarme para escribir algo.

Supongo que sonrió.

No había forma de lograr que el corazón dejara de latirme con tanta fuerza.

«Capítulo uno. La prometida», dijo mi padre.

Debí de dar un respingo o algo por el estilo porque la chica dice:

—¿Eh?

—Mi pa... —empiezo a decir yo—. Pensaba... —empiezo a decir otra vez y luego añado—: Nada.

—Tranquilo —me dice ella y me lanza una sonrisa verdaderamente dulce.

Durante un segundo posó su mano sobre la mía, de un modo suave y reconfortante. Me pregunté si era posible que además fuera comprensiva. ¿Estupenda y comprensiva? ¿Sería legal? Helen nunca había sido comprensiva. Aunque siempre decía que lo era —«Comprendo por qué lo dices, Willy»—, pero en secreto trataba de descubrirme las neurosis. No, supongo que era comprensiva; pero no era compasiva. Además, por supuesto, no era estupenda. Delgaducha, sí. Brillante también.

—Conocí a mi mujer en la escuela universitaria para graduados —le digo a Sandy Sterling—. Ella hacía el doctorado.

A Sandy Sterling le estaba costando captar mi sucesión de ideas.

—Éramos unos críos. ¿Cuántos años tienes?

—¿Te digo mi verdadera edad o la que uso para el béisbol?

Me eché a reír de buena gana. ¿Estupenda, comprensiva y ocurrente?

«Esgrima. Lucha. Torturas —dijo mi padre—. Amor. Odio. Venganzas. Gigantes. Bestias de todas clases y aspectos. Verdades. Pasión. Milagros.»

Es la una menos veinticinco y le digo:

—¿Me dejas hacer una llamada? Póngame con información de Nueva York —digo cuando cojo el teléfono y, una vez que me comunican, añado—: ¿Podría darme los nombres de algunas librerías de la Cuarta Avenida, por favor? Habrá unas veinte.

En la Cuarta Avenida se encuentran las librerías de segunda mano más importantes de libros de lengua inglesa de todo el mundo civilizado. Mientras la operadora me busca los nombres, me vuelvo hacia la criatura que está en la tumbona de al lado y le comento:

—Mi hijo cumple diez años hoy y me gustaría regalarle este libro; no tardaré nada.

—Estupendo —dice Sandy Sterling.

—Aquí figura una tienda llamada Librería de la Cuarta Avenida —me dice la operadora, y me da el número.

—¿No podría darme alguna otra? Están todas seguidas.

—Si mee daa los nombress, lo ayudaré encantada —responde la operadora, hablando en lenguaje de la Bell.

—Con éste ya tengo bastante —le contesto, y le pido a la operadora del hotel que me ponga con la tienda—. Oiga, que llamo desde Los Ángeles —le digo—, y busco La princesa prometida, de S. Morgenstern.

—No, lo siento —me contesta el tío.

Y antes de que le pueda pedir que me dé los nombres de otras librerías, el tipo cuelga.

Le pido a la operadora del hotel que vuelva a ponerme con la tienda y cuando el tío vuelve a coger el teléfono le digo:

—Habla su corresponsal en Los Ángeles. Esta vez procure no colgar tan de prisa.

—Le he dicho que no lo tengo.

—Ya lo he entendido. Pero como estoy en California, me gustaría que me diera los nombres y los teléfonos de algunas otras tiendas de la zona. Quizá lo tengan, y como podrá imaginarse, por aquí no abundan las Páginas Amarillas de Nueva York.

—Ellos a mí no me ayudan, y yo tampoco.

Vuelve a colgar.

Me quedo ahí sentado, con el auricular en la mano.

—¿Cuál es ese libro tan especial? —me pregunta Sandy Sterling.

—No tiene importancia —le contesto, y cuelgo. Entonces le digo—: Sí que la tiene.

Vuelvo a coger el teléfono y finalmente logro comunicarme con Harcourt Brace Jovanovich, mi editor de Nueva York, y al cabo de unos minutos la secretaria de mi editor me lee los nombres y los teléfonos de todas las librerías de la zona de la Cuarta Avenida.

«Cazadores —decía en aquel momento mi padre—. Hombres malos. Hombres buenos. Las damas más hermosas.» Lo tenía acampado en la cabeza, acurrucado, calvo, y medio bizco, tratando de leer, tratando de agradar, tratando de mantener alejados a los lobos y a su hijo con vida.

Era la una y diez cuando por fin conseguí la lista completa y me despedí de la secretaria.

Entonces empecé con las librerías.

—Oiga, llamo desde Los Ángeles para preguntar si tienen un libro de Morgenstern, La princesa prometida, y...

—... lo siento...

—... lo siento...

Comunican.

—... hace años que está agotado...

Otro que comunica.

Las dos menos veinticinco.

Sandy sigue nadando. Y monta un poco en cólera. Debe de pensar que le estoy tomando el pelo. Pues no le estoy tomando el pelo, aunque lo parece.

—... lo siento, tuve un ejemplar en diciembre...

—... no lo tengo, lo siento...

—Ésta es una grabación. El número que ha marcado no funciona... Rogamos que cuelgue y...

—... no...

Y Sandy está que trina. Echando chispas, recogiendo sus cosas.

—¿... quién lee a Morgenstern hoy en día?

Sandy se marcha, se marcha, estupenda, preciosa, desaparece.

Adios, Sandy. Lo siento, Sandy.

—... lo siento, ya estamos cerrando.

Ya son las dos menos cinco. Las cinco menos cinco en Nueva York.

Pánico en Los Ángeles.

La línea comunica.

No contestan.

No contestan.

—En florinés, creo. Lo tendré en algún sitio de la trastienda.

Me incorporo en la tumbona. El tío tiene un acento marcadísimo.

—Necesito la versión inglesa.

—Hoy en día pocos piden a Morgenstern. Ya no sé qué tengo en la trastienda. Venga mañana y búsquelo usted mismo.

—Estoy en California —le digo.

—Chalado.

—Es que es muy importante para mí que me lo busque.

—¿Esperará mientras lo hago? Yo no pienso pagar la llamada.

—Tómese el tiempo que necesite.

Se tomó diecisiete minutos. Yo esperé en línea, escuchando. De vez en cuando se oía el sonido de un paso o un estrépito de libros o un gruñido: «Ay, aay».

Y por fin:

—Bien, tengo el florinés, tal como pensé.

Por poco.

—Pero no la versión inglesa —digo.

Y de pronto, el hombre empieza a chillarme:

—¿Cómo, se ha vuelto loco? Me rompo el alma para que usted me diga que no lo tengo. Claro que lo tengo, lo tengo aquí, y créame que le va a costar una buena suma.

—Estupendo..., se lo digo en serio, no es broma. Escúcheme, le explico lo que tiene que hacer. Coja un taxi y pídale que lleve los libros a Park y...

—Oiga, señor Chalado California, ahora me va a escuchar usted a mí. Aquí va a caer una tormenta de nieve en cualquier momento y ni yo ni mis libros iremos a ningún sitio sin dinero. Seis cincuenta cada uno. Si quiere la versión inglesa, tendrá que llevarse también la florinesa, y cierro a las seis. Estos libros no saldrán de aquí si yo no recibo antes trece dólares.

—No se vaya —le digo, y cuelgo.

¿Y a quién llama uno fuera del horario de oficina y con las Navidades al caer? Pues a un abogado.

—Charley —le digo cuando logro encontrarlo—, me tienes que hacer un favor. Vete a la Cuarta Avenida, a la librería de Abromowitz, págale trece dólares por dos libros. Coge un taxi hasta mi casa y dile al conserje que los suba a mi piso. Ya. Ya sé que está nevando, ¿qué me dices?

—Que es un favor tan extraño que no tendré más remedio que hacértelo.

Vuelvo a telefonear a Abromowitz.

—Mi abogado ya va para allá.

—Nada de cheques —me dice Abromowitz.

—Es usted todo corazón.

Cuelgo y empiezo a hacer cálculos. Aproximadamente unos ciento veinte minutos de conferencia a razón de un dólar treinta y cinco los primeros tres minutos, más trece por los libros, más unos diez por el taxi de Charley, más unos sesenta por sus honorarios, ¿a cuánto ascendía? Tal vez unos doscientos cincuenta. Todo para que mi hijo Jason tuviera el Morgenstern. Me repantingué y cerré los ojos. Doscientos cincuenta dólares por no mencionar las dos horas de tormento y angustia, sin olvidarnos de Sandy Sterling.

Una ganga.

Me llamaron a las siete y media. Estaba en mi suite.

—Le encanta la bici —me dice Helen—. Está prácticamente fuera de sí.

—Fabuloso.

—Ah, llegaron tus libros.

—¿Qué libros? —le pregunto; Chevalier no habría podido parecer más indiferente.

—La princesa prometida. En varias lenguas; por suerte una de ellas era el inglés.

—Bueno, me parece muy bien —digo persistiendo en mi vaguedad—. Casi se me había olvidado que pedí que se los enviasen.

—¿Cómo llegaron hasta aquí?

—Telefoneé a la secretaria de mi editor y le pedí que me buscara un par de ejemplares. A lo mejor los tenían en Harcourt, cualquiera sabe. —Pues sí, en Harcourt tenían unos ejemplares; ¿os lo imagináis? Puede que en las páginas siguientes os cuente por qué—. Pásame con el niño.

—Hola —me saluda al cabo de un segundo.

—Escúchame, Jason —le digo—: Pensábamos regalarte una bicicleta para tu cumpleaños, pero después cambiamos de idea.

—Jo, estás muy equivocado. Ya me habéis regalado una.

Jason ha heredado de su madre la total falta de humor. No lo sé; tal vez él sea ocurrente y yo no. Algo sí puedo afirmar con toda seguridad, y es que no nos reímos mucho juntos. Mi hijo Jason es un crío con un aspecto increíble: pintado de amarillo, podría formar parte del equipo de sumo de la escuela. Un pequeño dirigible. Se pasa la vida comiendo. Yo me cuido para no engordar, y a Helen sólo se la ve entera de frente, y además, es una de las más conocidas psiquiatras infantiles de Manhattan, y mi hijo rueda más de prisa de lo que camina. «Utiliza la comida para expresarse —dice siempre Helen—, para calmar sus ansiedades. Cuando se sienta dispuesto y capaz de hacer frente a las cosas, adelgazará.»

—Oye, Jason. Mamá me ha dicho que el libro te acaba de llegar. Ya sabes, el de la princesa. Quisiera que lo leyeses mientras estoy fuera. Cuando yo era crío me encantó y me gustaría saber qué te parece.

—¿También tiene que encantarme?

Vaya si era hijo de su madre.

—No, Jason. Sólo quiero saber tu opinión. La verdad. Te echo de menos, campeón. Te llamaré para tu cumpleaños.

—Jo, estás muy equivocado. Hoy es mi cumpleaños.

Estuvimos de guasa otro rato, hasta bastante después de que hubiéramos agotado todos los temas. Hice lo mismo con mi cónyuge, y colgué con la promesa de regresar al cabo de una semana.

Tardé dos.

Las reuniones se extendían, los productores tenían inspiraciones de las que había que tomar nota, los directores necesitaban que les calmaran los egos. En fin, que estuve en la soleada California mucho más tiempo de lo planeado. Pero al final me permitieron regresar al abrigo y al amparo del seno familiar, o sea, que me marché pitando hacia el aeropuerto de Los Ángeles, no fuera que alguien cambiara de parecer. Llegué temprano, cosa que siempre hago cuando vuelvo a casa, porque tenía que llenarme los bolsillos con chismes y chucherías para Jason. Cada vez que regreso de un viaje viene hacia mí corriendo (anadeando) y gritando:

—Deja que te vea los bolsillos.

Acto seguido me revisa todos los bolsillos, apoderándose de su soborno, y una vez que se ha hecho con el botín, me da un buen abrazo. ¿No es tremendo lo que somos capaces de hacer con tal de sentirnos queridos?

—Deja que te vea los bolsillos —grita Jason, y cruzando el vestíbulo, viene hacia mí.

Es jueves, a la hora de la cena, y mientras él cumple con el ritual, Helen sale de la biblioteca y me da un beso en la mejilla al tiempo que me dice: «Qué hombre más deslumbrante tengo», que también forma parte del ritual, y, cargado de regalos, Jason me da una especie de abrazo y sale disparado, andando como un pato hacia su habitación.

—Angelica está preparando la cena —anuncia Helen—, no podrías haber calculado mejor.

—¿Angelica?

Helen se lleva el índice a los labios y me susurra:

—Hace tres días que trabaja aquí, pero creo que puede llegar a ser una joya.

—¿Qué había de malo en la joya que teníamos cuando me marché? —le pregunto también en susurros—. Sólo llevaba aquí una semana.

—Resultó un desengaño —responde Helen.

Eso fue todo. (Helen es una mujer brillante —en la universidad fue miembro de la asociación de alumnos de más altos méritos, se sacó todos los sobresalientes posibles, todo un intelecto de una dimensión sorprendente—, pero no logra que le duren las chicas de servicio. En primer lugar, supongo que se siente culpable de tener quien le haga las cosas, ya que la mayoría de las chicas disponibles hoy en día son negras o hispanas, y Helen es ultra superliberal. En segundo lugar, es tan eficiente que las asusta. Todo lo hace mejor que ellas y lo sabe, y además, sabe que ellas lo saben. En tercer lugar, una vez que las tiene aterrorizadas, trata de explicarles las cosas, claro, siendo psicoanalista, se entiende... Como decía, trata de explicarles por qué no deberían sentirse aterrorizadas, y al cabo de una media hora larga de que Helen les analice el ego, las chicas acaban realmente aterradas. En definitiva, que en los últimos años hemos tenido un promedio de cuatro «joyas» al año.)

—Hemos tenido mala suerte con ellas, pero cambiará —digo, del modo más reconfortante que sé.

Solía fastidiarla con este tema de la limpieza, pero aprendí que no era lo más conveniente.

La cena estuvo lista un poco más tarde, y rodeando a mi esposa con un brazo y a mi hijo con el otro, avancé hacia el comedor. En aquel momento me sentí a salvo, seguro de todo. La cena estaba servida: espinacas a la crema, puré de patatas, salsa y carne asada a la cazuela; estupendo, salvo que no me gusta la carne asada, porque como muy poca carne, pero las espinacas a la crema me chiflan, o sea, que sobre el mantel había dispuesta una selección más que comestible. Nos sentamos. Helen sirvió la carne; en cuanto al resto, nos pasamos las fuentes. Mi ración de asado no estaba demasiado jugosa, pero la salsa sirvió para equilibrar la cosa. Helen llamó al timbre. Apareció Angelica. Tendría unos dieciocho o veinte años, piel aceitunada y movimientos lentos.

—Angelica —le dijo Helen—, éste es el señor Goldman.

Le sonrío y le digo «hola» agitando el tenedor en el aire. Ella asiente.

—Angelica, no te lo tomes como una crítica, puesto que la culpa la tengo yo, pero en lo sucesivo, las dos hemos de tratar por todos los medios de acordarnos de que al señor Goldman le gusta el rosbif muy...

—¿Era rosbif? —pregunto yo.

Helen me lanza una mirada amenazadora y prosigue:

—Angelica, no hay ningún problema, debí haberte hablado de cuáles eran las preferencias del señor Goldman, pero la próxima vez que comamos asado de costillas deshuesadas, procura, por favor, que por dentro quede de color rosado, ¿de acuerdo?

Angelica se retira a la cocina. Otra «joya» que se iba a hacer gárgaras.

No os olvidéis de que al comenzar la cena los tres éramos felices. Dos todavía estábamos en ese estado, pero Helen se mostraba visiblemente afectada.

Jason acumulaba el puré de patatas en su plato con un movimiento experto y firme.

Le sonrío a mi hijo y le digo:

—Oye, trata de tomártelo con más calma, ¿vale?

Se sirve otra cucharada bien llena y la desparrama en el plato.

—Jason, ten en cuenta que son muchas calorías —le digo.

—Es que tengo mucho apetito, papá —me contesta sin mirarme.

—¿Por qué no te atiborras de carne? Come toda la carne que te dé la gana y no te diré una sola palabra.

—¡No pienso comer nada! —exclama Jason.

Aparta el plato, se cruza de brazos y fija la mirada en la lejanía.

—Si yo fuera vendedora de muebles —me dice Helen—, o cajera en un banco, lo entendería; pero ¿cómo puedes haber estado casado tantos años con una psiquiatra y hablar de ese modo? Willy, parece que hayas salido de la Edad Media.

—Helen, el niño está gordo. Lo único que sugiero es que deje unas cuantas patatas para los demás y que se atiborre con esta exquisita carne asada que tu «joya» ha preparado para mi regreso triunfal.

—Willy, no es mi intención asombrarte, pero da la casualidad de que Jason no sólo tiene una fina inteligencia sino que además posee una vista magnífica. Cuando se mira en el espejo, te aseguro que sabe perfectamente que no está delgado. Y eso es porque en esta etapa de su vida ha elegido no estar delgado.

—Helen, no le falta demasiado para que empiece a salir con chicas, ¿qué pasará entonces?

—Cariño, Jason tiene diez años, y en esta etapa de su vida las chicas no le interesan. A esta edad lo que le interesan son los astronautas. ¿Qué le importa a un aficionado a los cohetes una ligera tendencia a la obesidad? Cuando él decida ser delgado, te aseguro que tiene la inteligencia y la fuerza de voluntad suficientes como para adelgazar. Hasta que no llegue ese momento, te pido por favor que en mi presencia no frustres al niño.

Sandy Sterling bailaba en bikini delante de mis ojos.

—No pienso comer, y se acabó —dice entonces Jason.

—Pero, cariño —le dice Helen al crío con ese tono que ella reserva sólo para momentos como éste—, trata de ser lógico. Si no te comes el puré de patatas, te enfadarás y yo también me enfadaré, y está claro que tu padre ya está enfadado. Pero si te comes el puré de patatas, yo me sentiré muy satisfecha, tú te sentirás satisfecho, y tu estómago se sentirá satisfecho. Lo de tu padre ya no tiene solución. Está en tus manos el que tres personas se enfaden o que se enfade una sola, y con respecto a esta última, como ya te he dicho, no hay nada que hacer. Por lo tanto, la conclusión es clarísima, aunque tengo una fe absoluta en tu capacidad para llegar a ella por ti mismo. Haz lo que quieras, Jason.

El niño comienza a engullir.

—Harás que se convierta en un mariquita —le digo, aunque en una voz lo bastante baja como para que sólo me escuche yo mismo, y Sandy.

Entonces inspiro profundamente, porque siempre que regreso a casa hay problemas, razón por la cual Helen dice que traigo conmigo la tensión, que necesito pruebas sobrehumanas de que me han echado de menos, de que todavía me necesitan, de que soy amado, etc. Lo único que sé es que detesto estar lejos, pero lo peor es el regreso. Nunca tengo demasiada ocasión de entablar una conversación del tipo: «¿Y qué tal? ¿Qué novedades hubo durante mi ausencia?», y menos si tenemos en cuenta que Helen y yo nos telefoneamos casi todas las noches.

—Apuesto a que eres un genio con esa bici —digo entonces—. Tal vez este fin de semana salgamos a dar un paseo.

Jason levanta la vista del puré de patatas.

—El libro me encantó, papá. Es genial.

Me sorprendo de que me lo diga, porque, como es natural, yo sólo empezaba a encauzar la conversación hacia ese tema. Pero, como dice siempre Helen, Jason no es ningún imbécil.

—Bueno, me alegro —digo.

Y vaya si me alegraba.

—Puede que sea el mejor libro que he leído en mi vida —agrega Jason asintiendo.

Tomo una cucharada de espinacas.

—¿Cuál es la parte que más te ha gustado?

—El capítulo uno. La prometida —responde Jason.

Eso me sorprende de veras. No es que el capítulo uno esté mal, pero no pasan demasiadas cosas si lo comparamos con todo lo increíble que ocurre después. En su mayor parte habla de cómo Buttercup se hace adulta, eso es todo.

—¿Qué me dices de la escalada de los Acantilados de la Locura? —le pregunto—. Eso ocurre en el capítulo cinco.

—Está bien —aclara Jason.

—¿Y de la descripción del Zoo de la Muerte del príncipe Humperdinck? Está en el segundo capítulo.

—También está muy bien —dice Jason.

—Lo que más me sorprendió fue que la descripción del Zoo de la Muerte ocupa unos pocos párrafos, pero no sé, en cierto modo sabes que más adelante todo encajará. ¿Tuviste la misma sensación?

—Mmm... ajá. —Jason asiente—. Sí, es genial.

A esas alturas ya sabía que no lo había leído.

—Trató de leerlo —interviene Helen—. Y se leyó el primer capítulo. Pero el capítulo segundo fue imposible para el crío, o sea, que cuando vi que había hecho un esfuerzo razonable, le dije que lo dejara. No todos tenemos los mismos gustos. Le dije que tú lo entenderías, Willy.

Claro que lo entendía. Aunque me sentía completamente abandonado.

—No me gustó, papá. Quería que me gustara, pero...

Le sonrío. ¿Cómo es posible que no le gustara? Pasión. Duelos. Milagros. Gigantes. Amor verdadero.

—¿Tampoco vas a comerte las espinacas? —me pregunta Helen.

Me levanto de la mesa.

—Los tiempos cambian. No tengo hambre.

No dice nada hasta que me oye abrir la puerta de la calle. Entonces me grita:

—¿Adónde vas?

De haberlo sabido, le habría contestado.

Deambulé por ahí en pleno diciembre. Sin abrigo. Aunque no me enteré del frío. Lo único que sabía era que tenía cuarenta años, que no me había propuesto encontrarme en aquellas circunstancias a esa edad, enganchado a una psicoanalista genial y a un hijo que más bien parecía un globo. Serían alrededor de las nueve de la noche cuando me encontré solo, sentado en medio del Central Park, sin nadie cerca, y con todos los demás bancos vacíos.

Fue entonces cuando oí un susurro de hojas entre los arbustos. Cesó. Se volvió a oír. Muy suave. Más cerca.

Me volví como el rayo y grité:

—¡No me molestéis!

Fuera lo que fuese —amigo, enemigo o mi imaginación—, desapareció. Logré oír cómo corría y fue entonces cuando me di cuenta de una cosa: en aquel momento era un tipo peligrosísimo.

Entonces sentí frío. Y me fui a casa. Helen repasaba unas notas en la cama. En otra circunstancia, me hubiera hecho algún comentario sobre lo mayor que estaba ya para esos arranques de comportamiento juvenil. Pero era probable que el peligro siguiera fijado a mí como una aureola. Lo noté en sus ojos inteligentes.

—De veras que lo intentó —dice finalmente.

—Nunca pensé que no lo intentara —contesto—. ¿Dónde está el libro?

—Supongo que en la biblioteca.

Me vuelvo y me dispongo a salir del dormitorio.

—¿Quieres que te traiga algo?

Le contesto que no. Me voy a la biblioteca, me encierro y busco La princesa prometida. Mientras reviso la encuadernación, noto que está bastante bien conservado, y entonces me doy cuenta de que lo había publicado mi misma editorial, Harcourt Brace Jovanovich. Aunque había sido mucho antes, por entonces ni siquiera eran Harcourt, Brace & World. Sólo la vieja Harcourt, Brace, y punto. Hojeo el libro hasta la página del título, cosa que me resulta extraña, porque nunca antes lo había hecho; siempre había sido mi padre quien lo hojeaba. Al leer el verdadero título me echo a reír, porque ahí mismo dice:

 

La princesa prometida

Relato clásico de amores

verdaderos y grandes aventuras

escrito por S. Morgenstern

 

Un tipo que catalogaba su propia obra original como un clásico antes de que fuese publicada y de que nadie la hubiera leído era de admirar. Tal vez pensó que si no lo hacía así, nadie la leería, o tal vez sólo intentaba echarle una mano a los críticos. No lo sé. Ojeo el primer capítulo; era más o menos como lo recordaba. Paso al segundo capítulo, donde el autor habla del príncipe Humperdinck y ofrece la descripción breve e incitante del Zoológico de la Muerte.

Y es ahí cuando comienzo a darme cuenta de dónde está el problema.

No es que la descripción no figurara. Estaba, y era más o menos como la recordaba. Pero antes de llegar a la descripción, había unas sesenta páginas de texto que hablaban de los antepasados del príncipe Humperdinck y de cómo su familia llegó a controlar Florin, y de esta boda y de este niño que engendró a este otro de aquí que después se casó con no sé quién; pasé al capítulo tercero, «El galanteo», y descubrí que hablaba de la historia del Guilder y de cómo ese país llegó al puesto que ocupa en el mundo. Cuanto más hojeaba el libro, de más cosas me enteraba: Morgenstern no se había propuesto escribir un libro infantil, sino una especie de historia satírica de su país y del declive de la monarquía en la civilización occidental.

Pero mi padre sólo me había leído las partes de acción, las partes buenas. No se ocupó en absoluto del aspecto serio.

A eso de las dos de la madrugada, llamo a Hiram en Martha’s Vineyard. Hiram Haydn ha sido mi editor durante una docena de años, desde Soldier in the rain, y juntos hemos pasado muchas cosas, pero nunca por llamadas telefónicas a las dos de la madrugada. Sé que hasta el día de hoy no ha logrado entender por qué no pude esperar..., digamos que hasta la hora del desayuno.

—Bill, ¿seguro que te encuentras bien? —me pregunta todo el rato.

—Oye, Hiram —comienzo yo a decir después de haberlo llamado unas seis veces—. Escúchame, habéis publicado un libro justo después de la segunda guerra mundial. ¿Te parece buena idea que lo compendiara y volviésemos a publicarlo?

—Bill, ¿seguro que te encuentras bien?

—Sí, muy bien. Verás, sólo utilizaría las partes buenas. Me encargaría de añadir párrafos allí donde se produzcan saltos en la narración y dejaría sólo las partes mejores. ¿Qué te parece la idea?

—Bill, aquí son las dos de la madrugada. ¿Sigues en California?

Finjo una total sorpresa, para que no piense que estoy loco.

—Lo siento, Hiram. Dios mío, si seré idiota. En Beverly Hills apenas son las once. Oye, ¿crees que podrías comentárselo al señor Jovanovich?

—¿Quieres decir ahora mismo?

—Mañana o pasado, no hay prisa.

—Le comentaré lo que sea, pero no sé si entiendo bien lo que quieres. Bill, ¿seguro que estás bien?

—Estaré en Nueva York mañana. Te llamaré y te daré más detalles, ¿vale?

—Bill, ¿podrías hacerlo a primera hora de la mañana, en horario de oficina?

Me echo a reír y colgamos. Telefoneo a Zig en California. Evarts Ziegler lleva unos ocho años haciéndome de agente cinematográfico. Él fue quien me representó en Dos hombres y un destino; a él también lo desperté.

—Oye, Zig, ¿podrías ayudarme a aplazar Las poseídas de Stepford? Se me ha presentado otro proyecto.

—Te han contratado para que empieces ya mismo. ¿Cuánto tiempo más necesitarías?

—No estoy seguro; nunca había compendiado una obra. ¿Tú qué piensas que harían?

—Supongo que si se trata de un aplazamiento, amenazarían con demandarnos y acabarías perdiendo el trabajo.

La cosa resultó más o menos como él predijo; amenazaron con demandarme y a punto estuve de perder el trabajo y cierta suma de dinero, y no me gané demasiados amigos en «la industria», como la llamamos los que estamos en esto del cine.

Pero compendié el libro y vosotros lo tenéis ahora en vuestras manos. La versión de las «partes buenas».

¿Por qué me tomé tantas molestias?

Helen me insistió mucho para que pensara una respuesta. Le parecía importante, pero no exactamente porque ella quisiese saber mis motivos, sino que lo que le interesaba era que yo los supiese.

—Porque te comportaste como un chalado, Willy —me dijo—. Me tenías realmente asustada.

¿Por qué lo hice?

Esto del autoescrutinio nunca se me ha dado bien. Todo lo escribo por impulso. Esto me suena bien, aquello me suena mal..., así. No puedo analizarlo, al menos no logro hacerlo con mis propios actos.

Sé que no espero que esto le cambie la vida a nadie como me la cambió a mí. Pero si nos fijamos en las palabras del subtítulo —«amor verdadero y grandes aventuras»—, yo creí en eso en cierta ocasión. Pensé que mi vida iba a seguir por esos derroteros. Rogaba porque fuera así. Está claro que no lo fue, pero no creo que todavía existan grandes aventuras. Hoy en día no hay nadie que desenvaine la espada y grite: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. ¡Tú mataste a mi padre; disponte a morir!».

Y del amor verdadero también os podéis olvidar. Yo ya no sé si hay algo que quiera de verdad, más allá del bistec de Peter Luger’s y la enchilada de El Parador. (Perdóname, Helen.)

En fin, he aquí la versión de las «partes buenas». S. Morgenstern escribió el libro. Y mi padre me lo leyó. Y ahora os lo ofrezco a vosotros. Lo que hagáis con él tendrá, para todos nosotros, algo más que un interés efímero.

 

Nueva York,

diciembre de 1972
1

La prometida

El año en que Buttercup nació, una criada de cocina francesa llamada Annette era la mujer más hermosa del mundo. Annette trabajaba en París para los duques de Guiche y no había escapado a la atención del duque que una mujer de una belleza fuera de lo común le sacara brillo al peltre. El interés del duque tampoco pasó inadvertido a la duquesa, que no era ni muy hermosa ni muy rica, pero sí muy lista. La duquesa se dispuso a estudiar a Annette y al cabo de no mucho tiempo descubrió la trágica debilidad de su adversaria.

El chocolate.

Dotada ya de armas, la duquesa puso manos a la obra. El palacio de Guiche se convirtió en un castillo de caramelo. Dondequiera que posara uno la vista encontraba bombones. En las salas había montones de caramelos de menta recubiertos de chocolate; en los salones, cestas de turrones también de chocolate.

Annette estaba perdida. Al promediar la estación, de delicada se convirtió en colosal y el duque no volvió a mirarla sin que una triste estupefacción le nublara la vista. (Hay que señalar que, a lo largo de su proceso de ensanchamiento, Annette parecía más alegre. Con el tiempo, acabó casándose con el chef de pasteleros; los dos comieron muchísimo hasta que la edad avanzada los reclamó. Hay que señalar también que las cosas no fueron tan felices para la duquesa. El duque, por motivos que desafían toda comprensión, quedó prendado de su propia suegra, lo cual le provocó úlceras a la duquesa, sólo que por aquella época todavía no se conocían las úlceras. Para ser más exactos, las úlceras existían, la gente las padecía, pero no se llamaban así. En aquellos tiempos, la profesión médica las denominaba «dolores de estómago» y se creía que la mejor medicina era tomar café con unas gotas de coñac dos veces al día hasta que los dolores remitían. La duquesa se tomaba su mezcla con fe, y mientras los años pasaban observaba cómo a sus espaldas su marido y su madre se lanzaban besos. No debe sorprender a nadie, pues, que el mal humor de la duquesa fuera legendario, tal como Voltaire lo refirió de forma tan competente. Sólo que esto ocurrió antes de Voltaire.)

Cuando Buttercup cumplió diez años, la mujer más hermosa vivía en Bengala y era hija de un próspero mercader de té. La muchacha se llamaba Aluthra, y su piel tenía un tono moreno tan perfecto que hacía ochenta años que no se veía en la India. (En toda la India sólo ha habido once cutis perfectos desde que comenzara a llevarse un registro detallado.) Aluthra acababa de cumplir diecinueve años cuando la plaga de viruela se abatió sobre Bengala. La muchacha sobrevivió, aunque no su piel.

Cuando Buttercup cumplió los quince, Adela Terrell, de Sussex on the Thames, era, con mucho, la criatura más hermosa. Adela tenía veinte años, y hasta aquel momento le llevaba tanta ventaja al resto del mundo que era casi seguro que sería la más hermosa por muchos, muchos años. Pero un buen día, uno de sus pretendientes (tendría unos ciento cuatro) aseguró que Adela debía de ser sin lugar a dudas el ser más ideal jamás engendrado. Esa noche, a solas en su alcoba, se examinó poro a poro en el espejo. (Esto fue después de que inventaran los espejos.) La inspección le llevó casi hasta el amanecer, pero para entonces ya tenía claro que el joven había emitido una apreciación más que correcta: era perfecta, aunque ella no había tenido nada que ver en eso.

Mientras se paseaba por la rosaleda familiar y contemplaba cómo salía el sol, se sintió más feliz que nunca. «No sólo soy perfecta —se dijo—, sino que probablemente seré la primera persona perfecta de toda la historia del universo. No hay ninguna parte de mí que pueda mejorarse. ¡Qué afortunada soy de ser perfecta y rica y pretendida y sensible y joven y...!»

¿Joven?

La bruma comenzaba a disiparse cuando Adela se puso a meditar. «Está claro que siempre seré sensible —pensó—, y que siempre seré rica, pero no sé qué haré para mantenerme siempre joven. Y cuando no sea joven, ¿cómo podré seguir siendo perfecta? Y si no soy perfecta, pues... ¿qué me quedará? ¿Qué?» Adela frunció el ceño mientras cavilaba desesperadamente. Era la primera vez en la vida que se veía obligada a fruncir el ceño, y cuando cayó en la cuenta de lo que acababa de hacer, se quedó sin aliento, horrorizada ante la idea de haberse estropeado, quizá para siempre, la hermosa frente. Se precipitó otra vez delante del espejo y se pasó la mañana ante él, y aunque logró convencerse de que continuaba siendo casi tan perfecta como de costumbre, no cabía ninguna duda de que ya no era tan feliz como antes.

La preocupación había comenzado.

Dos semanas más tarde aparecieron las primeras marcas; las primeras arrugas tardaron un mes y antes de que promediara el año las tenía a montones. Se casó al poco tiempo con el mismo hombre que la tildara de sublime, y durante muchos años le dio una vida infernal.

Obviamente, a los quince años, Buttercup no tenía ni idea de todo esto. Y si la hubiera tenido, le habría resultado completamente incomprensible. ¿Cómo podía importarle a alguien si era o no la mujer más hermosa del mundo? ¿Qué diferencia podía existir si sólo se era la tercera mujer más hermosa? O la sexta. (Por aquella época, Buttercup no llegaba a ocupar posiciones tan elevadas, y apenas se encontraba entre las veinte principales, y eso si sólo se tenía en cuenta su potencial, y no las atenciones especiales que le dedicaba a su propia persona. Detestaba lavarse la cara, especialmente la zona de detrás de las orejas, y estaba harta de peinarse y lo hacía lo menos posible. Lo que le gustaba hacer en realidad, lo que prefería por encima de cualquier otra cosa, era montar su caballo y burlarse del mozo de labranza.)

El caballo se llamaba Caballo (Buttercup nunca tuvo una imaginación desbordante) y acudía a su llamada, iba a donde ella lo dirigiese, hacía todo lo que ella le mandaba. El mozo de labranza también hacía lo que ella le mandaba. Era ya un muchacho, pero había comenzado a trabajar para el padre de Buttercup al quedar huérfano a temprana edad, y ella siempre se había dirigido a él del mismo modo. «Muchacho, alcánzame eso»; «Acércame aquello, muchacho..., date prisa, holgazán, muévete o se lo diré a mi padre.»

«Como desees.»

Era lo único que le contestaba. «Como desees.» «Alcánzame eso, muchacho.» «Como desees.» «Sécame esto, muchacho.» «Como desees.» Vivía en una choza, cerca de los animales y, según la madre de Buttercup, la mantenía limpia. Incluso leía cuando tenía velas.

—En mi testamento, le dejaré un acre a ese muchacho —le gustaba decir al padre de Buttercup. (Por aquella época tenían acres.)

—Lo echarás a perder —le contestaba siempre la madre de Buttercup.

—Hace años que trabaja como un esclavo y el trabajo esforzado debe recompensarse.

Entonces, en lugar de seguir con la discusión (por aquella época también discutían), los dos se volvían contra su hija.

—No te has bañado —le decía el padre.

—Sí me he bañado —respondía Buttercup.

—Pero no con agua —proseguía el padre—. Hueles como un semental.

—He estado cabalgando todo el día —le explicaba Buttercup.

—Has de bañarte, Buttercup —añadía la madre—. A los muchachos no les gusta que las chicas huelan a establo.

—¡Oh, los muchachos! —exclamaba Buttercup—. ¿Qué me importan a mí los muchachos? Caballo me quiere y con esto tengo más que suficiente, gracias.

Lanzaba su discurso en voz alta y con cierta frecuencia.

Pero, le gustara o no, habían comenzado a ocurrir ciertas cosas.

Poco después de cumplir los dieciséis, Buttercup cayó en la cuenta de que las muchachas de la aldea llevaban más de un mes sin dirigirle la palabra. Nunca había intimado demasiado con ellas, de manera que aquel cambio no le resultó muy importante, pero lo cierto era que antes, cuando cabalgaba por la aldea o por los senderos de los carros, la saludaban con inclinaciones de cabeza. Pero ahora, sin una razón en particular, apartaban rápidamente la mirada cuando ella se les aproximaba, y no hacían nada más. Una mañana, Buttercup logró abordar a Cornelia en la herrería e indagó acerca del motivo de aquel silencio.

—Después de lo que has hecho, creí que tendrías la cortesía de no preguntarlo —le contestó Cornelia.

—¿Y qué he hecho?

—¿Cómo que qué has hecho? Nos los has robado.

Dicho lo cual, Cornelia echó a correr. Pero Buttercup lo comprendió, comprendió a quiénes se refería.

A los muchachos.

A los muchachos de la aldea.

A esos obtusos, esos cabeza de chorlito, esos mentecatos, esos ligeros de cascos, esos aburridos, esos simplones, esos lelos, esos estúpidos de los muchachos.

¿Cómo podían acusarla a ella de robárselos? ¿Por qué iba nadie a quererlos? Para lo único que servían era para incomodar, fastidiar e importunar.

«Buttercup, ¿quieres que te cepille el caballo?» «No, gracias, ya lo hace mi mozo de labranza.» «Buttercup, ¿puedo salir a cabalgar contigo?» «No, gracias, me divierto más yo sola.» «Crees que nadie te llega ni a la punta del zapato, ¿no es así, Buttercup?» «No, no lo creo. Lo único que ocurre es que me gusta cabalgar sola.»

A lo largo de su decimosexto año de vida, incluso este tipo de conversaciones provocaban tartamudeos y sonrojos y, con un poco de suerte, algún comentario sobre el tiempo. «Buttercup, ¿crees que lloverá?» «No lo creo, el cielo está despejado.» «Pero puede que llueva.» «Supongo que sí.» «Crees que nadie te llega ni a la punta del zapato, ¿no es así, Buttercup?» «No, lo único que creo es que no va a llover, eso es todo.»

Por las noches, en bastantes ocasiones, se congregaban en la oscuridad, no lejos de su ventana, para reírse de ella. Buttercup no les hacía caso. Con frecuencia, las risas daban paso al insulto. Ella no les prestaba atención. Si se excedían en sus pullas, el mozo de labranza se encargaba de ellos; salía sigilosamente de su choza, les propinaba una paliza a unos cuantos, y todos huían despavoridos. Buttercup nunca olvidaba darle las gracias por su ayuda. «Como desees.» Eso era todo lo que le contestaba.

Cuando estaba a punto de cumplir los diecisiete, llegó a la aldea un hombre en un carruaje y la observó pasar en el caballo cuando iba a comprar provisiones. Seguía allí cuando ella regresó. No le prestó atención y lo cierto era que aquel hombre no tenía ninguna importancia en sí. Pero señaló el momento crucial. Otros hombres se habían desviado mucho de su camino para poder verla; otros hombres habían llegado incluso a cabalgar durante leguas para poder gozar de ese privilegio, igual que había hecho este hombre. Pero lo importante de este acontecimiento radicaba en que éste era el primer hombre rico que se había molestado en hacerlo, el primer noble. Y fue este mismo hombre, cuyo nombre se perdió en la niebla de los tiempos, quien mencionó al conde la existencia de Buttercup.

 

 

El reino de Florin se extendía entre lo que es hoy Suecia y Alemania. (Esto ocurrió antes de que se formara Europa.) En teoría, era gobernado por el rey Lotharon y su segunda esposa, la reina. Pero, en realidad, el rey apenas se tenía en pie, rara vez lograba distinguir el día de la noche y se pasaba prácticamente todo el día balbuceando. Era muy anciano; hacía mucho tiempo que todos los órganos de su cuerpo le habían traicionado y gran parte de las decisiones importantes que tomaba con respecto a Florin tenían ciertos visos de arbitrariedad que preocupaban a muchos de los más destacados ciudadanos.

De hecho, quien gobernaba era el príncipe Humperdinck. Si hubiera existido Europa, él habría sido el hombre más poderoso de ese continente. A pesar de eso y tal como estaban las cosas, en miles de kilómetros a la redonda no había nadie que deseara meterse con él.

El único confidente del príncipe Humperdinck era el conde. Éste se apellidaba Rugen, aunque a nadie le hacía falta utilizar su apellido, pues era el único conde del reino; el título se lo había conferido el príncipe hacía algún tiempo, como regalo de cumpleaños, hecho que, como era natural, tuvo lugar durante una de las fiestas de la condesa.

La condesa era considerablemente más joven que su esposo. Todos sus trajes venían de París (esto ocurrió después de que existiera París) y tenía un gusto exquisito. (Esto ocurrió después de que se inventara el buen gusto, pero muy poco después. Y como era algo tan nuevo, y dado que la condesa era la única dama en todo Florin que lo poseía, ¿es de extrañar que fuera la primera dama del reino?) Con el tiempo, su pasión por las telas y los afeites la obligó a residir de forma permanente en París, donde dirigió el único salón de belleza de renombre internacional.

Hasta que llegó ese momento, se entretuvo durmiendo envuelta en sedas, comiendo en vajilla de oro y siendo la mujer más temida y admirada de la historia florinesa. Si tenía defectos en la figura, sus trajes los ocultaban; si su cara era algo menos que divina, resultaba difícil notarlo una vez que había acabado de aplicarse los afeites. (Esto ocurrió antes de que existiera el encanto o glamour, pero de no haber sido por damas como la condesa, jamás habría habido necesidad de inventarlo.)

En suma, que los Rugen eran la pareja de moda en Florin y lo habían sido durante muchos años...

 

 

Éste soy yo. Todos los comentarios de compilación y de cualquier otro tipo irán en cursiva, para que lo sepáis. Al principio, cuando dije que nunca había leído este libro, era verdad. Me lo leyó mi padre, y al hacer la compilación, me limité a ojearlo velozmente, taché capítulos enteros y dejé lo demás tal como figuraba en la obra original de Morgenstern.

El presente capítulo ha sido reproducido intacto. Y esta información mía no es más que para comentar la forma en que Morgenstern utilizaba los paréntesis. La revisora de Harcourt no hacía más que llenar los márgenes de las galeradas con preguntas como ésta: «¿Cómo es posible que haya ocurrido antes de que existiera Europa pero después de que existiera París?». O «¿Cómo es posible que esto ocurra antes del glamour cuando el glamour es un concepto antiguo? Véase el término glamer en el Oxford English Dictionary». Y más adelante: «Me estoy volviendo loca. ¿Qué puedo hacer con tantos paréntesis? ¿Cuándo se desarrolla la historia que se cuenta en este libro? No entiendo nada. ¡¡¡Socooooorroooooo!!!». Denise, la revisora, ha corregido todos mis libros desde Boys and Girls Together y en sus notas al margen nunca se había mostrado tan emotiva conmigo.

No pude ayudarla.

Una de dos, o Morgenstern hacía esos comentarios en serio, o no los hacía en serio. O tal vez algunos los hacía en serio y otros no. Pero nunca dijo cuáles iban en serio. O tal vez fuera un recurso estilístico que el autor utilizaba para decirle al lector que «esto no es real; jamás ocurrió». Es lo que yo pienso, a pesar del hecho de que si uno rastrea en la historia de Florin, se dará cuenta de que ocurrió realmente. Me refiero a los hechos, porque nadie podrá decir nada sobre las motivaciones mismas. Lo único que puedo sugeriros es que no leáis los paréntesis si os molestan.

 

 

—De prisa..., de prisa..., ven.

El padre de Buttercup estaba en su casa, mirando por la ventana.

—¿Por qué?

La que preguntaba era la madre. Cuando se trataba de obedecer, nunca hacía concesiones.

El padre señaló veloz con el dedo y le dijo:

—Mira...

—Mira tú, ya sabes cómo hacerlo.

Los padres de Buttercup no eran lo que se dice un matrimonio bien avenido. Cada uno de ellos no soñaba con otra cosa que abandonar al otro.

El padre de Buttercup se encogió de hombros y se dirigió a la ventana.

—¡Aaaah! —exclamó al cabo de un rato. Y poco después, añadió—: ¡Aaaah!

La madre de Buttercup levantó brevemente la vista del guiso.

—¡Cuánta riqueza! —exclamó el padre de Buttercup—. Es gloriosa.

La madre de Buttercup vaciló y luego dejó la cuchara del guiso. (Esto fue después de que se inventara la cuchara del guiso, aunque todo se inventó después del guiso. Cuando el primer hombre salió arrastrándose del fango y construyó su primera casa en tierra firme, esa noche, lo primero que cenó fue un guiso.)

—El corazón se sobrecoge ante tanta magnificencia —masculló en voz muy alta el padre de Buttercup.

—¿De qué se trata exactamente, gordito? —exigió saber la madre de Buttercup.

—Mira tú, ya sabes cómo hacerlo —fue todo lo que contestó él.

(Ésta era la trigésima tercera disputa del día —y ocurrió mucho después de que se inventaran las disputas— y ella le ganaba por veinte a trece, pero el hombre había recuperado mucho terreno desde el almuerzo, cuando el marcador se encontraba en diecisiete a dos.)

—Burro —le dijo la madre, y se dirigió a la ventana. Al cabo de un momento, exclamó junto con su marido—: ¡Aaahh!

Allí se quedaron los dos, diminutos y asombrados.

Buttercup los observaba mientras ponía la mesa.

—Seguramente vendrán de alguna parte para ver al príncipe Humperdinck —comentó la madre de Buttercup.

El padre asintió y dijo:

—Cacería. El príncipe se dedica a la cacería.

—¡Qué afortunados somos de haberlos visto pasar! —observó la madre de Buttercup, y aferró la mano de su esposo.

El viejo asintió y dijo:

—Ahora puedo morirme.

Ella le miró y repuso:

—No te mueras.

Su tono fue sorprendentemente tierno y, con toda probabilidad, presintió lo importante que era para ella aquel hombre, porque cuando murió, dos años más tarde, ella no tardó en seguirle, y casi toda la gente que la conocía bien coincidió en señalar que lo que acabó con ella fue la repentina falta de oposición.

Buttercup se les acercó y permaneció detrás, mirando por encima de sus hombros, y tampoco tardó en quedarse boquiabierta, porque el conde y la condesa con todos sus escuderos, sus soldados, sus siervos, sus cortesanos, sus campeones y sus carruajes pasaban por el sendero para carros, justo delante de la granja.

Los tres permanecieron en silencio mientras la procesión avanzaba. El padre de Buttercup era un hombre mentecato y pequeñito que siempre había soñado con vivir como el conde. En cierta ocasión había pasado a tres kilómetros del lugar donde el conde y el príncipe habían estado cazando, y hasta ese momento, aquél había sido el instante más culminante de su vida. Como campesino era muy malo y como esposo no le iba mucho mejor. No había muchas cosas en el mundo en las que destacara, y nunca llegó a explicarse  a ciencia cierta cómo había logrado engendrar a su hija, pero en el fondo de su corazón sabía que debía de tratarse de alguna especie de error maravilloso, cuya naturaleza no tenía ninguna intención de investigar.

La madre de Buttercup era una mujer pequeñita y arrugada, enjuta y de aire preocupado, que siempre había soñado con llegar a ser famosa aunque fuera una sola vez, como se decía era la condesa. Era muy mala cocinera y como ama de llaves incluso mucho más limitada. Cómo había logrado su vientre engendrar a Buttercup era algo que, obviamente, escapaba a su entendimiento. Había estado presente cuando ocurrió y para ella era suficiente.

Buttercup, media cabeza más alta que sus padres, que seguía con los platos de la cena en las manos y seguía oliendo a Caballo, sólo deseaba que la gran procesión no estuviera tan lejos, para poder comprobar si los trajes de la condesa eran tan hermosos como se decía.

Como si respondiera a sus deseos, la procesión giró y comenzó a dirigirse hacia la granja.

—¿Aquí? —logró preguntarse el padre de Buttercup—. Dios mío, ¿por qué?

La madre de Buttercup se volvió hacia su esposo e inquirió:

—¿No te habrás olvidado de pagar los impuestos?

(Esto ocurrió después de que se inventaran los impuestos. Aunque todo ocurre después de la invención de los impuestos, porque se inventaron incluso antes que el guiso.)

—Si no los hubiera pagado, no hacía falta que enviaran a tanta gente para cobrarlos —e hizo un ademán hacia la entrada de su granja, porque el conde y la condesa, acompañados de sus pajes, sus soldados, sus siervos, sus cortesanos, sus campeones y sus carruajes se iban acercando más y más—. ¿Qué habrán venido a pedirme?

—Ve a ver, ve a ver —le ordenó la madre de Buttercup.

—Ve a ver tú. Por favor.

—No, ve tú. Por favor.

—Iremos los dos juntos.

Y juntos fueron. Temblando…

—Las vacas —le dijo el conde, cuando se acercaron a su dorado carruaje—. Me gustaría hablar de tus vacas.

Se dirigió a ellos desde el interior del carruaje, con el oscuro rostro oculto entre las sombras.

—¿De mis vacas? —inquirió el padre de Buttercup.

—Sí. Verás, he pensado montar una granja lechera, y como tus vacas tienen fama de ser las mejores del reino de Florin, pensé que tal vez podría arrancarte el secreto de cómo lo haces.

—Mis vacas —logró repetir apenas el padre de Buttercup, con la esperanza de no perder el juicio.

Porque lo cierto era que, y lo sabía bien, sus vacas eran horrendas. Durante años, los de la aldea no habían hecho otra cosa que quejarse de ellas. Si a algún otro se le hubiese ocurrido vender leche, él no habría tardado en arruinarse. Aunque debía reconocer que las cosas habían mejorado desde que el mozo de labranza trabajaba para él como un esclavo —era indudable que poseía ciertas habilidades y que en aquellos momentos, las quejas eran muy pocas—, pero eso no las convertía en las mejores vacas de Florin. Con todo, al conde no se le podía contradecir. El padre de Buttercup se dirigió a su esposa y le preguntó:

—Querida, ¿cuál dirías tú que es mi secreto?

—Pues..., son tantos... —repuso.

Estaba claro que no era tonta, y menos cuando se trataba de la calidad de su ganado.

—No tenéis hijos, ¿verdad? —les preguntó entonces el conde.

—Sí tenemos, señor —repuso la madre.

—Entonces dejadme verla —prosiguió el conde—, quizá ella sea más rápida en responder que sus padres.

—Buttercup —gritó el padre, volviéndose—. Sal, por favor.

—¿Cómo sabíais que teníamos una hija? —preguntó la madre de Buttercup.

—Lo adiviné. Supuse que sería una hija. Hay días en que soy más afortunado que... —se interrumpió de repente.

Porque Buttercup hizo su aparición: salía a toda prisa de la casa de sus padres.

El conde bajó del carruaje. Con gracia saltó al suelo y se quedó inmóvil. Era un hombre corpulento, de cabello y ojos negros y anchos hombros; llevaba unos guantes y una capa negros.

—La reverencia, querida —susurró la madre de Buttercup.

Buttercup la hizo lo mejor que pudo.

El conde no podía apartar la vista de ella.

Debéis comprender que apenas se encontraba entre las veinte primeras; llevaba el pelo desgreñado y sucio; sólo tenía diecisiete años, por lo tanto, en algunas partes del cuerpo aún se le notaba la gordura de la niñez. Todo lo que tenía era estrictamente potencial.

Aun así, el conde no podía quitarle los ojos de encima.

—Al conde le gustaría conocer cuál es el secreto de la grandeza de nuestras vacas, ¿no es así, mi señor? —dijo el padre de Buttercup.

El conde se limitó a asentir sin dejar de mirarla.

Incluso la madre de Buttercup notó cierta tensión en el aire.

—Preguntadle al mozo de labranza, él es quien las cuida —repuso Buttercup.

—¿Es aquél el mozo de labranza? —inquirió otra voz desde el interior del carruaje.

Acto seguido, el rostro de la condesa apareció en el marco de la portezuela del carruaje.

Llevaba los labios pintados de un rojo perfecto y los ojos verdes delineados de negro. Todos los colores del mundo lucían como apagados en su traje. Era tal el brillo que Buttercup sintió el impulso de cubrirse los ojos.

El padre de Buttercup se volvió hacia la silueta solitaria que espiaba desde una esquina de la casa.

—Sí.

—Traedlo ante mí.

—No está vestido adecuadamente para semejante ocasión —repuso la madre de Buttercup.

—No es la primera vez que veo torsos desnudos —replicó la condesa. Acto seguido, señalando al mozo de labranza, le gritó—: ¡Eh, tú, ven aquí! —y chasqueó los dedos al pronunciar «aquí».

El mozo de labranza hizo lo que le ordenaban.

Y cuando estuvo cerca, la condesa abandonó el carruaje.

Cuando estaba a unos pocos pasos detrás de Buttercup, el mozo se detuvo, e inclinó la cabeza en la posición adecuada. Se avergonzaba de su atuendo: botas gastadas, vaqueros raídos (los vaqueros se inventaron mucho antes de lo que todo el mundo supone), y juntó las manos en un ademán de súplica.

—¿Tienes un nombre, muchacho?

—Me llamo Westley, condesa.

—Bien, Westley, quizá puedas ayudarnos a solucionar el problema que tenemos. —Se acercó al muchacho. La tela de su falda rozó la piel de Westley—. Estamos muy interesados en el tema de las vacas. Tenemos tanta curiosidad que nos encontramos al borde del frenesí. Westley, ¿por qué supones tú que las vacas de esta granja en particular son las mejores de Florin? ¿Qué les das?

—Yo sólo les doy de comer, condesa.

—Pues bien, ya está resuelto el misterio, el secreto; ahora podemos descansar. Es evidente que la magia está en la alimentación que les da Westley. Enséñame cómo lo haces, ¿quieres, Westley?

—¿Queréis que dé de comer a las vacas para vos, condesa?

—Eres un muchacho listo.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo estará bien —le tendió el brazo—. Llévame, Westley.

A Westley no le quedó otra alternativa que cogerla del brazo. Con suavidad.

—Es detrás de la casa, señora; está lleno de barro. Se os estropeará el traje.

—Me los pongo una sola vez, Westley; ardo en deseos de verte en acción.

Y partieron hacia el establo.

Mientras ocurría todo esto, el conde no dejaba de mirar a Buttercup.

—Te ayudaré —le gritó Buttercup a Westley.

—Tal vez sea mejor que vea cómo lo hace —decidió el conde.

—Están ocurriendo cosas extrañas —dijeron los padres de Buttercup.

Ellos también los siguieron, cerrando la comitiva que exploraría la alimentación de las vacas, al tiempo que observaban al conde, que a su vez observaba a Buttercup, que a su vez observaba a la condesa. Que a su vez observaba a Westley.

—No he visto nada especial en lo que hacía —comentó el padre de Buttercup—. Sólo les dio de comer.

Ya habían cenado y la familia estaba otra vez a solas.

—Se habrán encariñado con él. En cierta ocasión tuve un gato que sólo se ponía hermoso cuando yo le daba de comer. Quizá en este caso ocurra lo mismo. —La madre de Buttercup raspó los restos del guiso del fondo de la olla y los echó en un cuenco—. Toma —le dijo a su hija—. Westley espera junto a la puerta trasera; llévale la cena.

Buttercup cogió el cuenco y abrió la puerta trasera.

—Toma —dijo.

Él asintió, cogió el cuenco y se dispuso a dirigirse hacia su tocón para comer.

—No te he dado permiso, muchacho —le dijo Buttercup. Él se detuvo, y se volvió—. No me gusta lo que estás haciéndole a Caballo. Mejor dicho, lo que no estás haciéndole. Quiero que lo asees. Esta misma noche. Y que le saques brillo a los cascos. Esta misma noche. Quiero que le trences la cola y que le masajees las orejas. Esta misma noche. Quiero que su cuadra esté inmaculada. Ahora mismo. Quiero que brille, y si tardas toda la noche, pues tardas toda la noche.

—Como desees.

Cerró de un portazo y dejó que comiera en la oscuridad.

—Me parecía que Caballo tenía muy buen aspecto —le comentó su padre.

Buttercup no dijo palabra.

—Tú misma lo dijiste ayer —le recordó su madre.

—Debo de estar muy fatigada —logró decir Buttercup—. Con tanta agitación…

—Pues descansa —le sugirió su madre—. Pueden ocurrir cosas tremendas cuando uno está fatigado. Fíjate, yo estaba fatigada la noche que tu padre se me declaró.

Treinta y cuatro a veintidós, y la diferencia iba en aumento.

Buttercup se marchó a su cuarto, se tendió en la cama y cerró los ojos.

Y la condesa miraba a Westley.

Buttercup se levantó de la cama, se quitó la ropa, se lavó un poco, se puso el camisón, se metió entre las sábanas hecha un ovillo y cerró los ojos.

¡La condesa seguía mirando a Westley!

Buttercup apartó las sábanas y abrió la puerta. Fue al fregadero que había junto al hornillo y se sirvió un vaso de agua. Se lo bebió. Se sirvió otro vaso y se lo pasó por la frente para refrescarse. La sensación febril seguía allí.

¿Cuán febril? Se sentía estupendamente. Tenía diecisiete años y ni una sola caries. Con firmeza, echó el agua al fregadero, se volvió y con paso decidido regresó a su cuarto, cerró la puerta y se metió en la cama. Cerró los ojos.

¡La condesa no dejaba de mirar a Westley!

¿Por qué? ¿Por qué rayos la mujer más perfecta de toda la historia de Florin se interesaba por el mozo de labranza? Buttercup dio vueltas y más vueltas en la cama. Sólo había algo que explicara esa mirada: estaba interesada en él. Buttercup cerró los ojos con fuerza y estudió el recuerdo que guardaba de la condesa. Estaba claro que el mozo de labranza tenía algo que le interesaba. Los hechos saltaban a la vista. ¿Y qué sería? El mozo tenía unos ojos como el mar antes de la tempestad, ¿y quién se fijaba en los ojos? Y si a una le gustaban esos detalles, tenía el pelo de un rubio claro. Y los hombros de un ancho suficiente, pero no mucho más anchos que los del conde. Y era sin duda musculoso, pero cualquiera que se pasara el día trabajando como un esclavo sería musculoso. Tenía la piel perfecta y bronceada, aunque eso también era producto del duro trabajo; si estaba todo el día al sol, ¿cómo no iba a broncearse? Y no era mucho más alto que el conde, aunque tenía el vientre más plano, pero eso era debido a que el mozo de labranza era más joven.

Buttercup se sentó en la cama. Debían de ser sus dientes. El mozo de labranza tenía una buena dentadura; había que prodigar ese elogio porque era merecido. Blancos y perfectos, destacaban especialmente en la cara bronceada. ¿Podría haber sido otra cosa? Buttercup se concentró. Las muchachas de la aldea lo seguían bastante cuando efectuaba los repartos, pero eran unas idiotas, porque ésas seguían a cualquiera. Y él nunca les hacía ningún caso, ya que si alguna vez llegaba a abrir la boca, ellas se habrían dado cuenta de que lo único que tenía era una buena dentadura, porque al fin y al cabo, era excepcionalmente estúpido.

Resultaba muy extraño que una mujer tan hermosa, tan delgada, tan cimbreña y agraciada, una criatura con un envoltorio tan perfecto, vestida de manera tan exquisita como la condesa, quedara prendada de ese modo de una dentadura. Buttercup se encogió de hombros. La gente era sorprendentemente complicada. Pese a ello, Buttercup lo tenía todo diagnosticado, reflexionado, claro. Cerró los ojos, se acomodó bien en la cama, se hizo un ovillo y... nadie mira a nadie del modo que la condesa había mirado al mozo de labranza sólo por la dentadura.

—Oh —jadeó Buttercup—. Oh, cielos, cielos.

El mozo de labranza miraba a su vez a la condesa.

Estaba dando de comer a las vacas y sus músculos se tensaban del modo que lo hacían siempre bajo la piel bronceada y Buttercup estaba allí de pie, observando, cuando por primera vez el mozo miró a los ojos a la condesa.

Buttercup saltó de la cama y comenzó a pasearse por su cuarto. ¿Cómo pudo atreverse? Vaya, no habría tenido nada de particular si sólo la hubiese mirado, pero no la miró sino que «la miró».

—Es tan vieja —masculló Buttercup con ánimo tormentoso.

La condesa no cumpliría otra treintena y eso era un hecho. Y su traje se veía ridículo en el establo; eso también era un hecho.

Buttercup se dejó caer en la cama y se abrazó a la almohada, atravesada sobre sus pechos. El traje era ridículo incluso antes de que llegara al establo. La condesa tenía un pésimo aspecto incluso en el mismo instante en que abandonó el carruaje, con aquella boca enorme tan pintarrajeada y aquellos ojitos de cerdo pintados y aquella piel empolvada y... y... y...

Agitada e inquieta, Buttercup lloró y se revolvió y se paseó por el cuarto y lloró otro poco, y sólo han existido tres destacados casos desde que David de Galilea padeció los efectos de este sentimiento cuando ya no logró soportar el hecho de que los cactus de su vecino Saúl superaran en belleza a los suyos. (En sus orígenes, los celos quedaron circunscritos exclusivamente al ámbito vegetal, a los cactus y a los ginkgos ajenos, aunque posteriormente, cuando ya existía la hierba, a la hierba, razón por la cual hasta el día de hoy se habla de ponerse verde de envidia, y por extensión, de celos.) Pues bien, el caso de Buttercup casi alcanzó a ocupar el cuarto puesto en la lista de todos los tiempos.

Aquélla fue una noche muy larga y muy verde.

Antes del amanecer, Buttercup se plantó delante de la choza del mozo de labranza. Oyó que ya estaba despierto. Llamó. Apareció él y se plantó en la puerta. A espaldas de Westley, Buttercup logró ver una pequeña vela y libros abiertos. Él esperó. Ella lo miró y después apartó la vista.

Era demasiado hermoso.

—Te amo —le dijo Buttercup—. Sé que esto debe resultarte sorprendente, puesto que lo único que he hecho siempre ha sido mofarme de ti, degradarte y provocarte, pero llevo ya varias horas amándote, y cada segundo que pasa te amo más. Hace una hora, creí que te amaba más de lo que ninguna mujer ha amado nunca a un hombre; media hora más tarde, supe que lo que había sentido entonces no era nada comparado con lo que sentí después. Mas al cabo de diez minutos, comprendí que mi amor anterior era un charco comparado con el mar embravecido antes de la tempestad. A eso se parecen tus ojos, ¿lo sabías? Pues sí. ¿Cuántos minutos hace de eso? ¿Veinte? ¿Serían mis sentimientos tan encendidos entonces? No importa. —Buttercup no podía mirarlo. El sol comenzó a asomar entonces a sus espaldas y le infundió valor—. Ahora te amo más que hace veinte minutos, tanto que no existe comparación posible. Te amo mucho más en este momento que cuando abriste la puerta de tu choza. En mi cuerpo no hay sitio más que para ti. Mis brazos te aman, mis orejas te adoran, mis rodillas tiemblan de ciego afecto. Mi mente te suplica que le pidas algo para que pueda obedecerte. ¿Quieres que te siga para el resto de tus días? Lo haré. ¿Quieres que me arrastre? Me arrastraré. Por ti me quedaré callada, por ti cantaré, y si tienes hambre, deja que te traiga comida, y si tienes sed y sólo el vino árabe puede saciarla, iré a Arabia, aunque esté en el otro confín del mundo, y te traeré una botella para el almuerzo. Si hay algo que sepa hacer por ti, lo haré; y si hay algo que no sepa, lo aprenderé. Sé que no puedo competir con la condesa ni en habilidades ni en sabiduría ni en atracción, y vi la manera en que te miró. Y vi cómo tú la miraste. Pero recuerda, por favor, que ella es vieja y tiene otros intereses, mientras que yo tengo diecisiete años y para mí sólo existes tú. Mi querido Westley… nunca te había llamado por tu nombre, ¿verdad...? Westley, Westley, Westley, Westley... querido Westley, adorado Westley, mi dulce, mi perfecto Westley, dime en un susurro que tendré la oportunidad de ganarme tu amor.

Dicho lo cual, se atrevió a hacer la cosa más valerosa que había hecho jamás: lo miró directamente a los ojos.

Y él le cerró la puerta en la cara.

Sin una palabra.

Sin una palabra.

Buttercup echó a correr. Giró como un remolino y salió a la carrera. Las lágrimas amargas afluyeron a sus ojos; no veía nada, tropezó, fue a golpear contra el tronco de un árbol, cayó al suelo, se levantó, siguió corriendo; le ardía el hombro allí donde se había golpeado con el tronco del árbol; era un dolor fuerte, mas no lo suficiente como para aliviar su corazón destrozado. Corrió a refugiarse en su alcoba, a aferrarse a su almohada. Segura tras la puerta cerrada con llave, inundó el mundo con sus lágrimas.

Ni una sola palabra. No había tenido esa decencia. Pudo haberle dicho «Lo siento». ¿Se habría arruinado si le decía «Lo siento»? Pudo haberle dicho «Demasiado tarde».

¿Por qué no le dijo al menos algo?

Buttercup se devanó los sesos pensando en ello. Y de pronto, tuvo la respuesta: no le había hablado, porque en cuanto hubiera abierto la boca, ya estaba. Que era guapo no cabía duda, pero ¿acaso era tonto? En cuanto hubiera puesto la lengua en movimiento, todo habría acabado.

—Gagagaga.

Eso es lo que habría dicho. Era el tipo de cosas que Westley decía cuando se sentía realmente brillante.

—Gagagaga, gacias, Buttercup.

Buttercup se enjugó las lágrimas y comenzó a sonreír. Inspiró hondo y lanzó un suspiro. Aquello formaba parte del crecimiento. A una la asaltaban estas pasiones fugaces, y con sólo parpadear desaparecían. Una perdonaba las faltas, encontraba la perfección y se enamoraba locamente; al día siguiente, salía el sol y todo había concluido. Apúntalo en el apartado de la experiencia, muchacha, y a seguir viviendo. Buttercup se puso de pie, se hizo la cama, se mudó de ropa, se peinó, sonrió y entonces volvió a asaltarla otra crisis de llanto. Porque las mentiras que una se cuenta a sí misma tienen un límite.

Westley no era ningún estúpido.

Claro que podía fingir que lo era. Podía burlarse de las dificultades que tenía con el lenguaje. Podía reprenderse por haberse infatuado con un estúpido. La verdad era sencillamente ésta: tenía la cabeza bien plantada. Y dentro llevaba un cerebro que era tan magnífico como su dentadura. No le había hablado por algún motivo, y éste no tenía nada que ver con el funcionamiento de la materia gris. En realidad no le había hablado porque no tenía nada que decir.

No correspondía a su amor, y eso era todo.

Las lágrimas que acompañaron a Buttercup durante el resto del día no se parecían en nada a las que la cegaron haciéndola chocar contra el tronco del árbol. Aquéllas habían sido sonoras y ardientes; latían. Éstas eran silenciosas y tranquilas, y lo único que hacían era recordarle que no era lo bastante buena. Tenía diecisiete años, y todos los hombres que había conocido en su vida se habían derrumbado a sus pies, y aquello no había tenido ningún significado para ella. Y la única vez que importaba, ella no era lo bastante buena. Lo único que sabía hacer era cabalgar, ¿y cómo iba a interesarle eso a un hombre cuando ese hombre había sido mirado por la condesa?

Oscurecía cuando oyó unos pasos delante de su puerta. Llamaron. Buttercup se secó los ojos. Volvieron a llamar.

—¿Quién es? —preguntó finalmente Buttercup con un bostezo...

—Westley.

Buttercup se repantingó en la cama.

—¿Westley? —preguntó—. Conozco yo a algún West... ¡Ah, sí, muchacho, eres tú, qué gracioso! —Se dirigió a la puerta, corrió el cerrojo y con un tono más afectado, le dijo—: Me alegro mucho de que hayas pasado por aquí, porque me he sentido fatal por la broma que te gasté esta mañana. Claro que ni por un momento pensaste que iba en serio, al menos creí que lo sabrías, pero después, cuando empezaste a cerrar la puerta, por un terrible instante creí que tal vez había llevado demasiado lejos la broma, pobrecillo, podrías haber creído que te decía en serio lo que te dije, aunque ambos sabemos que es imposible que eso llegue a ocurrir nunca.

—He venido a despedirme.

El corazón de Buttercup dio un vuelco, pero ella continuó con el tono afectado.

—¿Quieres decir que te vas a dormir y que has venido a darme las buenas noches? Qué atento de tu parte, muchacho, demostrarme que me has perdonado por la broma de esta mañana; agradezco tu delicadeza y…

—Me marcho —la interrumpió.

—¿Te marchas? —El suelo comenzó a estremecerse. Ella se aferró al marco—. ¿Ahora?

—Sí.

—¿Por lo que te dije esta mañana?

—Sí.

—Te he asustado, ¿verdad? Me tragaría la lengua. —Meneó la cabeza una y otra vez—. De acuerdo, pues; has tomado una decisión. Pero ten presente una cosa: cuando ella haya acabado contigo, no te aceptaré, aunque me lo supliques.

Él se la quedó mirando.

—Como eres hermoso y perfecto —se apresuró a agregar Buttercup—, te has vuelto vanidoso. Piensas que no se cansará de ti, pues te equivocas, lo hará, además eres demasiado pobre.

—Parto para América. A hacer fortuna. —(Esto ocurrió poco después de que existiera América, pero mucho después de que existiesen las fortunas)—. Pronto zarpará un barco de Londres. En América hay grandes oportunidades. Voy a aprovecharme de ellas. He estado preparándome. En mi choza. He aprendido a no dormir casi. Conseguiré un trabajo de diez horas diarias y después otro trabajo de otras diez horas diarias y ahorraré hasta el último céntimo que gane, salvo lo que necesite para mantenerme fuerte, y cuando haya reunido suficiente, compraré una granja y construiré una casa y haré una cama lo bastante grande como para que quepan dos personas.

—Estás loco si te crees que ella será feliz en una granja destartalada de América. Y menos con lo que gasta en trajes.

—¡Deja de hablar de la condesa! Hazme ese favor especial. Antes de que me vuelva locoooooo.

Buttercup lo miró.

—¿Es que no entiendes nada de lo que está pasando?

Buttercup meneó la cabeza.

Westley también sacudió la cabeza y le dijo:

—Supongo que nunca has sido la más brillante.

—¿Me amas, Westley? ¿Es eso?

No podía dar crédito a sus oídos.

—¿Que si te amo? Dios mío, si tu amor fuera un grano de arena, el mío sería un universo de playas. Si tu amor fuera…

—Oye, la primera no la he entendido bien —lo interrumpió Buttercup. Comenzaba a entusiasmarse—. Vamos a ver si me aclaro. ¿Estás diciendo que mi amor es del tamaño de un grano de arena y que el tuyo es esa otra cosa? Es que las imágenes me confunden tanto que... ¿Es tu universo de no sé qué más grande que mi arena? Ayúdame, Westley. Tengo la impresión de que estamos al borde de algo tremendamente importante.

—Durante todos estos años he permanecido en mi choza por ti. He aprendido idiomas por ti. He fortalecido mi cuerpo porque creí que podría halagarte un cuerpo fuerte. He vivido toda la vida rogando por que llegase el día en que te fijaras en mí. En estos años, cada vez que posaba en ti mis ojos, el corazón me latía desbocado en el pecho. No ha pasado ni una sola noche sin que me durmiera viendo tu rostro. No ha pasado ni una sola mañana sin que tu imagen aleteara tras mis párpados al despertar... ¿Has logrado entender algo de lo que acabo de decirte, Buttercup, o prefieres que siga?

—No pares nunca.

—No ha pasado…

—Westley, si me estás tomando el pelo, te mataré.

—¿Cómo puedes soñar siquiera que te esté tomando el pelo?

—Es que no me has dicho que me quieres ni una sola vez.

—¿Es todo lo que necesitas? Sencillo. Te quiero. ¿De acuerdo? ¿Quieres que te lo diga en voz más alta? Te quiero. ¿Quieres que te lo deletree? T, e, q, u, i, e, r, o. ¿Quieres que te lo diga al revés? Quiérote.

—Ahora sí me estás tomando el pelo, ¿verdad?

—Puede que un poco; hace mucho tiempo que te lo digo, pero tú no querías escucharme. Cada vez que tú me decías: «Muchacho, haz esto», te parecía que yo te contestaba: «Como desees», pero era porque no me oías bien. «Te quiero» era lo que en realidad te decía, pero tú nunca me escuchaste, jamás.

—Te oigo ahora y te prometo una cosa: nunca amaré a otro. Sólo a Westley. Hasta que muera.

Él asintió y dio un paso atrás.

—Pronto enviaré a alguien a buscarte. Créeme.

—¿Mentiría acaso mi Westley?

Retrocedió otro paso.

—Se me hace tarde. Debo marcharme, es preciso. El barco no tardará en zarpar y Londres está lejos.

—Entiendo.

Westley tendió la mano derecha. A Buttercup le costaba respirar.

—Adiós.

Ella logró levantar la mano derecha hacia la de él. Se estrecharon las manos.

—Adiós —repitió él.

Ella asintió levemente.

Él retrocedió otro paso sin volverse. Ella lo observó.

Él se volvió.

Las palabras le salieron de un tirón:

—¿Te marchas sin un solo beso?

Se abrazaron.

Ha habido cinco grandes besos desde el año 1642 a. de C.: cuando el descubrimiento accidental de Saúl y Dalila Korn se propagó por la civilización occidental. (Antes de esa fecha, las parejas solían enlazar los pulgares.) La estimación exacta de los besos es algo terriblemente difícil de realizar, y a menudo provoca grandes controversias, porque si bien todos coinciden en la fórmula de afecto, pureza, intensidad y duración, nadie se ha sentido nunca completamente satisfecho con la importancia que ha de darse a cada elemento. Cualquiera que sea el sistema de estimación empleado, existen cinco besos que todos consideran merecedores de la máxima puntuación.

Pues bien, éste los superó a todos.

 

 

A la mañana siguiente de la partida de Westley, Buttercup pensó que no tenía derecho a hacer otra cosa que quedarse sentada, enjugándose las lágrimas y sintiendo lástima de sí misma. Al fin y al cabo, el amor de su vida se había marchado, su existencia no tenía sentido, cómo podía enfrentarse al futuro...

Al cabo de dos segundos en ese estado de ánimo, se dio cuenta de que Westley había salido al mundo, que se acercaba cada vez más a Londres; entonces, ¿qué ocurriría si él quedara prendado de una hermosa muchacha de la ciudad mientras ella seguía allí, desmoronándose? O algo peor, ¿qué ocurriría si llegaba a América y trabajaba en sus empleos y construía su granja y la cama y la mandaba a buscar y cuando ella llegara allá él la mirara y le dijera: «Te enviaré de vuelta. Te has estropeado los ojos de tanto secarte las lágrimas; se te ha deslucido la piel de tanto apiadarte de ti misma; eres una criatura de aspecto desaliñado, me casaré con una india que vive en un tipi de por aquí y que siempre está en óptimas condiciones»?

Buttercup corrió a mirarse en el espejo de su alcoba.

—Oh, Westley —dijo—, no debo defraudarte nunca —y corrió escaleras abajo hasta donde sus padres estaban discutiendo.

(Dieciséis a trece, y eso que todavía no habían desayunado.)

—Necesito vuestro consejo —los interrumpió Buttercup—. ¿Qué puedo hacer para mejorar mi apariencia personal?

—Empieza por bañarte —repuso su padre.

—Y, de paso, hazte algo en ese pelo —le dijo su madre.

—Excávate el territorio que tienes detrás de las orejas.

—No te olvides de las rodillas.

—No está mal para empezar —dijo Buttercup y sacudió la cabeza—. Tiene gracia, pero no es fácil ser limpia.

Impertérrita, puso manos a la obra.

Se despertaba todas las mañanas al amanecer, y de inmediato concluía con las faenas de la granja. Había mucho trabajo ahora que Westley se había marchado. Más aún, pues desde que el conde los había visitado, todos los de aquella zona habían aumentado sus pedidos de leche. De manera que hasta bien entrada la tarde no le quedaba tiempo para mejorar su aspecto.

Y entonces sí que ponía manos a la obra. En primer lugar, un buen baño frío. Después, mientras se le secaba el pelo, se dedicaba a componer los fallos de su figura (tenía un codo demasiado huesudo, y en cambio la muñeca del brazo opuesto no era lo bastante huesuda). Y hacía ejercicio para perder el resto de obesidad infantil (era muy poca la que le quedaba, porque tenía ya casi dieciocho años). Y se cepillaba el pelo una y otra vez.

Lo tenía del color del otoño y nunca se lo había cortado, de manera que le llevaba su tiempo cepillárselo cien veces, pero no le importaba, porque Westley nunca se lo había visto así de limpio... y vaya si se sorprendería cuando llegara a América y bajara del barco. Tenía la piel del color de la nata helada y se frotaba cada palmo hasta dejarla más que reluciente, cosa que no era nada divertida, pero cómo se alegraría Westley al ver lo limpia que estaba cuando llegara a América y bajara del barco.

Rápidamente comenzaron a apreciar su potencial. Dos semanas más tarde, del vigésimo puesto pasó al decimoquinto, un cambio jamás visto en aquellas épocas. Tres semanas más tarde, ya se había ubicado en la novena posición y seguía subiendo. La competencia era tremenda pero al día siguiente de llegar al noveno puesto, recibió una carta de Westley desde Londres, y con sólo leerla, saltó al octavo. En realidad, a eso se debía su escalada: su amor por Westley no dejaba de aumentar, y por las mañanas, cuando iba a entregar la leche, la gente se quedaba azorada. Había quien no lograba hacer otra cosa que balbucear, aunque muchos lograban hablar, y quienes lo hacían la encontraban mucho más cálida y amable de lo que había sido jamás. Hasta las muchachas de la aldea la saludaban con inclinaciones de cabeza y sonrisas, y algunas de ellas llegaban incluso a preguntarle por Westley, craso error, a menos que se dispusiera de mucho tiempo libre, porque cuando alguien le preguntaba a Buttercup cómo estaba Westley… pues bien, ella se explayaba. Era supremo, como de costumbre; era espectacular; era singularmente fabuloso. Podía pasarse horas y horas alabándolo. A veces, a sus interlocutores les resultaba un poquitín difícil mantener la atención; eso sí, se esforzaban, porque Buttercup amaba mucho a su Westley.

Fue por eso que la muerte de Westley la golpeó del modo en que lo hizo.

Le había escrito justo antes de zarpar para América. Su barco se llamaba Orgullo de la Reina, y la amaba. (Así era como redactaba sus oraciones: Hoy llueve, y te amo. Estoy mejor del resfriado, y te amo. Saluda a Caballo de mi parte, y te amo. Así.)

Después no hubo más cartas, pero era lógico; estaba en alta mar. Entonces fue cuando se enteró. Regresaba a casa tras el reparto de la leche y encontró a sus padres rígidos.

—Cerca de la costa de Carolina —susurró su padre.

—Sin previo aviso. De noche —susurró su madre.

—¿Qué? —inquirió Buttercup.

—Piratas —repuso su padre.

Buttercup creyó oportuno sentarse.

Silencio en la estancia.

—Entonces, ¿lo han hecho prisionero? —logró preguntar Buttercup.

Su madre negó con la cabeza.

—Ha sido Roberts —dijo su padre—. El temible pirata Roberts.

—Oh —dijo Buttercup—. El que nunca deja supervivientes.

—Sí —replicó su padre.

Silencio en la estancia.

De repente, Buttercup se puso a hablar a toda prisa:

—¿Lo apuñalaron...? ¿Se ahogó...? ¿Lo degollaron mientras dormía...? ¿Suponéis que lo despertaron...? Tal vez lo azotaran hasta morir... —Entonces se puso de pie—. Estoy diciendo tonterías, perdonadme. —Sacudió la cabeza—. Como si la forma en que lo mataron tuviera alguna importancia. Perdonadme, por favor.

Dicho lo cual, se dirigió rápidamente a su alcoba.

Y allí permaneció durante muchos días. Al principio, sus padres intentaron disuadirla con toda clase de trucos; ella no se dejó engañar. Le llevaban comida y se la dejaban delante de la puerta; ella sólo tomaba lo suficiente como para seguir con vida. Del interior jamás salió ruido alguno, ni llantos, ni gemidos amargos.

Cuando por fin salió de su alcoba, tenía los ojos secos. Sus padres levantaron la vista del silencioso desayuno y la miraron. Los dos hicieron ademán de levantarse, y ella alzó una mano indicándoles que no lo hicieran.

—Por favor, puedo cuidarme sola —dijo, y se dispuso a servirse algo de comida.

Sus padres la observaban atentamente.

En realidad, nunca había tenido un aspecto tan radiante. Cuando se había encerrado en su alcoba era una muchacha increíblemente hermosa. La mujer que salió de esa misma alcoba era un poco más delgada, mucho más sabia, e infinitamente más triste. Ésta comprendía la naturaleza del dolor, y debajo de la gloria de sus facciones se entreveían el carácter y la sabiduría que otorga el sufrimiento.

Tenía entonces dieciocho años. Era la mujer más hermosa que existiera en cien años. A ella parecía no importarle.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó su madre.

Buttercup bebió el chocolate a sorbos.

—Muy bien —repuso.

—¿Estás segura? —inquirió su padre.

—Sí —replicó Buttercup. Siguió una larguísima pausa—. Pero no debo volver a amar nunca.

No volvió a hacerlo.