Estúpidos hombres blancos.

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"Estúpidos hombres blancos" de Michael Moore (Ediciones B).

Introducción

Esta edición de Estúpidos hombres blancos, a diferencia de la primera, no se publica para América del Norte, el continente donde vive la amplia mayoría
de los hombres penosamente estúpidos, vergonzosamente blancos y asquerosamente ricos.

El libro se escribió inicialmente para estadounidenses y canadienses (en realidad sólo para estadounidenses, pues los canadienses son gente lista y enrollada
que está al corriente de los males estadounidenses y que compró el libro como simple deferencia hacia mí).

Lo escribí en los meses anteriores al 11 de septiembre de 2001. Los primeros 50.000 ejemplares salieron de imprenta el 10 de septiembre de ese mismo año.
Ni que decir tiene que, al día siguiente, esos libros no se distribuyeron por las librerías de todo el país tal como estaba previsto.

Yo mismo le pedí a la editorial, ReganBooks (una filial de HarperCollins), que retrasara la salida a la venta del mismo unas semanas, ya que como residente
de Manhattan no me sentía con ánimos para salir de gira de promoción en tales circunstancias. El editor de HarperCollins se mostró de acuerdo..., y acto
seguido, una alarma de bomba se disparó en la sede empresarial: «Tengo que irme -dijo-. Van a evacuar el edificio.» Sus últimas palabras fueron: «Te llamaré
en unas semanas.»

No hubo más avisos de bomba y las semanas fueron pasando. Al no recibir llamada alguna, decidí telefonear a la gente de ReganBooks/HarperCollins para preguntarles
cuándo iban a salir a la venta mis 50.000 ejemplares (que estaban acumulando polvo en un almacén de Scranton, Pensilvania). La respuesta que me ofrecieron
ponía muy en duda la presunta condición democrática de mi país:

«No podemos sacar el libro a la venta tal como está escrito. El clima político del país ha cambiado. Nos gustaría que pensaras en reescribir el 50 % de
tu trabajo..., que omitieras las referencias más duras a Bush y que rebajaras el tono de tu disensión. También quisiéramos que nos entregaras 100.000 dólares
para la reimpresión de los libros.» Sugirieron que eliminase el capítulo titulado «Querido George» y que cambiara el título de «A matar blancos». («Ahora
mismo, el problema no son los blancos», adujeron. «Los blancos -respondí- siempre son el problema.») Añadieron que me agradecerían que no me refiriera
a las elecciones de 2000 como un «golpe» y que sería «intelectual-mente deshonesto» no admitir en el libro que, al menos desde el 11 de septiembre, el
señor Bush había hecho «un buen trabajo». La charla se cerró con estas palabras: «En ReganBooks ya somos conocidos como los "editores del 11-S"; tenemos
un par de libros listos sobre los héroes de las Torres Gemelas, vamos a publicar la autobiografía del jefe de policía y preparamos un álbum fotográfico
sobre la tragedia. Tu libro ya no encaja en nuestra nueva imagen.»

Pregunté si dichas órdenes procedían de arriba, o sea, del propietario de News Corp., que posee a su vez HarperCollins, Rupert Murdoch. No hubo respuesta.

Yo sí respondí: «No pienso cambiar el 50 % siquiera de una palabra. No puedo creer lo que me dicen. Este libro ya lo habían aceptado e impreso y ahora tienen
miedo o simplemente tratan de censurarme para ajustarse al dictado de la filosofía política empresarial. En un momento en que se supone que tendríamos
que estar luchando por nuestra libertad, ¿vamos a dedicarnos a limitar nuestros derechos? ¿No es éste el momento de decir que, independientemente de los
ataques que suframos, lo último que vamos a hacer es convertirnos en uno de esos países que suprimen la libertad de expresión y el derecho a discrepar?»

Sí, sonaba tajante, pero la verdad es que estaba asustado. Mucha gente me había recomendado que me tranquilizara, que diese mi brazo a torcer un poco o
jamás vería el libro en un estante. De modo que escribí al editor y traté de llegar a una solución de compromiso, ofreciéndome a escribir material nuevo
y a revisar la obra para asegurarme de que no quedase una sola línea que pudiera resultar ofensiva para quienes perdieron a algún ser querido el 11 de
septiembre. Intenté apelar a su sentido de lo que debería ser el verdadero patriotismo -dejar que todo aquel que desee expresar su punto de vista haga
oír su voz- y les dije que confiaba en que fueran ellos quienes lo publicaran, pues presumía que no iban a echarse atrás ante tales riesgos.

Le respuesta que obtuve es el equivalente editorial de «vete a la mierda».

Me exigían una reescritura sustancial, seguían insistiendo en que metiese tijera a buena parte del libro y, efectivamente, querían que mandara un cheque
por valor de 100.000 dólares a la empresa del señor Murdoch.

El toma y daca se prolongó dos meses. Traté de hablar con la presidenta de ReganBooks, Judit Regan, pero no se dignó devolverme las llamadas. Sus allegados
me dijeron que, desde el 11 de septiembre, Regan pasaba buena parte de su tiempo en el canal de Fox News, presentando un programa de debates y entrevistas
de última hora, quizás uno de los peores de la televisión americana (en vista de que había integrado su editorial en el imperio mediático de Murdoch, éste
la había recompensado con un espacio propio en su canal de noticias).

Fuentes de News Corp, me contaron varios detalles relativos a la práctica prohibición de mi libro, pero las leyes inglesas no me permiten publicarlos en
la edición británica del mismo. ¡Eh, ex propietarios de América del Norte y de buena parte del mundo, a ver si os agenciáis una Constitución con una Declaración
de Derechos y una Primera Enmienda que garantice la libertad de expresión y de prensa! Tan bien como empezasteis con la Carta Magna -hace ya mil años-,
y parece que fue lo último a lo que os quisisteis comprometer por escrito. Liberadme de la censura. Nos disteis un gran idioma, construísteis caminos por
todos lados, y en Estados Unidos todavía vemos las reposiciones del Show de Benny Hill. Lo mínimo que podríais hacer es permitir

que un autor escriba lo que piensa en lugar de verse obligado a pedir a los ciudadanos británicos que se escabullan de la monarquía y acudan al ciberespacio
(
www.michaelmoore.com)

para averiguar lo que no me dejasteis decir en estas páginas.

Hacia las ocho de la noche del 30 de noviembre de 2001, recibí una llamada de HarperCollins.

-Parece que nadie se baja del burro -se lamentó mi editor, apesadumbrado-. Tú no te bajas, ellos tampoco. Punto muerto. El libro no va a salir en sus condiciones
actuales.

Le dije que podía llevarlo a otra editorial.

-No puedes -repuso-. Lee tu contrato. Tenemos los derechos por un año.

-Y si el libro no sale, ¿qué vais a hacer con las 50.000 copias que tenéis muertas de asco en un almacén?

-Pues supongo que las van a triturar para reciclar el papel.

¿Triturar? ¿Destruir? Me entraron náuseas. Esa noche no pegué ojo. ¿En qué punto me hallaba? Traté de animarme ponderando las últimas palabras que acababan
de decirme. «Míralo desde el lado bueno -le dije a mi esposa-; esto demuestra la enorme influencia que tenemos en el panorama político: ¡hasta el opresor
se dedica ahora a reciclar!»

Era un último intento para no comerme la cabeza con la sospecha de que mi país estaba dejando de ser tierra de libertad. Todos sabemos algo que somos incapaces
de confesarnos: estamos ante un estado policial en ciernes que se acerca a la pesadilla orwelliana de la mano de una fuerza mucho más eficaz que la Policía
del Pensamiento: la policía empresarial. Mientras el gobierno hace redadas de ciudadanos con aspecto de árabes y los encierra sin cargos, la élite empresarial
se entretiene idiotizando al pueblo.

Pensé que ya no había nada que hacer, pero entonces llegó la mañana del 1 de diciembre de 2001. Esa fecha debería ser una fiesta nacional en el país, pues
tal día como ése del año 1955 una costurera negra rehusó ceder su asiento a un blanco en un autobús público de Montgomery, Alabama. Según la ley, el color
de su piel la obligaba a ello. Su callado gesto de coraje sacudió los cimientos de la nación y desencadenó una revuelta. Rosa Parks, que ahora reside en
mi estado natal de Michigan, es un importante recordatorio de que pueden darse grandes cambios en una sociedad cuando una o dos personas de conciencia
limpia y firme deciden actuar.

Y así sucedió el 1 de diciembre de 2001. Acudí a algún lugar de Nueva Jersey para hablar ante un centenar de personas de un consejo de acción ciudadana
en cuya reunión anual me había comprometido a participar. Plantado en la tarima, les confesé a los concentrados que no me sentía con ganas de pronunciar
el discurso que había planeado. En su lugar, les conté lo que me había impedido dormir la noche anterior. Les dije que ya no creía que nadie pudiera llegar
a leer las palabras que había escrito y les pregunté si les importaba que les leyera un par de capítulos de mi Estúpidos hombres blancos.

La sala asintió, tal como uno espera que haga la clase trabajadora de Jersey cuando se les ofrece algo que el poder no desea que sepa. Así que me puse a
leer los amenazadores capítulos conocidos como «Querido George» y «A matar blancos». Al cabo, la sala prorrumpió en cálidos aplausos y varias personas
me pidieron que les firmase algunos ejemplares.

-¿Qué ejemplares?-pregunté.

-Ejemplares de su primer libro -respondió una mujer.

-Claro -dije y me senté para disponerme a firmar, no mi libro más reciente, sino el que había pergeñado cinco años antes. Mientras autografiaba un ejemplar
tras otro, pensé que podría estar firmando mi nueva obra si al menos hubiese cedido, cedido un poco... o mucho. Si al menos hubiese renunciado por completo
a mis principios.

Cuando terminé, salí precipitadamente del edificio porque no quería que toda esa gente me viera llorar. ¡El grande y corajudo Michael Moore! Regresé a Manhattan,
convencido de que mi carrera de escritor había terminado y que vivía en un lugar que me había desecado el alma. Enjugué mis lágrimas al divisar ante mí
el cercenado perfil de la ciudad. Bien, pensé, al menos todavía seguía allí, a diferencia de los bomberos de mi manzana o el productor con quien había
trabajado en abril y que, en aquel infausto día de septiembre, viajaba en el avión que impactó contra la torre sur del World Trade Center. Sí; estaba vivito
y coleando.

Entonces, sucedió algo milagroso. Sin saberlo yo, entre el público al que me había dirigido el 1 de diciembre en Jersey, se hallaba una mujer que, después
de escuchar mis penas, decidió hacer algo al respecto. Era una bibliotecaria de Englewood, Nueva Jersey, llamada Ann Sparanese. Aquella noche, se fue a
casa y se conectó a Internet para escribir una carta a sus amigos bibliotecarios, que colgó en un par de páginas dedicadas a temas literarios progresistas,
en la que les contaba lo que HarperCollins planeaba hacer. Me riñó (al más puro estilo de las bibliotecarias) por no hacer público mi caso, pues no tenía
derecho a callar en el creciente clima de censura que empezaba a respirarse en el país y que afectaba a todo el mundo. Cabe recordar que la nueva ley antiterrorista
USA Patriot Act prohibía a los bibliotecarios denegar a la policía información sobre quién está leyendo qué. ¡Incluso podían acabar en la cárcel si contactaban
un abogado! Pese a esta atmósfera opresiva, Ann Sparanese pidió a todo el mundo que escribiera a HarperCollins y exigiera que pusiera a la venta el libro
de Michael Moore.

Y eso es lo que cientos y luego miles de ciudadanos hicieron.

Yo no tenía la menor idea de que esto se estaba cociendo hasta que recibí una llamada de HarperCollins.

-¿QUÉ LES DIJISTE A LOS BIBLIOTECARIOS? -inquirió la voz al otro extremo de la línea.

-¿De qué hablas? -le pregunté, desconcertado.

-Estuviste en Nueva Jersey y contaste todo a los bibliotecarios.

-No había bibliotecarios en Nueva Jersey y... ¿Cómo sabes lo que dije?

-Está en Internet. Algún bibliotecario se ha empeñado en difundir la historia, ¡y ahora estamos recibiendo un montón de correo hostil por parte de bibliotecarios!

Vaya, me dije. Los bibliotecarios son, sin duda, un grupo terrorista con el que uno no desearía enzarzarse.

-Lo siento -dije, apocado-. Pero te juro que comprobé que no hubiera prensa en la sala.

-Pues ahora ha salido a la luz, y no hago más que recibir llamadas de Publisher's Weekly.

Pocos días después, PW citó una supuesta declaración de mi editor en la que afirmaba que yo reescribiría el libro (más tarde, éste la desmintió rotundamente).
Después de guardar silencio ante la prensa durante meses, esperando poder arreglar las cosas pacíficamente, le conté a PW todo el viacrucis por el que
había pasado, así como que había 50.000 copias de mi libro retenidas como rehenes en Scranton. Entonces, el periodista me habló de la bibliotecaria de
Nueva Jersey que había alborotado el avispero.

-No conozco a esa mujer -dije-, pero sea quien sea me gustaría agradecérselo.

La semana siguiente, después de que me convocaran a un encuentro con el alto mando en HarperCollins -en el que se me amenazó nuevamente con que mi libro
«simplemente no puede salir al mercado con esa portada y ese título»-, recibí una llamada de mi agente para comunicarme que el libro se pondría a la venta
tal como estaba, sin un solo retoque.

La editorial estaba mosqueada porque todo había salido a la luz pública y ellos quedaban como unos censores (que es lo que eran). «¡Malditos bibliotecarios!»
Dios los bendiga. No debería sorprender a nadie que los bibliotecarios fueran la vanguardia de la ofensiva. Mucha gente los ve como ratoncitos maniáticos
obsesionados con imponer silencio a todo el mundo, pero en realidad lo hacen porque están concentrados tramando la revolución a la chita callando. Se les
paga una mierda, se les recortan su jornada y sus subsidios y se pasan el día recomponiendo los viejos libros maltrechos que rellenan sus estantes. ¡Claro
que fue una bibliotecaria quien acudió en mi ayuda! Fue una prueba más del revuelo que puede provocar una sola persona.

Sin embargo, la airada editorial había decidido que este libro debía morir de un modo u otro, con o sin bibliotecarios. Ordenaron que no se imprimieran
más ejemplares y me notificaron que no habría promoción en los periódicos y que mi gira de presentación se limitaría a tres ciudades («tres y media si
quieres contar la ciudad en la que vives»): Ridgewood, Nueva Jersey (donde reside el congresista republicano que en las elecciones de 2000 compitió contra
el ficus que nuestro programa de televisión había designado como candidato); Arlington, Virginia (sede del Pentágono) y Denver. Pregunté si habían extraído
tan brillante idea del manual Cómo acabar con un libro. El día de la presentación se acercaba peligrosamente, y HarperCollins había acordado con las emisoras
un total de cero apariciones televisivas. El libro no se mencionó ni en la radio ni en la televisión pública y se me informó de que una cadena de librerías
vetaba mi aparición en sus dependencias «por razones de seguridad».

Así pues, el libro parecía listo para un entierro inmediato cuando decidí publicar una carta en Internet en la que refería todo por lo que había pasado.
Denunciaba que en esta nueva era de represión, las palabras se antojaban tan peligrosas como terroristas y pedía a los lectores que compraran el libro
para no dejar que quedaran sepultadas.

En pocas horas se vendieron los 50.000 ejemplares. Al día siguiente, Estúpidos hombres blancos era número uno en la lista de Amazon.com. HarperCollins se
hallaba en estado de choque. ¿ Cómo era posible ? Me habían dicho que la obra j amas llegaría a conectar con el pueblo norteamericano.

Al quinto día, el libro ya iba por su novena reimpresión. La editorial no daba abasto. Se colocó en el primer puesto de la lista de libros más vendidos
del New York Times y de las del resto del país. Durante meses no fue posible encontrar un ejemplar en las librerías.

Mientras escribo esto, Estúpidos hombres blancos se halla en su quinto mes como líder de todas las listas. Sigue sin haber recibido publicidad alguna en
los periódicos, y yo sólo he aparecido en dos programas de televisión: uno que se emite hacia la una de la madrugada y otro que empieza a las siete de
la mañana.

El ostracismo mediático no ha surtido el menor efecto. El público estadounidense, al que los medios pintan más burro que un canasto, ha demostrado que sabe
estar a la altura de las circunstancias, y no hay más que agradecérselo a George W. Bush. Sus acciones desde aquel mes de septiembre han estremecido a
todo americano pensante. Este libro ha vendido más ejemplares que ningún otro título de no ficción en Estados Unidos este año.

La última noticia que tuve es que iba camino de su 25a impresión. Ánimo, ciudadanos de este hermoso planeta: puede que, después de todo, haya todavía esperanza
para nosotros, los americanos.

Lo que me alegra de que ahora se edite fuera de EE. UU. es que, a juzgar por el correo que recibo de Londres a Liverpool y de Galway a Perth, los estadounidenses
no tenemos el monopolio de los estúpidos hombres blancos. Después de que el libro alcanzara el primer lugar de ventas en Canadá (puesto en el que sigue
después de cuatro meses), empecé a recibir incontables cartas de canadienses contándome qué panda de cabrones gobiernan su país, desde el arrogante (aunque
lameculos de EE. UU.) primer ministro hasta el magnate que posee casi todos los grandes periódicos, una miríada de cadenas de televisión y 120 periódicos
locales. No hay duda de que los canadienses podían identificarse con mi discurso.

Entonces, sucedió algo curioso. Mi esposa me llamó para que echase un vistazo a la pantalla de su ordenador, y allí estaba: Estúpidos hombres blancos, en
el número uno de las listas de Amazon en el Reino Unido. ¿Cómo era posible? Allí todavía no había salido a la venta. Sin posibilidad de adquirirlo en Gran
Bretaña (HarperCollins había respondido a mis repetidas peticiones de que publicaran una edición inglesa con persistentes negativas), los británicos e
irlandeses estaban comprando ejemplares importados que se vendían notablemente más caros. A sabiendas del dinero que había de por medio, ReganBooks/HarperCollins
pusieron las imprentas a toda máquina para exportar otros miles de ejemplares a las Islas Británicas. En una semana, el libro ya estaba en el primer puesto
de la lista de ventas del Sunday Times.

Ahora ya me he librado del rodillo de Murdoch, gracias a la ayuda de Penguin Books, del Reino Unido, que se ofreció a publicar la edición de bolsillo. La
misiva que me enviaron es una de las muestras más generosas y firmes de compromiso con mi trabajo que he visto nunca y agradezco su apoyo enormemente.

No es la primera vez que establezco una relación mejor con extranjeros. La BBC se ofreció a producir mi primera serie, TV Nation, después de que la NBC
la rechazara en Estados Unidos.

Una vez recibida la aprobación de la BBC, la NBC decidió que había cometido un error y nos incluyó en su parrilla. Posteriormente, la BBC produjo mi documental
The Big One. El Channel Four produjo más tarde la primera temporada de nuestra siguiente serie, The Awful Truth, y su socio canadiense, Salter Street Films,
acabó financiando mi siguiente película, Bowling for Columbine. Resulta triste y afortunado a la vez que para conseguir dinero que me permita ofrecer al
público norteamericano obras que examinan la condición estadounidense, deba abandonar mi país.

Sin duda, no hace falta escarbar mucho para dar con estúpidos hombres blancos en Estados Unidos. Sin embargo, pese a que estoy muy agradecido con todos
aquellos que en distintos países me han ayudado, resultaría parcial de mi parte achacar únicamente a mi país la existencia de ese colectivo aberrante.
Un sinnúmero de criaturas de esta ralea acechan en toda la Commonwealth y en la misma tierra de Irlanda que mis bisabuelos llamaron su hogar.

En Gran Bretaña, parece que toda la atención de los últimos años se ha centrado en el mal de las vacas locas..., dejando de lado a los hombres locos. El
mero hecho de que no comamos hombres locos no es motivo para pasar por alto este grave problema de seguridad. Los políticos británicos y ejecutivos de
las multinacionales hacen estragos, tratando de igualar los méritos de sus colegas de EE. UU. para mostrar al mundo que su estupidez no tiene nada que
envidiar a la de los estadounidenses. Basta considerar el estado del sistema ferroviario británico para ver adonde puede conducir el modelo americano (que
consiste en privatizar entidades bien gestionadas anteriormente por el estado).

No hay nada más triste que ver a líderes de otros países tratando de imitar a los del nuestro. Nunca fue más cierto lo de que un hombre -un jefe de Estado-
se apunta a un bombardeo. Si nosotros nos resignamos a aceptar unos medios de comunicación infames, al poco sus noticiarios empiezan a parecerse a los
nuestros. Decidimos eliminar nuestra red de asistencia para los pobres y en un abrir y cerrar de ojos su cuerpo legislativo recorta numerosos servicios
sociales que han existido durante décadas.

Y esto último es lo que resulta más indignante para este observador: que otros países empiecen a castigar a los desposeídos y a hacerles la vida más difícil.
Es un camino que puede dejar el país hecho un desastre. Si les entretiene ver cada mes un tiroteo en escuelas y centros de trabajo yanquis, si les parece
que el hecho de que la tasa de mortalidad infantil en algunas ciudades supere a la de Nairobi es señal de progreso, si quieren vivir en un mundo en el
que van recortándose progresivamente las libertades civiles, sigan nuestro ejemplo. De este modo, no sólo se convertirán en Mini-Yos de EE. UU., sino que
les invitaremos regularmente a participar en nuestras tentativas de explotar a los pobres de otros países para que todos podamos llevar zapatillas de deporte
bien baratas. ¡No pueden dejar escapar esta oportunidad!

Bueno, quizá si puedan. Tal vez aún les quede cierta esperanza. Para nosotros, es posible que ya sea demasiado tarde. Quién sabe. Este libro les aportará
una visión de EE. UU. que no suelen presentar siquiera los medios de su país. Lo pueden considerar un espejo de lo que también sucede actualmente en otras
partes del mundo y como advertencia de lo que podría estar por venir. Cuando terminen, sería de desear que se comprometan en cierta medida a deponer a
todos los blancos estúpidos de cada uno de sus puestos de poder. Además de hacerles sentir bien, quizá logre que sus trenes vuelvan a llegar a la hora
y vía debidas.

MiCHAEL MOORE, julio de 2002

. 2
Querido George

CARTA ABIERTA AL «PRESIDENTE» GEORGE W. BUSH

Querido gobernador Bush:
Tú y yo somos como de la familia. Nuestra relación personal se remonta a muchos años atrás, aunque ninguno de los dos se haya molestado en airearla; nadie se lo creería.
Sin embargo, mi vida quedó profundamente marcada por algo muy personal que la familia Bush hizo por mí.
Doy un paso adelante y confieso: vuestro primo Kevin fue el director de fotografía de Roger & Me.
(Documental de Michael Moore en el que narra la decadencia económica de su ciudad natal, Flint, Michigan, tras el desmantelamiento de la fábrica de General Motors. (N. del T.)

Cuando hice la película, no sabía que tu madre y la de Kevin eran hermanas. Sólo pensé que Kevin, a quien conocí cuando filmaba la quema de una cruz por parte del Ku Klux Klan en Michigan, era uno de esos artistas bohemios que viven en Greenwich Village. Ya había realizado una película espléndida, Atomic Café, y casi en broma le pedí que viniese hasta Flint, Michigan, para enseñarme a filmar. Para mi sorpresa, aceptó y, durante una semana del año 1987, Kevin Rafferty y Anne Bohlen anduvieron por todo Flint adiestrándome en el manejo del equipo y dándome consejos preciosos para dirigir un documental. Sin la generosidad de tu primo, Roger & Me nunca se habría hecho realidad.
Recuerdo el día en que tu papá fue investido presidente. Yo estaba montando la película en una sala infecta de Washington y decidí encaminarme hacia el Capitolio para presenciar el juramento de su cargo ¡Aluciné en colores al ver a tu primo Kevin, mi mentor, sentado junto a ti en el estrado! También recuerdo que los Beach Boys interpretaron Wouldn

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