PURA MALICIA
(Fragmento del capítulo dedicado a las dos periodistas corruptas más influyentes de Hollywood)
En el machista mundo del Hollywood dorado, un pequeño grupo
de mujeres tenían suficiente poder para hacer que incluso los jefes de los
estudios temblasen de miedo. Estas mujeres no eran productoras o censoras. Eran
columnistas de cotilleos, y podían crear –o destruir– una carrera con una
simple frase. Louella Parsons y Hedda Hopper tenían
sus propias columnas sindicadas con una circulación de millones de ejemplares.
Agasajadas con extravagantes regalos y enormes salarios, vivían entre las
estrellas de las que hablaban y cultivaban su propia rivalidad. Ambas se habían
reinventado a sí mismas, abriéndose camino hacia la cima. Pero también tenían
una vida privada que no hubiese podido resistir el escrutinio que ellas mismas
practicaban en la prensa.
Louella Parsons tuvo dos divorcios secretos antes de casarse
con un alcohólico llamado Dr. “Docky” Martin, conocido en Hollywood por su
discreto tratamiento de las enfermedades venéreas de los famosos. Siendo una
joven actriz de teatro, Hedda se casó con un maduro calavera que la humillaba
con sus infidelidades. Amargada por su marido y por su fallida carrera
cinematográfica, Hopper llenó su pluma de ácido e inició su propia guerra
contra el comunismo.
A pesar de los dramáticos cambios en Hollywood, desde el
final del sistema de estudios al nacimiento de la televisión, los columnistas
aún mantenían un poder considerable en los cincuenta. A diferencia de los
escritores piratas y los informadores pagados de “Confidential”, ellos formaban
parte del orden establecido de Hollywood. Con frecuencia vivían tan bien como
las estrellas, o al menos en el mismo barrio. Louella Parsons vivía en Beverly
Hills, a la vuelta de la esquina de Danny Thomas y cerca de la joven Elizabeth
Taylor y sus padres.
Desde la era del cine mudo, los columnistas se habían
convertido en una parte aceptada del negocio en Hollywood. Los estudios que
querían atar en corto a sus
estrellas rebeldes podían dar una propina a un columnista
que les reñía amablemente –o no tanto– en la prensa. De este modo, los famosos
procuraban llevarse bien con Parsons y Hopper. Cuando las autoridades
preguntaron a Bob Hope a quién debían avisar en caso de que resultase herido o
muerto mientras actuaba para las tropas durante la Segunda Guerra Mundial,
respondió bromeando: «A Louella Parsons. Nunca me perdonaría si no fuese la
primera en enterarse». Lana Turner, que nunca tuvo las de ganar con ellas, describía
el modo en que las celebridades tenían que «rendir pleitesía» a los
columnistas. «Aceptaban sobornos y regalos y tenían sus favoritos, y que Dios
te ayudase si alguna vez se enfadaban contigo», decía. «Sé amable con Louella,
está de mal humor. Sé dulce, hazla reír. Si no lo hacías, se lanzaba sobre ti
en su columna y ya no te soltaba».
Como Peter Sellers explicaba al “Hollywood Reporter”: «Para
hacer felices a estas columnistas de cotilleos, tenías que ponerte un traje de
barras y estrellas; colgarte del cuello una placa que dijese: “Amo Hollywood”;
llevarlas a cenar; comprarles rosas; limpiarles el polvo de los zapatos y
declarar: “Te quiero. ¡Os quiero a todas!”».
Cada Navidad, todo Hollywood inundaba de regalos a las
columnistas, esperando ganarse su favor con bolsos, radios, encendedores,
porcelanas y suficiente alcohol para regar todo un año de fiestas. Sin embargo,
un productor aprendió de la peor forma que hacer regalos podía tener un efecto
contrario al deseado. Después de enfrentar a Hedda y Louella entre sí, le
compró a cada una un caro bolso de mano y se los envió con una nota. De algún
modo, los paquetes se confundieron. Hedda recibió el mensaje para Louella y
viceversa. La primera le telefoneó y quitó importancia al asunto, pero Louella se
puso furiosa. Otra confusión de regalos dejó a Hopper con dos licoreras de
cristal tallado, una grabada con las iniciales “HH”, la otra “LOP”, las de
Louella. Cuando el donante le pidió que se la devolviese, Hedda se negó. Pensó
que sería divertido preguntar a sus invitados: «¿Quieres un poco de Jack
Daniels de la botella de Louella?»
Sobornar a las columnistas con regalos y un tratamiento
especial era casi una necesidad. Hedda Hopper se refería humorísticamente a su
casa de Tropical Drive, en Beverly Hills, como «la casa que construyó el
miedo». Samuel Goldwyn comentó una vez que Louella Parsons era más fuerte que
Sansón. «Él necesitó dos columnas para derribar el templo», dijo. «Louella
puede hacerlo con una». Años después de retirarse, la mención del nombre de una
columnista aún provocaba ataques de ansiedad. Cuando un biógrafo contactó con
ella en los setenta para hablar sobre Parsons, la actriz Lola Lane se negó.
Sería profesionalmente imprudente, alegó. Lane no había hecho una película
desde 1946.
Irónicamente, Louella siempre fue un pez fuera del agua del
cine. No tenía glamour. Incluso en sus tiempos de gloria parecía la típica tía
soltera que ha llegado de Moose Droppings, Idaho. Pero como los millones de
personas insignificantes que leían sus columnas, Parsons creía a pies juntillas
en las aterciopeladas fantasías que escupían las máquinas publicitarias del
cine, aunque por debajo de la brillante superficie había otras cosas:
adulterios, adicciones, crisis nerviosas, y una plétora de debilidades que
podían destruir una carrera de la noche a la mañana.
En ello radicaba el secreto de su poder. Eran las historias
que no publicaba las que convertían su poder en un yugo sobre los estudios y
las estrellas.
La columna de Louella se encontraba siempre en la frontera
de la dislexia terminal. La exactitud informativa o la corrección ortográfica o
sintáctica morían en la avalancha de la bazofia informativa que vomitaba la
intrépida periodista.
. Al igual que las actrices a las que seguían en sus
columnas, cada reportera tenía una historia única detrás de su éxito. Louella y
Hedda también cambiaban sus biografías para añadirles picante y quitarse años.
En una época en que pocas mujeres trabajaban fuera de casa, ellas fueron
pioneras, ganando salarios más elevados que los de muchos actores. Rivales
entre ellas, Parsons y Hopper también poseían una singular ambición por
elevarse sobre sus difíciles pasados empleando todos los medios necesarios.
Su indelicadeza no conocía límites. Una vez interrumpió el
culebrón que presentaba, “Hollywood Hotel”, para informar con su quejumbroso
tono agudo: «Amigos, quiero decirles que Lowell Sherman acaba de morir».
A veces daba en el blanco. Cuando Mae West llegó a
Hollywood, Louella describió así a la neumática e intemporal estrella: «La
exuberante y rubia Mae West, gorda, rubia y cuarentona no sé hasta qué punto».
Más tarde, la actriz dijo que Par sons se había convertido en una buena amiga;
era la manera más prudente de amansar a la fiera. Manejar a Louella era como
manipular a una serpiente de cascabel con malas pulgas; una serpiente con
inclinaciones chantajistas.
7Hedda Hopper, la mujer a la que Ray Milland describió
caritativamente como «una zorra absoluta», nunca olvidó los desaires e
ignominias que había sufrido en sus tiempos de humilde actriz secundaria.
Venenosa, cruel, mentirosa patológica y más bien tonta, rara vez pagaba el
precio de su falta de rigor periodístico. Cuando se negó a dejar de publicar la
noticia de que Joseph Cotten tenía una relación extraconyugal con Deanna
Durbin, Cotten se vengó en forma de fuerte patada al trasero de Hopper cuando
la vio en una fiesta. En otra ocasión una hostigada Ann Sheridan le arrojó en
el regazo una fuente de puré de patatas. Una vez, Joan Bennett la había
ignorado durante un rodaje. Cuando el marido de Bennett, el productor Walter
Wanger, disparó en la ingle al amante de ésta, el agente Jennings Lang, Hedda
afiló sus uñas y bramó de indignación virtuosa. Por toda respuesta, Joan
Bennett le envió una mofeta acompañada de la siguiente nota: «Una pequeña
tarjeta de San Valentín que demuestra por qué me recuerda tanto a ti. ¡Porque
huele!».
Temidas e idolatradas
al mismo tiempo, una escena resume la trascendencia social de estas dos divas
del periodismo. En una tarde lluviosa de la primavera de 1948, un grupo de
ejecutivos de Hollywood que se habían reunido para comer en un restaurante
fueron obsequiados con un espectáculo tan asombroso como las fantasías que
ellos mismos solían confeccionar en sus fábricas de sueños.
Las dos gorgonas del cotilleo cinematográfico, la exuberante
columnista Louella O. Parsons y la dama del sombrero, Hedda Hopper –las mujeres
más temidas de la ciudad y sus dos rivales más célebres– estaban sentadas en la
misma mesa, compartiendo un civilizado almuerzo de cangrejo en el reservado
número uno del restaurante Romanoff, un elegante establecimiento de Rodeo
Drive.
Los clientes del local, que seguramente no habrían
pestañeado si hubieran visto entrar a Harry Truman del brazo de Josef Stalin,
se precipitaron hacia los teléfonos para anunciar la nueva al mundo exterior.
Estas llamadas, comentó Hedda, «atrajeron una multitud de clientes que se
quedaron parados en la barra para presenciar nuestra versión de la firma del
Tratado de Paz de Versalles».
Los agentes de prensa, informó más tarde la revista
“Collier’s”, corrieron «de lavabo en lavabo, mesándose los cabellos, haciendo
rechinar los dientes, esperando el fin del mundo». Porque esta entente cordiale
entre estas dos Extrañas Hermanas –entre las dos reunían una audiencia de
alrededor de 75 millones de lectores de periódicos y oyentes de radio (la mitad
del país, más o menos)– representaba algo más que la escenificación de un
acercamiento. También anunció el desplome de la enrevesada estructura que había
sostenido a la maquinaria publicitaria de Hollywood durante años. En su
búsqueda de menciones en los periódicos, un servicio que valía su espacio en
oro, presidentes de estudios, publicistas y actores famosos llevaban años
jugando al peligroso juego de convertir a las dos mujeres en enemigas
irreconciliables.
Nadie abandonó Romanoff’s hasta dos horas más tarde, cuando,
concluida su función de una tarde, las dos damas salieron del local cogidas del
brazo. «La paz», comentó Hedda en sus memorias de 1952, “From Under My Hat”,
«¡qué maravilla! Pero no duró». Además, concluyó Louella, «casi todo el mundo
dice que no
nos caemos bien». «¿Quiénes somos nosotras para contradecir
tan entusiasta opinión mayoritaria?». Ninguna de ellas, por supuesto, esperaba
o buscaba siquiera una reconciliación permanente: Louella y Hedda conocían
demasiado bien los usos de Hollywood para saber que las querellas eran un buen
negocio. Louella llevaba informando sobre la industria del cine desde 1915
(ella fue, según sus jactanciosas palabras, «la primera columnista
cinematográfica del mundo». Y Hedda, que empezó trabajando en el cine y el
teatro, había conocido a Samuel Goldwyn cuando todavía le llamaban Samuel
Goldfish y había actuado en la primera película que produjo Louis B. Mayer.
Louella y Hedda, como tantos enemigos jurados, eran como una
pareja de dobles distorsionados en una sala de espejos –la una gorda, la otra
flaca; la una «con aspecto de sofá», según Roddy McDowall, la otra sofisticada,
mundana y guapa, «con una elegancia de actriz neoyorquina», según Kitty
Carlisle-Hart–, con más cosas en común de lo que ambas querían reconocer.
Nacidas con cuatro años de diferencia, y mucho antes de lo que admitían ambas
(Hedda afirmaba que era «un año más joven de la edad que Louella diga que
tenga»), las dos mujeres habían escapado de oscuros pueblos atrasados para
contraer matrimonios aparentemente ventajosos, y habían acabado convertidas en
madres solas, con dificultades para mantener a un hijo único.
Prodigiosamente enérgicas y ambiciosas, las dos consiguieron
convertirse en profesionales muy bien pagadas (en torno a 250.000 dólares
anuales, unos dos millones de ahora), pero tenían unos gustos tan caros que
siempre estaban endeudadas. Y políticamente tanto Louella como Hedda se
situaban, en palabras de un coetáneo, «a la derecha de Genghis Khan».
En su actitud, Louella afectaba un vago atolondramiento que
hasta sus últimos años de declive ocultó un cerebro como una trampa para cazar
fieras.