Faraón es la mejor película sobre el antiguo Egipto que se ha rodado jamás. Su director, el polaco Jerzy Kawalerowicz, es (al menos para el gran público) uno de esos directores de una o dos películas: sus películas más polacas son prácticamente desconocidas, y su prestigio se debe a Madre Juana de los Ángeles (Matka Joanna ad Aniolow, 1961), basada en el caso de los demonios de Ludum que también sirvió al británico Ken Russell como inspiración de la exagerada Los demonios, (The Devils, 1971) y, sobre todo, Faraón. El guión de Faraón es de Tadeusz Konwicki y del propio director, y está basado en una novela del escritor polaco Boleslaw Prus, pseudónimo de Aleksandre Glowacki (18471912). No espere encontrar aquí decorados de cartón piedra y toda esa bisutería neoegipcia que sólo sirve (aunque no es poco) para alegrar la vista necesitada de un poco de puro entretenimiento. Faraón está rodada en Egipto y Uzbekistán, y ambientada en auténticos templos egipcios. Como explica Sergi Vich, la película contó con numerosos extras procedentes del ejército ruso (los mercenarios libios están caracterizados de acuerdo con los relieves del templo funerario de Ramsés III) y gran parte del mobiliario y utensilios como la silla real, la biga de seis radios, el precioso jepresh (corona azul, relacionada con la guerra) del faraón, la paleta del escriba, los vasos de alabastro o el hacha de “epsilón” se inspiran en piezas auténticas procedentes del Museo Egipcio de El Cairo. La ambientación es casi perfecta: los vestidos (ligeros, sobre todo en las mujeres), la solemnidad de los templos, el atuendo del faraón, las pelucas de los soldados... Hasta la música de Adam Walacinski, a pesar de que nada sabemos de la música en el antiguo Egipto (no se ha encontrado ninguna reproducción de cantante o instrumentista que lleve un objeto que pueda considerarse como una partitura musical, ni ningún manual que nos pueda indicar cómo tocaban sus instrumentos), es maravillosa y completamente alejada de las fanfarrias al más puro estilo Juegos Olímpicos, o de la ya comentada hortera pretenciosidad de la música de películas como Tierra de faraones, a las que el cine norteamericano nos tiene acostumbrados. Y, por último, el guión de Kawalerowicz y Konwicki es extraordinario y refleja los auténticos problemas del Egipto de la época (finales de la XX dinastía, alrededor del año 1070 a. C.): conflicto entre el poder del faraón y el clero de Amón, pobreza del campesinado, intrigas palaciegas... Quizás algo menos el acoso de Asiria, fundamental en la trama de la película, puesto que no será hasta la dinastía de los Sargónidas, iniciada con Sargón II (721705 a. C.), cuando los asirios lleguen hasta Egipto. El rey Asarhaddon tomó Menfis en el año 671 a. C. (recuperado el año siguiente por el faraón Taharqa), y en el año 666 a. C. Ashurbanipal volvió a tomar Menfis y también Tebas. La dominación asiria duró poco tiempo, pues el faraón Psamético I liberó los territorios de Egipto, que no volverían a ser dominados hasta el reinado del persa Cambises. Todo lo bueno de Faraón hace que perdonemos que en la película se hable de “talentos” (una moneda griega) y que podamos considerar una licencia narrativa el que Ramsés XIII, el faraón protagonista de la película, sea un faraón inventado. Pero bien inventado.

El último faraón de la XX dinastía, la última del llamado Imperio Nuevo, fue Ramsés XI (1100-1070 a. C.), y nunca existió un Ramsés XII ni un Ramsés XIII. La acción de Faraón, no obstante, se desarrolla precisamente a finales de la XX dinastía, una época en la que el faraón Ramsés XI tiene que afrontar dos graves problemas internos: en el sur, el poder del clero de Amón; y en el norte, los mercenarios libios. El faraón consiguió finalmente restablecer su autoridad y nombró a Herihor (no olvide este nombre), un alto oficial, gran sacerdote de Amón y comandante en jefe del ejército. Pero este nombramiento le costará caro, ya que Herihor se convierte pronto en el auténtico dueño de Egipto, hasta el punto de que acabará por relegar a Ramsés XI y se representará a sí mismo como rey. Aunque Ramsés XI se haga llamar «aquél que mantiene la paz sobre cientos de miles», el poder ya ha pasado a otras manos: en Tebas, el faraón es sustituido por Herihor, el Sumo Sacerdote de Amón; y en Tanis, el visir del Bajo Egipto, Esmendes, que ya ejercía de hecho el poder, es nombrado faraón (el primero de la di nastía XXI) tras un golpe de Estado. Ramsés XI morirá en medio de revueltas religiosas, saqueos y anarquía política. A la vez que gobernaban los faraones establecidos en Ta nis, en la orilla oriental del Delta, en Tebas los sacerdotes de Amón ejercían el poder, si bien reconociendo al menos de forma nominal la soberanía de Tanis. Durante algo más de cien años convivieron las dos ramas del poder, salvándose, al menos teóricamente, la unidad del Estado. Egipto irá poco a poco desmembrándose en un Estado feudal. En torno al año 945 a. C., un jefe libio accedió al trono con el nombre de Sheshonk I, inaugurando la dinastía XXII e iniciándose una etapa en la que Egipto fue dominado por diversos pueblos extranjeros: libios, etíopes, asirios, persas, griegos y romanos. En definitiva, el faraón de Faraón es un imaginario Ramsés XIII que tiene que luchar contra el poder de los sacerdotes de Amón, cuyo Sumo Sacerdote es un tal Herhor... ¿Le suena? Efectivamente, Herhor es un trasunto del Herihor que acabamos de citar.

Ramsés XIII (Jerzy Zelnik) es un joven y valiente príncipe que, mientras espera ascender al trono de Egipto, sueña con imponer su ley, emular a los antiguos y grandes faraones y acabar con el inmenso poder y riqueza del clero de Amón, cuyo Sumo Sacerdote Herhor (Piotr Pawloski) intriga para mantener el statu quo. Herhor no dudará, una vez que el príncipe es nombrado faraón tras la muerte de su padre, en utilizar sus conocimientos (un oportuno eclipse de sol le servirá para aterrorizar al pueblo cuando, animado por el faraón, intenta atacar los templos y hacerse con los tesoros de los dioses) para impedir que Ramsés XIII obtenga el poder absoluto y lleve a cabo sus planes: reducción del poder sacerdotal, apropiación de sus tesoros y medidas de fuerza contra la amenazante Asiria. Faraón se convierte así en un admirable tratado de filosofía política ambientado en un convincente antiguo Egipto en el que no faltan algunas gotas de amor, pasión y guerra. El mensaje político de nuestra película debe entenderse, también, teniendo en cuenta las circunstancias históricas de Polonia, país del director y guio nista, en el momento de su realización. Así, la rivalidad entre el faraón y los sacerdotes sería equiparable a la pugna entre el Estado y la Iglesia Católica en Polonia, aunque también podrían establecerse algunas conexiones entre la dominación soviética de Polonia y la presencia amenazante de Asiria para Egipto en la película. Pero, como sugiere Quim Casas en su estudio sobre Faraón, si bien todas las películas son fruto de su época, no por eso hay que contemplar necesariamente la primera versión de King Kong como una metáfora sobre el crack bursátil de 1929 o primar la, por otro lado, evidente lectura política de Faraón. No sería justo para Egipto y, desde luego, no es nuestra intención, interpretar la película de Kawalerovicz exclusivamente como reflejo y reflexión de la realidad polaca desde la posguerra hasta mediados de los sesenta del pasado siglo.

Si algo hay que reprochar, desde el punto de vista históricoarqueológico, a Faraón es que los planos rodados entre las ruinas de los auténticos templos egipcios y las mismas pirámides de Guiza ofrecen un indudable realismo, por un lado, pero también un punto de de cepción, ya que esos templos y pirámides no podrían de ninguna manera tener el mismo aspecto a finales de la XX dinastía que en los años 60 del pasado siglo: en la película, por ejemplo, aparecen las pirámides de Guiza sin su revestimiento de caliza de Tura, tal y como las podemos ver hoy. Hasta el siglo XIII las pirámides de Guiza se mantuvieron casi intactas, pero por esas fechas un terremoto obligó a los árabes a recurrir al revestimiento de las pirámides como fuente de piedra para construir la ciudad de El Cairo. Tam bién, los relieves que vemos en los templos por donde se mueven los sacerdotes y Ramsés son estupendos, pero... les falta color. Como sucede con las pirámides, esos relieves se presentan con su aspecto actual, es decir, sin su policromía. Sería como si una película ambientada en la Atenas clásica mostrara el Partenón con su blancura actual, y no con la policromía original. De todos modos, hay muchas otras cosas que compensan estos anacronismos materiales: la maravillosa escena inicial en la que dos escarabajos sagrados que empujan una bola de estiércol impiden el paso del ejército (el escarabajo era sagrado para los egipcios porque al enterrar su bola se parece al Sol hundiéndose en el desierto); la fiesta en la que el futuro faraón y sus cortesanos se divierten y en la que baila Khama (Barbara Brylska, bellísima actriz que algunos señalaron como la sucesora de otra hermosísima B. B.: Brigitte Bardot), una sacerdotisa de la que el faraón se enamora (la fiesta no tiene nada que ver con esas fiestas horteras habituales en las películas de “egipcios”, “griegos” y, sobre todo, “romanos”); las escenas de la batalla entre el ejército egipcio y los rebeldes mercenarios libios (tan bien realizadas que el espectador termina por jadear y llenarse de arena como los propios soldados); las profundas reflexiones sobre el poder; los ritos de momificación del faraón fallecido; el poder de los sacerdotes de Amón; el terror de los supersticiosos campesinos ante el eclipse que, aparentemente, castiga su revuelta contra los sacerdotes... Hablaremos de todo ello. Pero, an tes, una breve visita guiada a los entresijos de Faraón, una película que, por cierto, fue can didata al Oscar a la mejor película extranjera... y que no ganó porque ese año el Oscar fue para la grimosa Un hombre y una mujer (Un homme et une femme), de Claude Lelouch.

Dos escarabajos empujan trabajosamente en pleno desierto una bola de estiércol. Mal asunto. En honor del dios Sol, es necesario, primero, detener la marcha del ejército y, después, dar un rodeo, ya que si no se corre el riesgo de aplastar a los escarabajos sagrados. El joven príncipe Ramsés no está de acuerdo, porque ese obstáculo «no detendría ni el paso de un asno». Ciertamente. Pero el Sumo Sacerdote replica que «tampoco un asno podría llegar nunca a ser faraón». El argumento convence a Ramsés. Por desgracia, un canal artificial interrumpe el paso de las tropas. No hay problema: «Que rellenen el canal», dice el Sumo Sacerdote, sin inmutarse. Un pobre diablo, un anciano delgado como la muerte, gime cubierto de polvo: «Yo mismo he cavado este canal solo durante diez años, por las noches». Le habían prometido que él y sus hijos serían libres si lo hacía, y ahora, por culpa de unos escarabajos y de la hierática insensibilidad de un sacerdote, todo su trabajo y sus esperanzas quedarán sepultados bajo la arena del desierto. «¡Trágame, tierra! ¡Maldito sea el día en que vi por primera vez la luz y la noche!», dice cuando entiende que nadie, y mucho menos el Sumo Sacerdote, le hará caso. Después, se ahorcará.

El príncipe Ramsés y Tutmosis (Emir Buczacki), su hombre de confianza, se encuentran en el desierto con una bella mujer que sólo pretendía «ver el ejército». Esa mujer es Sarah (Krystyna Mikolajewska), una hebrea que en principio teme haberse metido en un buen lío («¡Dios de Abraham!»), pero luego resulta que se convertirá en concubina de Ramsés. Las maniobras del ejército (eran sólo unas maniobras, lo cual aumenta la pena que siente el espectador por el pobre campesino que cavaba el canal) son un éxito, y parece que el príncipe tiene madera de líder. Menos mal que sólo se trataba de unas maniobras, porque de no ser así resultaría extraño ver a todo un príncipe de Egipto y futuro faraón lanzarse en solitario y a pecho descubierto en busca de los enemigos. Evidentemente, no convenía que los príncipes o los faraones se situaran físicamente al frente de sus tropas, una acción que se limitaba a ser representada en los muros de los templos, y no se presentaba en el campo de batalla. Pero no sólo de maniobras militares vive un príncipe de Egipto, también está la política, que a veces parece la continuación de la guerra por otros medios. Los fenicios quieren una guerra entre Egipto y Asiria, que

sería muy rentable para sus negocios. Por otra parte, hay un acuerdo secreto entre los sacerdotes de Amón y Asiria: Egipto mantendrá el control de Israel a cambio de abandonar sus derechos sobre Fenicia. A Ramsés le duele Egipto, aunque no precisamente como a Unamuno le dolía España, y cree que el comercio de los fenicios ahoga a su país. Además de la guerra y de la política, Ramsés conoce el amor y la pasión. No sólo el amor por Sarah, con la que tendrá un hijo, sino la pasión por Khama, sacerdotisa fenicia del templo de Astarté. En ese templo, Ramsés se encuentra con su doble, su “imagen viviente” (en realidad, se trata de Lykon, un griego “fabricado” por los enemigos del faraón) y con la hermosa Khama, que sólo tiene un pequeño defecto: no puede amar a un hombre porque los dioses fenicios tomarían venganza. A Ramsés eso le importa muy poco: «¿Qué me importan a mí tus dioses?».

¿Al príncipe Ramsés no le importan los dioses de Khama? Puede que en ese momento el deseo nuble su pensamiento y su lengua. La diosa Astarté era el equivalente semítico occidental de la babilonia Ishtar adorada en Mesopotamia y, como ésta, tenía dos aspectos, uno benéfico (diosa del amor y de la fertilidad) y otro no tanto (diosa de la guerra). Precisamente bajo este último aspecto Astarté se introdujo en Egipto durante el Imperio Nuevo, cuando estuvo especialmente relacionada con el uso militar de los

caballos. Sí hubo en Egipto templos dedicados a Astarté (en PiRamsés, por ejemplo), aunque no parece haber sido una diosa demasiado popular. En todo caso, Astarté fue incluida en el panteón egipcio, así que Ramsés debería haberse tragado su desprecio hacia la diosa. Khama, como buena sacerdotisa de Astarté, también tiene dos caras, pues por un lado es encantadora y sensual, pero por otro es arisca, dura y traidora. La relación con Khama terminará costándole muy cara a Ramsés, al igual que la relación con Ne llifer le costó muy cara a Keops en Tierra de faraones. ¿Será que Astarté se tomó venganza por las arrogantes palabras del príncipe en su propio templo? No sería de extrañar, si tenemos en cuenta que Astarté llegó a arrastrar al mismísimo rey Salomón. Se gún cuenta la Biblia (1 Reyes 11, 18), Salomón tuvo setecientas mujeres de sangre real y trescientas concubinas, y las mujeres torcieron el corazón del rey de tal manera que, cuando envejeció, arrastraron su corazón hacia los dioses ajenos, y no fue su corazón enteramente de Yahvé. Salomón se fue tras Astarté y tras Milcom, y eso enfadó al celoso Yahvé. Como a Yahvé le importaba muy poco Ramsés XIII, habrá que pensar que Astarté se enfadó con él por la falta de respeto que mostró en su templo, cegado por la belleza de Khama.

Volvamos a la política. Sargón, enviado de Asar de Asiria, es recibido por Ramsés. El príncipe le obliga a postrarse ante él, pues no es su igual en rango. Vale, se postrará. Pero Ramsés no dice que se levante inmediatamente, sino que le deja arrodillado ante él durante unos interminables segundos. Sargón no es un cualquiera, ya que es primo del rey de Asiria. ¿Qué pretende Ramsés con su actitud? Está claro. Ramsés busca la guerra con Asiria. Asiria, Fenicia, los judíos, los sacerdotes de Amón... Qué complicado es todo. Sarah, hebrea, aconseja a Ramsés que huya de los fenicios como de una serpiente. Khama quiere que expulse a los judíos de Egipto, y revela al príncipe que el hijo que tuvo con Sarah es un judío, y le llaman Isaac. Ramsés se enciende. Khama quiere ser la primera esposa, y para eso tiene que librarse de Sarah. Pero, por otra parte, lo que dice es cierto: Sarah, engañada por los maquiavélicos Herhor y Mefres (Stanislaw Milski), poderosos sacerdotes de Amón, hizo que su hijo se llamara Isaac, asegurándole que algún día ese niño sería el primer rey de Israel. Grave error. Ramsés expulsa a Sarah y a su hijo del palacio. La nueva señora será Khama. Y Khama, de la que está locamente enamorado Lykon, el “doble” del faraón, muestra sus encantos en una fiesta en la que hay música, baile, comida, bebida y sexo suave. Ramsés aprovecha la fiesta para flirtear, de forma bastante descarada, con otra mujer, Hebrón (Ewa Krzyzewska).

Pero Egipto no puede ser siempre una fiesta. El ejército egipcio debe enfrentarse con los rebeldes libios, mercenarios licenciados por orden de los sacerdotes. Ramsés es el comandante supremo, y lo hace bien. Los egipcios ganan la batalla aunque, según reconoce el mismo príncipe ante el sacerdote Pentuer (Leszek Herdegen): «No sé cómo hemos podido lograrlo». Después de la batalla, el príncipe victorioso recibe tres malas noticias: su concubina Khama ha huido con Lykon y, antes, el griego asesinó a Sarah y a su hijo. Ramsés es un príncipe de Egipto, así que no debe mostrar dolor en público. Poco después, Ramsés y Pentuer reflexionan a la sombra de las pirámides de Guiza acerca del poder, la política y el pueblo egipcio. Y un acontecimiento no por esperado (el faraón ya era viejo y estaba enfermo) menos importante cambiará la vida del hasta ahora príncipe Ramsés: su padre, el faraón, ha muerto. Él es ahora el faraón de Egipto.