Militarismo y censura cinematográfica

La censura cinematográfica fue bastante dura en Japón tanto antes como después de la guerra. Durante la década de los treinta se dejó sentir poderosamente la presión del nacionalismo militarista, y las productoras cinematográficas no permanecieron ajenas a esta circunstancia. Consecuentemente, en estos años proliferaron las películas de inspiración patriótica; en ellas se exaltaba la larga tradición de una legendaria sociedad feudal, sostenida por rígidos valores y bien organizada, en la que destacaba el orgullo racial y el respeto reverencial por la figura y la voluntad del emperador.

 Con la llegada de la guerra la situación llegó a ser agobiante. El propio Kurosawa afirmó al respecto: ‘‘Durante la guerra del Pacífico la libertad de expresión se vio muy mermada en Japón. Un guión mío había sido seleccionado por la compañía productora, pero la oficina de censura del Ministerio del Interior lo rechazó. El veredicto de la censura era irrevocable; no había recurso”. Al estallar la guerra, las productoras japonesas se vieron abocadas a fusionarse en una entidad única, situación que fue abolida a su término. Después de la guerra la censura cambió de bando y así, en la segunda mitad de la década de los cuarenta, los funcionarios de la administración norteamericana ejercieron un control absoluto sobre la producción cinematográfica de Japón, iniciándose una auténtica cruzada contra el militarismo de corte nacionalista. La sección de Información y Educación Civil del Alto Mando de las Fuerzas Aliadas en el océano Pacífico, bajo las órdenes del general MacArthur, dictó una rígida reglamentación que constituyó una rémora difícil de sobrellevar para la producción cinematográfica japonesa, y que se mantendría vigente durante un periodo de cuatro años (1945-1949).

No obstante, al menos en lo que al cine se refiere, la rigidez inicial de la ocupación se fue suavizando paulatinamente, como se desprende de las palabras del propio Akira Kurosawa al describir un incidente en el rodaje de su cuarta película como director, Los hombres que caminan sobre la cola del tigre (1945): ‘‘De vez en cuando los norteamericanos visitaban el plató donde yo me encontraba rodando. Un día todo un destacamento de desembarco se reunió en mi plató. Puede que les pareciesen pintorescas mis costumbres de producción, no lo sé. En cualquier caso, no dejaron de disparar sus cámaras, e incluso circularon por el plató con sus cámaras de 8 mm; algunos hasta querían que se les hiciese una foto aparentando que se les abría con una espada japonesa. Las cosas se desproporcionaron tanto que incluso tuve que hacer un alto en el rodaje del día”.

La gran sorpresa se la llevó Kurosawa algunos años después, cuando en una reunión mantenida en Londres el mismísimo John Ford le confesaba que él había estado presente en una de las visitas del ejército norteamericano a sus rodajes: ‘‘En otra ocasión yo me encontraba subido en la parte de arriba de un escenario dirigiendo un rodaje, cuando un grupo de almirantes y oficiales de alto rango se metieron en el plató. Se quedaron extraordinariamente silenciosos, observaron el rodaje, y se marcharon. Más tarde me enteré de que el director de cine John Ford se encontraba entre ellos”.

Pese a la incomodidad y la humillación que suponía la ocupación norteamericana —o acaso bajo el auspicio de esta situación—, durante este periodo las salas de cine fueron incrementando notablemente su número, pasando de las 845 salas abiertas en el año 1945 a las 1.137 del año 1946. Una vez que hubo desaparecido definitivamente la censura norteamericana, el cine japonés vivió un segundo periodo de transformación, que culminó con una mayor apertura al exterior y con la exportación de un número importante de películas japonesas a las pantallas y los festivales de cine de todo el mundo, siendo Akira Kurosawa uno de los principales exponentes de este proceso de internacionalización. Paralelamente, en 1957 Japón contaba ya con más de 6.000 salas de exhibición en todo el país.

3. EL NEORREALISMO DE POSGUERRA (1946-1950)

El fin de la II Guerra Mundial sobrevino en Japón con especial crudeza, debido en parte a tres hechos fundamentales: los bombardeos atómicos de Hiroshima (6 de agosto de 1945) y Nagasaki (9 de agosto de 1945), y el desembarco de las tropas norteamericanas en la isla de Okinawa (1 de abril de 1945). A raíz de estos sucesos la victoria se decantó rápidamente a favor de los EE.UU., que ordenaron el desmantelamiento absoluto del régimen militarista japonés. El general MacArthur, como comandante supremo de las Potencias Aliadas en el país, obligó al emperador Hirohito a llevar a cabo una renuncia oficial a su cargo como autoridad religiosa. La situación de tensión que se vivió en las calles durante la jornada del 15 de agosto de 1945 fue desconcertante y ambigua. Miles de personas, que en principio estaban dispuestas a inmolarse bajo el tradicional rito samurái del seppuku —en Occidente más conocido como harakiri—, celebraban la proclamación del inicio de la reconstrucción de su país instantes después de que el emperador hablara públicamente: ‘‘Si el emperador en su discurso no hubiera pedido a la gente que guardase sus catanas, si en cambio hubiese hecho una llamada a la Muerte Honorable de los Cien Millones, la gente de la calle hubiera hecho lo que se le decía y hubieran muerto. Y probablemente yo hubiera hecho lo mismo. Los japoneses creen que la autoestima es inmoral, y que el sacrificio es el curso digno a seguir. Nos hemos acostumbrado a esta lección y jamás se nos ha ocurrido cuestionar su veracidad”.

            Por su parte, Akira Kurosawa creyó conveniente reivindicar esta estima personal como un valor positivo, pues estaba convencido de que sin ella no podrían existir ni la libertad ni la democracia. Con semejante propósito, el cineasta nipón planteó su primer film dentro de la era de la posguerra. No añoro mi juventud (1946) se convirtió, para su autor, en una profunda reflexión acerca de la problemática relativa a la dignidad de la persona. En ella Kurosawa trató de mostrar la injusticias cometidas años atrás en Japón, a causa de la exaltación exacerbada del espíritu militarista y de los principios nacionalistas.

3.1. Ocupación norteamericana

Desde 1945 el Ejército de ocupación norteamericano se encargó del control directo y absoluto de los medios de comunicación y de la industria cinematográfica japonesa. Como comenta el especialista Max Tessier, la misión de los censores consistía en erradicar todo vestigio de militarismo o de conducta medieval en las producciones fílmicas niponas, ya que ‘‘toda película en la que apareciera una catana o un kimono era sospechosa de feudalismo”[1]. Varias obras importantes fueron prohibidas en su momento y su exhibición se demoró algunos años. Entretanto sus autores intentaban, por todos lo medios a su alcance, ganarse el imprescindible beneplácito de los organismos responsables. Con todo, sólo algunas de ellas consiguieron, con un mínimo de incidencias, la esperada aprobación de la Army’s General Headquarters, siéndoles otorgado finalmente un espacio para su proyección en las salas de cine. Ese fue el caso, sin ir más lejos, del citado film de Kurosawa Los hombres que caminan sobre la cola del tigre, que no pudo ser estrenado hasta el 24 de abril de 1952.

A finales de los años cuarenta la intervención política se extendió a los estudios de producción. La Toho sufrió largas temporadas de huelga organizadas por el Partido Comunista Japonés, siempre en estrecha colaboración con los sindicatos locales. El desacuerdo frente a estas medidas dividió a los profesionales del cine y un sector optó por crear una nueva compañía, la Shintoho —o Nueva Toho—, que desapareció definitivamente a principios de los sesenta. A pesar de todo, Kurosawa llegó a rodar un espléndido thriller para este estudio: El perro rabioso (1949), obra a caballo entre el cine neorrealista y el film noir más genuinamente norteamericano. Tras las huelgas de 1948 la Toho despidió a los técnicos comunistas y reemprendió su producción cinematográfica, incorporando a cineastas posteriormente tan consagrados como Mikio Naruse o el propio Akira Kurosawa.

            Sin embargo, otras compañías padecieron con mayor dureza las leyes antimonopolio impuestas por los ocupantes norteamericanos: la Nikkatsu tuvo que esperar hasta 1953 para poder retomar sus actividades. Contrariamente, la Daiei gozó de un inesperado momento de esplendor como productora, dando a luz las últimas y maravillosas películas de Kenji Mizoguchi.



[1] TESSIER, Max: El cine japonés. Madrid: Acento, 1999; p. 31.